21

Godfrey Cartwright se recostó en su mullida butaca y cruzó las manos en la nuca. Era la posición que asumía cuando se disponía a discutir asuntos importantes, pero deseaba mostrar un aire despreocupado.

—Tal como yo lo veo-dijo—, hubo algo que estropeó el asunto. Ningún editor había ofrecido jamás la suma que yo estaba dispuesto a pagar e incluso un puritano como Frost la hubiera aceptado, si hubiese creído que podía hacerlo impunemente. Pero ahora Frost ha desaparecido y a Joe Gibbons parece habérsele tragado la tierra. Es posible que Appleton tenga algo que ver con ello. Tiene que ser alguien como Appleton, porque en el Centro de Hibernación son muy pocos los que saben que existe una censura. Y si Appleton lo ha descubierto, la cosa es seria, porque con Appleton no se puede jugar.

—¿Quiere decir eso-dijo Harris Hastings en tono quejumbroso-que usted no publicará mi libro?

Cartwright lo miró de hito en hito.

—Pero, hombre de Dios, ¿quién ha dicho que no lo publicaré?

Hastings se agitó en su butaca. Era un tipo insignificante Tenia la cabeza calva y redonda como una bola de billar, en la que alguien hubiese pintado una cara. Llevaba gafas de gruesos cristales y bizqueaba al mirar. Siempre tenía su calva cabeza adelantada sobre los hombros, lo cual, unido a sus ojos bizcos, le daba el aspecto de un hombre que estaba más que desconcertado, pero que se esforzaba por comprender.

—Pero usted dijo...

—Yo dije-le atajó Cartwright-que, en mi opinión, su libro se vendería. Añadí que si podíamos publicarlo, haríamos un montón de dinero. Pero también le dije que antes de seguir adelante, yo tenía que tener la seguridad de que podríamos lanzarlo al mercado. No quería arriesgarme a que Frost se enterase de su existencia cuando ya hubiésemos invertido mucho dinero en él, para evitar entonces su distribución. Una vez estuviese distribuido y en las librerías, entonces, por supuesto, Frost ya no podría hacer nada, porque si lo intentase se produciría un escándalo, el público protestaría y esto es lo último que desea el Centro de Hibernación.

—Pero usted me dijo... —repitió Hastings.

—Sé perfectamente lo que le dije-dijo Cartwright—, pero no hemos firmado un contrato y usted no puede reclamar. Le dije que no podíamos firmar el contrato hasta que yo llegase a un acuerdo con Frost. Le repito que no podía correr ese riesgo. Frost tenía muchos espías y le aseguro que todos eran muy buenos. Joe Gibbons es uno de los mejores, y por decirlo así está especializado en nuestra empresa y en otra media docena de editoriales. No nos quitaba ojo de encima, y tenía sus confidentes en nuestra propia empresa. No sé quiénes eran. De haberlo sabido, hace tiempo que les hubiera puesto de patitas en la calle. Pero lo cierto es que no podíamos mover un dedo sin que Joe lo supiese, y se enteró de su libro como yo ya esperaba que lo hiciese. Yo no tenía más alternativa que tratar de llegar a un acuerdo. No me importa decirle que su libro ha sido uno de los pocos que me han decidido a adoptar medidas tan extremas, llevado del deseo de publicarlo.

—¿Pero, y mi trabajo?-dijo Hastings, angustiado—. ¿Y el trabajo que me ha costado? He consagrado veinte años a escribirlo. ¿Sabe usted lo que significan veinte años de investigaciones y de reunir materiales? He puesto mi vida en este libro, se lo aseguro. Me ha costado toda la vida. En realidad, he dado mi vida por él.

Cartwright le respondió, sin inmutarse:

—¿Y usted cree de verdad en lo que afirma en su libro?

—Naturalmente que lo creo-repuso Hastings, indignado—. ¿No puede usted ver que es la verdad? Después de tantos años de investigación, puedo asegurar que todo es verdad. He reunido las pruebas que lo demuestran. Este programa, esta continuación de la vida o como quiera usted llamarle, es la mayor estafa de que se ha hecho víctima a la humanidad en todos los tiempos. Su verdadero propósito no es ni ha sido jamás el que pregonan. En realidad, fue un último y desesperado intento por poner fin a las guerras. Si se podía hacer creer a las gentes que sus cadáveres serían preservados para ser resucitados más tarde, ¿quién querría ir a la guerra...? ¿Qué hombre querría combatir en una guerra? ¿Qué gobierno o nación se atreverían a declarar la guerra? Pues las víctimas de una contienda bélica no podían aspirar a que sus cuerpos fuesen preservados. En muchos casos, sería muy poco lo que quedaría de ellos. En los casos en que los cadáveres se hallasen más o menos intactos, no sería factible su recuperación y preservación.

"Y en este caso, es posible que el fin justificase los medios, y que no debemos condenar el engaño, pues la guerra es algo terrible. Los que hoy vivimos, llevamos más de un siglo sin guerras, no podemos imaginar hasta qué punto era terrible. Hace cien años, existía el temor de que otra guerra mundial aniquilase toda la cultura humana, si es que no borraba toda la vida de la faz de la Tierra. Visto bajo esa perspectiva, el engaño tiene cierta justificación. Pero de todos modos habría que informar al público, habría que decírselo...

Se interrumpió para mirar a Cartwright, que seguía apoltronado en su butaca, con las manos detrás de la cabeza.

—Usted no cree una palabra de todo esto, ¿verdad?

El editor apartó las manos de la cabeza y se inclinó hacia adelante, apoyando sus antebrazos en la mesa de su despacho.

—Harris-dijo muy serio—, poco importa que yo lo crea o lo deje de creer. No me incumbe creer en los libros que publico: únicamente me interesa que se vendan. Y me hubiera gustado publicar su libro porque sé que hubiera sido un best-seller. No me pida más que eso.

—Pero ahora dice que no piensa publicarlo.

Cartwright hizo un gesto de asentimiento.

—Eso es. No es que no quiera, es que no puedo. El Centro de Hibernación me lo impediría.

—¿Pero, cómo pueden impedírselo?

—Desde luego, en el terreno jurídico no pueden. Pero pueden ejercer una gran presión... no solamente sobre mí, sino sobre los accionistas y los altos empleados de la empresa. Y no debe usted olvidar que el dueño de parte de las acciones es precisamente el Centro de Hibernación, que, como usted sabe mejor que yo, tiene intereses, muchas veces mayoritarios, en casi todas las grandes empresas del planeta. La presión que pueden ejercer llega a veces a ser increíble. Se lo digo por si no lo sabía. Le repito que si lo hubiese podido publicar y poner a la venta, entonces me hubiera hallado a salvo. En ese caso, quien pagaría los platos rotos seria Frost, no yo. Le achacarían a él la culpa de no haberles advertido a tiempo; le acusarían de negligencia. Eso hubiera quitado de mis hombros todo el peso y toda la responsabilidad. De lo único que hubieran podido acusarme hubiera sido de mal gusto por haber elegido su obra, pero eso no tiene importancia. Sin embargo, tal como están las cosas...

Hizo un gesto de desvalimiento.

—Probaré con otros editores.

—Es usted muy libre de hacerlo-repuso Cartwright.

—Pero usted cree seguramente que ninguno de ellos querrá publicarlo, ¿no?

—De eso estoy seguro. La noticia ya se ha esparcido... la noticia de que traté de sobornar a Frost sin conseguirlo, y de que ahora éste ha desaparecido. Esto lo sabe hasta el último editor de la ciudad. Los rumores se filtran por todas partes.

—Entonces, debo perder toda esperanza de publicar mi libro.

—Así es, por desgracia. Vuélvase a su casa, hombre, póngase cómodo y siéntese en un sillón, y póngase a pensar que usted ha descubierto algo tan gordo, que nadie se atreve a editarlo, que usted es el único hombre que conoce este secreto y que fue más astuto que los demás, pues descubrió una maquinación que nadie, absolutamente nadie, había sospechado jamás.

Hastings agachó aún más su cabeza.

—Hay un tono de mofa en sus palabras-dijo-que no me gusta. Ahora dígame, cuál es su versión.

—¿Mi versión de qué?

—Sí, su versión. Lo que usted piensa en realidad del Centro de Hibernación.

—Hombre-dijo Cartwright—, ¿qué hay de malo en creer que es exactamente lo que pretende ser?

—Nada, supongo. Es el punto de vista más cómodo, aunque falso.

—La mayoría no lo cree así. Hay habladurías, desde luego, y circulan rumores... usted los habrá oído docenas de veces. Pero creo que la mayoría de personas consideran estas habladurías y rumores como un simple entretenimiento. Hablan de ello y lo comentan, pero en realidad no lo creen. Hay tan pocas diversiones en la actualidad, que la gente se entretiene con lo que puede. Busque un libro que trate de las diversiones y espectáculos de hace doscientos años, o incluso menos, y léalo. La vida nocturna en las ciudades, el teatro, la ópera, la música... Y después había los deportes... béisbol, fútbol y muchos otros. ¿Quiere decirme dónde están ahora? Han muerto asfixiados por el espíritu mezquino de nuestra cultura actual. ¿Quién paga para ir a ver un espectáculo, pudiéndose quedar en casa para ver la televisión? ¿Quién paga para ver un partido de fútbol? ¿Quién paga para verlo, si con lo que vale la entrada se puede comprar una acción del Centro de Hibernación? ¿A qué pagar precios exorbitantes para que le distraigan a uno mientras come? ¿Estaría usted loco? Cuando ahora uno sale a comer fuera, y son muy pocos los que lo hacen, se van a comer y nada más... nada de adornos. Por esto tiene tal auge la industria editorial. Ofrecemos libros baratos al público... de poca calidad, pero baratos. Cuando uno ha terminado de leer un libro, puede prestarlo a un amigo y al cabo de cierto tiempo volver a leerlo él mismo. Pero un partido de fútbol o un espectáculo sólo se ven una vez. Por esto la gente lee tantos periódicos y libros y ve tanto la televisión. Todo ello le ofrece diversión a precios irrisorios. Son pasatiempos baratos, y en gran parte de ínfima calidad, pero les llenan las horas libres. Qué diablo, esto es lo que hacemos todos... llenar las horas libres. Agarrar lo primero que encontramos para llenar las horas libres, subordinándolo todo a nuestra segunda posibilidad vital. Esto explica los rumores, las anécdotas y las habladurías. Todo esto se obtiene gratis y la gente lo exprime sacándole todo el jugo antes de pasarlo al vecino.

—Usted también tendría que escribir un libro —comentó Hastings.

—Acaso lo haga —dijo Cartwright, satisfecho—. Sí, creo que terminaré escribiéndolo. Un libro que fustigue a mis contemporáneos y a su mísera existencia, dedicada al ahorro y a la murmuración. Lo devorarían como pan bendito, y encima les gustaría, pues les daría tema de conversación para varios meses.

—Así, pues, ¿volviendo a mi libro...?

—Es posible que algunos se lo hubiesen tomado en serio-observó Cartwright—. ¡Presenta usted un aparato crítico y documental tan impresionante! Reconozco que es una obra gigantesca.

—Pero sigue mostrándose incrédulo —dijo el autor, con amargura—. En el fondo, cree usted que todo lo he inventado.

—Nada de eso-dijo Cartwright—. Jamás he dicho tal cosa. Ni siquiera se lo he insinuado, ¿no es verdad?

Su mirada se perdió en el vacío y su rostro asumió una expresión ausente.

—Qué lástima —musitó—. Ha sido una verdadera lástima. Nos hubiera dado millones. Le aseguro, amigo, y no bromeo, que hubiéramos hecho millones.