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Nestor Belton cerró el libro y lo apartó de sí, empujándolo por encima de la mesa. Después agachó la cabeza y se frotó los cansados ojos con los puños.

Aunque los exámenes son mañana, pensó, tendría que dormir un poco. Pero era tanto lo que tenía que repasar, que apenas podía hacer más que hojear las páginas de los libros de texto.

Aquellos exámenes eran muy importantes. Los que obtuviesen las calificaciones más altas tendrían prácticamente abiertas las puertas de la Escuela de Consejeros. El había querido ser un consejero desde que tenía uso de razón. Y este cargo aún tenía ahora mayor importancia que antes, porque circulaban insistentes rumores de que dentro de pocos años la inmortalidad sería un hecho, pues un investigador del Centro de Hibernación había conseguido resolver finalmente el problema y lo único que ahora quedaba era perfeccionar las técnicas necesarias.

Una vez la inmortalidad fuese posible, comenzarían las reanimaciones y entonces empezarían a utilizarse la corporación de los consejeros. Estos se habían mantenido en reserva durante años, en espera de que llegase el momento de necesitarlos. Muchos de ellos habían pasado su vida esperando, sin nada que hacer, para ser después almacenados en cámaras frigoríficas, en espera de su resurrección.

Los consejeros y los técnicos en reanimación, dos grupos de especialistas, compuestos por millares de hombres, que habían permanecido inactivos durante todos estos años, preparados para cuando llegase el día en que las legiones de difuntos pudiesen ser devueltos a la vida. Unos grupos cuya preparación había corrido a cargo del Centro de Hibernación y que habían permanecido al margen de la sociedad, cobrando por no hacer nada, pues nada había que hacer de momento.

Pero tenían que estar siempre dispuestos. Unos con las incontables hectáreas ocupadas por bloque tras bloque de viviendas vacías, construidas para utilizarlas el día en que hiciesen falta. Los otros con los inmensos almacenes abarrotados de víveres procedentes de los convertidores, que también esperaban el Día de la Resurrección.

La verdad era, se dijo Nestor Belton, que el Centro de Hibernación había pensado en todo, lo había planeado todo sólo como pudiera haberlo hecho una filantrópica institución como aquella, regida por hombres abnegados y desinteresados. Durante casi doscientos años el Centro había sido el custodio de los muertos, el depósito de las esperanzas de la humanidad, el arquitecto de la vida venidera.

Se levantó de su mesa y se acercó a la única ventana de su cubículo de estudiante. En el exterior una pálida luna, medio tapada por nubes errantes, convertía en un paisaje neblinoso al patio de los dormitorios. Y a lo lejos hacia el noroeste, se erguía la impresionante silueta del Centro de Hibernación.

Se alegraba, se dijo por milésima vez, por haber tenido la suerte de disfrutar de la vista del Centro desde su ventana. Porque para él constituía un estímulo, una promesa e incluso una bendición. Le bastaba con mirar por la ventana para saber para quién trabajaba, para tener un atisbo de la gloria que después de un millón de años (aunque algunos afirmaban que mucho antes) coronaria la larga y lenta ascensión del hombre desde el irracional fango primigenio.

Vida eterna, murmuró Nestor Belton, no morir nunca más, sino seguir viviendo sin cesar en un cuerpo siempre joven. Disponer de tiempo para desarrollar la propia mente y acumular conocimientos hasta la extrema capacidad del cerebro humano. Acumular sabiduría, pero no edad.

Tener tiempo para realizar todas las obras que el espíritu pudiese concebir: componer gran música, escribir libros admirables, pintar finalmente aquellos lienzos que los artistas siempre habían ansiado pintar sin conseguirlo, viajar a las estrellas, explorar la Galaxia, descubrir los últimos secretos del átomo y el Cosmos, ver cómo altivas montañas se desgastaban y surgían otras, cómo los ríos se secaban y otros se formaban y cuando, diez mil millones de años más tarde, el sistema solar pereciese envuelto en llamas, encontrarse ya en otros sistemas perdidos en las profundidades del espacio.

Nestor Belton se apretó fuertemente su escuálido pecho con sus flacos brazos.

¡Qué tiempo para vivirlo!, pensó para sus adentros.

Y pensó también horrorizado en aquellos otros tiempos en que los hombres morían y seguían muertos, cuando no había promesa de otra vida fuera de la frágil e incierta promesa ofrecida por una fe medieval, que pretendía hacer de la religión el saber supremo.

Y todas aquellas otras pobres gentes, que murieron sin tener la certeza de que la muerte era sólo temporal... para quienes la muerte, que temían, fue el fin de todo y la nada, y que la temieron a pesar de sus protestas de fe, que la rehuían y no querían oír hablar de ella, ocultándola en el rincón más oscuro de su mente, porque su pensamiento les era insoportable...

Un vientecillo susurraba en los aleros del edificio, produciendo un rumor solitario. Las sombras que llenaban el patio parecían diluidas y desprovistas de sustancia. La lejana blancura del Centro de Hibernación lucía tenuemente sobre el fondo negro del cielo nocturno. Era como si preludiase el alba, pensó Nestor. Esto mismo debían de haber pensado muchas veces, se dijo, los hombres del Centro de Hibernación, que eran los artífices de aquel futuro amanecer. Pero cuando el objetivo final parecía al alcance de su mano, habían surgido obstáculos y decepciones. Sin embargo, ahora, a juzgar por lo que se decía, por los rumores que circulaban por todas partes, el alba (no un falso amanecer esta vez) se vislumbraba finalmente y dentro de unos cuantos arios más, el hombre habría alcanzado aquella perfección final de propósito y expresión que ya era consustancial con la primera y diminuta forma de vida nacida en los mares primigenios.

Y él, Nestor Belton, seria uno de los que formarían aquel futuro. El y los demás consejeros, cuando los muertos fuesen reanimados cumplirían las necesarias funciones de rehabilitación, para que los resucitados pudiesen integrarse plenamente en la cultura de la época.

Mas para cumplir este cometido, había que hacer acopio de ingentes conocimientos, era preciso poder competir con los historiadores más expertos, y poseer sobre todo un profundo conocimiento de aquellos dos últimos siglos. Seis largos años de estudio, y el supuesto seria suyo... si lograba una buena calificación en los exámenes del día siguiente.

Dirigió una última mirada a la lechosa blancura del Centro de Hibernación y volvió a concentrarse en sus libros.