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Frost adoptó una decisión; para llevarla a efecto, tenía que robar un automóvil.

No le resultó fácil hacerlo. Tenía que encontrar un coche cuyo dueño hubiese olvidado por distracción las llaves en el contacto. Recordaba vagamente que se podía hacer un puente para arrancar el motor sin llaves de contacto, pero no sabía ni por dónde empezar. Además, le dominaba un miedo irracional a la electricidad, que le producía una gran repugnancia a tocar hilos conductores.

En la cuarta noche de su búsqueda, encontró un coche estacionado detrás de un supermercado con las llaves de contacto puestas. Reconoció los alrededores para asegurarse de que no había nadie que pudiese dar la alarma cuando se llevase el vehículo. Era muy probable, se dijo, que perteneciese a alguien que trabajaba hasta muy tarde en el supermercado. En la parte posterior de éste había unas ventanas iluminadas, pero estaban demasiado altas para que pudiese atisbar por ellas y ver quién se encontraba en el interior.

Se sentó ante el volante y puso el motor en marcha. Conteniendo el aliento, sacó despacio el coche del aparcamiento y bajó por la rampa hasta la calle. Cuando estuvo a una docena de manzanas de distancia, volvió a respirar.

Media hora después detuvo el coche y examinó las herramientas que contenía la maleta, tomando un pequeño destornillador. Cosa de un kilómetro más allá, en una zona residencial con las calles oscurecidas por hileras de grandes olmos, se detuvo junto a otro automóvil. Por medio del tacto, pues trabajaba sin luz, y haciendo el menor ruido posible, cambió sus placas de matrícula por las del coche aparcado, colocando a éste las del suyo.

Al alejarse, se dijo que tal vez era una pérdida de tiempo haber cambiado las placas, pero de todos modos dentro de unas horas alguien denunciaría el robo de su coche, y el cambio de placas quizás sirviese para embrollar un poco más las cosas y confundir su pista.

A aquella hora y en el extremo oeste de la ciudad apenas había tránsito. Durante las noches en que buscó un coche con las llaves puestas, se había ido desplazando lentamente hacia el oeste, hacia los límites de la ciudad, donde empezaban las regiones desiertas. En la primera noche de su huida del callejón, ya se dijo que tendría mayores probabilidades de ocultarse fuera de las grandes aglomeraciones humanas. La escasa población que había en las regiones salvajes se hallaba muy dispersa, y había grandes zonas, antiguamente tierras de cultivo, que ahora se hallaban cubiertas por la maleza. Y además, en el fondo de su espíritu abrigaba la insistente idea de que Appleton no le creería capaz de abandonar la ciudad.

No ignoraba que lejos de la ciudad se enfrentaría con graves problemas. En primer lugar, la comida. Pero sentía una vaga confianza, bastante infundada, que le decía que saldría adelante. Se aproximaba la estación de las frutas y las bayas, confiaba en capturar algún pez y quizás construir trampas para atrapar pequeños animales. Gracias a Ann, se hallaba bastante bien pertrechado. Llevaba constantemente en los bolsillos, por el temor a tener que abandonar de improviso su refugio del sótano, las chucherías que ella le había enviado: anzuelos y sedal, un encendedor con carga extra y piedras y mechas de recambio, un grueso cuchillo de bolsillo, unas tijeritas, un peine, un abrelatas (que de nada le serviría sin duda en aquellas salvajes regiones), y, por último, un pequeño botiquín. Estaba seguro de que con todo esto podría arreglárselas, aunque no sabía exactamente cómo.

Evitó pensar en otros problemas. Todo su afán consistía entonces en salir de la ciudad... y encontrar un sitio donde no tuviera que estar huyendo y ocultándose constantemente, siempre bajo el temor de que alguien le reconociese y le denunciase.

La idea de huir a las regiones salvajes se formó en su mente durante la primera noche de su huida. Solamente después decidió irse mucho más al oeste de lo que al principio había pensado... en realidad, se puso como objetivo la vieja casa de campo donde había pasado sus vacaciones de niño. De momento se resistía a aceptar la idea, pues la superficie de su mente protestaba y le decía que era una estupidez, pero algo más profundo le impelió a terminar haciendo caso omiso de la prudente voz de la razón.

Durante las horas diurnas, mientras permanecía agazapado en sus escondrijos, se esforzaba por analizar las razones de aquel impulso que le llevaba en busca de los parajes de su infancia. ¿Sería tal vez una necesidad de identificarse con algo concreto? ¿Sería la necesidad anhelante, aunque no reconocida, de pisar un terreno familiar, de decir que estaba en un lugar conocido, lleno de recuerdos personales...? ¿Sería un intento de volver a las raíces, por endebles que éstas fuesen?

Lo ignoraba. No podía saberlo. Únicamente se percataba de que algo más poderoso que su sentido común le impulsaba hacia la vieja y abandonada alquería.

Y, finalmente, se dirigía hacia ella.

El viaje hubiera sido más corto si hubiese utilizado una de las grandes autopistas que partían de la ciudad en todas direcciones. Pero las evitó cuidadosamente, pues era demasiado arriesgado tomarlas. No podía exponerse a cruzarse con el tránsito que circulase por ellas.

No tenía mapas ni idea precisa de hacia dónde se dirigía. Lo único que sabía era que tenía que ir hacia el oeste. La luna se hundía por el cielo del oeste cuando encontró el coche y la luna se convirtió en su guía.

Durante más de una hora cruzó a través de barrios residenciales, que alternaban con pequeños centros comerciales. Empezó a encontrar entonces con mayor frecuencia grandes espacios abiertos situados entre pequeñas zonas pobladas. Se metió por una carretera, no una calle sino una carretera, estrecha y llena de baches, y se puso a seguirla.

La carretera terminó por convertirse en un mal camino sin asfaltar, cubierto de una espesa capa de polvo. Las casas fueron escaseando, hasta faltar casi por completo. Contra el cielo se recortaban boscosas colinas.

Al llegar a lo alto de una larga loma pelada que el camino ascendía describiendo numerosas curvas y recodos detuvo finalmente el coche y salió de él, para mirar hacia atrás.

Extendiéndose hacia el este, el norte y el sur, hasta allá donde la vista alcanzaba, vio las luces de la ciudad que acababa de abandonar. Frente a él sólo había oscuridad, sin una sola chispa de luz.

Permaneció en lo alto de la loma, llenándose los pulmones de aire fresco que aspiraba profundamente... un aire que ya le traía el frío y la pureza de las tierras vírgenes, mezclados con el aroma del pino y la hierba... Finalmente lo había conseguido. La ciudad quedaba a sus espaldas.

Volvió a meterse en el coche y continuó. El camino no se hacía mejor y su velocidad era muy reducida, pero seguía siendo un camino y le llevaba en derechura al oeste.

Al amanecer lo abandonó, atravesando una cuneta poco profunda, metiéndose con el coche en un antiguo campo de labranza cubierto de hierbajos y maleza, para detenerse finalmente al amparo de un robledal.

Salió del coche y se desperezó, sintiendo la garra del hambre en sus entrañas. Pero esta mañana, se dijo, por primera vez en muchas semanas, no tendría que acurrucarse en un escondrijo.