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Frost lucía ya una barba tan espesa, que ocultaba completamente las marcas infamantes del ostracismo en sus mejillas. Así es que no necesitaba esperar ya a que oscureciese, sino que se aventuraba al exterior cuando aún era de día. Con un viejo y mugriento sombrero que encontró en un cubo de basura, calado hasta las cejas, comenzaba a merodear así que las calles empezaban a quedar vacías de las multitudes que las recorrían durante las horas diurnas. Al caer la noche la ciudad era toda para él. Sólo unas cuantas personas cruzaban las calles y todas caminaban apresuradamente, yendo a sus propios asuntos, como si no fuese correcto estar fuera de casa a aquellas horas y debiesen regresar lo antes posible a sus atestadas viviendas, en el interior de las interminables madrigueras que eran los bloques de apartamentos, que se alzaban como viejísimos monumentos erigidos por monstruos primitivos.

Frost, que los observaba con el ala de su sombrero echada sobre los ojos, sabía perfectamente lo que sentían en su interior, pues antes él había sido uno de ellos. Apresurarse y amontonarse... apresurarse para poder reunir el mayor número posible de bienes, y después amontonarse con sus semejantes en las horas de ocio, para no gastar ni un céntimo.

Aunque entonces, aunque alguien hubiese deseado gastar parte de su dinero en diversiones, tampoco hubiera podido hacerlo. Ya no había cines, ya no había competiciones atléticas, y la fabulosa vida nocturna que hacía un siglo y medio había muerto, asesinada por el afán de vivir eternamente. Todo ello, por supuesto, era muy bien visto por el Centro de Hibernación (si no era éste quien lo había fomentado), pues significaba más dinero disponible para invertirlo en acciones del Centro.

En consecuencia, cuando la jornada de trabajo tocaba a su fin, el rebaño humano regresaba a su redil en el que, como única diversión, tenía la prensa diaria, que ya había dejado de ser informativa desde hacia mucho tiempo, para asumir un carácter predominantemente sensacionalista. O se dedicaba a leer libros baratos, tanto por el precio como por el contenido. O bien se sentaba boquiabierto y fascinado ante el televisor familiar. O quizás repasaba satisfecho una colección de sellos cuyo valor había ido aumentando regularmente en el curso de los años, o bien una colección de juegos de ajedrez, de piezas maravillosamente talladas, o cualquier otra colección parecida en la que sus dueños habían invertido cuidadosamente y llenos de esperanza una parte de sus ahorros.

Había también aquellos que consumían drogas alucinógenas, muy fáciles de obtener, y que les servían para evadirse durante unas horas a una vida imaginaria... a fin de escapar de la fealdad y la monotonía de sus vidas reales.

Porque ya no existía nada nuevo, como sucedía en épocas anteriores. En otro tiempo, a principios del siglo XX, el invento del fonógrafo causó sensación... seguido por el del teléfono. Más tarde vinieron el aeroplano y la radio, y, algún tiempo después la televisión. Pero en esta época no había nada nuevo, ninguna novedad. No se realizaban progresos en ninguna disciplina, excepto en aquéllas que servían a los fines y a la meta que había señalado el Centro de Hibernación. Ahora todos pasaban con lo que tenían, que en la mayoría de los casos era bastante menos que lo que habían tenido sus antepasados. La civilización se hallaba estancada y la vida del hombre era en muchos aspectos parecida a la del hombre de la Edad Media, hacía más de mil años.

En aquellos lejanos tiempos los siervos de la gleba cultivaban los campos a la plena luz del día, trabajando duramente para obtener su mísera pitanza, para protegerse después, atrancadas las puertas, contra los terrores de las tinieblas.

Y en la actualidad era lo mismo... afanarse durante el día, apiñarse durante la noche. Afanarse y apiñarse... esperando a que pasara la noche para afanarse de nuevo.

Mas para Frost se había terminado la necesidad de afanarse. De esconderse, quizás, pero de afanarse, no. Eran muy pocos los lugares adonde tenía necesidad de ir, y a ninguno de ellos tenía que acudir con urgencia. Todas las noches iba en busca del paquete que le dejaban junto al cubo de basura; rebuscaba entre algún que otro montón de desperdicios en busca de periódicos para leerlos de día, manteniéndose al propio tiempo ojo avizor por si veía algún objeto abandonado que pudiese serle de utilidad. Se pasaba las horas diurnas leyendo y durmiendo, para reanudar sus merodeos a la caída de la tarde.

No era él el único que llevaba aquella vida; por las calles oscurecidas y desiertas veía a otras sombras huidizas, con las que a veces cambiaba algunos monosílabos, pues sabía que aquellos parias no corrían peligro al hablar con él. Y una vez, en un solar próximo a la orilla del río donde acababan de derribar un antiguo edificio se sentó junto a una fogata con dos vagabundos y habló con ellos, pero cuando volvió allí a la noche siguiente ya se habían ido y el fuego estaba apagado. No se asoció con ninguno de estos merodeadores de la noche, ni ninguno de ellos trató de prolongar sus relaciones con él. Todos ellos eran tipos solitarios... a veces se preguntaba quiénes debían ser, o quiénes habían sido y por qué merodeaban de noche. Pero comprendía que no debía preguntárselo, y ellos no se lo decían voluntariamente, lo cual no era extraño, porque él tampoco les decía quién era.

Quizás esto ocurría porque había perdido su identidad, solía pensar. Ya no era Daniel Frost, sino un cero humano. No era mejor ni peor ni más importante que aquellos millones de seres que dormían en las calles de la India que iban cubiertos de harapos, cuando tenían con qué cubrirse, y no habían conocido otra vida, que eran presa constante del hambre y que ni siquiera sabían lo que era el derecho o el deseo de disponer de un lugar privado para realizar sus más intimas funciones corporales.

Durante algún tiempo Frost tuvo la esperanza de que los Santos irían de nuevo en su busca, pero esto no ocurrió, a pesar de que en sus vagabundeos veía pruebas evidentes de que continuaban en plena actividad... En numerosas paredes vio multitud de frases subversivas escritas apresuradamente con tiza:

¡Amigo, no te dejes engañar!

¿Inmortalidad? Sí, pero la verdadera.

¿Y nuestros bisabuelos?

Nuestros antepasados eran unos tíos; nosotros somos unos primos.

y una y otra vez, la nueva consigna:

No resucitéis a los muertos.

Con el ojo ejercitado del experto en publicidad, Frost no podía por menos de admirar aquellos eslóganes. Mejores por muchos conceptos, se decía, que las frases pacatas y conservadoras que habían forjado él y su sección y que seguían encendiéndose y apagándose en grandes letras luminosas en la cumbre de muchos edificios. Eran las consignas oficiales del Centro de Hibernación... muchas de ellas plagiadas descaradamente de tiempos muy anteriores:

No gastes ni malgastes.

Un centavo ahorrado es un centavo ganado.

Incluso los nuevos dejaban mucho que desear:

No te engañes: ¡Lo necesitarás!

¡Llévatelo ahora que estás a tiempo!

Sé fiel al Centro y el Centro te será fiel.

¡Qué flojas le parecían aquellas frases, ahora que podía verlas desde fuera!

Así es que continuaba vagando por las calles, solo y sin rumbo fijo, sin saber adónde ir. Pero ya no huía. Al principio le dominaba la inquietud, pero ésta había terminado por desaparecer; ya no paseaba nerviosamente como un león enjaulado, sino que caminaba como un hombre que, por primera vez en su vida y no por su libre elección, sino a consecuencia de una infamia, se había convertido en lo que le iba pareciendo cada vez más que debía ser un hombre. Un hombre que, por primera vez, contemplaba las estrellas a través de la bruma ciudadana, perdiéndose en especulaciones y cábalas acerca de su distancia y su naturaleza; un hombre que escuchaba el rumor del río cuando sus aguas pasaban lamiendo las riberas, y que tenía tiempo de apreciar la arquitectura de un árbol.

No siempre se entregaba a estas divagaciones, por supuesto, pero sí muchas veces. En otras ocasiones se apoderaban de él la cólera, el furor y la vergüenza, que le quemaban las entrañas como brasas. Otras, frío y sereno pese a la rabia y la vergüenza que le dominaban, trazaba complicados y fantásticos planes de venganza, desprovistos de toda lógica... pero nunca de rehabilitación, para reintegrarse al mundo normal de los hombres, sino solamente planes de venganza.

Vivía, dormía y caminaba, para comer lo que el hombre de la fonda le dejaba junto a los cubos de la basura... media hogaza de pan duro, las sobras de un asado, una pasta, un trozo de pastel reseco, y otros desperdicios. A veces se quedaba en el centro del callejón, como si esperase algo y sin molestarse en esconderse, hasta que su protector salía con el paquete. Entonces levantaba el brazo en un gesto de saludo y agradecimiento, que el vejete le contestaba de igual forma. Nunca cambiaban una palabra ni él se aproximaba; todo se limitaba a aquel gesto de saludo, a aquel signo de hermandad, pero a Frost le parecía que conocía a aquel hombre y que era un viejo amigo suyo.

Un día Frost inició una peregrinación, que le llevó al barrio donde había vivido, pero varias manzanas antes de llegar a su antigua casa dio media vuelta y emprendió el camino de regreso al callejón que era su actual residencia. Se volvió porque de pronto pensó que nada le obligaba a ir allí, y nada había dejado allí de sí mismo. En el buzón de la entrada figuraría otro nombre, y otro coche, exactamente igual al suyo (pues todos los coches eran iguales), estaría aparcado entre una hilera de coches idénticos, con sus parachoques pegados a la pared de ladrillo del bloque de viviendas. Su coche ya no estaría allí desde hacía muchos días, pues se lo habría llevado la grúa obedeciendo a una orden de embargo de sus bienes. Y su antigua habitación no tenía ahora más valor para a que el sótano desocupado en que entonces vivía. Es más: el sótano se había convertido en su hogar. En su situación, cualquier agujero sería su hogar.

De regreso en el sótano, se sentó en la oscuridad y trató de pasar revista de nuevo a su situación, esforzándose por ordenar todos los hechos en clara progresión, con la esperanza de encontrar una salida lógica del abismo en que había caído. Pero hasta entonces no había encontrado aquella salida y la hilera de hechos se alzaba ante él como una valla que le impedía el salto.

Esta vez tampoco la encontró. Estaba atrapado y sólo tenía una salida: aquella última, desesperada y amarga salida que le conduciría a las cámaras donde su cuerpo sería congelado. Pero no deseaba acudir a aquella salida hasta que no tuviese más remedio que hacerlo. En su presente situación, si decidía congelar su cuerpo, resucitaría convertido en un pobre de solemnidad, más inerme ante su segunda vida que el miembro de una tribu de África central, o un peón de Sudamérica, o uno de los incontables parias que dormían en las calles de la India. Si continuaba vivo, tal vez de una manera u otra, no podía conjeturar cómo ni cuándo, tropezaría con una oportunidad o una situación que le proporcionase una mejora, por modesta que fuese, pero que al menos le daría cierta base sobre la que edificar su segunda vida.

Tal vez no pudiese llevar una vida opulenta ni propia de un millonario, pero al menos no tendría que hacer cola para que le diesen pan ni tiritar en las calles por falta de abrigo. En el mundo en que empezaría su segunda vida, sería preferible estar muerto a ser pobre.

Se estremeció ante la idea de lo que sería ser pobre en aquel rutilante mundo de riqueza, en aquel mundo en el que los hombres resucitarían para encontrarse con sus ahorros y sus intereses acumulados cientos de veces. Y esta clase de riqueza sería muy sólida, porque representaría a la misma Tierra. Cuando los accionistas del Centro de Hibernación despertasen a su segunda vida, todas las empresas y objetos materiales del planeta estarían representados en sus acciones. Los hombres que las poseyesen, con prudencia, seguirían enriqueciéndose. Y el hombre que no tuviese ninguna de esas acciones estaría perdido; quedaría condenado a ser un pobre por toda la eternidad.

Al pensar en ello, supo que aunque sólo fuese por esta razón, era impensable tirar la esponja y entregar su cuerpo a los técnicos en congelación.

Y tampoco lo haría por otro motivo: porque era esto lo que Marcus Appleton esperaba que hiciese.

Su mirada se perdió por la avenida del tiempo, y vio extenderse ante sí los días interminables, como árboles plantados al borde de la avenida. Pero no tenía otro camino ni otra salida que aquella ciega e interminable avenida que parecía no conducir a ninguna parte.

Pasó el día durmiendo y al anochecer salió para su acostumbrado vagabundeo.

Había caído ya la noche cuando penetró en el callejón para recoger el paquete puesto junto a los cubos de la basura. No lo vio y supuso que había llegado demasiado pronto. Su amigo aún no había salido.

Se retiró junto a la protección que le ofrecía el oscuro ángulo de un muro y se dispuso a esperar.

Un gato cruzó lenta y silenciosamente las sombras, con expresión alerta y ansiosa. Se detuvo y se agazapó para mirar fijamente a Frost. Después de decidir que no representaba un peligro, el minino se sentó sobre su cuarto trasero y empezó a acicalarse.

Se abrió entonces la puerta trasera del fonducho y un rayo de luz se clavó en la noche. Salió el viejo, con su delantal blanco destacándose claramente en la luz, con un cesto de basura apoyado en su cadera derecha, y el paquete de comida en la mano izquierda.

Frost se apartó de la pared y dio un paso hacia el callejón. Una detonación apagada resonó entre las sórdidas paredes y el hombre del delantal se enderezó espasmódicamente, echando la cabeza hacia atrás con el cuerpo en tensión. El cesto rodó por el suelo esparciendo su negro contenido.

Frost vio por un segundo el rostro del viejo, antes de que su cuerpo se desmoronase... una mancha blanca sobre la que se extendían ya las tinieblas, a partir de la línea de los cabellos.

El hombre del delantal quedó acurrucado en el pavimento y el cesto, que seguía rodando, se detuvo al chocar contra su cuerpo.

Frost dio otro paso hacia el callejón y se detuvo, tenso y alerta.

El gato había desaparecido. Nada se movía. No oyó gritos ni pasos.

El cerebro de Frost le gritó: ¡Es una trampa!

Un hombre abatido de un disparo en un callejón, posiblemente de un tiro en la cabeza (la sangre parecía bajarle por el rostro), lo cual excluía toda posibilidad de segunda vida, por lesiones irreparables en el cerebro.

Un hombre muerto en el callejón donde él estaba esperando, y, Frost estaba casi seguro, con una pistola tirada al suelo, no muy lejos de él.

Esto significaría pena de muerte para él. Ya no destierro, sino muerte definitiva... ni siquiera la muerte normal sino la cancelación de toda posibilidad de vida. Pues un hombre capaz de matar a sangre fría a un semejante suyo que le había socorrido en la desgracia, no podía esperar más que la muerte.

Y de poco serviría que él tratase de demostrar que no había matado al pobre viejo... sería lo mismo que si tratase de demostrar que no había cometido traición.

Giró sobre sus talones y miró a las paredes en ángulo, junto a las que se había ocultado.

Ambas eran de ladrillo y pertenecían a edificios de dos pisos, de una altura aproximada de diez metros. Pero en la que estaba más alejada del callejón, por lo visto existió en otros tiempos un cobertizo que se extendía sobre una puerta trasera. El cobertizo ya no existía, pero de la lisa pared surgían una serie de ladrillos formando una especie de V invertida, que sin duda había formado el soporte para las vigas de madera del cobertizo.

Frost dio tres zancadas y un tremendo salto. Sus dedos se cerraron en torno al ladrillo saliente inferior y por una décima de segundo creyó que éste iba a romperse o a soltarse por el peso de su cuerpo. Pero aguantó y él tendió entonces rápidamente su mano izquierda para aferrarse al segundo ladrillo y se izó con un esfuerzo, asiendo entonces con la derecha el tercer ladrillo, y así siguió ascendiendo, mano sobre mano, impelido por un pánico desesperado, con sus músculos dotados de una fuerza desconocida y con los nervios convertidos en un nudo de terror.

Cuando alcanzó el quinto ladrillo, pudo poner el pie en el inferior y esto le permitió seguir trepando por el muro con mayor rapidez. Puso los codos en la parte superior de éste, lo franqueó con rapidez y cayó de bruces sobre el techo. Así quedaba oculto a la vista del callejón por un saliente de medio metro de altura.

Se quedó allí tendido y jadeando por el esfuerzo realizado, con el cuerpo pegado al cemento de la techumbre, cuando oyó rápidos pasos en el callejón y gritos de horror.

Comprendió que no podía seguir allí. Tenía que alejarse de aquel lugar, no sólo de aquella techumbre y del callejón, sino del barrio. Cuando no le encontrasen en el callejón, registrarían los tejados y los edificios de ambos lados, y para entonces él ya tenía que estar a muchas manzanas de distancia.

Volvió la cabeza a un lado y miró por encima del techo. Una pequeña proyección situada sobre el nivel de la techumbre atrajo su mirada. Se arrastró hacia ella.

En el callejón, el vocerío había aumentado y con él se mezclaba el distante ulular del coche de rescate, que acudía haciendo sonar su sirena. Con extraordinaria celeridad, pensó Frost, pero de nada le serviría al hombre tendido en el callejón, si la bala le había destrozado el cerebro.

Llegó al pie de la proyección y vio que era una tapa de cierre cuadrada, hecha de madera y recubierta de metal, que al parecer cubría una trampilla.

Empezó a hurgar los lados con sus dedos, buscando un asidero, pero la tapa estaba muy apretada. Hizo fuerza con ambas manos, consiguiendo hacerla girar un poco. Continuó apretando y pareció que empezaba a alzarse. Apeló a todas sus fuerzas y de pronto la tapa se desprendió. Cuando alzó la trampilla, se preguntó qué encontraría en el piso inferior.

La levantó despacio y vio que la habitación interior estaba en tinieblas. Respiró, algo más aliviado, aunque sabía que aún no podía considerarse libre. ¿Y si hubiese alguien allá abajo? Lo mismo podía ser el desván de un almacén, que una vivienda.

Terminó de levantar la trampilla, y después se descolgó por la abertura. Permaneció sujeto al borde de ella durante un rato, con todo el cuerpo extendido. El lugar estaba a oscuras, aunque de algún lugar se filtraba un poco de luz. Su razón le dijo que debía de haber un piso bajo sus pies pero mientras permanecía colgado en el vacío, tenía la sensación de que iba a caer en un pozo.

Por último se dejó caer. Cosa de medio metro más abajo chocó con algo, que cayó estrepitosamente. Casi sin aliento, Frost quedó agazapado en el fondo, tratando de oír algo.

En el exterior, la sirena del coche de salvamento cesó de pronto de ulular. Oyó enérgicas voces de mando, pero no entendió lo que decían. En el lugar donde había caído reinaba el más absoluto silencio.

A medida que sus ojos se fueron acostumbrando a la semioscuridad, empezó a distinguir confusas siluetas. Una débil luz se filtraba en el lugar, que entonces vio que no era una habitación limitada por mamparas, sino todo el espacio de la segunda planta, provista de ventanas altas y angostas que daban a la calle.

Vio que se hallaba rodeado de mobiliario, sillas, armarios y mesas. Era la sala de exposición de un pequeño y mísero comercio de muebles.

Debía colocar de nuevo la trampilla en su lugar, pensó, porque si los que le buscasen la encontraban abierta, supondrían que por allí habría escapado. Pero le costaría hacerlo y le requeriría mucho tiempo. Tendría que encaramarse sobre algo para alcanzar la trampilla, tendría luego que colocar el cierre en posición, con la probabilidad de que éste no quedase como estaba antes.

No tenía tiempo que perder, se dijo. Tenía que estar fuera de allí antes de que se iniciase la caza a partir del callejón, que no tardaría en llegar a la calle de enfrente.

Avanzó a tientas por el lugar, hasta encontrar por último la escalera y bajó por ella a la planta baja.

Esta se hallaba mejor iluminada que el primer piso, pues por los escaparates entraba más luz.

Se acercó a la puerta, corrió el pestillo de seguridad, accionó la cerradura normal y entreabrió la puerta, mientras miraba a través del empañado cristal a la calle. Le pareció que ésta se hallaba desierta.

Terminó de abrir la puerta y se deslizó al exterior, ajustándola después pero sin cerrarla, pues tal vez necesitaría refugiarse de nuevo en la tienda sin pérdida de tiempo. Empezó a caminar muy arrimado a la pared del edificio y dirigiendo furtivas miradas hacia los dos extremos de la calle.

No vio a nadie.

Echó a correr, cruzó la calle, dobló la primera esquina y su carrera se convirtió en un paso rápido. Dos manzanas más allá se cruzó con otro viandante, pero éste pasó junto a él sin mirarlo siquiera. Circulaban algunos coches y él se ocultó en los oscuros zaguanes para dejarlos pasar.

Media hora más tarde empezó a creer que se hallaba a salvo, al menos por el momento.

A salvo, pero convertido de nuevo en un fugitivo.

Sabía perfectamente que no podía volver al sótano. Sin duda Appleton y sus hombres conocían aquel escondrijo, y debieron de mantenerlo bajo su vigilancia mientras preparaban la celada que intentaban tenderle, el golpe maestro que se proponía eliminar para siempre la amenaza que él pudiera representar para Appleton y Lane.

¿Y cuál sería esta amenaza?, se preguntó. ¿Qué había en aquel papel? ¿Y se encontraba verdaderamente éste entre los papeles que metió en el sobre que había entregado a Ann?

Sintió una punzada de pánico al pensar en el sobre y en Ann. Si Appleton sabía que ella tenía el comprometedor documento, o sospechaba tan siquiera que lo tenía, la joven corría un peligro mortal. El mismo que corrían todos cuantos tenían algo que ver con él. El viejo de la fonda se había limitado a realizar un acto de caridad con un desconocido pero esto le había costado la vida, pues cayó abatido de un disparo con el único y exclusivo fin de que su muerte sirviese para acarrear la del hombre al que había socorrido.

Appleton sabía sin duda que Ann había hablado con él. Probablemente fue la aparición de la joven en escena (tal vez indicio de que él se disponía a hacer algo), lo que precipitó su captura y su condena.

Pensó que quizás debiera advertirla, del modo que fuese. ¿Pero, cómo? ¿Con una llamada telefónica? No tenía ni siquiera dinero para una ficha. Sin contar con que esto sería indudablemente una estupidez, pues lo más probable era que ella tuviera su teléfono intervenido. Y además, sin duda, la vigilaban.

¿Ponerse en contacto con Chapman? Esto, además de ser peligroso para él mismo, lo sería también para el propio Chapman y Ann. Lo más probable era que Appleton supiese también que Chapman había ido a visitarle, y no se requería mucha imaginación para relacionar a Chapman con Ann.

Lo mejor que podía hacer, se dijo Frost, era permanecer alejado de ambos. Hubiera debido advertirles a los dos, pero esto sería más peligroso para ellos que dejarlos en la ignorancia.

¡Ojalá Ann no tuviese el dichoso papelito! Así no correría peligro. Pero la única manera de evitar que cayese en manos de Appleton y Lane, había sido confiárselo a ella. Era indudable que después que fue juzgado y condenado, incluso mientras el tribunal aún estaba reunido, su habitación habría sido cuidadosamente registrada, en un intento por localizar el documento.

¿Y cuál debía de ser su contenido? El recordaba haber visto sólo una línea. Se refería a hacer una lista de algo, o añadir algo a una lista. Por más que se esforzaba por recordar aquella sola línea, no lo conseguía.

Aquello no tenía sentido, se dijo. ¿Una lista? ¿Qué lista? ¿Y qué podía tener de importante una lista que solamente el simple temor de que él la hubiese leído había acarreado su desgracia y había hecho que fuese perseguido como un perro rabioso?

Todo había empezado por una estúpida equivocación... el error de un botones que dejó un dossier que no era para él sobre su mesa. Vino después su embarazosa devolución de la carpeta a Lane, seguida por sus explicaciones. Hubiera tenido que molestarse por segunda vez y devolver también el papel que había caído de la carpeta. Pero éste le pareció tan trivial y poco importante, que entonces creyó que no valía la pena hacerlo.

¡De qué sucesos tan insignificantes en apariencia depende a veces el destino de los hombres!, pensó.

Adoptó un paso firme y seguido, arrimándose en lo posible a la sombra de las paredes. Sabía que era esencial poner la mayor distancia entre él y el callejón donde el viejo había sido asesinado. Pero mucho antes de que amaneciese tenía que encontrar un escondrijo, una madriguera donde pudiera pasar las horas diurnas. Y cuando cayese la noche, debía continuar su fuga para interponer la mayor cantidad de tierra posible entre él y sus implacables perseguidores.