12

Frost abrió la puerta de un tirón, con el cuerpo tenso y dispuesto a enfrentarse con quienquiera que se hallase al otro lado de ella.

Ante él se alzaba una mujer, con aspecto frío y compuesto. La luz macilenta de la única bombilla del rellano hacía brillar su negra cabellera.

—¿Es usted Mr. Frost? —le preguntó.

Frost tragó saliva, asombrado, tal vez un poco aliviado incluso.

—Sí, yo soy-repuso—. Pase, por favor.

Ella atravesó el umbral.

—Espero no molestarle-dijo ella—. Permítame que me presente: me Llamo Ann Harrison y soy abogado.

—Ann Harrison... Encantado de conocerla. ¿No es usted la que...?

—La misma —dijo ella—. Soy la que defendió a Franklin Chapman.

—Vi su fotografía en el periódico. La reconocí en seguida.

—Mr. Frost-dijo ella—, voy a serle franca. Podía haberle telefoneado para pedirle una entrevista, pero como usted hubiera podido negarse a recibirme, por eso me he presentado de improviso, confiando en que usted no me echaría.

—¿Por qué iba a echarla? —repuso Frost—. No tengo ningún motivo para ello. ¿No quiere sentarse?

Ella tomó asiento en la butaca que él había ocupado. Era hermosa, pensó Frost, pero su belleza ocultaba una fortaleza interior, una especie de dureza pulida y brillante como el acero.

—Necesito su ayuda, Mr. Frost-le dijo ella.

El se sentó en una de las desvencijadas sillas, y reflexionó antes de contestar.

—Perdone, pero no la entiendo-dijo.

—Me dijeron que usted era una persona decente, en la que se puede confiar. Me aconsejaron que le visitase.

—¿La aconsejaron? ¿Quiénes la aconsejaron?

Ella denegó con la cabeza.

—Eso no importa. Son cosas que se dicen por la ciudad. ¿Está dispuesto a escucharme?

—Sí-contestó él—, la escucho. Pero no veo en qué puedo serle de ayuda...

—Eso ya lo veremos-dijo ella—. Se trata de Franklin Chapman.

—Usted hizo cuanto pudo por él-observó Frost—. Su caso era desesperado.

—Esta es la cuestión —dijo ella—. Supongo que yo hice lo que pude. Lo único que quiero es que se le haga justicia.

—Es la ley-dijo Frost.

—De acuerdo, y yo tengo que atenerme a ella. O tendría que atenerme. Pero por mi profesión estoy muy capacitada para distinguir entre ley y justicia, y le aseguro que no son lo mismo. Puede no haber justicia en el hecho de negar a un hombre la posibilidad de tener una segunda vida. Si bien es cierto que Chapman, debido a circunstancias que escaparon a su control, llegó con retraso al lugar del fallecimiento, y a consecuencia de ello una mujer perdió la posibilidad de vivir su segunda vida, decretar que Chapman, a causa de ello, también tiene que ser privado de su segunda vida, es un error. Es una nueva versión de la antigua ley de Talión: ojo por ojo, diente por diente. En nuestra calidad de especie inteligente, debiéramos haber superado todo esto. ¿Es que no existe merced? ¿Es que compasión es una palabra vana? ¿Tenemos que volver a la ley de la tribu?

—Vivimos una época de transición-observó Frost—. Estamos abandonando nuestro viejo estilo de vida para adoptar una nueva condición. Las antiguas reglas ya no son válidas pero aún es demasiado pronto para aplicar otras nuevas. Hemos tenido que improvisar reglas que nos permitan salvar este período de transición. Y estas reglas tenían que asegurar una cosa por encima de todas, a saber: que las nuevas generaciones velen por las que les precedieron, evitando que nada pueda alterar el programa de la resurrección. Tenía que existir la seguridad de que todos cuantos muriesen tendrían garantizada su resurrección. Si esto deja de cumplirse con una sola persona, violamos un compromiso tácito y faltamos a la confianza que la sociedad ha depositado en nosotros. La única manera de proporcionar esa seguridad consistía en formular un código de leyes que castigasen con una pena rigurosa este delito, que pudiésemos tener la seguridad de que la nueva organización se mantendría incólume.

—Hubiera sido preferible-dijo Ann Harrison-que Chapman hubiese solicitado someterse a juicio bajo el efecto de drogas. Yo se lo sugerí e incluso le apremié para que lo hiciese. Pero él se negó. Repugna a muchas personas exponer su yo interior, toda su vida, sus impulsos y sus motivaciones al escrutinio de los jueces. En algunos tipos de delito, traición, por ejemplo, el juicio por drogas es obligatorio, pero en este caso no lo era. Ojalá lo hubiese sido...

—Sigo sin ver adónde quiere usted ir a parar-dijo Frost-y sin entender en qué puedo servirla.

—Si yo pudiera convencerle-prosiguió ella-de que podría ejercerse cierta clase de merced, entonces usted podría presentar el asunto al Centro de Hibernación, y si éste indicase al tribunal...

—Un momento, un momento-la interrumpió Frost—. Yo no estoy en situación de hacer semejante cosa. Yo dirijo el departamento de promoción y publicidad y no puedo influir en las decisiones de la gerencia

—Mr. Frost-dijo Ann—. Le he expuesto muy claramente los motivos que me han llevado hasta usted. Pensaba que era usted el único miembro del Centro que me concedería parte de su tiempo, que querría escucharme. Por eso le vine a ver y puse las cartas boca arriba He venido con un propósito egoísta. Trato de salvar a mi cliente. Haré lo que pueda para salvarlo.

—¿Sabe él que está usted aquí?

Ella negó con la cabeza.

—Si lo supiese, no le gustaría. Es un tipo raro, Mr. Frost. Es un tipo terco y orgulloso. Jamás se inclinará a pedir nada, ni a suplicar. Pero yo lo hago en su nombre, llegado el caso.

—¿Lo haría por otro cliente suyo, por cualquier cliente?-le preguntó Frost—. Me imagino que no. ¿Qué tiene éste de especial?

—No es lo que usted piensa-repuso ella—. Aunque no me molesta porque lo piense. Ese hombre tiene algo que se encuentra muy raramente. Una dignidad interna, el temple que le permite afrontar la adversidad sin pedir clemencia. Es incapaz de apelar al sentimentalismo ajeno. Y este hombre cayó en las redes de unas leyes que fueron promulgadas hace un siglo o más, a consecuencia de un exceso de entusiasmo y con la determinación de que nada trastornase el gran milenio. Era en principio una legislación sabia y prudente, pero ha quedado anticuada. Servía de freno, y ha cumplido este propósito a las mil maravillas. He comprobado los archivos y desde que esta ley particular fue aprobada, menos de veinte personas han sido condenadas a muerte. Esto demuestra que fue una ley eficaz. Contribuyó a moldear la clase de sociedad que los hombres querían... o que se imaginaban que querían. Ahora ya no hay motivo para aplicarla hasta sus últimas consecuencias.

"Y aún hay otra razón que me impulsa a ayudarle. Yo estaba con él cuando le quitaron el trasmisor del pecho. ¿Ha visto usted alguna vez...?

—Pero eso-protestó Frost-era pasarse de la raya; usted no tenía ninguna obligación de acompañarle.

—Mr. Frost —contestó ella—, cuando yo acepto un caso, me entrego a él en cuerpo y alma. No abandono a mi cliente ni un momento. Nunca dejo de ocuparme de él.

—Ahora lo está demostrando-comentó él.

—Exactamente. Yo le acompañé durante la operación y vi como se cumplía la sentencia. Físicamente, por supuesto, no tiene la menor importancia. El trasmisor, como usted sabe, se lleva bajo la epidermis, encima del corazón. Registra sus latidos y envía una señal que es captada por un monitor. Cuando la señal cesa, se envía inmediatamente el equipo de rescate. Y ellos se lo quitaron y lo tiraron a una bandejita metálica donde estaban los instrumentos y allí se quedó, como un diminuto objeto de metal... Pero no era un trocito de metal lo que allí quedaba: era la vida de un hombre. Ahora el monitor ya no recibe indicación alguna sobre los latidos de su corazón y cuando muera, no enviarán un equipo en su busca. Se habla de que viviremos mil años más, un millón de años más, incluso eternamente. Pero todo esto ya no existe para Chapman. Sólo le quedan unos cuarenta años de vida, quizá menos.

—¿Y qué piensa usted hacer? —le preguntó Frost—. ¿Implantarle sencillamente el trasmisor otra vez...?

—No, por supuesto que no. Ese hombre cometió un delito y debe purgarlo. Es justicia elemental, pero no hay por qué cebarse en él. ¿Por qué no cambiar esa sentencia por la de destierro? El exilio no es nada agradable, pero no es la ejecución, no es la muerte.

—Pero es apenas un poco mejor que ésta —dijo Prost— Marcado en ambas mejillas con un hierro y borrado de la especie humana. Nadie puede hablar con un exiliado; nadie puede tener tratos con ellos... ni siquiera para las necesidades más elementales. Se le embargan todos sus bienes y sólo le dejan las ropas que lleva puestas.

—Pero no es la muerte —insistió Ann Harrison—. Al exiliado no le quitan el trasmisor. Cuando muere, irán a por él.

—¿Y usted supone que yo puedo hacer eso? ¿Que puedo lograr que le conmuten la pena?

Ella movió negativamente la cabeza.

—No es exactamente eso —dijo—. No pretendo que lo haga de la noche a la mañana. Pero necesito tener un amigo en el Centro; es decir, Chapman necesita un amigo en el Centro. Llegado el momento oportuno, usted sabrá a quién debe hablar y cuándo debe hablarle, estará enterado de lo que pasa, sabrá cuándo se puede hacer algo... es decir, si yo puedo convencerlo, si consigo que vea las cosas como yo las veo. Y no quiero que se llame a engaño. No podremos pagarle sus servicios. No disponemos de fondos. Si se decide a ayudarnos, tendrá que hacerlo por simpatía y porque crea en la justicia de nuestra causa.

—Eso, ya lo sospechaba —dijo Frost—. Ya me suponía que usted lo hace gratuitamente.

—En efecto —dijo ella—. El quería pagarme, desde luego. Pero tiene que mantener a su familia y sus ahorros son escasos. Me mostró su cuenta bancaria y es verdaderamente mísera. ¿Cómo podía yo enviar a su mujer a su segunda vida sin un céntimo? El, desde luego, ahora no necesita ahorros. Aún conserva su empleo, pero no lo conservará por mucho tiempo, tal como están las cosas. ¿Y quién querrá darle otro trabajo?

—No lo sé-dijo Frost—. Yo podría hablar con...

Y se interrumpió. ¿Con quién podía hablar? Con Marcus Appleton, ciertamente no, después de lo que había pasado. Ni tampoco con Peter Lane, si éste y Appleton se hallaban envueltos, como parecían, en el asunto del documento extraviado, documento que, por otra parte acaso ya hubiese aparecido. ¿Hablar con B. J.? No le parecía probable que B. J. le escuchase... ni tampoco le escucharían los demás jefes.

Así es que dijo a su visitante:

—Miss Harrison: probablemente ha acudido usted a la persona del Centro de Hibernación que es la menos indicada para ayudarle.

—Lo siento-dijo ella—. Nada más lejos de mi intención que comprometerle. Pero si puede ayudarme, aunque su ayuda se reduzca a una simple muestra de buena voluntad, le quedaré muy reconocida. Incluso una simple expresión de simpatía contribuirá a restablecer mi confianza, y me permitirá saber que aún queda alguien que tiene un sentido de la justicia.

—Si yo pudiese ayudarla —repuso Frost—, lo haría con mucho gusto. Pero en las circunstancias actuales, no puedo arriesgarme. Mi situación es muy delicada en estos momentos.

—Con esto me basta-dijo Ann.

—Fíjese que no le prometo nada.

—Ni espero que lo haga. Sé que hará lo que pueda.

Había cometido una equivocación, dijo Frost para sus adentros. No se hallaba en situación de ofrecer ayuda a nadie. No le iba ni le venía nada en aquel asunto. Y especialmente, no tenía el derecho de ofrecer su ayuda cuando sabía muy bien que nada podría hacer.

Pero el escuálido cuartucho le pareció de pronto más acogedor y más bello. Le inundó una sensación de vida y de plenitud como nunca había conocido. Y supo que quien daba calor y luz a la habitación era aquella joven sentada frente a él... eran un calor y una luz moribundos, sin embargo, como los que despide un fuego que se extingue. Pasado cierto tiempo, cuando ella se hubiese ido y el recuerdo de su visita se debilitase, el cuarto volvería a ser frío y mugriento, como era antes.

—Miss Harrison-le preguntó en un súbito impulso—, la invito a cenar... iremos a un restaurante...

Ella sonrió y movió negativamente la cabeza.

—Perdone-dijo Frost—. Creí que aceptaría...

—Y acepto-respondió ella—. Pero no salgamos. No quiero que gaste tanto dinero por mí. Pero si usted tiene aquí comida, yo se la voy a preparar.