Maude paseaba de aquí para allá, a
pocas yardas de él. Ella estaba hablando
suavemente, Pearson no podía oír sus palabras, pero por la entonación de su voz era obvio que estaba discutiendo con Connolly. Era una situación embarazosa. Mientras Pearson estaba todavía preguntándose si debía seguir más adelante, Connolly levantó la vista y le vio. Su cara era una máscara completamente desprovista de expresión; no mostraba bienvenida ni resentimiento.
Debido a la interrupción, Maude giró velozmente para ver quién era el intruso y por primera vez Pearson vio su rostro. Era una hermosa mujer, pero la desesperación y la cólera habían retorcido tanto sus facciones que parecía una figura de alguna tragedia griega. No sólo estaba sufriendo la amargura de ser desdeñada, sino también la agonía de no saber por qué.
La llegada de Pearson debió haber actuado como un gatillo para sus acorraladas emociones. De repente giró alejándose de él y se volvió hacia Connolly, que continuaba observándola con ojos opacos. Durante un instante, Pearson no pudo ver lo que ella hacía, luego gritó con horror:
—¡Cuidado, Roy!
Connolly se movió con sorprendente velocidad, corno si súbitamente hubiera salido de un trance. Agarró la muñeca de Maude, hubo una breve lucha y después se apartó de ella, mirando fascinadamente algo que tenía en la palma de la mano. La mujer estaba parada, inmóvil, paralizada por el miedo y la vergüenza, los nudillos apretados contra su boca.
Connolly empuñó la pistola con su mano derecha y la golpeó afectuosamente con la izquierda. Hubo un débil gemido proveniente de Maude. —¡Sólo quería asustarte, Roy! ¡Lo juro!
—Está bien querida —dijo Connolly. suavemente—. Te creo. No hay nada de qué preocuparse —la voz era perfectamente natural. Se volvió hacia Pearson y le obsequió su vieja y juvenil sonrisa.
—Así que «esto» es lo que él estaba esperando, Jack —dijo—. No lo voy a contrariar. —No —gritó Pearson, blanco de terror—. ¡No lo hagas, Roy, por el amor de Dios! Pero Connolly estaba fuera del alcance de las súplicas de su amigo cuando se llevó la pistola a la cabeza. En ese mismo instante, Pearson supo al fin, con una horrible claridad, que Omega era real y que ahora Omega estaría buscando una nueva morada. Nunca vio el relámpago del arma ni escuchó la débil pero adecuada explosión. El mundo que conocía había desaparecido de su vista, y rodeándole estaban ahora las nieblas fijas, pero serpenteantes de la habitación azul. Mirando fijamente desde su centro (¿como lo habían hecho ya tantas veces a través de las épocas?) había dos ojos vastos y sin párpados. Por el momento estaban satisfechos, pero sólo por el momento. LOS FUEGOS INTERIORES
—Esto te interesará —dijo Karn afectadamente—. ¡Échale sólo una ojeada! Empujó el legajo que había estado leyendo y por enésima vez me decidí a pedir su transferencia, o si no la mía.
—¿De qué se trata? —pregunté cansadamente. —Es un largo informe de un tal doctor Matthews al ministro de Ciencia—. Me lo sacudió enfrente de mi ¡Léelo, nada más!
Sin mucho entusiasmo comencé a recorrer el legajo. Unos pocos minutos más tarde levanté la vista y admití de mala gana:
—Quizá tengas razón... esta vez —no volví a hablar hasta que terminé.
suavemente, Pearson no podía oír sus palabras, pero por la entonación de su voz era obvio que estaba discutiendo con Connolly. Era una situación embarazosa. Mientras Pearson estaba todavía preguntándose si debía seguir más adelante, Connolly levantó la vista y le vio. Su cara era una máscara completamente desprovista de expresión; no mostraba bienvenida ni resentimiento.
Debido a la interrupción, Maude giró velozmente para ver quién era el intruso y por primera vez Pearson vio su rostro. Era una hermosa mujer, pero la desesperación y la cólera habían retorcido tanto sus facciones que parecía una figura de alguna tragedia griega. No sólo estaba sufriendo la amargura de ser desdeñada, sino también la agonía de no saber por qué.
La llegada de Pearson debió haber actuado como un gatillo para sus acorraladas emociones. De repente giró alejándose de él y se volvió hacia Connolly, que continuaba observándola con ojos opacos. Durante un instante, Pearson no pudo ver lo que ella hacía, luego gritó con horror:
—¡Cuidado, Roy!
Connolly se movió con sorprendente velocidad, corno si súbitamente hubiera salido de un trance. Agarró la muñeca de Maude, hubo una breve lucha y después se apartó de ella, mirando fascinadamente algo que tenía en la palma de la mano. La mujer estaba parada, inmóvil, paralizada por el miedo y la vergüenza, los nudillos apretados contra su boca.
Connolly empuñó la pistola con su mano derecha y la golpeó afectuosamente con la izquierda. Hubo un débil gemido proveniente de Maude. —¡Sólo quería asustarte, Roy! ¡Lo juro!
—Está bien querida —dijo Connolly. suavemente—. Te creo. No hay nada de qué preocuparse —la voz era perfectamente natural. Se volvió hacia Pearson y le obsequió su vieja y juvenil sonrisa.
—Así que «esto» es lo que él estaba esperando, Jack —dijo—. No lo voy a contrariar. —No —gritó Pearson, blanco de terror—. ¡No lo hagas, Roy, por el amor de Dios! Pero Connolly estaba fuera del alcance de las súplicas de su amigo cuando se llevó la pistola a la cabeza. En ese mismo instante, Pearson supo al fin, con una horrible claridad, que Omega era real y que ahora Omega estaría buscando una nueva morada. Nunca vio el relámpago del arma ni escuchó la débil pero adecuada explosión. El mundo que conocía había desaparecido de su vista, y rodeándole estaban ahora las nieblas fijas, pero serpenteantes de la habitación azul. Mirando fijamente desde su centro (¿como lo habían hecho ya tantas veces a través de las épocas?) había dos ojos vastos y sin párpados. Por el momento estaban satisfechos, pero sólo por el momento. LOS FUEGOS INTERIORES
—Esto te interesará —dijo Karn afectadamente—. ¡Échale sólo una ojeada! Empujó el legajo que había estado leyendo y por enésima vez me decidí a pedir su transferencia, o si no la mía.
—¿De qué se trata? —pregunté cansadamente. —Es un largo informe de un tal doctor Matthews al ministro de Ciencia—. Me lo sacudió enfrente de mi ¡Léelo, nada más!
Sin mucho entusiasmo comencé a recorrer el legajo. Unos pocos minutos más tarde levanté la vista y admití de mala gana:
—Quizá tengas razón... esta vez —no volví a hablar hasta que terminé.