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Los mosquitos y las moscas le molestaban de una manera indecible y la dura tierra del camino carretero que seguía estaba tan recalentada por el sol, que le quemaba las desnudas plantas de los pies.

Cuando finalmente consiguió llevar el tronco flotante lo bastante cerca de la orilla como para hacer pie en el fondo, se vio obligado después a caminar cosa de un kilómetro a través del tupido bosque que cubría las márgenes del río, antes de llegar al camino. Mientras cruzaba la espesura sufrió el desagradable contacto de las ortigas, y, pese a sus intentos por evitarlas, no tuvo más remedio que atravesar zonas cubiertas de zarzales. Llegó al camino con el cuerpo irritado y lleno de rasguños, y convencido de que le esperaban muy malos momentos.

Durante algunos kilómetros caminó bajo el temor de que los Haraganes hubiesen decidido salir en su persecución, pero no vio ni rastro de ellos y poco a poco se convenció de que ya no se ocupaban de él. Se habían divertido a su costa y con esto tenían bastante. Se habían quedado con su coche, sus ropas y todas sus posesiones y después lo habían zambullido en el río, en medio de gran algazara, y asunto concluido. En realidad, no eran mala gente, pensó. Si hubiesen sido malos, no estaría él aquí, caminando ceñudo por un camino de tierra, dando manotadas para ahuyentar a moscas y mosquitos, y sintiendo un picor insoportable en todo el cuerpo.

Llegó a un arroyo cruzado por un viejo puente de piedra, medio en ruinas. Bajo su arco las aguas corrían perezosamente, sobre un lecho de limo aluvial negruzco, de muy poca profundidad.

Frost cruzó el puente y continuó por el camino cubierto de hierba, manoteando sin cesar para apartar de sí a los molestos insectos, que formaban enjambres a su alrededor. Pero parecía tarea inútil. De vez en cuando se daba una palmada en el cogote, y apartaba la mano manchada de sangre procedente te las docenas de mosquitos aplastados, tan absortos en su festín que no veían venir el manotazo.

A la caída de la tarde comprendió que la situación parecía empeorar. Con la llegada de la noche las moscas desaparecían, pero se alzarían verdaderas nubes de mosquitos de las ciénagas y los lodazales de las tierras bajas. Los pocos que entonces le atacaban no eran más que las avanzadillas de los que se lanzarían sobre él cuando la oscuridad hubiese caído.

Cuando llegase la mañana su cuerpo estaría cubierto de verdugones y él se sentiría medio atontado por el veneno que le habrían inyectado los insectos. Probablemente tendría los ojos tan hinchados, que ni siquiera los podría abrir. Se preguntó vagamente si los mosquitos podrían llegar a matar a un hombre.

Si pudiese encender una hoguera, el humo le protegería... y en una isla arenosa del río, la brisa ahuyentaría a los diminutos atacantes. También, si pudiese trepar por los contrafuertes y llegar a una cumbre venteada, conseguiría dejar atrás al grueso de los mosquitos cuando llegase la noche.

Lo de la hoguera estaba descartado. Y la idea de ascender hasta la cumbre de la escarpadura, o de abrirse paso a través de la espesura hasta la orilla del río, le producía horror, al pensar en las ortigas, y en las posibles serpientes de cascabel que podría encontrar, y, además, aunque consiguiese llegar al río, no sabía si podría alcanzar a nado un islote. Este podría encontrarse muy alejado y, por otra parte, él no era muy buen nadador.

Pero comprendió que debía hacer algo. La tarde ya estaba muy avanzada y el tiempo apremiaba.

Se detuvo en el camino para mirar hacia la ladera del monte, cubierta de árboles y maleza y rematada por grandes peñascos.

Tenía que haber otra solución, pensó. Poco a poco una idea se fue abriendo paso en su cerebro. Dio media vuelta y regresó al rústico puente, bajando por la orilla hasta el arroyuelo. Agachándose, recogió un puñado de fango. Era negro, pegajoso y maloliente. Pero ni corto ni perezoso, empezó a frotarse con él el pecho, tomó después una nueva cantidad y se lo extendió por brazos y hombros. Tomándolo a puñados, siguió embadurnándose cuerpo y espalda. Después con mayor cuidado, se lo aplicó al rostro. El fango no se desprendía y constituía una excelente capa protectora. El agudo zumbido de los mosquitos seguía sonando en sus oídos y los veía volar en enjambres ante sus ojos, pero no se posaban en el cieno que le recubría el cuerpo.

Continuó embadurnándose con el limo negruzco, procurando que ninguna zona de su cuerpo quedase descubierta. Le pareció que el frescor del cieno, e incluso alguna cualidad antiséptica que éste poseyese, le calmaban el picor y el dolor que le había causado las picaduras de los mosquitos y el contacto con las ortigas.

Pensó de pronto que, allí agazapado, en el lecho de aquel fangoso arroyo, convertido en un salvaje desnudo, estaba mucho peor que en las calles de la ciudad. Porque ahora no tenía nada, absolutamente nada. Allí, casi al final de un camino que había seguido sin saber por qué lo tomaba, se hallaba finalmente derrotado. Hasta entonces había conservado una débil y remota esperanza, pero ahora ya ni esto le quedaba. No se sentía capaz de afrontar aquella situación. No tenía medios ni conocimientos que le permitiesen hacerle frente.

Tal vez, llegada la mañana, volvería a la carretera para solicitar su ingreso en la partida de Haraganes... si es que éstos aún seguían allí y querían aceptarle. No era la clase de vida que él deseaba, pero al menos podrían darle unos pantalones y unos zapatos. A cambio de su trabajo, sin duda le darían de comer.

Pero lo más probable era que le echasen sin contemplaciones. Llevaba en su frente el signo infamante y la prohibición de tener tratos con él se extendía incluso a los Haraganes. Había sin embargo la remota posibilidad de que su condición les importase un bledo. Tal vez le dejarían ingresar en la tribu como una especie de bufón, para divertirse a su costa.

Se estremeció al pensar en ello, al pensar que se hallaba reducido a una condición tan mísera, que semejante pensamiento pudiese cruzar por su mente.

O tal vez hubiese llegado ya el momento de adoptar la última y desesperada decisión: buscar la estación monitora más próxima y solicitar la muerte. Y dentro de cincuenta años, de cien o de mil, empezar una segunda vida tan desnudo e inerme como entonces. Naturalmente, le borrarían las marcas del ostracismo cuando lo resucitasen, y volvería a ser un hombre normal, pero ahí terminaría todo. Sin duda le darían una ropa con que cubrir su desnudez y tendría que hacer cola en los comedores gratuitos, perdida toda dignidad y toda aspiración a una vida mejor. ¡Pero tendría la inmortalidad... ah, sí, tendría la inmortalidad!

Incorporándose, ascendió un trecho por el arroyo, hasta el lugar donde había visto unos zarzales con moras. Recogió y comió varios puñados de ellas, volvió después a la arcada del puente y se sentó. Recogió más limo del fondo del arroyo y lo aplicó a diversas partes de su cuerpo que habían quedado descubiertas.

Le resultaba evidente que ya nada podía hacer en aquellos momentos. La noche estaba cayendo y empezaban a surgir ejércitos de mosquitos. Tendría que pasar la noche allí, a la mañana siguiente desayunaría con moras y repararía los desperfectos sufridos por su capa protectora de fango y después seguiría su camino.

Cayeron las tinieblas y las luciérnagas empezaron a volar, trazando breves rayas de frío fuego verde sobre la ladera del monte y la espesura que cubría la orilla del río. Un chotacabras lanzó su grito solitario y otro le contestó. Entre la enmarañada espesura de las orillas del río gruñó un mapache. El cielo del este estaba teñido por una luz dorada y surgió la luna, casi llena. El zumbido de los mosquitos llenaba todos los recovecos de la noche; algunos le picaron en los párpados y las orejas, y él los ahuyentó. Su sueño fue intranquilo, pues se despertaba constantemente con sobresalto, sin acordarse a veces de dónde estaba y necesitando varios segundos para centrarse. Oía corretear entre la hierba a los pequeños merodeadores nocturnos. Un conejo salió de un salto al camino, se detuvo junto al puente y miró con solemnidad hacia abajo, con sus largas orejas inclinadas hacia adelante, tratando de averiguar qué sería la extraña figura acurrucada a orillas del arroyo. En la distancia se oyeron breves y excitados ladridos, y de las peñas que coronaban la escarpadura llegó a oídos de Frost el maullido de un felino, helándole la sangre en las venas.

Su sueño fue intranquilo y entrecortado. Y cuando se despertaba su mente, esforzándose por divorciarse de la realidad, evocaba tiempos pasados. Recordaba entonces al viejo que le dejaba comida junto a los cubos de basura la visita de Chapman en el sótano, el viejo canoso que le preguntó si creía en Dios y aquella breve velada que pasó con Ann Harrison a la luz de las velas y aspirando el perfume de las rosas.

¿Por qué, se preguntó, aquel viejo le había ofrecido comida... a él, un desconocido, un hombre con el que ni siquiera había hablado? ¿Tenía algún sentido la vida de la humanidad actual? ¿Qué finalidad podía tener una vida tan desprovista de sentido?

A veces, en el curso de aquella larga noche, comprendió lo que tenía que hacer, supo de una manera confusa que debía asumir una responsabilidad que hasta entonces había ignorado. Este conocimiento no le llegó de pronto; se fue formando en su mente de una manera paulatina, como si fuese una lección aprendida fragmentariamente y a costa de grandes esfuerzos.

No debía regresar al campamento de los Haraganes. No debía solicitar la muerte. Mientras tuviese un hálito de vida, debía mantenerse fiel a un propósito que se le escapaba. Se había puesto en camino para alcanzar la casa de campo de su niñez, sin saber por qué, y debía continuar hasta llegar a su punto de destino. Tuvo la sensación de que no era él solo quien estaba empeñado en aquel viaje al parecer insensato, sino también Ann, Chapman, el extraño individuo que le hizo todas aquellas preguntas y el viejo asesinado en el callejón... o al menos su recuerdo. Trató de hallar algún sentido en todo ello y le pareció que no tenía pies ni cabeza, pero sabía que su sentido estaba más allá de su comprensión. De una manera que no podía discernir, se había comprometido a seguir determinado curso de acción y debía seguirlo sin formularse preguntas.

¿Sería posible, se preguntó, que aquel extravagante impulso que le llevaba a realizar el viaje fuese el resultado de una especie de precognición, que operaba al margen de los procesos mentales normales? Tal vez fuese una facultad suplementaria o extraordinaria de la mente, que sólo funcionaba bajo una gran tensión y en momentos de grave peligro.

Por último llegó la mañana y efectuó un recorrido por el arroyuelo para recoger más moras. Después se untó concienzudamente de fango antes de reanudar su camino.

Tenía que recorrer aún unos veinticinco kilómetros y llegaría a la boca de una vaguada que descendía de las colinas y siguiendo por ella, alcanzaría finalmente la casa de campo. Se esforzó por recordar la configuración que tenía la entrada de la vaguada, pero lo único que pudo recordar fue que a poca distancia del camino brotaba una fuente de la montaña y que un reguero de agua helada, pues aún no había sido calentada por el sol, discurría por un badén para desembocar en un pequeño estanque de aguas recubiertas de espadañas y limo, situado a cierta distancia de la carretera. Tendría que orientarse gracias a la fuente y al estanque, pues apenas recordaba nada más.

El efecto urticante de las ortigas ya no le molestaba. Las moscas y los mosquitos, apenas le picaban ya.

Siguió caminando durante todo el día. Sentía un hambre feroz y una vez se detuvo al ver algunas setas al borde del camino, recordando que en los lejanos días en que pasaba allí el verano, solía ir a buscar setas con su abuelo. Estas le parecían iguales a las que recogía su abuelo, aunque no podía asegurarlo. El hambre y la prudencia libraron una batalla en su interior, finalmente ésta se impuso y continuó su camino, sin tocar las setas.

El día se fue haciendo caluroso y los cuervos graznaban a la orilla del río. Abrigada por las escarpadas colinas, la carretera no recibía ni un soplo de brisa. Frost caminaba en medio de una sofocante neblina, que no agitaba la menor ráfaga de viento. El barro que cubría su cuerpo se había secado y caía a pedazos, o era arrastrado por su copioso sudor. Pero había muy pocos mosquitos, ya que el sol abrasador les obligaba a refugiarse a la sombra.

El sol alcanzó el cenit y después empezó a descender hacia el oeste, hacia donde asomaban negros nubarrones de tormenta. El aire estaba completamente inmóvil. Nada se agitaba ni se oía el menor sonido. Se acerca una tempestad, pensó Frost, acordándose de su abuela y de lo que ésta le decía sobre las señales de mal tiempo.

Llevaba más de una hora buscando algún lugar conocido y deteniéndose de vez en cuando en lo alto de una prominencia para avizorar el terreno. Pero el camino seguía serpenteando entre tupidos muros de verdor, y cada kilómetro era igual al anterior.

Fue pasando el día y se fueron amontonando más nubarrones por el oeste. Cuando el sol se ocultó tras ellos, el aire refrescó un tanto.

Frost seguía caminando, un paso tras otro y luego otro... en una marcha que no parecía tener fin.

De pronto escuchó la canción que producía el agua corriente. Se detuvo y levantó la cabeza. Sí, allí estaba la vaguada, con el manantial y los característicos peñascos que surgían por la derecha, como una gran corona de piedra caliza, y con los cedros creciendo hasta la misma base de las peñas.

Como si aquel lugar hubiese surgido intacto del ayer, poseía una familiaridad inesperada. Pero a ella se mezclaba también un carácter extraño y remoto.

Vio algo que colgaba de un árbol al lado de la fuente. De la carretera subía un senderuelo hacia ella. En el aire flotaba un olor acre que no pudo identificar.

Frost notó que sus músculos se tensaban, mientras permanecía parado en mitad del camino, y una sensación de peligro inminente le erizó los cabellos.

El sol ya estaba totalmente oculto tras las imponentes nubes cumuliformes y los mosquitos volvían a salir de los más recónditos rincones del bosque.

Frost vio que el objeto colgado del árbol era una mochila, y al mismo tiempo identificó el olor acre como el de cenizas frías y mojadas. Alguien había encendido una fogata a orillas del manantial y se había ido, dejando la mochila colgada en una rama del árbol. No sabía si los acampadores se habían ido definitivamente o si pensaban regresar. Pero allí había una mochila, que posiblemente contenía comida.

Abandonando la carretera, Frost ascendió cautelosamente por el sendero. Penetró en las hierbas que lo bordeaban y vio extenderse ante él la pequeña zona pisoteada del campamento.

En ella se hallaba tendido alguien. Un hombre yacía en el suelo, de costado, con una pierna doblada casi hasta el vientre y la otra extendida. Incluso desde donde estaba, Frost pudo ver que la pierna extendida era de un diámetro casi doble del que debía tener normalmente, distendiendo hasta tal punto la tela del pantalón, que ésta aparecía brillante. La pernera estaba enrollada encima del tobillo y éste aparecía hinchado y tumefacto, de un color entre rojizo y violáceo, desbordando la tela del pantalón y el zapato.

Está muerto, pensó Frost. ¿Cuánto tiempo llevará aquí? Y esto le pareció extraño, pues el helicóptero de una estación de rescate debería haber recogido el cadáver hacía mucho tiempo.

Frost dio unos pasos adelante y pisó unas ramitas caídas del árbol. Las ramitas, con sus hojas medio secas, crujieron al partirse con su peso.

El hombre tendido en el suelo se agitó débilmente, esforzándose por volverse de espaldas. Cuando volvió la cabeza para mirar en dirección al ruido, Frost vio que su cara era una máscara abotargada. Tenía los ojos tan hinchados, que no podía abrirlos. Movía los labios, pero de su boca no surgía ningún sonido. Tenía los labios agrietados y sanguinolentos. La sangre se había escurrido hasta su barba. Volvió a moverlos y esta vez logró emitir una especie de estertor.

La fogata apagada no era más que un montón de ceniza junto a la que había una pequeña cacerola volcada.

Frost se acercó en dos zancadas, la recogió del suelo, y corriendo fue a la fuente y la llenó de agua.

Luego se arrodilló junto al hombre y le incorporó con cuidado, haciendo que se apoyase en él. Acercó el agua a su boca y el hombre bebió, derramando parte del líquido y atragantándose.

Frost dejó la cacerola en el suelo y volvió a tenderlo suavemente de espaldas.

Un trueno prolongado pareció llenar el valle y los acantilados repitieron su eco. Frost levantó la mirada. El cielo se había cubierto de negros nubarrones. La tempestad que había amenazado toda la tarde estaba a punto de estallar.

Frost se levantó y descolgó la mochila del árbol, abriéndola Contenía unos pantalones, una camisa, algunos pares de calcetines, unas latas de conservas y una docena más de chucherías. Se dio cuenta entonces de que en el árbol estaba apoyada una caña de pescar.

Regresó junto al desconocido y éste levantó trabajosamente una mano. Le incorporó de nuevo y le dio más agua, volviendo a recostarle después.

—Ha sido una serpiente-musitó el hombre con voz ronca, apenas inteligible.

Resonó otro trueno. La oscuridad iba aumentando.

Una serpiente, había dicho el hombre. Quizás de cascabel. En aquellas regiones abandonadas por el hombre sin duda proliferaban las serpientes venenosas.

—No puede usted seguir aquí —dijo al hombre—. Tendré que llevármelo. Aunque le duela, tendrá que aguantarse...

El hombre no respondió.

Frost le miró la cara.

Parecía estar dormido. Probablemente se hallaba en coma. Tal vez llevaba así muchas horas, quien sabe si algunos días.

No tenía otra alternativa, se dijo Frost, que la de llevar a hombros al desconocido hasta la casa de labor que estaba en lo alto del acantilado, instalarlo en una cama, poniéndolo lo más cómodo posible, y después encender fuego y hacer que comiese algo caliente. La tempestad estaba a punto de estallar y no podía dejarlo allí, expuesto al furor de los elementos.

Para subir hasta la casa necesitaría los zapatos que llevaba el hombre y también podría ponerse los pantalones y la camisa que contenía la mochila. Y comida también: se metería algunas latas de conservas en los bolsillos. Y cerillas... confiaba que el hombre tendría cerillas, o quizás un mechero. Tendría que llevarse asimismo la cacerola; podría atársela al cinturón. La necesitaría para calentar la comida.

Le quedaban aún tres kilómetros, aproximadamente. Tres kilómetros de subida, por un terreno terriblemente accidentado.

Pero tenia que hacerlo. Se hallaba en juego la vida de un hombre.

El desconocido murmuraba frases incoherentes.

—¿Quiere beber más? —le preguntó Frost

El hombre no pareció oírle. Acercando el oído a él, le pareció oírle murmurar:

—Jade... jade... mucho jade...