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Buenos días, Pastor, había dicho aquel hombre. Buenos días, Pastor, y muchas gracias por ofrecerme su ayuda.

Aquel ser humano asustado e inseguro que había venido en busca de consuelo y seguridad, se había ido sin conseguir seguridad ni consuelo. Aquel hombre había acudido a el, pensaba Nicholas Knight. Era la primera vez que alguien acudía a pedirle ayuda desde hacía muchos, muchos años. Y él le había fallado, porque no se la había ofrecido.

—¡Con lo fácil que hubiera sido ofrecérsela! —se dijo Knight. Tan fácil que hubiera sido darle el consuelo y la seguridad que pedía. Para otro Pastor, tal vez, pero no para Nicholas Knight. Porque a éste le faltaban el consuelo y la seguridad.

Permanecía sentado ante su mesa, con la cabeza entre las manos y la lámpara de pie muy baja, formando un pequeño círculo de luz sobre la brillante tabla. Permaneció en esta postura durante lo que le parecieron horas. Y durante todo este tiempo interminable sólo cruzaba su cerebro un solo pensamiento, descarnado e hiriente como una sierra al rojo vivo: le había fallado al único ser humano que acudió a pedirle ayuda.

Le había fallado porque en sí mismo había el mismo vacío que existía en todo el mundo. Profesaba una fe que no sentía. Hablaba de labios afuera de inmortalidad espiritual, pero nunca creyó con suficiente fuerza en ella para rechazar la inmortalidad física que le prometía el Centro de Hibernación.

La iglesia representaba —no aquella iglesia, sino todas las iglesias del mundo, toda la vasta organización eclesiástica-algo que estaba por encima y más allá de los simples tanteos físicos de los hombres ciegos. Aquella iglesia y todas cuantas la habían precedido habían representado un principio espiritual, a veces equivocado, pero eso no importaba ahora, desde tiempos inmemoriales. Desde los mismos comienzos, desde el brujo de la selva, desde los sacrificios humanos en el altar consagrado, la religión siempre había representado algo que el hombre, en su limitación, no podía alcanzar. Había representado el misterio del espíritu, el éxtasis del alma, la luz del intelecto.

Pero ahora ya no, se dijo Nicholas Knight. Una iglesia siempre habían sido los hombres que la formaban. En la actualidad no había hombres con fe, hombres dispuestos a convertirse en mártires, dispuestos a morir si necesario fuese por la fe que sustentaban. En la actualidad la iglesia contemporizaba y pactaba, pues quienes la formaban eran hombres de poca fe.

Si los hombres pudiesen rezar, se dijo. Pero de nada servía la oración, cuando esta no era más que una sarta de palabras rituales. Los hombres rezaban con el corazón, se dijo, no con la boca.

Se agitó inquieto y metió una mano en el bolsillo de su sotana. Sus dedos se cerraron en torno al rosario y lo sacó para extenderlo sobre la mesa.

Las cuentas de madera estaban gastadas y pulidas por muchos años de uso y el crucifijo de metal se veía empañado y enmohecido. Los hombres aún pasaban el rosario, pero no tanto como antes. Pues la antigua iglesia establecida en Roma, acaso la única que aún conservaba restos de su vieja significación, atravesaba malos días. La mayoría de los hombres actuales, si rendían algún tributo a una religión formal, lo hacían a la nueva iglesia que había surgido sobre las cenizas de la antigua religión, y que era como un formal e impersonal recuerdo (y residuo) de aquélla.

Allí se había refugiado la fe, pensó, pasando las cuentas del rosario. Allí se había depositado una fe ciega e irracional, pero aún así, mejor que la ausencia de fe.

El rosario había pertenecido a su familia, a varias generaciones de los suyos, y se contaba una vieja historia acerca del mismo... la historia decía de cómo una vieja abuela, que había vivido hacía muchos cientos de años en una olvidada aldea de la Europa central, se dirigía a la iglesia cuando, de pronto, se puso a llover, y ella corrió a refugiarse en una casita que se alzaba a la vera del camino. Una vez a cubierto, presa de un súbito impulso, extendió el brazo con el rosario fuera de la puerta, ordenando a la lluvia que cesara. Y la lluvia cesó y brilló el sol. Durante el resto de sus días, la anciana mantuvo una fe inquebrantable en el poder del rosario para hacer cesar la lluvia. Sus sucesores conservaron aquella fe, y contaban maravillados la anécdota.

¡Qué fe tan ingenua!, se dijo Knight. Pero qué fe tan formidable, al mismo tiempo.

Si él hubiese tenido tan sólo una porción de la fe que animaba a aquella sencilla aldeana, hubiera podido ayudar a su visitante. Ayudar al único hombre, entre los miles que había conocido, que había estado necesitado de fe.

¿Por qué aquel hombre, entre tantos miles, se hallaba tan necesitado de fe? ¿Qué mecanismo mental, qué impulso espiritual irresistible le había llevado a buscar la fe?

Evocó de nuevo el rostro de aquel hombre... los ojos horrorizados, su cabeza desgreñada, sus pómulos altos y salientes.

El conocía aquel rostro. Quizás fuese el semblante del hombre vacío... una fusión de todas las caras que él había visto.

Pero no era esto; no era exactamente esto. No era el rostro universal del hombre. Era un rostro individual, que él había visto, no hacía mucho tiempo.

De pronto recordó, aguda y claramente; recordó aquella misma cara mirándole desde la primera página del periódico de la mañana.

Aquél, pensó, presa de un súbito terror ante su propia incapacidad, era el hombre que no había podido atender... un hombre al que no le quedaba otra cosa sino la fe, absolutamente nada más en el mundo que la esperanza de la fe.

El hombre que había entrado en su iglesia y había vuelto a salir, tan vacío cuando vino como cuando se fue, o tal vez más, pues entonces incluso la esperanza había perdido, se llamaba Franklin Chapman.