28

Frost se había desviado muy al sur de Chicago. Una mañana distinguió desde muy lejos las torres y bloques de mampostería, desdibujados por la bruma y la distancia, que se alzaban junto a la orilla inferior del lago. Se encontraba ya al oeste del mismo y se dirigía hacia el norte, siguiendo constantemente las estrechas y serpenteantes carreteras antiguas. A veces se convertían en un mal camino o se hacían impracticables, y entonces se veía obligado a dar media vuelta y a rehacer el camino en busca de otra de las primitivas carreteras cubiertas de hierba que le llevasen en la dirección deseada.

Todo el viaje desde la costa este fue así, y su avance había sido muy lento. Aunque nada le obligaba a tener prisa. Tanto le daba ir a un sitio como a otro, solía repetirse. En realidad, no tenía punto de destino fijo; el que se había asignado no era más que una fantasía cargada de emoción, desprovista de significado y propósito reales Aquel acogedor refugio no era más una ilusión: cuando llegase a él lo encontraría tan inhóspito y vacío como cualquier lugar a lo largo de las carreteras que había recorrido. Pero aunque lo sabía, seguía avanzando hacia él, impulsado por un íntimo anhelo que no lograba entender.

Se tropezó con muy pocas personas. Las regiones que atravesaba estaban casi despobladas. De vez en cuando encontraba una familia que vivía de cualquier manera-hubiera sido mejor decir que acampaba-en alguna casa de labor abandonada. Otras veces cruzaba pequeñas aldeas aún habitadas por algunas familias, que se negaban tercamente a integrarse en el éxodo definitivo de la población hacia las grandes urbes, y que seguían vegetando en un pequeño núcleo de población rodeado por construcciones abandonadas y en ruinas, que en otros tiempos albergaron a una próspera y floreciente comunidad.

Otras veces pasaba frente a estaciones de salvamento y rescate con los vehículos y los helicópteros preparados en sus rampas, dispuestos a salir instantáneamente en busca de un cuerpo, cuando el monitor alojado en el edificio indicase que había dejado de recibir la señal de un trasmisor, lo cual indicaría que un corazón había dejado de latir; inmediatamente daría con la mayor precisión las coordenadas geográficas del trasmisor parado.

En aquellas estaciones debían tener muy poco trabajo, se imaginaba Frost, porque a causa de la escasísima población de aquellas regiones, debían de pasar meses sin que se registrase un sólo fallecimiento dentro de la zona cubierta por la estación. Pero aún así, e incluso en aquellas zonas donde durante largos períodos de tiempo quizás no hubiese más señales que las emitidas por algún viajero ocasional, las estaciones se hallaban siempre dispuestas, para el caso de que dentro de su radio de acción alguna vida se extinguiese.

La verdad era que a pesar de lo que dijese, a pesar de los rumores y de las críticas, el Centro de Hibernación seguía manteniendo encendida la antorcha de la antigua fe, y mantenía aún la tradición de servicio al público implícita en el mismo propósito que animó su fundación. Así era como tenía que ser, se dijo Frost sin poder contener su orgullo. Pues la fe era el único cimiento sólido sobre el que podía edificarse una estructura social.

Las carreteras que recorría no le permitían hacer muchos kilómetros diarios. La necesidad de encontrar alimentos aún retrasaba más su progresión. Recorría los campos en busca de bayas y recogía frutos, muchos de ellos aún en agraz, en los raquíticos árboles que aún sobrevivían en antiguos huertos. Era más afortunado con la pesca, que practicaba en los riachuelos que encontraba a su paso y en algunos ríos. Se hizo un arco con una fuerte rama de nogal y, aguzando varas de fresno, se fabricó varias flechas, y luego se pasó varias horas tratando de aprender el manejo de su primitiva arma. Pero el arco y las flechas no le compensaron el tiempo invertido en su construcción. Obra de sus manos inexpertas, el arco resultó un arma de muy poca precisión. El único animal que consiguió cazar con él fue una vieja marmota, de carne dura y correosa, aunque carne al fin y al cabo, y la primera que había probado en muchas semanas.

En una granja abandonada encontró una cacerola bastante oxidada, pero aún intacta. Pocos días después, cuando se hallaba de caza a orillas de un estanque de aguas cubiertas de espuma, capturó una tortuga que se había alejado demasiado del agua, y la mató y la puso a hervir en la cacerola. La sopa le hizo hacer algunas muecas, pero era sustanciosa y esto era lo que importaba.

Empezó a dominarle una sensación de paz. Ya no tenía que ocultarse ni correr; avanzaba tranquilamente por una larga y serpenteante avenida de tiempo tranquilo. Cuando encontraba un lugar que le gustaba, acampaba en él durante varios días para dedicarse a descansar, a la pesca, a nadar, a la recolección y a comer. Trató de ahumar alguno de los pescados que capturó, para disponer de una reserva de víveres por si venían malos tiempos. El intento terminó en un fracaso.

Ya no volvía la cabeza para mirar el camino recorrido. Era indudable que Marcus Appleton no había renunciado a darle caza, pero lo más probable era que todavía creyese que su presa se ocultaba en la ciudad. El robo del coche debió haber sido denunciado hacía tiempo, y el automóvil por el que cambio las placas de matrícula posiblemente había sido descubierto, pero era imposible atribuirle el robo a él, de eso estaba seguro. No era fácil identificar y recuperar un coche robado, porque todos los coches eran iguales, fabricados todos ellos por una sola compañía que ya no se preocupaba, al no existir competencia ni demanda superior a la oferta, en cambiar de modelo todos los años... ni siquiera cada diez o cada veinte años.

Todos los automóviles eran de serie, y reunían determinadas especificaciones comprobadas por la experiencia. Todos eran utilitarios, es decir, pequeños, a fin de ocupar menos espacio. Todos estaban impulsados por baterías eternas... todos eran silenciosos, no despedían humos por el escape, su velocidad máxima era reducida y tenían el centro de gravedad muy bajo. Era el tipo de coche más adecuado para circular por las calles atestadas, que era donde más se utilizaban. Además todos se hallaban provistos de dispositivos de seguridad destinados a proteger a sus ocupantes.

Chicago había quedado bastante atrás y él continuaba hacia el norte. El día que llegó junto al río, supo exactamente dónde estaba. El viejo puente de hierro, rojo de orín, aún cruzaba la corriente y hacia el este distinguió las grises y decrépitas ruinas de una aldea desierta; al oeste, poco después del puente, había un antiguo camino que flanqueaba el río y discurría entre el agua y los contrafuertes de caliza, cubiertos de árboles.

Poco más de treinta kilómetros, pensó... treinta kilómetros y estaría en casa. Aunque, se dijo al pensarlo, sabía muy bien que no era su casa, ni nunca lo había sido. Era únicamente un sitio familiar, un lugar que recordaba de su infancia.

Hizo girar el coche a la derecha y embocó la carretera del río, en realidad un camino estrecho con profundas roderas entre las que crecía una faja de hierba, con los árboles tan cerca por uno de sus lados que sus ramas rozaban la carrocería.

Cien metros más allá los árboles cesaban y ante él se abrió un pequeño prado, que probablemente en otros tiempos había sido un trigal o unos pastos. Después del prado recomenzaban los árboles y los arbustos. A muy corta distancia de allí, en la ladera de la colina, se veían unas cuantas construcciones rurales muy deterioradas, entre las que crecía la hierba y la maleza.

En el centro del claro, casi tocando al camino, había un campamento formado por un círculo de tiendas sucias y remendadas. Finas volutas de humo azulado se elevaban de algunos fuegos sobre los que pendían cacerolas. Tres o cuatro automóviles destartalados y enmohecidos estaban junto a las tiendas, y por el prado pastaban unos animales que debían de ser caballos, según conjeturó Frost, ya que no había visto jamás uno. Vio también perros y personas, que se volvieron, todos a una, para mirarle. Algunos empezaron a correr hacia él, llamándose unos a otros con agudos gritos de triunfo.

Le bastó un breve instante a Frost para comprender que había topado con una partida de Holgazanes, una de aquellas extrañas y perversas tribus que vagaban por la campiña y constituían aquel mínimo porcentaje de vagos y maleantes que en el transcurso de los años había resistido todos los intentos por integrarlos en la estructura económica de la sociedad. En realidad era muy pocos, pero él había tenido la desgraciada ocurrencia de tomar aquel camino, que le condujo indefectiblemente en derechura hacia ellos.

Se disponía a parar el coche cuando cambió de idea y aceleró, aumentando la velocidad con la esperanza de cruzar frente al campamento, antes de que aquella horda llegase a la carretera para interceptarla.

Por un momento pareció como si fuese a lograrlo, porque había dejado ya atrás al grupo mayor de hombres vociferantes. Mirando por la ventanilla hacia un lado, vio sus rostros barbudos, sucios y crispados, sus bocas abiertas para gritar y sus labios contraídos mostrando sus dientes.

Pero de pronto la oleada de cuerpos se abalanzó sobre el coche, chocó contra él impetuosamente, sacudiéndolo de manera alarmante, sacándolo de las roderas, y después levantándolo lentamente por un lado, mientras las dos ruedas opuestas, aún en contacto con el suelo, seguían impulsándolo un poco. Pero cuando llegaron los que habían quedado rezagados, empujaron todos a una, sin dejar de vociferar, y lo volcaron.

El coche cayó de costado sobre el suelo y resbaló un trecho, vibrando. Alguien abrió la portezuela de un tirón y por ella se introdujeron varias manos, que tiraron de Frost hacia arriba. Una vez lo hubieron sacado del vehículo, lo arrojaron al suelo. El se incorporó lentamente y se puso en pie. Los Haraganes le rodeaban como una manada de lobos, pero la furia parecía haber desaparecido de sus rostros y en ellos sólo se pintaba una expresión burlona.

Un hombre situado en primera fila le señaló con un gesto de suficiencia.

—¿Qué amable ha sido este caballero-dijo en son de mofa-de venir a entregarnos un coche? Con la falta que nos hacía. Los nuestros están tan viejos, que ya no hay quién los ponga en marcha.

Frost no contestó. Paseó su mirada por el semicírculo de caras y vio que todos aquellos rufianes se reían y se burlaban de él. Entre ellos había algunos niños, mozalbetes desgarbados que le hacían muecas de mofa.

—Los caballos no están mal-comentó un tipo con el labio inferior colgante— pero no admiten comparación con los automóviles. No corren tanto como ellos y es una lata tener que cuidarlos.

Frost continuó en silencio, principalmente porque no sabía lo que sería más prudente decir. Era evidente que aquella gentuza quería quedarse con el coche y nada podía hacer por impedirlo, pensó. Ahora todos reían, por su buena suerte y a sus expensas, pero comprendió que si decía algo inoportuno, las cosas podían ponerse feas para el.

—Padre-gritó una aguda voz juvenil—, ¿qué lleva este hombre en la frente? ¿Qué es esa señal roja que tiene? ¿Qué es eso, padre? Se produjo un súbito silencio. Las risas cesaron. Los rostros de los hombres adquirieron una expresión torva.

—¡Es un exiliado! —gritó el del labio colgante—. ¡Amigos, este hombre ha sido condenado al ostracismo!

Frost giró con serenidad sobre sus talones y dio un tremendo salto. Asió con las manos el lado superior del coche y, con un solo impulso, saltó sobre él. Cayó de pie al otro lado, tropezó, y vio al grupo de Haraganes avanzando hacia él por ambos lados del coche. Empezó a correr dando traspiés y vio que no tenía escapatoria. Ante él se extendía el río y los Haraganes le cerraban el paso por ambos lados. Volvieron a oírse gritos y carcajadas, pero eran unas risas malévolas, como aullidos de hienas histéricas.

Algunas piedras pasaron silbando junto a él, hundiéndose en el suelo o rebotando entre la hierba, y él agachó la cabeza para protegerla, pero una pedrada le alcanzó en la mejilla, y el golpe repercutió en todo su cuerpo, haciéndole parecer por un instante que le habían arrancado la cabeza, por el intenso dolor que sintió en la mandíbula y el cráneo. Se elevó una niebla del suelo, que oscureció su visión, y sintió que caía hacia ella. De pronto, sin darse cuenta de lo que pasaba, se encontró tendido en el suelo, y vio unas manos que se le tendían con avidez, para levantarlo y llevárselo.

A través de la neblina que llenaba su mente y el vocerío ensordecedor que le rodeaba, se abrió paso una poderosa voz ronca, que se impuso a todas las restantes:

—Esperad un momento, muchachos-rugió—. No le echéis al agua así. Seguro que se ahogará si no le quitáis los zapatos.

—Pues es verdad —gritó otra voz—. Démosle una posibilidad por lo menos. A descalzarlo.

Notó que tiraban de sus zapatos y que se los quitaban. Trató de gritar pero sólo consiguió emitir un sonido ronco.

—Los pantalones se le empaparán de agua-gritó el hombre de la voz de trueno.

Y otro añadió:

—Los del rescate ni siquiera podrán pescarlo si se ahoga.

Frost se debatió desesperadamente, pero eran demasiados los que le sujetaban y apenas pudo luchar cuando le quitaron los pantalones, la chaqueta, la camisa y sus restantes prendas.

Entonces le asieron dos hombres por los pies y dos por los brazos, mientras otro vociferaba:

—¡A la una... a las dos... y a las tres!

Cada vez que contaban lo balanceaban con más impulso, y al llegar a tres lo soltaron y salió volando hacia el río, tan desnudo como cuando vino al mundo, y vio como las aguas del río subían a su encuentro.

Cayó en ellas con las piernas y los brazos abiertos, y la líquida superficie le golpeó como un puño doblado. Se hundió debatiéndose desesperadamente, rodeado por las frías aguas azul verdosas. Haciendo un esfuerzo, consiguió volver a la superficie y empezó a mover manos y pies, más por instinto que deliberadamente, para mantenerse a flote. Chocó contra algo duro y extendió un brazo para evitarlo, pero notó en su piel la aspereza de la madera. La rodeó con un brazo y comprobó que flotaba y le sostenía: era un tronco de árbol, que la corriente arrastraba a la deriva. Lo rodeó entonces con los dos brazos y se apoyó en él. Sintiéndose más seguro, miró entonces hacia atrás.

En la orilla del río los Haraganes saltaban y brincaban en una grotesca danza guerrera, gritándole cosas que no entendía mientras uno de ellos, al extremo del brazo levantado, blandía sus pantalones como si fuesen la cabellera arrancada a un enemigo.