27

Después de una hora de espera, Ann Harrison fue recibida por Marcus Appleton.

Este se mostró afable. Sentado ante su mesa parecía un próspero y activo hombre de negocios.

—Me alegro mucho de verla, Miss Harrison-le dijo a guisa de salutación—. He leído muchas cosas sobre usted. Según creo, acerca de las objeciones que usted presentó en un juicio.

—Pero que sirvieron de muy poco para mi cliente —observó Ann.

—Sin embargo, creo que hizo bien en presentarlas. Gracias a esa clase de objeciones se van perfilando las leyes.

—Le agradezco el cumplido-dijo Ann—. Si es que debo tomarlo como un cumplido...

—Oh, sí-repuso Appleton—. Y de los más sinceros. ¿Y ahora, si me permite, puedo preguntarle a qué debo el placer de su visita? ¿En qué puedo servirla?

—Para empezar —dijo Ann— podría dejar de interferir mis teléfonos. Y después, podría ordenar a sus esbirros que dejasen de seguirme. Y por último, podría decirme qué se propone.

—Pero, mi querida señorita...

—Puede ahorrarse el aliento-le dijo Ann—. Sé que tiene mi teléfono intervenido. Quizás desde la central. Tengo preparadas ya sendas querellas contra usted y la Compañía Telefónica, por allanamiento de mi intimidad y la intimidad de mis clientes, que es mucho más importante que la mía propia, y...

—No conseguirá usted nada-dijo Appleton, abandonando bruscamente su tono cortés.

—Pues yo creo que sí —repuso Ann, flemática—. Cualquier tribunal aceptará mi demanda, pues se trata de una flagrante violación del secreto profesional de un jurisconsulto, y una intromisión entre las relaciones de éste con sus clientes. Como usted comprenderá, esto constituye un atentado contra los mismos fundamentos de la justicia.

—No tiene usted pruebas.

—Permítame discrepar-contestó Ann—. Prefiero no discutir este asunto. Pero aunque las pruebas que poseo no se considerasen suficientes, y creo que lo son, sigo convencida de que el tribunal ordenaría que se abriese una investigación para comprobar mis acusaciones.

—¡Esto es absurdo! —estalló Appleton—. Los tribunales no tienen tiempo ni ganas de investigar todas las necias acusaciones que el primer desocupado les exponga.

—Todas, tal vez no. Pero una acusación de esta clase...

—Lo único que conseguirá con eso —dijo fríamente Appleton-será que la expulsen del Colegio de Abogados.

—Quizás esto ocurriese-dijo Ann-si usted tuviese a los tribunales en su poder tan completamente como usted supone. Pero no creo que le obedezcan hasta tal punto.

Appleton barbotó:

—¡Que yo poseo los tribunales!

—Los tribunales y la prensa-añadió Ann tranquilamente—. Pero usted no posee los rumores. Estos escapan a su control. Y si los tribunales tratasen de amordazarme y la prensa guardase silencio, aún así circularían rumores. Créame, Mr. Appleton, yo trataría de que se formase un escándalo mayor de lo que usted puede imaginar.

Appleton dejó de farfullar.

—¿Conque ahora me amenaza, eh? —dijo con una voz tan fría que casi era chillona.

—Oh, yo no me rebajo a eso-repuso—. Aún tengo fe en la justicia que se administra en este país. Aún creo en la imparcialidad de los tribunales. Y creo también que no ha conseguido poner el bozal a todos los periódicos.

—Por lo visto, tiene usted una opinión muy baja del Centro de Hibernación.

—Así es, en efecto-repuso ella—. Se lo han anexionado todo. Han suprimido todo lo que les molestaba. Han detenido el progreso. Han convertido a los seres humanos en borregos. Aún existen gobiernos, pero no son más que simples fantasmones que saltan así que ustedes levantan un dedo. Y a cambio de todo esto aseguran ofrecernos algo, y, en efecto, nos lo ofrecen, pero a un precio fabuloso.

—De acuerdo-dijo él, recobrando en parte su compostura—. Suponiendo que sea verdad lo de sus teléfonos y nosotros dejásemos de interferirlos, y ordenásemos a los que usted llama nuestros esbirros que dejasen de seguirla, ¿qué más querría que hiciésemos?

—Sé, por supuesto-prosiguió Ann—, que no harán ninguna de estas cosas. Pero si las hiciesen, aún podrían hacer otra. Usted sabe mejor que yo de qué se trata.

—Miss Harrison —dijo Appleton—, voy a ser tan franco con usted como usted lo ha sido conmigo. Si le hemos prestado una atención excesiva es porque sentimos curiosidad acerca de sus relaciones con Daniel Frost

—No tengo la menor relación con él. Sólo le he visto una vez.

—¿Fue usted a visitarle?

—Fui a pedirle su ayuda para un cliente mío.

—¿Para ese Franklin Chapman?

—Le agradecería que no emplease ese tono despectivo para referirse a él. Chapman fue condenado de acuerdo con una ley anticuada y excesivamente rigurosa, que forma parte integrante de esta terrible época de frenética desesperación que el Centro de Hibernación ha impuesto al mundo.

—¿Pidió usted a Frost que ayudase a Chapman?

Ella hizo ademán afirmativo

—Me dijo que nada podía hacer, pero que si más adelante se le presentaba ocasión de ayudar a mi cliente, lo haría con mucho gusto.

—Entonces, Frost no es cliente suyo.

—No.

—¿Le dio un papel?

—Me entregó un sobre cerrado. Ignoro su contenido.

—¿Y a pesar de eso, sigue afirmando que no es su cliente?

—Mr. Appleton, como ser humano, él me confió un sobre, considerándome otro ser humano como él. Es así de sencillo. No hace falta que le busquemos complicaciones.

—¿Y dónde está ese sobre?

—Vaya —repuso Ann, mostrando cierta sorpresa—, ¿no lo tiene usted? Algunos de sus hombres pusieron mi bufete patas arriba. No sólo eso, sino también el piso donde vivo. Estaba segura de que se lo habrían entregado. Si usted no lo tiene, no sé dónde puede estar.

Appleton se quedó muy quieto y se puso a mirarla fijamente, sin tan siquiera parpadear.

—Miss Harrison —consiguió articular por último—, es usted el pez más frío que me he echado a la cara.

—Estoy acostumbrada a meterme en la boca del lobo —repuso Ann—. Los lobos no me dan miedo.

Appleton hizo un gesto vago con la mano, y agregó:

—Usted y yo hablamos el mismo lenguaje. Vino a hacer un trato conmigo, ¿no?

—Vine a pedirle que me dejase en paz-contestó ella.

—Deme el sobre, y Frost volverá a ocupar su empleo con todos los honores.

—La sentencia anulada-dijo ella con acritud—. Los tatuajes borrados. Sus bienes y su empleo, devueltos. Sus recuerdos borrados de su mente y los rumores aplacados.

Él hizo un gesto de asentimiento.

—Podríamos hablar de ello.

—Hombre, qué amable es usted-dijo ella—. Con lo fácil que le resultaría matarme.

—Usted nos toma por monstruos, Miss Harrison-dijo Appleton en tono compungido.

—Pues claro que sí.

—¿Y del sobre, qué?

—Supongo que es usted quien lo tiene-replicó Ann.

—¿Y si yo no lo tuviese?

—En ese caso, no sé dónde está. Aunque todo esto no nos lleva a ninguna parte. Yo no vine aquí para hacer lo que usted llama un trato.

—¿Pues a qué ha venido?

Ella movió la cabeza.

—Yo no tengo autoridad para eso. Cualquier clase de trato tiene usted, que hacerlo con Daniel Frost.

—Pues vaya y dígaselo.

—Sí-repuso ella con tono festivo—. Eso mismo es lo que voy a hacer.

Appleton se inclinó hacia adelante con presteza algo excesiva, como si no quisiera demostrar su interés, pero no pudiera controlarse.

—Pues hágalo en seguida-le dijo.

—Me disponía a añadir que con mucho gusto se lo diría, si conociese su actual paradero. Realmente Mr. Appleton, estamos perdiendo el tiempo. A mí este asunto no me interesa y dudo que a Mr. Frost le interese más que a mí.

—Pero él...

—El sabe tan bien como yo-le interrumpió Ann— que no puede confiar en usted.

Se levantó de la silla y se dirigió a la puerta. Appleton se puso desmañadamente en pie y salió de detrás de la mesa.

—Respecto a la otra cuestión... —dijo.

—He decidido presentar esas demandas —le informó Ann—. La verdad, yo tampoco confío en usted.

Mientras bajaba en el ascensor, la asaltaron sus primeras dudas. ¿Qué había conseguido en realidad?, se preguntó. En primer lugar, había puesto a Appleton sobre aviso, informándole de que ella sabía que la vigilaba. Y por otro lado había descubierto que él estaba tan a oscuras como ella acerca del actual paradero de Daniel Frost.

Cruzó el vestíbulo y salió al aparcamiento. Esperándola junto a su coche estaba un hombre alto, huesudo y de pelo canoso. Mostraba una barba de ocho días, también entrecana.

Cuando la vio acercarse, abrió la portezuela y dijo:

—Miss Harrison, usted no me conoce pero soy un amigo y usted necesita un amigo. Sé que ha ido a ver a Appleton y...

—Por favor —dijo Ann—. Se lo ruego, déjeme en paz.

—Soy George Sutton-respondió el hombre alto, sin pestañear—, y pertenezco a esa sociedad que llaman los Santos. Appleton daría su mano derecha por capturarme. Soy un Santo desde mi nacimiento y lo seré hasta que muera. Si no me cree, vea esto.

Se desabrochó la camisa y señaló con el índice su costado derecho.

—No tengo cicatriz-dijo—. Nunca me pusieron un trasmisor.

—La cicatriz puede haberse borrado.

—Se equivoca usted-repuso él—. La incisión siempre deja una cicatriz. A medida que uno crece, hay que implantar nuevos trasmisores. Como usted sabe, el definitivo se implanta alrededor de los veinte años.

—Métase en el coche-le dijo ella en tono tajante—. Así de pie llamamos demasiado la atención. Pero si no es un Santo...

—Tal vez piensa que estoy al servicio del Centro. Me considera...

—Vamos, suba-le ordenó ella.

Salieron a la calle y el coche fue engullido prontamente por la densa circulación que seguía el río.

—Vi a Daniel Frost —dijo Sutton— en su primera noche de ostracismo. Uno de mis hombres lo trajo a nuestro refugio y pude conversar con él...

—¿Y qué le dijo usted?

—Muchas cosas. Hablamos de nuestra campaña de propaganda y él más bien la criticó. Yo le pregunté si leía la Biblia y si creía en Dios. Nunca dejo de hacer estas dos preguntas. Señorita, me hace usted una pregunta muy extraña... ¿qué tiene que ver de qué estuvimos hablando? ¿Qué importa eso ahora?

Se lo pregunto porque sé algo de lo que hablaron.

—¿Así, le ha visto usted después de eso?

—No, no le vi.

—Había otro hombre...

—Ese fue-repuso Ann—. Dan le dijo que usted le había hecho esas preguntas sobre la Biblia y Dios.

—Eso la tranquilizará respecto a mí.

—No sé-dijo ella con voz tensa—. Supongo que sí, aunque no puedo asegurarlo. Todo esto ha sido una verdadera pesadilla. Moverse a ciegas, sabiéndome observada... Supe desde el primer momento que me vigilaban; los vi. Y estoy segura de que mi teléfono estaba intervenido. Pero no me resigné a esta situación. No podía estar mano sobre mano, y por eso me fui a ver a Appleton. Pero usted... ¡usted también me ha estado vigilando!

Sutton inclinó afirmativamente la cabeza.

—A usted, a Frost y a ese otro hombre... a Chapman. Señorita, nosotros no nos limitamos a pintar frases subversivas en las paredes, sino que hacemos muchas otras cosas. Luchamos contra el Centro de Hibernación, con todos los medios a nuestro alcance.

—¿Y eso, por qué?

—Porque no sólo son nuestros enemigos, sino que son los enemigos de todo el género humano. Nosotros somos los últimos restos de la antigua humanidad. Somos su movimiento de resistencia. Ellos nos han impulsado a la clandestinidad.

—Lo que deseo saber es por qué nos vigilan.

—Esto no se puede separar de aquello. Pero lo hacemos también porque podemos ayudarles. Asistimos al asesinato del pobre viejo de la fonda. Nos disponíamos a acudir en ayuda de Frost, pero éste no la necesitó.

—¿Y saben dónde está ahora?

—No. Únicamente sabemos que robó un coche. Esto nos hace suponer que salió de la ciudad. Hemos perdido su rastro, pero la última vez que le vimos se dirigía al oeste.

—¿Y usted suponía que yo conocería su paradero?

—Pues verá, no, no lo considerábamos probable. Y no nos hubiéramos puesto en contacto con usted si no hubiese ido al Centro de Hibernación.

—¿Pero eso qué tiene que ver? Supongo que tengo derecho...

—Claro que tiene usted derecho. Pero ahora Appleton sabe que usted sabe que la vigila. Mientras se hacía la loca y no dijo nada, estaba segura.

—Eso quiere decir que ahora no lo estoy.

—Usted sola no puede luchar contra el Centro de Hibernación-prosiguió Sutton—. Es una lucha imposible. Un día sufriría un accidente, tendría una desgracia... No sería la primera vez que ocurre.

—Pero yo tengo algo que él desea.

—No algo que él desee, sino más bien algo que él no desea que nadie más tenga. La solución es muy sencilla. Eliminado Frost y eliminada usted, se encontrará a salvo.

—¿Así, está usted enterado de este asunto?

—Señorita-contestó Sutton—, sería un solemne imbécil si no dispusiese de fuentes de información en el Centro.

Efectivamente, así era, pensó ella. No se trataba de una partida vulgar de fanáticos, ni un grupo de muchachos dedicados a embadurnar las paredes, sino un verdadero ejército clandestino de rebeldes, perfectamente organizado y disciplinado, que desde hacía muchos años, trabajando en la sombra con decisión y osadía, habían causado más quebraderos de cabeza al Centro de Hibernación de lo que el público en general suponía.

Pero se hallaban condenados al fracaso, pues nadie podía oponerse a la fuerza y al poder de una estructura, de un centro que era el verdadero dueño del mundo y que, además, ofrecía a las masas la promesa de la vida eterna.

Aunque era natural que en el interior de aquella gigantesca estructura proliferasen los espías. No sólo de los Santos, sino de cualquiera que pudiera beneficiarse de ellos. Y con la codicia originada por la acuciante necesidad de amasar una fortuna en previsión de la segunda vida, siempre habría gente dispuesta a venderse al mejor postor.

—Supongo que tendría que darle las gracias —dijo Ann.

—No hace falta.

—¿Dónde quiere que lo deje?

—Miss Harrison-dijo Sutton—, tengo algo más que decirle y le agradecería que me escuchase.

—Le escucharé con mucho gusto.

—Ese papel que usted tiene...

—De modo que usted también lo quiere.

—Si algo le ocurriese a usted, si...

—No siga —le atajó Ann—. Este papel no es mío. Pertenece a Daniel Frost.

—Pero si se extraviase... ¿No comprende usted que es un arma? No conozco su contenido, pero nosotros...

—Le entiendo. Ustedes se valen de todas las armas posibles. Las que sean. No importa cómo las consiguen. No importa lo que sean.

—No es precisamente un cumplido, pero no anda usted muy equivocada.

—Mr. Sutton-dijo Ann—, voy a acercarme al bordillo. No pararé, pero aminoraré la marcha. Y le ruego que se apee.

—Como usted guste.

—Se lo ruego-dijo ella—. Y le ruego también que me dejen en paz. Ya tengo bastante con un espía que siga mis pasos. Dos, es demasiado.

Había cometido un error, se dijo, yendo a ver a Marcus Appleton. Dijera lo que dijese, aquel asunto no podía resolverse ante un tribunal. Y tirarse un farol, por convincente que resultase, era algo que a la larga traía malas consecuencias Por lo visto, había poderosos intereses en juego y demasiadas personas implicadas en aquellos acontecimientos. Era imposible esquivarlas a todas.

De momento, sólo podía hacer una cosa. No debía regresar a su bufete ni a su residencia. No había duda de que el cerco se estrecharía a su alrededor, pero si no perdía la cabeza, aún podría zafarse de su mortal abrazo.

Aminoró la marcha del automóvil y Sutton saltó pesadamente a la acera.

—Gracias por llevarme-le dijo.

—De nada-contestó ella, incorporándose de nuevo a la lenta circulación.

Llevaba algún dinero en el bolso, junto con sus tarjetas de crédito, y no había razón alguna para que volviese a su casa.

Estaba en un brete, pensó para sus adentros. Aunque en realidad no era bien así. Iba en busca de alguien, no huyendo de alguien.

¡Dios quiera que aún se encuentre bien!, rogó interiormente.