31

Franklin Chapman estaba sentado en el banco frente a la librería, esperando como había esperado todos los miércoles y sábados al anochecer, desde el día en que habló con Frost. De pronto le asaltó la primera punzada de dolor. Por un momento las luces callejeras y las ventanas iluminadas de la casa de enfrente, las negras siluetas de los árboles y la reluciente y asfaltada superficie del arroyo giraron vertiginosamente como un sombrío calidoscopio, mientras su cuerpo se doblaba al recibir la cuchillada de fuego que le atravesó el pecho, el corazón y el brazo.

Se quedó acurrucado en el banco, apretándose fuertemente el vientre con las manos, y la cabeza caída sobre el pecho. Permaneció quieto y el dolor fue abandonando poco a poco su pecho y sus entrañas, pero el brazo izquierdo le quedó semiparalizado y latiéndole dolorosamente.

Se enderezó cautelosamente y el temor apareció en su cerebro, susurrándole al oído la sospecha de lo que podía haberle causado el dolor. Tenía que volver a casa, pensó o, mejor aún, tomar un taxi y pedir que le llevase al hospital más próximo.

Pero se dijo que tenía que esperar un poco más. Había dicho que esperaría de nueve a diez dos días por semana. ¿Y si resultaba que Frost necesitaba su ayuda?

La verdad era que no había tenido noticias de Frost desde la noche en que murió el cocinero en el callejón, a espaldas de la casa de comidas. Y Ann Harrison también había desaparecido, sin dejarle aviso de adónde había ido.

¿Qué podía haber sido de los dos?, se preguntó.

Se enderezó con cuidado y depositó su dolorido brazo en su regazo.

Era curioso que se encontrase tan aturdido. Pero apenas sentía dolor...

El dolor le asaltó de nuevo y volvió a doblarse en dos.

Soltó lentamente su respiración contenida cuando el dolor, después de asestarle aquella terrible puñalada, fue abandonando su cuerpo para dejarlo fláccido y tembloroso.

No debo morir, se dijo. Debo evitar morirme.

Se levantó trabajosamente y se quedó medio agachado junto al banco. Calle abajo distinguió la luz verde de un taxi. Corrió dando traspiés por la acera hacia la calle, al encuentro del taxi que venía en su dirección. Levantó el brazo derecho y empezó a agitarlo.

El taxi se acercó al bordillo y el taxista tendió el brazo hacia atrás para abrir la portezuela. Chapman entró a trompicones y se dejó caer en el asiento. Su respiración era afanosa y sibilante.

¿Adónde vamos, señor?

—Lléveme... —dijo Chapman, y se interrumpió asaltado por un súbito pensamiento. De momento, no a un hospital. Antes debía pasar por otro sitio.

El taxista le miraba, vuelto a medias en su asiento.

—¿Se encuentra usted bien, señor?

—Estoy bien, gracias.

—Pues tiene usted muy mal aspecto.

—Estoy bien-repitió Chapman. ¡Qué difícil le era pensar! ¡Cuánto le costaba mantener sus pensamientos en orden! Tenía la mente embotada y lenta.

—Lléveme-dijo-a una estafeta de Correos.

—Hay una en esta misma calle, pero las ventanillas ya están cerradas.

—No-susurró Chapman—. Esa no sirve. Tiene que ser una determinada.

Dio las señas de la estafeta al taxista.

El hombre le miró alarmado:

—Señor, me parece que usted no está nada bien.

—Le repito que estoy bien-dijo Chapman.

Se recostó en el asiento y vio desfilar la calle junto al vehículo. La mayoría de tiendas y almacenes estaban cerrados y oscuros. Algunas luces aún brillaban en las grandes masas oscuras que formaban los bloques de viviendas. Un poco más adelante cruzaron frente a una iglesia, con la cruz bruñida resplandeciendo al claro de luna. Una vez, recordó, él había ido a una iglesia... y para lo que le había servido.

La noche era tranquila y la ciudad estaba en calma, como todas las noches. Sentado en el taxi, veía como las casas pasaban raudas y en aquel espectáculo encontró una especie de paz. La tierra y la vida, pensó... y ambas eran buenas. Los círculos de luz que los faroles callejeros formaban en el pavimento, un gato que pasaba furtivamente, como parte integrante de la noche, los rótulos multicolores pintados en los escaparates de las tiendas... todas eran cosas que él había visto decenas de veces, pero sin verlas en realidad. Y entonces, recostado en el taxi en movimiento, las veía por primera vez, las veía como unidades aisladas que componían la ciudad que él conocía. Tuvo la sensación de que se despedía de todo aquello y que lo veía esforzándose por recordarlo cuando ya no existiese.

Aunque en realidad no iba a ningún sitio. Primero a la oficina de Correos, después a un hospital, y desde allí llamaría a su casa, porque si no llamaba, Alice se sentiría preocupada, y la pobre ya tenía bastantes preocupaciones para que él tuviese que darle una más. Pero no preocupaciones económicas. Esta idea le hizo sentirse muy satisfecho, al pensar en el libro y en que su mujer ya no volvería a estar preocupada por la falta de dinero.

El brazo le molestaba. Hubiera deseado que dejase de dolerle. Si no fuese por el brazo, se sentiría perfectamente. Tal vez algo débil y tembloroso, pero era el brazo lo que más le preocupaba.

El taxi se acercó a la acera y el conductor se volvió para abrir la puerta.

—Aquí es-le dijo—. ¿Desea que le espere?

—Sí, espere, por favor-dijo Chapman—. Vuelvo en seguida.

Subió la escalera con paso vacilante y haciendo un gran esfuerzo. Parecía tener las piernas de plomo y jadeaba cuando llegó al rellano superior.

Cruzó el vestíbulo y se dirigió al apartado de Correos que había alquilado una semana antes. Vio que el sobre aún seguía allí... solamente un sobre.

De B a F y después volver a A. Hizo girar lentamente el botón, pero éste no funcionó. Hizo girar entonces la esfera graduada, repitió la combinación y esta vez la cerradura funcionó. Introduciendo la mano, retiró el sobre y después volvió a cerrar la portezuela metálica.

Cuando se dio la vuelta con el sobre apretado fuertemente en su mano, el dolor le asaltó de nuevo, como un brusco y terrible mazazo. Unas tinieblas atronadoras cayeron sobre él y se desplomó, sin notar el golpe cuando su cuerpo chocó contra el duro suelo.

Avanzando a tientas, en la silenciosa y radiante luz de un nuevo amanecer, el espíritu y la conciencia de Franklin Chapman entraron en aquel lugar que los humanos llaman Muerte.