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¿Esparcirían las lilas una fragancia tan dulce como ahora, se preguntó Mona Campbell, cuando llegase la primavera dentro de mil años? ¿Todavía la vista de un prado salpicado de narcisos haría que la gente contuviese arrobada el aliento, dentro de un millar de años? Eso si dentro e mil años quedaba algún lugar libre en la tierra para que creciesen lilas o narcisos.

Se balanceó suavemente en la mecedora que había encontrado en el desván y que bajó a la planta baja para limpiarla de polvo y telarañas. Después miró por la ventana hacia el tupido y maravilloso follaje, en aquel atardecer de finales de junio. Dentro de poco aparecerían las primeras luciérnagas, le llegaría el canto del chotacabras desde las sombrías hondonadas y del río subirían las avanzadillas de la niebla.

Continuó meciéndose suavemente, embriagada por la paz de aquel atardecer de verano y le pareció que en todo el mundo no había, de momento, nada más importante que permanecer sentada allí, balanceándose y contemplando por la ventana los prados verdes que se iban volviendo negros a medida que las sombras se espesaban y el frescor de la noche empezaba a ahuyentar el recuerdo de los ardores diurnos.

Pero éste era también el momento, le susurró una pequeña porción de su cerebro que trataba de conservar su lucidez, de empezar a dar forma a la decisión que quería tomar.

Pero el susurro se amortiguó y cesó en medio del silencio de las crecientes tinieblas. Y la fantasía, que en realidad no lo era, se insinuó en su cerebro para suplantar su cordura.

Pura fantasía, se dijo ella... naturalmente que es una fantasía; forzosamente tiene que serlo. Porque en este lugar y época, en esta semioscuridad, en medio de este aroma de tierra húmeda recién resucitada, nunca podría tener realidad. Pues aquí el olor de la tierra llena de vida, la revoloteante linterna de la luciérnaga, la puntual caída de la noche y la puntual salida del sol, hablaban de ciclos, y la vida y la muerte también formaban parte intrínseca de estos ciclos cósmicos.

Y éste era el pensamiento, se dijo, que debía guiarla durante los siglos incontables que se extendían ante la humanidad... no como raza, no como especie, sino como conjunto de individuos. Pero ella sabía que no podría recordar siempre aquel pensamiento. Pues no era un pensamiento juvenil, sino el pensamiento de una persona de su edad... de una mujer cincuentona y desaliñada, que había vivido entregada en demasía a cuestiones poco femeninas. Matemáticas... ¿qué podían importarle a una mujer las matemáticas, fuera de la aritmética elemental consistente en llevar las cuentas de la casa? ¿Y qué tenía que ver una mujer con la vida, como no fuese para servir de depositaria de nuevas vidas y de velar después por ellas? ¿Y por qué ella, Mona Campbell, estaba obligada a alcanzar por sí sola una decisión que sólo Dios tenía derecho a decretar?

Si ella pudiese saber cómo sería el mundo dentro de mil años... no en sus aspectos externos, pues estos no serían más que un barniz cultural, sino en su mismo meollo humano, en el corazón de sus futuros semejantes. ¿Qué clase de mundo existiría, cuando toda la humanidad viviese eternamente, en un cuerpo que sería siempre joven? ¿Existiría la sabiduría, si no iba acompañada de canas y arrugas? ¿Desaparecerían y se extinguirían los viejos y prudentes pensamientos de la gente de edad, en la exuberancia de la carne, las glándulas y los músculos que se renovarían sin cesar? ¿Abandonarían a la humanidad los pensamientos dulces, tolerantes y pausados? ¿Habría alguien capaz de sentarse en una mecedora para contemplar el mundo por una ventana abierta a la caída de la noche, y encontrar motivo de contento en las crecientes tinieblas?

¿O acaso la juventud no sería más que un adorno y una coloración? ¿Terminaría la humanidad por hundirse en una atmósfera de futilidad, cansada de los días interminables, desilusionada y decepcionada con la eternidad? ¿Después de la millonésima cópula, después del billonésimo trozo de pastel de calabaza, después de cien mil primaveras acompañadas de lilas y narcisos, qué les quedaría a los hombres?

¿Necesitaba el hombre algo más de la vida?

¿Podía pasarse con algo menos que la muerte?

Estas eran preguntas sin respuesta, y ella lo sabía muy bien, pero para ser justa consigo misma, si no con los demás, había que esforzarse por encontrárselas.

Continuó meciéndose suavemente, dejando que las preguntas acuciantes se borrasen poco a poco de su mente, para que las sustituyesen la suave maravilla del crepúsculo.

De una ignota y sombría hondonada oculta entre las colinas surgió el canto nocturno del primer chotacabras.