20

La linterna encendida no conseguía disipar la tiniebla de aquel lugar. Únicamente arrojaba un círculo de luz macilenta y las siluetas agazapadas de las personas que se encontraban en la habitación eran otras tantas sombras que apenas se distinguían en aquellas vastas tinieblas.

Frost se detuvo y notó posados en él las miradas de muchos ojos que le observaban desde la oscuridad.

¿Amigos o enemigos?, se preguntó... aunque en la calle (¿a cuántas manzanas de allí?), el hombre que había sido su guía se presentó como amigo. Usted necesita ayuda, había dicho, y esto es lo que importa.

Su acompañante se adelantó hacia el grupo sentado en torno a la linterna. Frost se quedó donde estaba. Le dolían los pies de tanto andar, estaba molido y le parecía que los efectos de la droga aún no se habían disipado totalmente. La aguja, el dardo o lo que fuese que le había pinchado en el cogote debía de estar muy cargado.

Vio que el guía se agachaba y cambiaba unas palabras en voz baja con los que estaban sentados alrededor de la linterna Se preguntó dónde estaba. El lugar no se encontraba muy lejos del río, porque su olfato captó efluvios fluviales, y probablemente era un sótano o una bodega, porque descendieron varios tramos de escalones antes de llegar allí. Una especie de escondrijo, conjeturó; precisamente lo que a él le hubiera convenido.

—Mr. Frost-dijo la voz cascada de un viejo—, ¿por qué no se acerca y se sienta aquí con nosotros? Debe de estar muy cansado.

Frost avanzó con pasos vacilantes y tomó asiento en el suelo, cerca de la linterna y del que había hablado. Sus ojos se iban acostumbrando a la oscuridad y los bultos adquirieron forma, con unas caras vagamente discernibles.

—Gracias, señor-dijo—. Sí, estoy un poco cansado.

—Ha pasado usted una noche muy mala-observó el

Frost hizo un gesto afirmativo.

—Leo me dice que le han condenado al ostracismo.

—Me iré en seguida, si les molesta mi presencia-dijo Frost—. Lo único que les pido es que me dejen descansar un poco.

—No hay necesidad de eso-repuso el viejo—. Ahora es usted uno de los nuestros. Todos estamos condenados al ostracismo.

Frost levantó la cabeza y miró fijamente a quien hablaba. Esforzando la vista, distinguió un rostro arrugado, con las mejillas y el mentón cubiertos de una barba canosa de ocho días.

—No quiero decir que estemos marcados —continuó el viejo—, pero nos consideramos igualmente desterrados. Somos unos inconformistas y el inconformismo hoy se paga caro. No creemos en los valores de la masa, esta es la verdad. O tal vez sería mejor decir que nuestras creencias son demasiado profundas. Pero creemos en cosas prohibidas, naturalmente.

—No le entiendo-dijo Frost.

El viejo soltó una risita.

—Es evidente que no sabe usted dónde está.

—Desde luego que no-repuso Frost, impaciente ante tantos rodeos—. Nadie me lo ha dicho.

—Está en un refugio de Santos-dijo el viejo—. Mírenos bien. Somos estos seres mugrientos y repelentes que salen de noche para pintar letreros subversivos en las paredes. Somos los que predicamos en las esquinas de las calles y en los parques, somos los que distribuimos esas repugnantes octavillas contra el Centro. Es decir, hasta que viene la policía y tenemos que salir huyendo.

—Oiga-le dijo Frost, con voz fatigada—, no me importa quiénes sean ustedes. Les estoy agradecido por haberme ofrecido refugio, pues de lo contrario no sé qué hubiera sido de mí. Me disponía a buscar un lugar donde esconderme, porque sabía que tenía que esconderme, pero no sabía por dónde empezar. Y precisamente entonces vino este caballero y...

—Un inocente-dijo el viejo—. Un pobre inocente tirado en mitad del arroyo. Naturalmente que no sabía usted qué hacer. Se hubiera metido en una dificultad tras otra. Pero en realidad no tenía por qué preocuparse. Nosotros velábamos por usted.

—¿Ustedes velaban por mí? ¿Por qué tenían que hacerlo?

—Por los rumores que circulaban-repuso su interlocutor—. Aquí nos llegan toda clase de rumores, y nos dedicamos a estudiarlos y analizarlos cuidadosamente.

—A ver si lo adivino-dijo Frost—. Ese rumor decía que alguien trataba de echarme la zancadilla.

—Sí, señor. Porque usted sabía demasiado. Pero lo que sabía, no lo hemos podido averiguar.

—Deben de tener ustedes una red muy considerable de confidentes-comentó Frost.

—No tantos como usted se figura-repuso el viejo canoso—. Aunque nos mantenemos bien informados acerca del Centro de Hibernación. Tenemos allí a varios espías.

No lo dudo, pensó Frost. A pesar de que le habían rescatado, aquel hombre no le gustaba.

—Pero está usted muy cansado-dijo el viejo—, y probablemente también hambriento.

Se levantó y dio una palmada. Se abrió una puerta en el fondo de la habitación y entró un rayo de luz que rasgó las tinieblas.

—Que traigan algo de comer para nuestro invitado —dijo el viejo, dirigiéndose a una mujer que apareció en el umbral. La puerta se cerró y el viejo volvió a sentarse, esta vez muy cerca de él, casi tocándole.

Frost percibió el desagradable olor de un cuerpo sucio. El viejo tenía las manos descansando en sus rodillas y Frost vio que no las tenía nada limpias, con las uñas sin cortar y muy negras.

—Supongo-observó el viejo-que sin duda le disgusta encontrarse entre nosotros. Sin embargo, desearía que desechara estos sentimientos. En realidad somos buena gente. Podemos ser inconformistas y contestatarios, pero tenemos derecho a expresar nuestra opinión del modo que podamos.

Frost asintió.

—Desde luego, no les niego ese derecho. Pero me parece que podrían encontrar medios mejores de hacerse oír. ¿Desde cuánto tiempo están ustedes en la oposición...? ¿Desde hace cincuenta años, o tal vez más?

—En efecto, y no hemos llegado muy lejos. ¿Es eso lo que usted nos reprocha?

—Más o menos-repuso Frost.

—Sabemos, por supuesto-prosiguió el anciano—, que no podemos vencer. La victoria nos está vedada. Pero nuestra conciencia nos obliga a presentar testimonio de nuestra fe. Mientras podamos seguir haciendo que se oiga nuestra débil voz en el desierto, no habremos fracasado.

Frost no hizo ningún comentario. Sentía que se estaba hundiendo en una agradable modorra, y no hizo ningún esfuerzo para salir de ella.

El hombre puso una de sus sucias manos en la rodilla de Frost.

—¿Lees la Biblia, hijo mío?

—Sí, de vez en cuando. Creo haberla leído toda.

—¿Y por qué la leíste?

—Pues no lo sé-contestó Frost, sorprendido ante la pregunta—. Porque la considero un documento humano. Tal vez en busca de algún consuelo espiritual, aunque esto no podría asegurarlo. Y porque, bajo muchos aspectos, la considero buena literatura.

—¿Pero sin convicción?

—Seguramente acierta usted. Sí, sin gran convicción.

—Hubo una época en que eran muchos los que la leían con devota convicción. Hubo un tiempo en que era un faro que iluminaba las tinieblas del alma. No hace mucho tiempo aún era vida, esperanza y promesa. Y ahora, lo mejor que usted puede decir de ella es que es buena literatura...

"Lo que ha acarreado este cambio ha sido sus falacias acerca de la inmortalidad física. ¿Por qué leer la Biblia, creer en ella o creer en lo que sea si tenemos la promesa legal, repito, de alcanzar la inmortalidad? ¿Y cómo podéis prometer la inmortalidad? Esta palabra significa seguir viviendo eternamente y nadie puede prometer eso, ningún hombre mortal puede prometer la vida eterna.

—Se equivoca usted-dijo Frost—. Yo no he prometido nada de eso.

—Perdóname. Hablaba en términos generales. Por supuesto que no me refería a ti, personalmente, sino al Centro de Hibernación.

—Tampoco debe usted echarle enteramente la culpa al Centro-objetó Frost—. La culpa es más bien de los propios hombres. Si no hubiese existido el Centro de Hibernación, los hombres hubieran buscado igualmente la inmortalidad por otros medios. Es algo intrínseco a su misma naturaleza. No está en la naturaleza del hombre pecar por defecto, sino más bien por exceso. Puede equivocarse, por supuesto, pero siempre lo intentará.

—Tiene el diablo en el cuerpo —dijo el mugriento vejestorio—. Las fuerzas de las tinieblas y la corrupción trabajan de muchas maneras para apartar al hombre de la bondad con que nació.

A esto Frost dijo:

—Perdone, pero no tengo ganas de discutir con usted. En otro momento, quizás. Pero ahora no. Comprenda que le estoy muy agradecido y no quiero...

—¿Quién te hubiera tendido a ti una mano amiga en este país-le preguntó el viejo-en un momento de apuro como éste?

Frost movió negativamente la cabeza.

—Desde luego, no creo que nadie lo hubiera hecho.

—Pues nosotros lo hicimos-repuso el viejo—. Nosotros, los humildes. Nosotros, los verdaderos creyentes.

—Esto tengo que concedérselo-dijo Frost—. En efecto, lo hicieron.

—¿Y no te preguntas por qué lo hemos hecho?

—De momento, no-repuso Frost—, pero más adelante tal vez lo haga.

—Lo hemos hecho-prosiguió el viejo-porque nosotros no damos valor al hombre, es decir, al cuerpo mortal, sino al alma. Habrás leído en antiguas obras históricas que una nación poseía no tantas personas sino tantas almas. Y esta expresión acaso te parezca insólita y extraña, pero esos viejos textos reflejan lo que en aquellos tiempos pensaban los hombres, son un eco de los días en que los seres humanos temían a Dios, creían en la vida perdurable del alma y se sentían menos ligados a las cosas mundanas y al presente.

La puerta volvió a abrirse y la luz entró a oleadas en la oscura habitación. Una vieja arrugada se acercó a la linterna, llevando en sus manos un cuenco y media hogaza de pan, que tendió al anciano.

—Gracias Mary-dijo el viejo, y la mujer se fue.

—Come-ordenó, poniendo el cuenco frente a Frost y ofreciéndole el pan.

—Muchísimas gracias-dijo Frost.

Tomó la cuchara que estaba en el cuenco y se la llevó a la boca. Era una cucharada de sopa, floja y aguada.

—Y según tengo entendido-prosiguió el viejo-dentro de pocos años ni siquiera será necesario pasar por el ritual de la muerte para alcanzar la inmortalidad. Una vez el Centro de Hibernación haya resuelto los últimos detalles y haya preparado los métodos, la inmortalidad podrá concederse en vida. Los hombres se mantendrán jóvenes eternamente, y no morirán. Los que nazcan a partir de entonces, vivirán eternamente.

—Aún faltan algunos años para eso-observó Frost—, pero cuando se haya conseguido, sería una tontería dejar que un hombre envejeciese y muriese, pudiendo concederle antes la juventud y la vida eterna.

—¡Oh, suprema vanidad! —gimió el anciano—. ¡Qué impudor, qué desacato!

Frost prefirió no responderle. En realidad, no hubiera sabido qué decirle. Se limitó a seguir comiendo.

El viejo le dio un codazo en el brazo.

—Otra pregunta, hijo mío. ¿Crees en Dios?

Frost dejó despacio la cuchara en el cuenco.

—¿De veras quiere que le responda? —dijo.

—Quiero oír tu respuesta-repuso el viejo—. Y quiero que seas sincero.

—Mi respuesta-dijo Frost-es que no lo sé. Lo que sí puedo asegurarle, es que no creo en el mismo Dios que usted. No creo en el anciano de níveas barbas subido en una nube. Pero en un ser supremo... sí, en un Dios así creería. Porque me parece que tiene que haber una fuerza, poder o voluntad en el Universo. No podríamos explicar de otro modo su perfecto orden. Cuando se contempla este orden maravilloso, que va desde el mecanismo del átomo a un extremo de la escala hasta la precisión con que funciona el Universo en el otro extremo, parece increíble que no exista una fuerza rectora de alguna especie, una fuerza benévola y ordenadora que mantenga la coherencia del Cosmos, y su orden.

—¿Orden?-estalló el viejo—. ¡No sabéis hablar más que de orden! ¿Y la santidad, la dignidad, no son nada para vosotros?...

—Lo siento-dijo Frost—. Me ha pedido usted que fuese sincero, y he contestado con sinceridad a su pregunta. Le doy mi palabra de que daría cualquier cosa por tener la fe que usted posee... esa fe ciega e inquebrantable, que no está empañada por la más ligera duda. Pero aun así, dudo que la fe fuese bastante.

—La fe es todo cuanto el hombre posee-le dijo el viejo con voz queda.

—Usted convierte a la fe en una virtud —repuso Frost—. Una virtud que niega el conocimiento...

—El conocimiento-afirmó el viejo-mata la fe. Y nosotros necesitamos la fe.

De pronto se oyeron gritos y un rumor lejano de pisadas y carreras.

El viejo canoso se levantó con presteza, y, al levantarse, uno de sus pies resbaló y volcó el cuenco de sopa. A la luz de la linterna, el líquido aceitoso se esparció lentamente por el suelo.

—¡La policía! —gritó alguien, y todos se pusieron inmediatamente en movimiento. Uno de los reunidos se apresuró a apagar la linterna. La habitación quedó sumida en las tinieblas.

Frost también se había levantado. Dio un paso y alguien chocó contra él, haciéndole retroceder y tambalearse. Después sintió que el piso cedía bajo sus pies, escuchó débiles crujidos de madera podrida y se hundió en el suelo. Extendió instintivamente los brazos, tratando de agarrarse en algún sitio. Los dedos de su mano izquierda se cerraron sobre el extremo de una tabla rota, pero cuando trató de asirse a ella, el peso de su cuerpo la hizo ceder y terminó de caer por el boquete.

Chapoteó ruidosamente al caer en un agua maloliente.

La caída le había impulsado hacia adelante y consiguió incorporarse para quedarse agachado entre la basura que al parecer le rodeaba... la basura que parecía consustancial con la tiniebla.

Haciendo un esfuerzo miró hacia arriba, y no logró distinguir el agujero por el que había caído, pero del piso superior le llegó el ruido de pies que corrían velozmente mezclado con el de voces distantes, que parecían alejarse.

Poco después escuchó nuevos golpes y voces, muy fuertes y coléricas, y el ruido de la madera al astillarse, como cuando alguien derriba una puerta. Oyó nuevas carreras sobre su cabeza y finos rayos de luz bailotearon a través del boquete que había abierto con su cuerpo.

Temiendo que alguien introdujese una lámpara por el orificio y le descubriese, avanzó lentamente, con agua hasta los tobillos.

Los pasos corrían de un lado a otro, entraban en lejanas habitaciones, volvían de nuevo y hasta él llegaban retazos de conversaciones:

—Se han vuelto a escapar-decía una voz—. Alguien les ha dado el soplo.

—¡Qué antro!-decía otra—. Es la clase de sitio que me suponía...

A estas voces se mezcló otra, y al oírla, Frost se quedó helado y dio involuntariamente otro paso para alejarse más del boquete abierto en el techo.

—Otra vez hemos llegado tarde-dijo la voz de Marcus Appleton—. Otro día tendremos más suerte.

Le respondieron otras voces, pero no entendió lo que decían.

—Echaré el guante a esos granujas-dijo Appleton—, aunque sea la última cosa que haga en este mundo.

Las voces y los pasos se alejaron y al poco tiempo cesaron.

Cayó el silencio, interrumpido únicamente por el lento gotear del agua en la encharcada habitación en que se encontraba Frost.

Tal vez era una galería, se dijo. O quizás un sótano inundado por filtraciones del río.

El problema consistía ahora en salir de allí. Aunque sin luz esto no iba a ser fácil. La única manera de hacerlo consistía en tratar de salir por donde había entrado, es decir, por el orificio del techo.

Levantó el brazo y tocó con los dedos la áspera superficie de una viga. Se puso de puntillas y, estirándose cuanto pudo, llegó a tocar el techo. Pero tendría que moverse muy despacio y tratar de mantener alguna clase de orientación, pues aquel lugar estaba sumido en profundas tinieblas y tenía los ojos en la punta de sus dedos.

Avanzó lentamente y finalmente localizó el boquete. Ahora tendría que saltar para asirse a las podridas tablas y esperar que éstas sostuviesen su peso, para izarse a fuerza de brazos a la habitación superior. Una vez allí, se dijo, estaría seguro al menos por un tiempo, pues Appleton y sus hombres no era probable que regresasen. Y los Santos tampoco. Se encontraría librado a sus propios recursos.

Permaneció de pie un momento para tomar aliento y de pronto se alzó a su alrededor una sucesión de chillidos y susurros, el rumor de innumerables patitas, de cuerpos que se deslizaban por la oscuridad, los coléricos chillidos de criaturas voraces impulsadas por un hambre desesperada.

Sintió escalofríos y se le erizaron los cabellos.

—¡Eran ratas! ¡Ratas que corrían hacia él en la oscuridad!

El miedo dio fuerzas a sus músculos y dio un tremendo brinco, que le hizo sacar medio cuerpo por el boquete. Arañando y pataleando, consiguió salir del todo para quedarse tendido y jadeante en el suelo.

En la habitación inferior los chillidos se hicieron agudos y horrísonos, para terminar apagándose lentamente.

Frost continuó tendido en el suelo un buen rato, hasta que dejó de temblar y el sudor se secó en su cuerpo; después se puso a andar a gatas hasta que encontró un rincón, donde se acurrucó, para protegerse del terror y la soledad de la nueva vida con que se enfrentaba.