8

Los sellos eran de la Confederación Helvética. Esto, en lenguaje cifrado, significaba el banco de costumbre en el parque de Manhattan. La hora, escrita con lápiz en la cartulina, era la 1,30.

Joe Gibbons ya estaba allí esperándole cuando Frost llegó a toda prisa por el sendero.

—Llegas con cierto retraso-observó Gibbons.

—Tenía que asegurarme de que no me seguían-repuso Frost.

—¿Quién querías que te siguiese? Eso nunca te había preocupado.

—Es que en la oficina ha pasado algo.

—¿Acaso Marcus está enfadado contigo? ¿Teme que socaves su autoridad?

—No digas ridiculeces-dijo Frost.

—Sí, es una ridiculez. Pero con un tipo como Marcus, uno nunca sabe a qué atenerse.

Frost se sentó en el banco al lado de Gibbons.

Una ardilla apareció tímidamente en el sendero. Sobre sus cabezas, un pájaro emitía una larga nota líquida. El cielo era de un azul bruñido y había una gran quietud en el pequeño parque, una especie de quietud perezosa.

—Se está muy bien-dijo Frost—. La gente tendría que salir con más frecuencia. Pasar medio día fuera de casa, sin nada en la cabeza.

Gibbons dijo:

—Tengo algo que decirte y no sé cómo empezar.

Tenía la expresión de quien tiene que realizar un cometido desagradable y tiene prisa por terminarlo.

—Lo que voy a decirte ya ha ocurrido antes-dijo— pero yo nunca te lo mencioné. Sabía que no lo aceptarías; que lo rechazarías...

—¿Que lo rechazaría?

—Dan-dijo Gibbons muy serio—. Tengo una proposición que hacerte.

Frost meneó la cabeza, sorprendido.

—No me digas.

Gibbons prosiguió:

—Pues esto tengo que decírtelo. Es algo que tienes que decidir por ti mismo. Se trata de algo tan gordo, que yo no puedo hacerlo por ti. Los otros intentos de soborno, pude rechazarlos por mí mismo, diciéndoles que tú no te vendes. Pero con esto no puedo. Ofrecen un cuarto de millón.

Frost no dijo nada, ni se movió. Le pareció de pronto que se había petrificado, y únicamente oía resonar en su cerebro las estridentes sirenas de alarma.

—No sé-consiguió articular finalmente, pero sólo pronunció estas palabras para acallar el tumulto que resonaba en su cráneo, para ordenar sus pensamientos y planear alguna clase de acción.

—Es legítimo-observó Gibbons—. Yo puedo ocuparme de ello. Es dinero contante y sonante. Nada de cheques. No constará en ninguna parte. Nada. Yo puedo ocuparme de todo, excepto del cobro. Eso tienes que hacerlo tú.

—Y así quedaré bien comprometido-dijo Frost.

—Efectivamente-dijo Gibbons—. Pero, vamos, hombre de Dios, es lo menos que se merecen por su cuarto de millón. Y ten en cuenta además que jamás querrían confiarme ese asunto. Y tú estarías loco si lo hicieses. En cuanto tuviese esa suma, saldría por pies. Lo siento, pero no podría evitarlo.

—¿Pero no cobrarías comisión?

Gibbons soltó una risita:

—Ni cinco. Todo sería para ti, hasta el último céntimo Lo único que yo cobro son diez mil si consigo convencerte

—Nunca conseguiríamos hacerlo-dijo Frost, con gesto hosco.

—Lo siento, Dan. Tenia que decírtelo. Volveré y les diré que no. Aunque los diez mil del ala me hacían mucha ilusión...

—Joe —dijo Frost, impulsivamente—, tú has trabajado mucho tiempo conmigo. Somos amigos

Se interrumpió. No sabía exactamente que; se proponía decir. De nada serviría. Porque si Marcus Appleton había conseguido utilizar a Joe Gibbons, entonces él nada podía hacer.

—Sí, claro, somos amigos-dijo Gibbons—. Yo esperaba que tú lo entendieses. Pero discrepo de ti en un punto: lo conseguiríamos. Para un tipo como yo, eso no sería problema. En tu caso, tal vez fuese un poco más

Frost asintió.

—Habría que invertir ese dinero, y después solicitar la muerte.

—¡No, no! —protestó Gibbons—. Nada de solicitar la muerte. Sospecharían algo si lo hicieses. Más bien habría que prepararla, para hacer que pareciese completamente natural. Dame otros diez mil de tu parte, y yo te lo arreglaré todo. Es la tarifa actual. Limpio y sencillo. Y la inversión, por supuesto, no podría efectuarse en acciones del Centro, sino en algo que pudieses guardar... tal vez una colección de cuadros.

—Tienes que darme tiempo-dijo Frost.

Necesitaba tiempo para pensarlo y para saber lo que tenía que hacer.

—Y si no solicitases la muerte dijo Gibbons—, podrías tratar de engañarlos. Has evitado muchos; podrías decir que esto no lo descubriste a tiempo. Es imposible estar en todo. Tú no eres perfecto.

—Este tiene que ser algo excepcional-comentó Frost—, para ofrecerme un cuarto de millón de dólares por hacer la vista gorda.

—No quiero engañarte, Dan-dijo Gibbons—. Este sería dinamita pura. Se vendería como agua. Planean siete millones de ejemplares para la primera edición.

—Parece que estás muy enterado.

—Les tiré de la lengua-repuso Gibbons—. No me gusta andar a ciegas. Y tuvieron que confiarse conmigo, porque yo era el único que podía llegar a ti.

—A lo que parece, estás metido en eso hasta el cuello.

—Así parece-asintió Gibbons—. Te voy a ser franco. Hace un momento te dije que podría volver a decirles que no. Pero eso de nada serviría. Si tú dices que no, yo no volveré a verles. Me iré de aquí y empezaré a viajar. Y cuanto más de prisa, mejor.

—Tendrás que salir pitando-remachó Frost.

—Eso es, tendré que salir pitando.

Ambos permanecieron un rato en silencio. La ardilla se sentó y se puso a mirarlos con sus ojillos que parecían dos cuentas, mientras sus patitas delanteras permanecían inmóviles.

—Cuéntame de qué se trata, Joe-dijo Frost, rompiendo el silencio.

—Es un libro-repuso Gibbons-que afirma que el Centro de Hibernación es un fraude, y que todo lo que éste asegura es falso: no es posible una segunda vida, ni jamás lo fue. Fue algo que se inventó hace doscientos años para poner fin a la guerra...

—¡Espera! —exclamó Frost—. No pueden...

—Sí pueden-repuso Gibbons—. Podrías evitar que apareciese, desde luego, si tuvieses los datos necesarios. Se podrían ejercer ciertas presiones y...

_ ¡Lo que yo quiero decir es que esto no puede ser cierto!

—¿Y qué importa que lo sea o no lo sea?-preguntó Gibbons—. Cierto o no cierto, la gente lo leería. Alcanzaría a la gente en lo más sensible. No es un vulgar libelo Su autor enfoca las cosas científicamente. El libro es fruto de una detallada investigación. Esgrime buenos argumentos. Es una obra documentada. Tal vez su tesis sea falsa, pero no lo parece. Cualquier editor daría su brazo derecho por publicar este libro.

—O un cuarto de millón.

—Exactamente. O un cuarto de millón.

—Ahora aún podemos evitarlo —dijo Frost—, pero cuando esté en las librerías, ya nada podremos hacer. Ni nos atreveríamos. No puedo dejar pasar un libro así. No me atrevo. No sobreviviría a mi fracaso.

—Podrías arreglar las cosas de tal manera-le recordó Gibbons-que no tuvieses necesidad de sobrevivir.

—Aún así —dijo Frost-podrían ejercer una acción retroactiva. Por ejemplo, dejar dicho que se olvidase de determinado individuo cuando llegase el momento de su resurrección.

—No harían eso —repuso Gibbons—. El rencor no dura tanto tiempo. Pero si temes que esto ocurra, yo podría ir y tratar de reivindicarte, diciendo que yo conocía la existencia del libro pero que te quitaron de en medio antes de que yo pudiese darte el soplo.

—También te lo cobrarías, desde luego.

—Dan-dijo Gibbons con tristeza—, hace un momento dijiste que éramos amigos. Ahora dices que me lo cobraría. Vamos, esa manera de hablar no es propia de un amigo. Lo haría por amistad.

—Otra cosa-dijo Frost—. ¿Quién es el editor?

—Eso no puedo decírtelo.

—¿Cómo quieres que...?

—Mira, Dan, piénsatelo. No me contestes con un no, ahora. Tómate veinticuatro horas para pensarlo. Y cuando hayas llegado a una decisión, nos encontraremos de nuevo para hablar de ello.

Frost movió negativamente la cabeza.

—No necesito veinticuatro horas. En realidad no necesito tiempo.

Gibbons le dirigió una mirada vidriosa y Frost vio que, por primera vez, el otro perdía su aplomo.

—Entonces, ya iré a verte yo. Tal vez cambies de opinión. ¡Es un cuarto de millón, hombre! Podrías resolver todos tus problemas.

—No puedo arriesgarme —dijo Frost—. Tal vez tú puedas, pero yo, no.

Y la verdad es que no podía, dijo para sus adentros.

El tumulto ensordecedor había dejado de resonar en su cerebro, siendo sustituido por una frialdad aún peor que el tumulto... la frialdad de la razón y el miedo.

—Díselo a Marcus —murmuró, para interrumpirse vacilante—. No, no se lo digas. Ya lo descubrirá por sí mismo Ya puedes prepararte, Joe; si alguna vez te atrapa...

—¿Pero de qué estás hablando, Dan? —gritó Gibbons—. ¿Qué pretendes insinuar?

—Nada-repuso Frost—. Absolutamente nada. Pero yo, en tu lugar, ya empezaría a darle a los pies.