34

Sentado en los peldaños del pórtico. Frost contemplaba el valle. Las primeras sombras de la noche cubrían ya el río y las tierras bajas, y por encima de las lejanas copas de los árboles volaba una larga hilera de negras siluetas. Era una bandada de cuervos que regresaba a sus nidos. En la otra orilla del río una cinta blanca serpenteaba entre las suaves colinas: era una antigua carretera casi completamente abandonada.

En la ladera, a sus pies, se alzaba el granero, con el palo del pajar medio inclinado y junto a él yacía una enmohecida máquina agrícola. En el extremo opuesto del campo, que llevaba tantos años en barbecho, una silueta oscura saltaba entre las altas hierbas. Debía de ser un perro salvaje o muy probablemente un coyote.

Recordó que en los años de su infancia el césped del prado estaba segado, los arbustos podados y los parterres de flores bien cuidados. Recordaba también que las cercas se reparaban constantemente y se pintaban, pero en la actualidad lo poco que quedaba en pie de ellas había perdido totalmente la pintura. La puerta del huerto colgaba de una sola bisagra, lamentablemente ladeada.

Frente a esa puerta estaba el coche de Mona Campbell. Las altas hierbas llegaban hasta las ventanillas y ocultaban las ruedas. Frost pensó que era una nota incongruente en aquel lugar. No tenía derecho a estar allí. El hombre había desertado de aquellos parajes y ahora tenía que dejarlos en paz, permitiendo que descansaran de su larga sujeción al hombre.

Se cerró suavemente la puerta a sus espaldas y unos pasos cruzaron el porche. Mona Campbell se sentó en el peldaño inferior.

—¡Qué vista tan hermosa! —comentó—. ¿No le parece?

El asintió con la cabeza.

—Sin duda pasó usted aquí días muy agradables, ¿verdad?

—En efecto-repuso Frost-pero... ¡hace tanto tiempo!

—No tanto —objetó ella—. Debe de hacer unos veinte años, ¿no?

—Ahora este lugar está vacío y solitario. No es lo mismo que entonces. Pero no me ha sorprendido encontrarlo así: ya me lo suponía.

—De todos modos, ha venido a refugiarse aquí-profirió ella.

—Vine movido por un impulso que no sabría explicar. No entiendo por qué vine, pero aquí estoy.

Continuaron sentados un momento en silencio y él observó que ella descansaba las manos en el regazo, sin moverlas... eran unas manos que mostraban algunas arrugas, pero pese a su pequeñez daban sensación de energía. En otros tiempos, pensó, aquellas manos debieron de ser bellas, aunque en cierto modo, aún no habían perdido su belleza.

—Mr. Frost-dijo ella, sin mirarle—, usted no mató a aquel hombre.

—En efecto-asintió él—, no le maté.

—Nunca creí que lo hubiese hecho-prosiguió ella—. Lo único que le obligaba a ocultarse y a huir eran las marcas de su rostro. ¿No se le ha ocurrido pensar que usted podría recuperar sus plenos derechos si me denunciaba?

—Ese pensamiento-admitió Frost-ha cruzado efectivamente por mi mente.

—¿Y lo ha tenido en cuenta?

—La verdad es que no. Cuando uno está acorralado, piensa en todos los medios de huir. Incluso piensa en cosas que sería incapaz de hacer. Aunque en este caso, desde luego, no creo que hubiese servido de gran cosa.

—Pues yo creo que sí-repuso ella—. Supongo que ellos darían cualquier cosa por encontrarme.

En una sombría hondonada un chotacabras lanzó las primeras notas de su canto nocturno. Ambos callaron unos instantes para escucharlo.

—Mañana me iré-dijo Frost, rompiendo el silencio—. No quiero aumentar sus dificultades con mi presencia. Al fin y al cabo, he podido descansar y comer durante una semana y ya es hora de que me vaya. Creo que usted haría bien marchándose también. Cuando uno está perseguido no es conveniente pasar mucho tiempo en un mismo sitio.

—No veo la necesidad de ello. Aquí no estoy en peligro —repuso ella—. Ellos ignoran mi paradero. ¿Cómo quiere que lo sepan?

—Pero recuerde que fue usted quien llevó a Hicklin a la estación de rescate.

—Fui de noche, y apenas me miraron. Les dije que iba en coche y le encontré tendido en la carretera.

—Es más o menos la verdad-admitió Frost—. Pero se olvida usted de Hicklin. El podría delatarla.

—No creo que lo haga. Acuérdese de que se pasó delirando casi todo el tiempo. Cuando hablaba, sólo pronunciaba frases incoherentes. Parecía tener la obsesión del jade.

—¿De modo que no piensa usted regresar jamás al Centro de Hibernación?

—No, jamás-repuso ella.

—¿Y qué piensa hacer, pues?

—No lo sé-repuso Mona—. Pero volver allí, jamás. Allí se vive fuera de la realidad. El Centro no es más que una fantasía... una dura y cruel fantasía. Cuando se ha palpado la realidad, cuando se ha vivido la realidad de la tierra desnuda, con su sucesión de albas y crepúsculos, escuchando el canto del chotacabras...

Se ladeó ligeramente para mirarlo de hito en hito.

—No me entiende, ¿verdad?

El movió negativamente la cabeza.

—Quizás la vida que llevamos no sea la adecuada-observó—. Creo que en eso estamos todos de acuerdo. Pero nos sacrificamos en aras de otra vida, y yo considero que esto es lo importante. Quizás los medios que empleamos no sean de los mejores. Dentro de varias generaciones, quizás encontremos unos medios mejores. Pero lo hacemos lo mejor que sabemos...

—¿Cómo puede decir eso, después de lo que le han hecho a usted? Después de ese infame juicio a que le sometieron, después de condenarlo al ostracismo, después de que incluso trataron de atribuirle un asesinato... ¿aún puede seguir creyendo en el Centro de Hibernación?

—Yo fui víctima de las maquinaciones de unos pocos —repuso él sosegadamente—. Eso no afecta a la validez o la falsedad de los principios en que se asienta el Centro. Tengo los mismos motivos y el mismo derecho de siempre para suscribir esos principios, que sigo considerando válidos.

—Si pudiera hacérselo entender-dijo ella—. No sé por qué me parece tan importante, pero tendría que hacérselo entender...

El miró su rostro preocupado, de facciones ajadas, miró su cabello fuertemente recogido en un moño, sus labios finos y rectos, sus ojos descoloridos, el semblante iluminado por una fervorosa luz interior que allí parecía completamente fuera de lugar. Mona tenía cara de maestra, pensó, pero aquel rostro ocultaba una mente tan precisa y metódica como un cronómetro de mil dólares.

—Quizás lo que me falta por entender-dijo suavemente-se encuentre en lo que usted no me ha contado, ni yo le he pedido que me cuente.

—¿Se refiere usted a los motivos de mi fuga? ¿Por qué me llevé mis notas?

—Sí a ello, más o menos. Pero no me lo cuente si no quiere. Hubo un tiempo en que me hubiera gustado saberlo; ahora me es indiferente.

—Huí-dijo ella-porque quería estar segura.

—¿De que lo que había descubierto era cierto?

—Sí, supongo que podemos decirlo así. Dejé de presentar informes regulares sobre los progresos que realizaba, pero llegó un momento en que ya no podía aplazar por más tiempo la presentación de un informe... ¿Cómo se lo diré...? Supongo que en ciertas cuestiones de gran importancia tenemos a veces la tendencia a no decir nada, a no dar el menor atisbo de lo que hemos descubierto hasta estar absolutamente seguros de ellos. Entonces sentí pánico... bien en realidad no fue pánico, sino que pensé que necesitaba un período de soledad, para ordenar mis ideas...

—¿Quiere esto decir que cuando se fue, pensaba regresar?

Ella hizo un gesto afirmativo.

—En efecto, esto es lo que pensaba. Pero ahora ya no puedo regresar. Sé demasiado. He descubierto mucho más de lo que suponía.

—¿Que el viaje por el Tiempo es mucho más complicado de lo que suponíamos? ¿Qué acaso...?

—No es más complicado de lo que suponíamos-ella le atajó—. La verdad no es nada complicado, por la sencilla razón de que el viaje por el tiempo es imposible.

—¿Imposible?

—Eso es... imposible. No es posible desplazarse en el tiempo, a través de él o alrededor de él. No podemos manipularlo. Se halla entretejido demasiado profundamente con lo que pudiéramos llamar la matriz universal. No podremos apelar al viaje por el tiempo para resolver nuestros problemas demográficos. O bien colonizamos otros planetas y construimos gigantescos satélites artificiales en el espacio, o bien convertimos a la Tierra en una sola y gigantesca ciudad... aunque es posible que tengamos que apelar a ambos expedientes a la vez. La solución que parecía ofrecernos el tiempo era la más fácil, por supuesto. Por eso el Centro de Hibernación sentía tanto interés por ella...

—Pero, ¿está usted segura? ¿Cómo puede afirmarlo con tanta seguridad?

—Gracias a las matemáticas-repuso ella—. Matemáticas no humanas. Me refiero a las hamalianas.

—Sí, sé de qué se trata-dijo él—. Me dijeron que usted trabajaba en ellas.

—Los hamalianos-continuó ella con voz suave-fueron sin duda un pueblo muy extraño. Un pueblo rigurosamente lógico no sólo muy interesado en los fenómenos superficiales, sino en las raíces fundamentales del universo. Investigaron la realidad y el propósito del universo y para ello crearon unas matemáticas que emplearon no sólo como apoyo de su lógica, sino como una herramienta lógica.

Mona le puso una mano en el brazo.

—Yo diría que consiguieron llegar a una verdad final —prosiguió—, si es que existe una verdad final.

—Pero otros matemáticos...

—Sí, otros matemáticos emplearon las matemáticas hamalianas. Y les produjeron gran perplejidad, porque sólo las consideraban como un sistema de axiomas formales. No vieron en ellas más que símbolos, fórmulas y postulados. Las utilizaron como una expresión física sin darse cuenta de que son mucho más que eso...

—Pero esto quiere decir que aún tendremos que esperar-profirió Frost—. Eso significa que parte de las personas congeladas tendrán que esperar, esperar hasta que podamos construirles alojamientos, o hasta que podamos encontrar otros sistemas solares con planetas tipo Tierra. Y esos planetas existen, naturalmente, pero son todos como Hamal IV. Hay que terraformarlos y entretanto, la población mundial, seguirá aumentando.

El la miró aterrorizado.

—Es un problema sin solución-murmuró.

Sí, era un problema sin solución. Habían esperado demasiado. Y lo habían hecho, porque creían tener la inmortalidad al alcance de la mano. Y habían esperado porque se podían permitir el lujo de esperar, porque dispondrían de todo el espacio que necesitasen cuando pudiesen viajar por el tiempo... pero ahora resultaba que el tiempo era inviolable.

—El tiempo es uno de los factores de la matriz universal-dijo Mona Campbell—. El espacio es otro factor y el tercero está constituido por materia y energía, que como usted sabe son lo mismo. Estos tres factores están íntimamente mezclados y entretejidos. Es imposible separarlos ni destruirlos. Tampoco podemos manipularlos.

—Conseguimos soslayar las limitaciones einstenianas —observó Frost—. Hicimos cosas tenidas por imposibles. ¿Por qué no podríamos también...?

—Tal vez-dijo ella—, aunque no lo creo.

—Esto no parece impresionarla mucho.

—¿Por qué tendría que impresionarme?-repuso ella—. Y aún no se lo he dicho todo. La vida también es un factor. Quizás debiera decir la vida y la muerte, en el mismo sentido que damos al binomio materia y energía, aunque supongo que la analogía no es totalmente exacta.

—¿La vida y la muerte?

—Sí, como la materia y la energía. Podríamos llamarla, si usted quiere, la ley de la conservación de la vida.

Frost se levantó tembloroso del escalón y descendió hasta el suelo. Se detuvo allí un momento, con la vista perdida hacia el valle, antes de volver junto a ella.

—¿Así, quiere usted decir con eso que nos hemos tomado todo este trabajo por nada?

—No lo sé-contestó ella—. Me he exprimido el cerebro tratando de averiguarlo, pero aún no puedo responder a su pregunta. Quizás nunca podré. Lo único que sé es que la vida no se destruye, no se agota ni se apaga de un soplo como la llama de una vela. La muerte consiste en una transformación de esta propiedad que llamamos vida, del mismo modo como la materia se transforma en energía o la energía en materia.

—¿Así, nosotros continuamos viviendo eternamente?

—¿Quiénes somos nosotros? —le preguntó ella a su vez.

Es verdad, se dijo Frost. ¿Quiénes somos nosotros? ¿Una simple mota de consciencia que se yergue arrogante ante la inmensidad, el frío y el vacío del universo indiferente? ¿Un ser (o una cosa) que se cree importante, cuando en realidad no tiene ninguna importancia? ¿Un yo diminuto y vacilante que se imaginaba que el universo giraba a su alrededor... cuando el universo ni siquiera sabía que existiese, ni su existencia le preocupaba?

Ese pensamiento antropocéntrico, se dijo, pudo haber estado justificado en otros tiempos. Pero ahora, ya no. Ya no, si lo que afirmaba Mona Campbell era cierto. Porque si era verdad, entonces todos y cada uno de aquellos yo vacilantes eran parte fundamental del universo y a través de ellos éste expresaba su finalidad.

—Otra cosa-dijo—. ¿Qué piensa hacer con su descubrimiento?

Ella movió la cabeza con un gesto dubitativo, como si no supiera qué responder.

—¿Qué cree usted que pasaría si publicase mis cálculos? ¿Qué efecto tendría esto sobre el Centro de Hibernación? ¿Y sobre la gente tanto vivos como muertos?

—No lo sé-confesó él con franqueza.

—¿Y qué podría decir?-preguntó Mona Campbell—. No más de lo que le he dicho a usted. Que la vida prosigue continuamente, que es indestructible, como la energía. Que es tan eterna como el tiempo y el espacio, porque se confunde con éste en la urdimbre del universo. No podría ofrecerles ninguna esperanza ni promesa, fuera de la certeza de que la vida no termina. ¿Cómo podría decirles que la muerte tal vez fuese lo mejor que podría ocurrirles?

—¿De veras cree eso?

—Pues creo que sí.

—Pero dentro de veinte, de cincuenta, de cien años —dijo Frost— alguien volverá a descubrir lo que usted ha descubierto. El Centro de Hibernación está convencido de que usted ha descubierto algo importantísimo. Todos sabían que estaba trabajando con las matemáticas hamalianas. Designarán a otros investigadores para que continúen sus estudios, y llegarán a la misma conclusión.

Mona Campbell se sentó sosegadamente en la escalera.

—Es posible-dijo—. Pero en ese caso, la papeleta será de ellos, no mía. Me cuesta mucho asumir el papel de destructora de todo cuando ha edificado la especie humana en los últimos doscientos años.

—Pero a cambio, usted les ofrecerá una nueva esperanza. Confirmará la fe que la humanidad ha sustentado durante tantos siglos.

—Ya es demasiado tarde para eso —repuso ella—. Ahora estábamos creando nuestra propia inmortalidad, nuestra propia eternidad. La tenemos ya al alcance de la mano. No podemos pedir a la humanidad que renuncie a eso a cambio de...

—Y por esta razón no quiere regresar. No porque le dé miedo decirles que el viaje por el tiempo es imposible, sino porque esto equivaldría a saber que la vida no tiene fin.

—Eso es —asintió Mona—. No quiero convertir al mundo en una casa de orates.