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En algún momento de aquella noche el viento volvió a derribar la cruz.

Ogden Russell se incorporó para frotar sus ojos llenos de sueño.

Después se sentó en la arena y se quedó mirando a la cruz caída. Esto ya pasaba de la raya, pensó. Aunque ahora ya debía estar acostumbrado a ello. Había hecho lo imposible por mantener la cruz erguida. Había recogido troncos arrastrados por el río para apuntalarla. Había encontrado piedras en la orilla y, apelando a todas sus fuerzas, consiguió arrastrarlas por la arena hasta formar con ellas un círculo al pie de la cruz. Cavó hoyo tras hoyo para plantarla y empleó un grueso tronco para apisonar fuertemente la arena que rodeaba su base.

Pero todo fue inútil.

Todas las mañanas, al despertar, encontraba la cruz caída.

¿Y si acaso esto fuese, se preguntó, un signo persistente de que no encontraría el consuelo y la fe que buscaba, y que más valía que abandonase su búsqueda? ¿Y si fuese una prueba a que le sometía el Cielo, para saber cuál era su temple y si era digno de obtener lo que buscaba?

En este caso, ¿qué pecados había cometido? ¿Cuáles habían sido sus fallos?

Se había pasado muchas horas de rodillas, abrasado por el cálido reflejo del sol en las aguas del río y en la arena, hasta que su cuerpo se cubrió de horribles llagas. Había llorado, rezando e invocando al Señor hasta que las piernas se le agarrotaron por falta de circulación y su voz enronqueció. Había practicado interminables ejercicios espirituales y de su alma había brotado un ansia y un anhelo tan grandes, que hubieran fundido un corazón de piedra. Y se había alimentado exclusivamente de los mejillones de río y de pescado, a los que añadía algunas bayas y berros, hasta que su cuerpo quedó reducido a la piel y los huesos, y el hambre se le clavaba en el estómago como un cuchillo.

Pero nada sucedió.

No había recibido ningún signo.

Dios seguía sin escuchar sus plegarias.

Y esto no era todo. Había consumido la última leña que le quedaba, procedente de los dos viejos pinos que encontró al borde del cañaveral que crecía junto a la playa arenosa. Había desenterrado la última de las raíces que pudo encontrar la víspera, y entonces no le quedaba más leña que la representada por algún que otro tronco arrastrado por el río y las ramas muertas de los sauces, que por cierto eran muy mal combustible, pues se consumían rápidamente y quedaban convertidas en unas cenizas esponjosas.

Y como si aún no tuviese bastante con estas tribulaciones, a ellas se añadía el hombre de la canoa que, durante todo aquel verano, había merodeado por el río e incluso había querido trabar conversación con él, incapaz de entender que un anacoreta como Dios manda no debe hablar con nadie.

Efectivamente, había huido de sus semejantes. Había vuelto la espalda a la vida, para refugiarse en este lugar, donde ni las gentes ni el mundo le perseguirían. Pero el mundo aún seguía entrometiéndose en su vida, se dijo, bajo la forma de un hombre que recorría aquellas aguas en una canoa, tal vez para espiarlo, aunque no comprendía el interés que alguien pudiese tener en espiar a un pobre y humilde mendigo como él.

Russell se puso lentamente en pie y, con ambas manos, se limpió la espalda y las piernas de arena. Miró de nuevo a la cruz y comprendió que tenía que hacer algo mejor para mantenerla en pie. La única solución, se dijo, consistía en nadar hasta la orilla del río para buscar allí un tronco de mayores proporciones, con el que haría un nuevo soporte para la cruz, que hundiría más profundamente en la arena. Así, bien afianzada, soportaría mejor el peso de los brazos y no se caería con tanta facilidad.

Cruzó la barra de arena hasta la orilla del río y, formando cuenco con sus dos manos, se arrodilló para recoger un poco de agua fresca con que lavarse la cara. Después, siguió arrodillado, contemplando la superficie acuática, de color gris acerado y cubierta de una leve neblina, que con una fuerza tranquila discurría sobre el fondo agreste del bosque, cuyos primeros árboles casi hundían sus raíces en el agua de la otra orilla.

Sus acciones habían sido sabias y prudentes, se dijo. Había cumplido todas las antiguas reglas de la vida monástica. Había ido a vivir a un desierto, perdido en una región remota y salvaje, y se había aislado del mundo en aquel islote arenoso en medio del río, donde nada ni nadie podía distraerlo de su contemplación. Con sus propias manos había construido y levantado aquella tosca cruz. Tan frugal era su alimentación, que había estado a punto de morirse de hambre. Había invocado a Dios en la forma debida: llorando y rezando, mortificando tanto el espíritu como la carne.

Pero aún había algo que le remordía la conciencia. Una.sola cosa. Durante todas aquellas semanas, había intentado olvidarla, se había esforzado por no admitirlas, por manifestarla. Había tratado de mantenerla enterrada en su mente. Hizo todo cuando pudo por olvidarla, para apartarla de su espíritu y su conciencia.

Pero aquello reaparecía constantemente en la superficie de su mente y no lograba apartarlo de ella. Y allí, en la quietud de aquel día que empezaba, tenía que afrontarlo cara a cara.

¡El trasmisor que llevaba en su pecho!

¿Cómo podía buscar la eternidad espiritual si allí seguía aferrado a la promesa de una eternidad física? ¿Cómo podía jugar a cartas con Dios, guardándose un triunfo oculto en la manga?

¿No debía librarse del trasmisor, si quería que sus ruegos fuesen escuchados, convirtiéndose así en un hombre mortal?

Anonadado, se postró de bruces en la arena.

Notó los húmedos granos clavados en su mejilla y, cuando movió los labios, a sus comisuras se adhirieron granitos de arena.

—¡Oh, Dios mío-musitó en su temor e indecisión—, eso no, eso no, eso no...!