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El Jurado, satisfecho, rió entre dientes. Las barras tipográficas se movieron con fantástica velocidad al imprimir el veredicto en el rollo de papel.

Cuando pareció que había terminado, el Juez hizo una seña al ujier, quien se acercó al Jurado y arrancó el veredicto de la máquina. Sosteniéndolo con ambas manos, como ordenaba el ritual, se volvió hacia el Juez.

Este dijo entonces:

—Que se levante el acusado y se coloque frente al Jurado.

Franklin Chapman se levantó tembloroso y Ann Harrison le imitó, para quedarse de pie junto a él. Al mismo tiempo le puso una mano en el brazo. A través de la tela de su camisa, notó que su carne temblaba.

Hubiera debido hacer una mejor defensa, se dijo. Sin embargo, ella sabía que había trabajado más a fondo en aquel caso que en muchos otros. Había puesto su corazón en el hombre que tenía a su lado, tan desvalido y atrapado. Tal vez, pensó, una mujer no tiene derecho a defender a un hombre en un tribunal como aquél. En los antiguos tiempos, cuando el Jurado era humano, tal vez hubiera estado bien. Pero no ante un tribunal que empleaba como Jurado a una computadora y donde lo único que se debatía era el significado literal de la letra.

—Que el secretario lea el veredicto-ordenó el Juez.

Ann dirigió una mirada al Fiscal, sentado ante su mesa, con el mismo rostro grave y pontifical que había mantenido durante toda la vista. Un instrumento, se dijo... nada más que un instrumento, del mismo modo como el Jurado era un instrumento de la Justicia.

La sala estaba oscura y silenciosa, con las ventanas débilmente iluminadas por el sol del atardecer. Los periodistas ocupaban las primeras hileras de asientos, tratando de captar el menor signo de emoción, el más pequeño gesto significativo, la más insignificante migaja que les permitiese escribir un artículo. Las cámaras también estaban allí, con sus redondos objetivos dispuestos a registrar aquel momento, en el que la eternidad y la nada se balanceaban en el filo de la balanza.

Aunque, como sabía Ann, subsistían muy pocas dudas. ¡Había tenido tan poca base para edificar su defensa...! La sentencia sería de muerte.

El secretario empezó a leer:

—En el caso del Estado contra Franklin Chapman, se ha venido a saber que el referido Chapman, que es el acusado en este juicio, por criminal negligencia y completa falta de responsabilidad, retrasó hasta tal punto la recuperación del cadáver de Amanda Hackett que hizo imposible la preservación de su cuerpo, lo que dio por resultado la muerte total e irreversible.

"Arguye el acusado que él no era responsable por la eficiencia operatoria y las condiciones mecánicas del vehículo empleado en el intento de recuperar el cuerpo de la citada Amanda Hackett, pero este alegato se considera improcedente. Su responsabilidad total comprendía la recuperación del cuerpo por todos los medios posibles y a esta responsabilidad primordial no se le imponen límites. Es posible que sean citadas otras personas para responder también a esta acusación de irresponsabilidad, pero su cantidad de culpa o inocencia no tiene nada que ver con el caso que ahora se debate.

"En consecuencia, se considera al acusado culpable de todos y cada uno de los delitos que se le imputan. Al no existir circunstancias atenuantes, no podemos recomendar clemencia a este tribunal.

Chapman, abatido, se sentó lentamente en su silla y permaneció en ella, rígido y erguido, con sus grandes manos de mecánico cruzadas sobre la mesa, y con el rostro convertido en una máscara helada.

Entretanto, Ann Harrison se decía por lo bajo que desde el primer momento él supo cómo terminaría el proceso. Por esto había encajado tan bien el golpe. No se dejó engañar ni un momento por su cháchara de abogado ni por las seguridades que ella le daba. No tenia que haberse preocupado por mantener su moral, porque ni por un momento se le ocultó la gravedad de su situación, sabía a lo que se exponía y su destino no le arredraba.

—¿Desea decir algo la defensa?-preguntó el Juez.

—Con la venia de Su Señoría-contestó Ann.

El Juez es un hombre, se dijo Ann. Trata de mostrarse amable, pero no puede serlo. La ley no se lo permite. Escuchará mis palabras, rechazará mis conclusiones y después pronunciará la sentencia, que será definitiva. Pues la sentencia era inapelable. A la luz de la evidencia reunida, ya no era posible la apelación.

Miró de reojo a los periodistas, que esperaban en silencio, a los ojos escrutadores de las cámaras de televisión, y sintió que por sus venas corría un ligero estremecimiento de pánico. ¿Sería prudente, se dijo, la maniobra que iba a realizar? Desde luego, sería fútil; su futilidad no se le escapaba. Pero además de ello, ¿sería prudente?

En aquel instante de vacilación, algo le dijo que tenía que hacerlo, era su deber realizar su plan y que no podía faltar a su deber.

—Señoría-dijo-pido que el veredicto sea anulado, ya que ha sido dictado con prejuicios.

El Fiscal se puso en pie de un salto. El Juez le indicó con un ademán que volviese a sentarse.

—Miss Harrison-dijo el magistrado—, temo no haberla comprendido bien. ¿Dice usted que el veredicto ha sido dictado con prejuicios? ¿Quiere explicarse, por favor?

Ella rodeó la mesa para acercarse al Juez.

—En efecto-dijo—. Tenga en cuenta este tribunal que la principal prueba condenatoria se refiere al fallo mecánico del vehículo que el acusado empleaba para el cumplimiento de sus deberes oficiales.

El Juez asintió con expresión grave.

—Estoy de acuerdo con usted. ¿Pero qué tiene que ver el carácter de esta prueba con los prejuicios que usted menciona?

—Señoría-repuso Ann Harrison—, el Jurado también es una máquina.

El Fiscal volvió a pegar un brinco.

—¡Protesto!-gritó—. ¡Señoría, esto es inadmisible!

El Juez golpeó la mesa con su mazo.

—Orden —dijo al Fiscal—. Le ruego que no interrumpa.

Los periodistas se mostraban muy agitados, tomando notas y cuchicheando entre ellos. Los objetivos de las cámaras parecían haberse vuelto más brillantes.

El Fiscal se sentó, ceñudo. El rumor de conversaciones cesó. En la sala reinó un silencio mortal.

—Miss Harrison-dijo el Juez—: ¿pone usted en duda la objetividad del Jurado?

—Si, Señoría, siempre que se trate de máquinas. No pretendo que se trate de un prejuicio consciente, pero entiendo que un prejuicio inconsciente.

—¡Ridículo!-gritó el Fiscal, interrumpiéndola.

El Juez volvió a golpear la mesa con el mazo.

—No tolero interrupciones-le dijo.

—Les aseguro-prosiguió Ann-que puede existir un prejuicio inconsciente. Y afirmo también que en cualquier aparato mecánico se halla ausente una cualidad esencial para toda justicia... la posibilidad de sentir compasión y de apreciar las cualidades humanas. Esta máquina domina la ley, tengo que admitirlo, posee un conocimiento sobrehumano y total de las leyes y el derecho, pero...

—Miss Harrison-la reprendió el Juez—, le ruego que no trate de aleccionar a este tribunal.

—Pido a Su Señoría que me perdone.

—¿Ha terminado, pues?

—Sí... creo que sí, Señoría.

—Muy bien, pues. Apelación rechazada. ¿Tiene usted algo más que decir?

—No, Señoría.

Ann rodeó de nuevo la mesa, pero no tomó asiento.

—En ese caso-dijo el Juez-no hay motivo para aplazar la sentencia. Voy a dictarla ahora mismo. En casos como éste, la ley es muy concreta. Póngase en pie el acusado.

Chapman se levantó lentamente.

—Franklin Chapman-dijo el Juez-este tribunal ha decidido condenarle, al declararse convicto de los cargos que se le imputan y en ausencia de cualquier recomendación de clemencia, a no preservar su cuerpo cuando llegue el instante de su muerte. Sin embargo, todos sus demás derechos civiles serán respetados.

Dio un golpe con el mazo.

—La vista ha terminado-declaró.