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Desde la ventana de su oficina, instalada en el último piso del Centro de Hibernación, Frost contemplaba la tapicería que era el viejo Nueva York. El Hudson era una cinta de plata, que brillaba herida por el sol matinal, y la isla de Manhattan era un mosaico de colores pálidos.

¡Cuántas veces había permanecido de pie ante esta misma ventana para mirar al exterior y contemplar el mundo que se extendía a sus pies, enmarcado por la neblina azulada de la distancia y el agua, como algo simbólico... un atisbo al pasado de la humanidad desde el ventajoso observatorio del futuro!

Pero en este día el simbolismo era inexistente. No había nada más que la obsesionante pregunta y la preocupación que le martilleaba el cerebro.

No había duda de que Appleton había tratado de comprometerle deliberadamente, y aunque esto ya era de por sí para asustarse, el quid de toda la cuestión consistía en saber por qué Marcus lo había considerado necesario. ¿Había actuado Appleton por su cuenta, o al servicio de otros intereses, quizá más complejos?

La explicación normal seria la de intrigas de oficina. Pero Frost, durante todos aquellos años, había evitado cuidadosamente verse envuelto en aquella clase de intrigas. Alguien le envidiaba su puesto... quizá se lo envidiaba más de uno. Pero ninguno de ellos, estaba casi seguro, podía haber tramado la acción de Appleton.

Y esto sólo dejaba una posibilidad: la de que alguien le temía, porque él sabía o sospechaba algo que podía ser perjudicial, si no al Centro de Hibernación, por lo menos a algunos de sus jefes.

En realidad, esta idea era ridícula. El cumplía su obligación y sólo se ocupaba de sus propios asuntos. Únicamente le consultaban acerca de cuestiones relacionadas con su departamento. No se metía en la política del Centro, más de lo que se lo exigía su cargo.

Siempre se había ocupado de sus propios asuntos, pero aquella mañana, sin embargo, había transgredido la norma que él mismo se había impuesto, al decir a B. J. que consideraba absurdo pretender fingir que el Centro no gobernaba al mundo. Esto era una verdad como un templo, desde luego, pero no debiera haberlo dicho. Hubiera debido mantener la boca cerrada. ¿Qué necesidad tenía de decirlo? Lo único que le disculpaba era que Appleton le había hecho perder los estribos, y se dejó llevar por la cólera, dando al traste con la prudencia.

Lo que había dicho Appleton era la pura verdad. Efectivamente, existía una red de espionaje, pero era un sistema que él había heredado y cuyas finalidades eran bastante pequeñas y limitadas. Appleton, tratando de echar agua a su molino, había exagerado enormemente su importancia.

Frost se apartó de la ventana y volvió a la mesa de su despacho. Después de sentarse, tendió la mano hacia el montón de papeles que Miss Beale le había preparado. Encima del montón estaba, como de costumbre, el informe diario sobre las estadísticas de vida.

Lo tomó para echarle una ojeada.

Debajo de la fecha, 15 de junio de 2148, venían dos líneas de cifras:

Vacantes: 96.674.321.458.

Viables: 47.128.932.076.

Sin dirigir apenas una mirada a la hoja, la estrujó con un puño y la tiró al cesto de los papeles. Luego examinó el segundo documento de la pila.

Oyó un ruido en la puerta de la oficina exterior y levantó la mirada. Miss Beale había llegado.

—Discúlpeme, Mr. Frost —dijo ella—. Como usted aún no había llegado, me tomé la libertad de leer el periódico de la mañana, y después olvidé dejárselo en su mesa.

—No importa-dijo él—. ¿Hay alguna novedad?

—Publica la nota sobre la expedición oygniana. Lo han publicado tal como se lo entregamos. Lo encontrará usted en tercera página.

—¿No en la primera?-preguntó Frost.

—No. La primera está ocupada por el caso Chapman.

—¿El caso Chapman?

—Sí, el de ese hombre cuyo vehículo de rescate se averió.

—Ah, eso. Hace días que es noticia.

—Ayer lo sentenciaron. Lo dieron por televisión.

—Pues no lo vi. Anoche no la puse.

—Fue muy dramático-dijo Miss Beale—. Tiene mujer e hijos y ahora no podrá pasar con ellos a segunda vida. ¡Pobre gente!

—Transgredió la ley-observó Frost—. Dejó de cumplir un deber normal y sencillo. Las vidas de todos nosotros dependen de hombres como él.

—Eso es verdad —admitió Miss Beale—. De todos modos, lo sucedido me da pena. Es espantoso. Ser uno entre millones de personas condenado a la muerte eterna, a perder la segunda vida...

—No es el primero-le recordó Frost— ni será el último.

Su secretaria dejó el periódico en un ángulo de la mesa.

—He oído decir —comentó— que ha pasado usted un mal rato en la reunión de esta mañana.

El asintió ceñudo y en silencio.

Hasta su secretaria se había enterado. La noticia de lo que había sucedido se había filtrado ya fuera de la sala de juntas y se esparcía como un reguero de pólvora por toda la empresa.

—Espero que no se haya disgustado mucho-dijo ella.

—No mucho-contestó Frost.

Ella se volvió en dirección a la puerta, pero él la llamó:

—Miss Beale.

Ella se volvió.

—Esta tarde saldré —le dijo—. ¿Tenía algo en la agenda?

—Un par de visitas. Pero no son importantes. Las cancelaré.

—Muchas gracias-dijo Frost.

—Es posible que nos envíen un dossier confidencial.

—Guárdelo en la caja fuerte.

—Pero eso no les gusta...

—¡Lo sé! Quieren que lo examine en seguida y...

¡Esto era! musitó.

Esta era la explicación de la extraña conducta de Appleton.

¡Qué extraño que no se le hubiese ocurrido!

—¿Ocurre algo, Mr. Frost?

—No, nada. Si nos envían un dossier confidencial, usted guárdelo en la caja fuerte. Mañana me ocuparé de él.

—Como usted diga-repuso ella con cierta rigidez, sin ocultar su desaprobación.

Después de estas palabras, dio media vuelta y salió a la oficina exterior.

Frost permaneció hundido en su butaca, pensando en aquel día de hacía tres meses en que el botones le trajo, en vez de su propio dossier confidencial, el que tenía que haber llevado a Peter Lane. Recordó que él lo había abierto sin fijarse en el nombre.

Cuando lo vio, se lo llevó a Lane personalmente para explicarle lo sucedido, y pareció que la cosa no tenía mayor importancia. El botones fue despedido, por supuesto, pero el asunto no pasó de ahí. El muchacho había cometido un error imperdonable, y se tenía merecido que lo pusiesen de patitas en la calle. Pero entre él y Lane pareció que el asunto quedaba olvidado.

Pero, en realidad, no quedó olvidado, a causa del papelito extraviado, la hoja que se deslizó fuera del sobre cuando él lo abrió y que, al regresar, encontró en el suelo Junto a su mesa.

Recordaba que se quedó con el papel en la mano, pensando que debía llevárselo también a Lane. Pero esto hubiera requerido una nueva explicación, que ya hubiera resultado embarazosa, y por otra parte el papelito en cuestión no parecía tener mucha importancia. Lo cual podía decirse también, reflexionó, acerca de la mitad de los documentos que iban de arriba abajo en los dossiers confidenciales.

Un empleado que ya había caído en el olvido, lleno de prosopopeya y, sin duda, lector de novelas de espionaje, inventó aquel sistema hacía muchos años, y después se mantuvo, como una más entre tantas cochambrosas tradiciones injertadas en la rutina oficinesca. Algunos de aquellos documentos, por supuesto, eran de carácter confidencial o semiconfidencial, pero los restantes se referían a simples asuntos de trámite que no necesitaban en absoluto tanto secreto.

Y así, para evitar el embarazo de otra explicación, se limitó a meter el papelito en un cajón de su mesa y se olvidó por completo de él, diciéndose que si no tenía más valor que el que aparentaba, nadie lo echaría de menos.

Pero entonces le parecía que su decisión fue equivocada.

Y si lo que había hecho Appleton aquella mañana tenía relación con el documento extraviado, eso querría decir que no sólo Appleton sino Lane se hallaban implicados en el asunto.

Arrugó el entrecejo, esforzándose por recordarlo. Se puso a rebuscar entre papeles. El documento no estaba allí.

¡Si pudiese recordar su contenido! Recordaba vagamente que se refería a algo que debía ponerse en una lista.

Frunció el ceño, haciendo un esfuerzo por acordarse. Pero los detalles permanecían borrosos.

Rebuscó en los restantes cajones, pero el papel no aparecía.

Así lo habían averiguado, se dijo.

¡Alguien le había registrado los cajones y lo había encontrado!