15

Amos Hicklin tiró otro pequeño pedazo de madera al fuego. Este no era más que una reducida fogata de leñador.

Había terminado de cenar y había lavado la sartén y la cafetera en la orilla del río, de aguas iluminadas por la luna. A falta de jabón, restregó los cacharros con un uñado de arena. Había llegado ya el momento, con la caída de la noche, de recostarse en el tronco de un árbol y fumar una pipa como ésta debía fumarse, lenta y tranquilamente, con espacio para pensar.

Desde una boscosa hondonada se alzó el canto vespertino de un chotacabras, un canto quejumbroso e interrogador que tenía algo de sobrenatural. En el río, un pez chapoteó pesadamente al saltar fuera del agua en el intento de atrapar un insecto que volaba muy cerca de la superficie.

Hicklin tendió la mano hacia su ordenado montón de leña, recogió otras dos ramitas y las colocó cuidadosamente en la fogata. Después volvió a recostarse en el tronco y sacó del bolsillo de su camisa su pipa y la bolsa del tabaco.

Qué bien se está aquí, pensó... es el mes de junio y hace buen tiempo, la luna brilla sobre el río, un viejo chotacabras canta en la hondonada y los mosquitos no molestan demasiado.

Y mañana, quizás...

Era un sitio completamente absurdo, pensó, para ocultar un tesoro: un islote en un río. Un sitio muy arriesgado para ocultar algo de valor, pues no había que ser muy listo para saber lo que podía pasarle a aquel islote.

Sin embargo, su mismo carácter absurdo lo hacía adecuado. La vida había dado muchos golpes a Amos, que se sentía casi atrapado, y tenia que esconder su tesoro de la manera y en el lugar que fuese. Aquel tenía además la ventaja de ser uno de los últimos lugares del mundo donde alguien sospecharía que se hubiese ocultado un tesoro. Porque las islas de aquel río apenas eran algo más que barras de arena, en las que con el transcurso del tiempo habían crecido cañas de raíces poco profundas. Podían subsistir durante años enteros o desaparecer en una noche, porque aquel río era muy traidor, con corrientes cambiantes y peligrosos rápidos.

Tal vez la empresa fuese una locura, y Amos lo sabía, pero lo que estaba en juego valía la pena y no perdería más que un año aproximadamente de su vida. Un año en un platillo de la balanza, y, en el otro, un millón de dólares.

Jade, pensó. ¡Qué cosa tan disparatada de robar!

La verdad era que cuando fue robado, era casi imposible desprenderse de él, pues se trataba de piezas de museo verdaderamente únicas, que serían reconocidas inmediatamente como robadas.

Aunque quizás Steven Furness jamás se hubiese propuesto venderlas. Tal vez se había enamorado de su belleza hasta tal punto, que quería seguir disfrutándola solamente él. Después de trabajar durante años en el museo, quizá su mente enfermiza no quería que aquellas piezas tan bellas fuesen expuestas por más tiempo a la mirada vulgar de las masas.

Casi logró salirse con la suya. Si no hubiese sido reconocido en aquella fonda rural situada en un cruce de carreteras por un muchacho campesino que había visto su fotografía en un periódico, aquel día de hacía casi doscientos años, hubiera conseguido su propósito. Y en cierto modo, lo consiguió, porque no fue capturado, sino que continuó en libertad hasta convertirse en un viejo vagabundo de níveos cabellos, que vivía a salto de mata haciendo trabajos ocasionales, todos ellos de carácter dudoso, en los tugurios de Nueva Orleáns.

La noche había caído y Hicklin continuó sentado, con las piernas estiradas, dando lentas chupadas a su pipa, mientras el bailoteante fuego del campamento cubría de luces y sombras su cara.

¡Qué desierto y salvaje es todo esto!, pensaba. Toda aquella tierra, que durante tantos años fue de cultivo, había vuelto a su bravío estado natural. A la sazón únicamente se utilizaba para construir viviendas en ella y la población que antes vivía de la tierra se hallaba ahora congregada en las grandes metrópolis, que les ofrecían trabajo, para amontonarse y hacinarse en diminutas habitaciones y apartamentos, malviviendo en aquella otra región salvaje poblada por animales humanos. Toda la costa oriental era un inmenso mar de seres humanos, que vivían como sardinas en lata; Chicago, la gran megalópolis del Midwest que se extendía en torno al lago Michigan, llegaba por el norte hasta la antigua Green Bay y daba una profunda vuelta en torno a la orilla misma del lago, y los otros centros de población eran como grandes islas congestionadas que cada vez se hacían mayores

Y aquí estaba él, pensó... un hombre al margen de aquel apiñamiento, uno de los pocos hombres que vivían solos. Pero se hallaba impulsado por las mismas motivaciones que aquellos millones de seres humanos, y le movía idéntica codicia. Pero con una diferencia: él era un jugador y ellos no eran más que un hatajo de borregos.

En efecto, pensó. Lo arriesgaba todo a una jugada. Pero la carta escrita en el lecho de muerte y el plano toscamente dibujado, pese a su carácter romántico tenían una extraña y segura aureola de autenticidad. Y su búsqueda en las hemerotecas le permitió reunir los detalles sobre los últimos días de Steven Furness. No había duda de que había sido él el mismo hombre que en 1972 robó del museo en que trabajaba una colección de objetos de jade que valían una fortuna.

Y en algún lugar de alguno de los islotes de aquel sector del río, aquella fortuna permanecía enterrada. Un viejo maletín de acero que contenía unos maravillosos objetos labrados en jade envueltos en papeles de periódicos.

"...Como no deseo que se pierdan para siempre, anoto aquí los datos y espero que puedan localizarlos gracias a la descripción adjunta."

Era una carta escrita y dirigida a aquel mismo museo del que había robado la colección de jade, pero que nunca echó al correo... quizá porque nunca tuvo ocasión de hacerlo, o porque no hubo nadie que lo hiciera en su lugar o tal vez porque ni siquiera tenia sellos para franquearla y la muerte ya se le acercaba. En vez de echarla al correo, la guardó junto con sus míseras pertenencias en una baqueteada maleta... idéntica tal vez a la que contenía las piezas de jade.

¿Y dónde estuvo oculta u olvidada la maleta después de la muerte de viejo vagabundo? ¿Por qué tortuosos caminos llegó finalmente a la subasta, para ser ofrecida una lluviosa tarde con otros cachivaches? ¿Por qué nadie se tomó jamás la molestia de abrirla para ver qué contenía? ¿O tal vez alguien la abrió, y creyó que no era más que lo que parecía ser... un montón de objetos inservibles que no valían nada?

Aquella lluviosa tarde él no tenía nada que hacer, como no fuese guarecerse de la lluvia. Un impulso absurdo, propio de un niño, le llevó a meterse en la subasta e intervenir en ella, primero por veinticinco centavos, sólo porque sí, y sin el propósito de seguir pujando. Mientras fumaba su pipa al amor de la lumbre, Hicklin recordó que por un momento había pensado en hacerse el distraído y marcharse sin recoger la maleta, para librarse así de ella. Pero contra toda lógica, la recogió y se la llevó a su habitación y aquella misma noche, a falta de otra cosa mejor que hacer, se dedicó a examinar su contenido, encontró la carta y ésta le intrigó... aunque de momento no la creyó, le intrigó lo suficiente como para intentar descubrir quién había sido aquel tal Steven Furness.

Y el resultado de ello era que aquí estaba, en este río, con la fogata ardiendo a sus pies y escuchando el lamento del chotacabras que le llegaba desde la hondonada... era el único hombre del mundo que sabía (o que conocía aproximadamente) dónde se hallaba enterrada la colección robada de objetos de jade. Y después de tantos años, era quizás uno de los pocos que aún recordaban aquel robo.

Pero a pesar de los años transcurridos, se dijo, no sería seguro tratar de vender la colección. El museo aún existía y es probable que conservase constancia del robo. Pero dentro de quinientos años, dentro de un millar de años, ya podía venderse impunemente. El robo habría caído ya en el olvido más completo o estaría tan perdido en los antiguos archivos, que sería imposible dar con él.

Sería una magnífica inversión para su segunda vida...si podía encontrarlo, claro. Ni los diamantes ni los rubíes, pensó, valdrían la pena. Pero el jade era distinto. Mantendría su valor, como ocurriría con cualquier obra de arte. Los convertidores de materia podían dar diamantes a carretadas, y también jade, si se lo proponían, pero no podían dar objetos de jade tallado ni pinturas. Las obras de arte seguirían conservando su valor, que incluso se incrementaría. Porque si bien los convertidores podían ofrecer toda clase de materias primas, no podían duplicar ni una sola pieza de arte o de artesanía.

Había que emplear algún discernimiento, se dijo, para escoger lo que debía esconderse en espera de que llegase el Día de la Resurrección.

El tabaco se había consumido totalmente y la pipa sólo hacía un extraño borboteo cuando la chupaba. Se la quitó de la boca y golpeó la cazoleta contra el tacón de su bota, para hacer caer la ceniza.

A la mañana siguiente encontraría pescado en los anzuelos que había colocado y aún tenía harina y otros artículos para prepararse un plato de gachas. Se levantó y se acercó a la canoa en busca de su manta.

Después de un buen sueño y un abundante desayuno, volvería a ponerse en marcha en busca de la isla con la punta terminada en forma de anzuelo y los dos pinos en la punta de arena. Sabía que la forma de la punta podía haber cambiado o haber sido borrada por entero. Su única esperanza eran los dos pinos, si aún se alzaban allí.

Se acercó a la orilla del agua y levantó la mirada hacia el cielo. Las estrellas brillaban sin que ninguna nube empañase su luz y la luna, casi llena, se cernía sobre los acantilados del este. Olfateó la brisa y la encontró limpia y fresca, algo fresquita. Mañana será otro día maravilloso, se dijo.