36

Mona Campbell se había ido durante la noche. El coche había desaparecido y no se veían huellas de neumáticos en la hierba húmeda de rocío. Y no regresaría, porque el abrigo que había colgado en la percha de la puerta de la cocina también había desaparecido. No había dejado nada. En la casa no había nada que pudiese demostrar que ella había estado allí.

¡Qué vacía le parecía la casa! ¡Qué triste y desierta! Y no porque no viviese nadie en ella, sino porque ya no era una construcción destinada a albergar seres humanos. Pertenecía a otra época, a otros tiempos. El hombre ya no utilizaba casas como aquélla, aisladas en medio de grandes extensiones de tierra. En la actualidad los hombres vivían en altísimos bloques de cemento y acero que se apretujaban en lugares donde no quedaban espacios libres. El hombre, que en otras épocas había sido un ser errante y en ocasiones solitario, vivía ahora en rebaños y en los días venideros ya no habría casas aisladas ni construcciones individuales. El mundo se convertiría en una sola construcción gigantesca y los millones de seres humanos vivirían en profundas ciudades subterráneas o en altísimos rascacielos. Vivirían también en ciudades flotantes situadas en las superficies de los océanos y en ciudades protegidas por gruesas cúpulas en el fondo de los mares. Vivirían en grandes satélites que girarían en órbita, con miles de seres humanos en su interior. Y llegaría un tiempo en que irían a otros planetas ya preparados para acogerlos. Aprovecharían todo el espacio disponible y cuando ya no hubiese más, lo inventarían. Y no tendrían más remedio que hacer esto, porque únicamente tendrían espacio. El sueño del viaje en el tiempo nunca sería realidad.

Frost, de pie bajo el pórtico, dejaba vagar su mirada por la selvática desolación que antaño fueran campos de labor. El viejo seto se había convertido en un paravientos formado por árboles que se alzaban a gran altura en lugar de los arbolillos que él había visto de niño. Las cercas estaban rotas y no estaba lejano el día en que no quedaría ni rastro de ellas. Y al cabo de un siglo, al no haber nadie que los cuidase ni los reparase, la casa y el granero se hundirían también, para convertirse en un montón de maderas podridas.

Mona Campbell se había ido y él tenía que irse también. No porque tuviese que irse a ningún sitio determinado, sino sencillamente porque de nada servía seguir allí. Bajaría hasta la carretera y continuaría sin rumbo fijo, porque ningún propósito animaba sus pasos. Viviría de lo que encontrase. Estaba seguro de que ya se arreglaría y tenía pensado dirigirse hacia el sur, porque dentro de unos meses el frío llegaría a aquellas regiones y con el frío, la nieve.

O quizás mejor al suroeste, pensó. En dirección a las regiones desérticas y las montañas, porque eran lugares que siempre había deseado visitar.

¿Por qué se había ido Mona Campbell? Tal vez porque temía que él pudiese denunciarla, animado por la esperanza de que le devolviesen sus derechos humanos. O tal vez porque sabía que no debiera haberle confiado su secreto, y después de habérselo confesado se sintiese vulnerable.

Había huido no para salvarse a sí misma sino para salvar al mundo. Se convirtió en un ser solitario porque no podía soportar la idea de decir a la humanidad que había estado equivocada durante casi dos siglos. Y porque la esperanza que le habían dado las matemáticas hamalianas eran demasiado endebles y frágiles para alzarse contra la sólida estructura social que el hombre se había forjado.

Los Santos tenían razón, se dijo... como la había tenido la humanidad durante siglos, al sustentar la fe en otra vida. Pero sabía que los Santos rechazarían la evidencia de la continuidad infinita de la vida, al no encerrar ésta una gloria eterna, ni el eco de los angélicos clarines.

Lo único que prometía era perduración eterna de la vida. No decía qué forma adoptaría esta vida o siquiera si esta vida tendría una forma. Pero era una evidencia, pensó, y esto valía más que la simple fe, pues ésta nunca fue más, ni siquiera en el mejor de los casos, que una esperanza implícita en la evidencia.

Frost bajó del pórtico y empezó a cruzar el patio, en dirección a la desvencijada puerta del huerto. Podía ir a donde le pluguiese y más valía no demorarse. No tenía que hacer el equipaje ni planes que trazar, pues no poseía más que la ropa que llevaba puesta, que había pertenecido a un hombre llamado Amos Hicklin, y, a no animarle propósito definido, no tenía sentido trazar planes.

Había llegado ya a la puerta y tiraba de ella para abrirla cuando un coche salió de pronto de los bosques contiguos a la casa y se acercó por el camino.

El se quedó estupefacto, con una mano en la puerta, y lo primero que pensó fue que Mona Campbell regresaba, por haber olvidado algo o haber cambiado de idea.

Vio entonces que en el coche había dos personas y que ambas eran hombres. Sin darle tiempo a reponerse de su sorpresa, el coche se detuvo frente a la puerta.

Se abrió una portezuela y se apeó uno de los ocupantes del vehículo.

—Dan-dijo Marcus Appleton—, cuánto me alegro de encontrarte aquí. Y especialmente porque ha sido tan inesperado.

Hablaba en tono afable y cortés, como si fuesen buenos amigos.

—Creo que yo podría decir otro tanto-repuso Frost—. Hubo un tiempo en que esperaba encontrarme contigo a cada momento, pero hoy no, te lo aseguro.

—Eso no importa-dijo Appleton—. Todos los momentos son buenos. No esperaba cazar dos pájaros de un tiro.

—¿Dos pájaros? —dijo Frost, frunciendo el ceño—. No sé a qué te refieres, Marcus. Aquí únicamente estoy yo.

El que conducía había salido por el otro lado del coche y se acercó también. Era un tipo corpulento y bizco, y llevaba un pistolón al cinto.

—Clarence dijo Appleton a su guardaespaldas—, ve a la casa y tráeme a la Campbell.

Frost terminó de cruzar la puerta y se hizo a un lado para dejar paso al llamado Clarence. Vio como éste atravesaba el patio, subía la escalera y entraba en la casa. Se volvió entonces hacia Appleton.

—¿A quién esperas encontrar, Marcus?-le preguntó.

Appleton le dirigió una sonrisa.

—Vamos, no te hagas el tonto-repuso—. Lo sabes perfectamente. A Mona Campbell. Sin duda te acuerdas.

—Sí. La que investigaba el viaje por el tiempo, y desapareció.

Appleton hizo un gesto de asentimiento.

—Los técnicos de la estación de este sector vieron hace varias semanas que aquí vivía alguien, cuando sobrevolaron la casa en una misión de rescate. Luego, hará cosa de una semana, la misma mujer que habían visto aquí les llevó un hombre picado por una serpiente. Ella dijo que lo había encontrado en la carretera. Era oscuro y no pudieron verla bien, pero fue suficiente para que sacáramos nuestras propias conclusiones.

—Pues os habéis tirado una plancha-le dijo Frost—. Aquí no ha vivido nadie, únicamente yo.

—Dan-dijo Appleton—, pesa contra ti una acusación de asesinato. Si puedes facilitarme alguna información de utilidad, olvidaré que te he visto. Podrás irte adonde te dé la gana.

—¿Podré irme, dices? —repuso Frost, sarcástico—. No creo que llegue muy lejos. No tardarías en pegarme un tiro por la espalda.

Appleton movió negativamente la cabeza.

—Un trato es un trato-dijo—. Tú nos interesas, desde luego, pero la persona que venimos buscando, la que de veras deseamos encontrar, es Mona Campbell.

—Nada puedo decirte, Marcus —repuso Frost—. Si tuviera algo que decirte, me sentiría tentado de aceptar tu ofrecimiento... apostando conmigo mismo a ver si lo mantendrías. Pero Mona Campbell no ha estado aquí. Jamás he visto a esa mujer.

Clarence salió de la casa y se encaminó pesadamente hacia la puerta.

—No hay nadie ahí, Marcus —dijo—. No he visto rastro de alma viviente.

—En la casa, no-repuso Clarence.

—¿No te parece —le preguntó Appleton— que este caballero sabe algo?

Clarence volvió su cabezota hacia Frost y le miró bizqueando.

—Es posible-dijo—. Es posible que sepa algo.

—Por desgracia —observó Appleton— no se siente muy inclinado a hablar.

Clarence alzó una de sus manazas con tal rapidez, que Frost no pudo esquivar el golpe. Este le alcanzó de pleno en la cara y lo hizo caer hacia atrás. Chocó contra la cerca y se derrumbó al pie de la misma. Inclinándose, Clarence le agarró por la camisa, lo alzó como una pluma y le asestó un nuevo puñetazo.

En el cerebro de Frost estallaron brillantes luces de colores y se encontró caminando a gatas y meneando la cabeza para librarse de aquellas luces multicolores. Su nariz sangraba y tenía un gusto salado en la boca.

La manaza volvió a agarrarlo y le obligó a ponerse en pie. Aunque todo daba vueltas a su alrededor, trató de mantener el equilibrio.

—Espera-dijo Appleton a Clarence—. No le pegues más, de momento. Quizás ahora hablará.

Preguntó a Frost:

—¿Aún no tienes bastante?

—Vete al infierno-contestó Frost.

El puño volvió a golpearle, él cayó de nuevo y mientras se esforzaba por levantarse se preguntó vagamente por qué había dicho aquello. ¡Qué estupidez! Lo dijo sin pensarlo, sin proponérselo, y aquí estaba el resultado.

Se arrastró un trecho por el suelo hasta sentarse, y se quedó mirando a los dos hombres. Appleton había perdido su expresión complacida. Clarence le vigilaba con los puños cerrados.

Frost se llevó una mano a la cara. La retiró manchada de polvo y de sangre.

—Es muy sencillo, Dan-le dijo Appleton—. Lo único que tienes que hacer es decirnos dónde está Mona Campbell. Después podrás irte. Diremos que no te hemos visto.

Frost movió negativamente la cabeza.

—Si te niegas a hablar-prosiguió Appleton—, Clarence te matará de una paliza. Le gustan estos trabajillos y el muchacho lo hará durar. Y ahora se me ocurre que los técnicos de la estación de rescate tal vez no consigan llegar a tiempo. Son cosas que pasan a veces. Si llegan con retraso, la cosa ya no tendrá remedio, y será una verdadera lástima.

Clarence dio un paso hacia él.

—Hablo en serio, Dan-dijo Appleton—. No creas que bromeo.

Con un esfuerzo, Frost se arrodilló y después se puso en cuclillas. Clarence dio otro paso hacia él y se dispuso a atacarlo cuando Frost se lanzó de cabeza contra las dos enormes piernas que tenía delante, chocó de hombros contra ellas y después cayó tendido cuan largo era. Rodó ciegamente hacia un lado y trató de levantarse.

Clarence estaba tendido en el suelo. Tenía la cara bañada en sangre que brotaba de una herida hecha en la cabeza al caer. Se había golpeado la cabeza contra un poste de la cerca.

Vio entonces que Appleton se abalanzaba contra él, bajando la cabeza. Frost trató de apartarse a un lado, pero recibió un cabezazo y cayó con Appleton encima. Una mano de éste le agarró la garganta en un apretón brutal y sobre él vio una cara convulsa de ojos entornados y labios contraídos en una mueca feroz.

Le pareció que un trueno llegaba a sus oídos desde muy lejos. Pero tenía tal zumbido en el cráneo, que no podía asegurarlo. La mano clavada en su garganta le parecía de hierro. Asestó un puñetazo al rostro de su adversario, pero sus fuerzas eran escasas. Volvió a golpear una y otra vez, pero la férrea mano continuaba estrangulándole.

Un extraño viento alzó polvo y piedrecillas por los aires, y, en medio de la nube de polvo, vio contraerse el rostro de Appleton. Luego la mano que le aferraba el cuello soltó su presa, y el rostro desapareció de su campo de visión.

Tambaleándose, Frost se puso en pie.

Más allá del coche había aterrizado un helicóptero, cuyos rotores aún giraban lentamente. Dos hombres armados con rifles saltaron de la cabina. Cuando cayeron a tierra se enderezaron inmediatamente, sin soltar las armas. Frost vio a Marcus Appleton de pie a un lado, con los brazos colgantes. Clarence seguía tendido en el suelo.

Los rotores se pararon y reinó el silencio. En el fuselaje del helicóptero. Frost pudo leer: SERVICIO DE RESCATE

Uno de los hombres encañonó con el rifle a Marcus Appleton.

—Mr. Appleton-le dijo—, si tiene usted un arma, tírela al suelo. Queda usted detenido.

—Yo nunca llevo armas-contestó Appleton

Estaba soñando, se dijo Frost. Por fuerza aquello tenía que ser un sueño. Era demasiado fantástico y absurdo para que no lo fuese.

—¿En nombre de quién se me detiene? —preguntó Appleton.

Había un tono burlón en su voz, pues por lo visto no lo creía. Era evidente que no creía tampoco lo que estaba sucediendo Nadie, absolutamente nadie, tenía autoridad para detener a Marcus Appleton.

Pero otra voz dijo:

—Te detienen en nombre mío, Marcus.

Frost giró sobre sus talones y vio a B. J. en la escalerilla de la cabina del helicóptero.

—B. J.-le interpeló Appleton—, ¿no crees que estás muy lejos de tu casa?

B. J. no le contestó. Volviéndose hacia Frost, le preguntó:

—¿Cómo estás, Dan?

Frost se llevó una mano a la cara para enjugarse la sangre.

—Muy bien, gracias-repuso Frost—. Me alegro de verte, B. J.

El segundo hombre armado se acercó a Clarence, le obligó a ponerse en pie y se apoderó de su pistola. Clarence estaba aturdido, llevándose una mano a la herida de la cabeza.

B. J. había descendido al suelo y se alejaba del helicóptero. A continuación bajó Ann Harrison por la escalerilla. Frost se dirigió hacia el aparato. Se sentía mareado, las piernas le fallaban y le sorprendía que pudiese andar. Pero andaba, no tenía nada roto y no entendía una palabra de lo que sucedía.

—Ann-preguntó a la joven—, Ann, ¿quieres decirme qué pasa?

Ella se detuvo frente a él.

—¿Pero qué te han hecho?-le dijo.

—Nada que valga la pena-repuso él—, aunque no sé cómo hubiera terminado. Pero, dime, ¿qué es todo esto?

—El papel que tú tenías. Te acuerdas, ¿verdad?

—Ya lo creo. El que te di aquella noche. O que supuse que te daba. ¿Estaba de verdad en aquel sobre?

Ella hizo un gesto afirmativo.

—Parecía una tontería. Decía únicamente: "Poner a 2468934, ¿no es curioso que recuerde la cifra?, poner a 2468934 en la lista". ¿Te acuerdas, ahora? Tú dijiste que lo habías leído, pero no lo recordabas.

—Recordaba únicamente esto... que había que poner algo en una lista. ¿Y qué significa?

—La cifra-terció B. J., colocándose a su lado-sirve para designar a una persona congelada en las cámaras. La lista era una lista secreta de personas que nunca serían reanimadas. Toda constancia de ellas sería borrada de los archivos. Desaparecerían de la especie humana.

—¡Nunca serían reanimadas! ¿Pero, por qué?

—Porque poseían cuantiosas fortunas-repuso B. J.—, que podrían escamotear. Esos capitales se harían desaparecer y los libros de registro se alterarían de manera que nadie pudiera reclamarlos si sus legítimos propietarios no resucitaban ni se presentaban a pedir lo que era suyo.

—¡Lane! —exclamó Frost.

—Efectivamente, Lane, el jefe de la Sección de Finanzas. El podía amañar estas cuentas. Marcus escogía las víctimas... procurando que fuesen personas sin parientes ni amigos, ni ninguna clase de allegados. Es decir personas que nadie echaría de menos cuando resucitasen.

—Tienes que saber, B. J. dijo Appleton en tono normal, y sin el menor rastro de rencor en su voz—, que te demandaré por esto. Te dejaré sin un céntimo. Embargaré todos tus bienes. Me has calumniado en presencia de testigos.

—Permite que lo dude-le contestó B. J.—. Lane ya ha confesado.

—Lleváoslos-les ordenó.

Los dos hombres obligaron a Lawrence y a Appleton a dirigirse al helicóptero.

B.J. preguntó entonces a Frost:

—¿Vendrás con nosotros?

Frost titubeó.

—Pues, la verdad, no sé...

—Las marcas pueden ser borradas —dijo B.J.—. Se publicará una declaración oficial rehabilitándote plenamente y agradeciéndote el gran servicio prestado. Tu empleo te espera. Tenemos pruebas de que tanto el juicio como la sentencia fueron completamente irregulares y amañados por Appleton. Y estoy seguro de que el Centro de Hibernación encontrará una manera de demostrarte, y de manera sustancial, su gratitud por haber interceptado ese documento...

—Pero si yo no lo intercepté.

—Vamos, vamos-le dijo B.J. con tono reprobador—, no trates de discutir conmigo. Miss Harrison nos ha informado plenamente. Ella fue quien nos lo trajo, demostrándonos de qué se trataba. El Centro tiene con ustedes dos una deuda contraída que nunca podrá pagarles.

Dio media vuelta con brusquedad, pronunciadas estas palabras, y se encaminó al helicóptero.

—En realidad no fui yo-dijo Ann—, aunque comprenderás que no puedo decirle quién fue. Fue George Sutton. El fue quien lo sospechó todo y quien logró reunir las pruebas.

—Un momento-dijo Frost—. ¿George Sutton? No recuerdo quién es...

—Pues lo conoces-dijo ella—. Recuerda al hombre que aquella noche fatídica te llevó a la guarida de los Santos, y al anciano caballero que te preguntó Si creías en Dios.

—¡Dan!

B.J. se había vuelto hacia ellos al llegar al pie de la escalerilla del helicóptero.

—Dime, B.J.

—Marcus vino aquí persiguiendo a Mona Campbell. Aseguró tener pruebas de que estaba escondida aquí, en este viejo caserón.

—A mí también me lo dijo-repuso Frost, imperturbable—. Se empeñó en que yo conocía su paradero.

—¿Y efectivamente lo conoces?

Frost movió negativamente la cabeza.

—No tengo ni idea —dijo.

—Bien-dijo B.J.—, otra pista falsa. Algún día la encontraremos.

Y trepó trabajosamente por la escalerilla.

—Imagínate-dijo Ann—, volverás. Y yo podré prepararte otra cena.

—Y yo-añadió Frost—, saldré a comprar rosas y unas velas.

Estas palabras le evocaron nuevamente el calor, el bienestar y la intimidad que aquella mujer era capaz de infundir a la habitación más destartalada... y recordó también que el vacío y la amargura de su vida se disiparon en su presencia, haciéndole experimentar una compañía una amistad que nunca había conocido antes.

¿Era esto amor?, se preguntó. ¿Cómo podía saberlo? En aquella primera vida del hombre apenas tenía éste tiempo de amar... ni casi tenía tiempo para averiguar que era el amor. ¿Y tendría tiempo para ello en una segunda vida? Tiempo, a buen seguro que si, pues dispondría de toda una eternidad, pero... ¿cómo sabía que no transportaría a aquel tiempo infinito el mismo sentido de desesperación económica, el mismo materialismo sórdido que había sustentado en su primera vida? ¿Sería un hombre distinto o seguiría siendo el mismo...? ¿Y si su primera vida le hubiese marcado de manera indeleble para toda la eternidad?

Ella se volvió para mirarle y vio que tenía las mejillas húmedas de llanto.

—Será lo mismo-musitó.

—Sí, le prometió él—. Será lo mismo.

Aunque sabía muy bien que no podía ser lo mismo. El mundo nunca podría volver a ser el mismo. Mona Campbell había descubierto una verdad que acaso nunca revelaría, pero dentro de pocos años otros la descubrirían también y el mundo terminaría por conocerla. De nuevo atravesaría una agonía de conciencia. La antigua seguridad, que parecía tan sólida, y la cómoda complacencia se hundirían y al Centro de Hibernación le saldría un rival que también prometería la vida eterna... pero esta promesa sería de misterio y de fe. Nuevamente el mundo de los hombres se vería triturado entre las ruedas de molino de las diversas opiniones.

—Dan, por favor, dame un beso y después subamos a bordo. B. J. estará extrañado de nuestro retraso.