juntos en el momento de la muerte,
transfigurados por el deslumbramiento que la bomba
produjo al detonar. Entonces, aun antes de que pudieran saltar en llamas, las ondas expansivas les alcanzaron y dejaron de existir. Milla tras milla, el voraz hemisferio en llamas se había expandido sobre los nivelados campos de labranza y desde su corazón se había elevado el retorcido mástil del tótem que había obsesionado las mentes humanas durante tanto tiempo y con tan poca utilidad. El cohete había sido una bala perdida, uno de los últimos en ser disparado. Era difícil decir hacia qué blanco había sido dirigido. No a Londres, por cierto, porque Londres ya no era un objetivo militar. Londres, en realidad, ya no era absolutamente nada. Hacía rato que los hombres que tenían esa obligación habían calculado que tres de las bombas de hidrógeno serían suficientes para aquel blanco tan pequeño. Al enviar veinte habían sido quizá un poco más que celosos de su deber. Esta no era una de las veinte que tan bien habían hecho su trabajo. Tanto su destino como su origen eran desconocidos: ¿había llegado atravesando los solitarios desiertos del Ártico o desde muy alto sobre el Atlántico? Nadie podía decirlo y a pocos les importaba ahora. En un tiempo había habido hombres que habían sabido tales cosas, que habían vigilado desde lejos el vuelo de los grandes proyectiles y enviado sus propios misiles para encontrarlos. Esa cita se había concertado con frecuencia, muy alto sobre la Tierra, donde el firmamento era negro y el Sol y las estrellas compartían juntos los cielos. Entonces, esa indescriptible llama había florecido durante un instante, enviando hacia el espacio un mensaje que en los siglos venideros otros ojos que los del Hombre verían y entenderían.
Pero habían pasado días desde ese acontecimiento, al principio de la guerra. Los defensores habían sido barridos a un lado hacía ya mucho tiempo, como sabían que debía ser. Se habían aferrado a la vida lo suficiente como para cumplir su deber; demasiado tarde, el enemigo había comprendido su error. Ya no enviaría más cohetes; aquellos que todavía estaban cayendo los habían despachado hacía horas en trayectorias secretas que los habían conducido muy fuera del espacio. Ahora volvían inertes y sin guía, esperando en vano las señales que deberían dirigirlos hacia sus destinos. Uno por uno caían al azar sobre un mundo al que ya no podrían hacerle daño. El río ya había inundado sus riberas; en algún lugar de su curso el terreno había cedido bajo aquel colosal martillazo y el camino al mar ya no estaba abierto. El polvo caía todavía en una fina lluvia, como lo haría durante muchos días, mientras las ciudades y los tesoros del Hombre volvían al mundo que los había hecho nacer. Pero el cielo ya no estaba totalmente oscurecido y en el Oeste el Sol se afirmaba a través de coléricos bancos de nubes.
Aquí, sobre el borde del río, se había levantado una iglesia, y pese a que no quedaban ni trazas del edificio, las lápidas que los años habían reunido a su alrededor marcaban todavía su localización. Las planchas de piedra yacían ahora en filas paralelas, quebradas a la altura de sus bases y apuntando silenciosamente a lo largo de la línea de la explosión. Algunas estaban medio aplastadas dentro de la tierra, otras se habían resquebrajado y ampollado por el espantoso calor, pero muchas todavía contenían los mensajes que en vano habían conducido a través de los siglos. La luz murió en el Oeste y el carmesí artificial se desvaneció del cielo. Aun así, las palabras grabadas todavía podían leerse claramente, iluminadas por un resplandor firme y constante, demasiado débil para ser visto de día, pero lo suficientemente fuerte como para desterrar la noche. La tierra ardía: en varias millas el brillo de su radiactividad se reflejaba en las nubes. A través del paisaje débilmente iluminado se retorcía la oscura cinta del río, que se ensanchaba más y más, y mientras las aguas inundaban la región, ese brillo mortecino continuaba en sus profundidades, inmutable. En una generación, quizá desaparecería de la vista, pero podrían pasar cien años antes que la vida pudiera caminar por esta senda, sana y salva.
produjo al detonar. Entonces, aun antes de que pudieran saltar en llamas, las ondas expansivas les alcanzaron y dejaron de existir. Milla tras milla, el voraz hemisferio en llamas se había expandido sobre los nivelados campos de labranza y desde su corazón se había elevado el retorcido mástil del tótem que había obsesionado las mentes humanas durante tanto tiempo y con tan poca utilidad. El cohete había sido una bala perdida, uno de los últimos en ser disparado. Era difícil decir hacia qué blanco había sido dirigido. No a Londres, por cierto, porque Londres ya no era un objetivo militar. Londres, en realidad, ya no era absolutamente nada. Hacía rato que los hombres que tenían esa obligación habían calculado que tres de las bombas de hidrógeno serían suficientes para aquel blanco tan pequeño. Al enviar veinte habían sido quizá un poco más que celosos de su deber. Esta no era una de las veinte que tan bien habían hecho su trabajo. Tanto su destino como su origen eran desconocidos: ¿había llegado atravesando los solitarios desiertos del Ártico o desde muy alto sobre el Atlántico? Nadie podía decirlo y a pocos les importaba ahora. En un tiempo había habido hombres que habían sabido tales cosas, que habían vigilado desde lejos el vuelo de los grandes proyectiles y enviado sus propios misiles para encontrarlos. Esa cita se había concertado con frecuencia, muy alto sobre la Tierra, donde el firmamento era negro y el Sol y las estrellas compartían juntos los cielos. Entonces, esa indescriptible llama había florecido durante un instante, enviando hacia el espacio un mensaje que en los siglos venideros otros ojos que los del Hombre verían y entenderían.
Pero habían pasado días desde ese acontecimiento, al principio de la guerra. Los defensores habían sido barridos a un lado hacía ya mucho tiempo, como sabían que debía ser. Se habían aferrado a la vida lo suficiente como para cumplir su deber; demasiado tarde, el enemigo había comprendido su error. Ya no enviaría más cohetes; aquellos que todavía estaban cayendo los habían despachado hacía horas en trayectorias secretas que los habían conducido muy fuera del espacio. Ahora volvían inertes y sin guía, esperando en vano las señales que deberían dirigirlos hacia sus destinos. Uno por uno caían al azar sobre un mundo al que ya no podrían hacerle daño. El río ya había inundado sus riberas; en algún lugar de su curso el terreno había cedido bajo aquel colosal martillazo y el camino al mar ya no estaba abierto. El polvo caía todavía en una fina lluvia, como lo haría durante muchos días, mientras las ciudades y los tesoros del Hombre volvían al mundo que los había hecho nacer. Pero el cielo ya no estaba totalmente oscurecido y en el Oeste el Sol se afirmaba a través de coléricos bancos de nubes.
Aquí, sobre el borde del río, se había levantado una iglesia, y pese a que no quedaban ni trazas del edificio, las lápidas que los años habían reunido a su alrededor marcaban todavía su localización. Las planchas de piedra yacían ahora en filas paralelas, quebradas a la altura de sus bases y apuntando silenciosamente a lo largo de la línea de la explosión. Algunas estaban medio aplastadas dentro de la tierra, otras se habían resquebrajado y ampollado por el espantoso calor, pero muchas todavía contenían los mensajes que en vano habían conducido a través de los siglos. La luz murió en el Oeste y el carmesí artificial se desvaneció del cielo. Aun así, las palabras grabadas todavía podían leerse claramente, iluminadas por un resplandor firme y constante, demasiado débil para ser visto de día, pero lo suficientemente fuerte como para desterrar la noche. La tierra ardía: en varias millas el brillo de su radiactividad se reflejaba en las nubes. A través del paisaje débilmente iluminado se retorcía la oscura cinta del río, que se ensanchaba más y más, y mientras las aguas inundaban la región, ese brillo mortecino continuaba en sus profundidades, inmutable. En una generación, quizá desaparecería de la vista, pero podrían pasar cien años antes que la vida pudiera caminar por esta senda, sana y salva.