Tal como uno puede leer las
emociones en el rostro ajeno pero familiar de un perro o
de un caballo, así me pareció comprender los sentimientos del ser que tenía frente a mí. Aquí había sabiduría y autoridad..., la energía tranquila y confiada que se advierte en el famoso retrato del Dux Loredano, de Bellini. Pero también había tristeza..., la tristeza de una raza que había hecho un esfuerzo inmenso, y lo había hecho en vano. Todavía no sabemos por qué esta solitaria estatua es la única representación artística que de sí mismos hicieron los jovianos. Uno no esperaría encontrar tabúes de esta naturaleza en una raza tan avanzada; tal vez conozcamos la respuesta cuando hayamos descifrado las inscripciones grabadas sobre los muros de la cámara. Aún así, yo ya estaba seguro de la finalidad de esa estatua. Fue puesta aquí para actuar como un puente temporal y saludar a los seres que algún día se alzaran sobre las pisadas de sus creadores. Quizá por eso estaba hecha de un tamaño tan inferior al real. Ya en aquel entonces debían haber supuesto que el futuro pertenecía a la Tierra o a Venus y, por tanto, a seres a los que ellos hubiesen tomado por enanos. Sabían que el tamaño podía ser, al igual que el tiempo, una barrera. Pocos minutos más tarde, estaba con mis compañeros en camino de vuelta hacia la nave, ansioso de comunicarle el descubrimiento al profesor. El había estado echando un sueñecito, pese a que no creo que promediara más de cuatro horas de sueño diarias durante todo el tiempo que estuvimos en Cinco. La dorada luz de Júpiter inundaba la metálica llanura cuando salimos de la corteza y estuvimos una vez más bajo las estrellas. —¡Hola! —escuché a Bill en la radio—. El profesor ha movido la nave. —¡Es absurdo! —retruqué—. Está exactamente donde la dejamos. Luego giré mi cabeza y vi la causa de la equivocación de Bill. Teníamos visitas. La segunda nave había aterrizado a un par de kilómetros de distancia y, de acuerdo con lo que podían ver mis inexpertos ojos, muy bien podía haber sido una réplica exacta de la nuestra. Cuando atravesamos la compuerta, nos encontramos con que el profesor, un poco legañoso, ya hacía las veces de anfitrión. Para nuestra sorpresa, mas no exactamente para nuestro disgusto, uno de los tres vigilantes era una muchacha de pelo castaño, extremadamente atractiva.
—Este es —dijo un tanto cansado el profesor Forster—, el señor Randolph Mays, el escritor científico. Me imagino que ya han oído hablar de él. Y éste es... —se volvió hacia Mays—. Me temo que no he retenido los nombres. —Mi piloto, Donald Hopkins; mi secretaria, Marianne Mitchell. Hubo apenas una pequeña pausa antes de la palabra «secretaria», pero fue lo suficientemente larga como para encender en mi cerebro una pequeña señal luminosa. Pude reprimir el movimiento de mis cejas, pero pesqué una mirada de Bill que decía sin necesidad de palabras: «Si estás pensando lo que yo pienso, me avergüenzo de ti.» Mays era un hombre alto, un poco pálido, de cabello ralo, y con una actitud de bonhomía que parecía ser sólo superficial..., la coloración protectora de un hombre que debe mostrarse amigable con demasiada gente. —Espero que esto sea para ustedes una sorpresa tan grande como lo es para mí — dijo con innecesaria sinceridad—. Ciertamente, nunca creí encontrar a nadie que llegara aquí antes que yo, y ciertamente nunca esperé encontrarme con todo esto. —¿Qué le trajo por aquí? —dijo Ashton, tratando de no parecer demasiado sospechosamente inquisidor.
—Precisamente se lo estaba explicando al profesor. ¿Me puede dar la carpeta, Marianne?... Gracias.
Sacó una serie de pinturas astronómicas, muy buenas por cierto, y las hizo circular. Mostraban los planetas vistos desde sus satélites..., un tema bastante común, por supuesto.
—Todos ustedes ya han visto esta clase de cosas —continuó Mays—, pero aquí hay una diferencia. Estas pinturas tiene casi cien años de antigüedad. Fueron pintadas por un
de un caballo, así me pareció comprender los sentimientos del ser que tenía frente a mí. Aquí había sabiduría y autoridad..., la energía tranquila y confiada que se advierte en el famoso retrato del Dux Loredano, de Bellini. Pero también había tristeza..., la tristeza de una raza que había hecho un esfuerzo inmenso, y lo había hecho en vano. Todavía no sabemos por qué esta solitaria estatua es la única representación artística que de sí mismos hicieron los jovianos. Uno no esperaría encontrar tabúes de esta naturaleza en una raza tan avanzada; tal vez conozcamos la respuesta cuando hayamos descifrado las inscripciones grabadas sobre los muros de la cámara. Aún así, yo ya estaba seguro de la finalidad de esa estatua. Fue puesta aquí para actuar como un puente temporal y saludar a los seres que algún día se alzaran sobre las pisadas de sus creadores. Quizá por eso estaba hecha de un tamaño tan inferior al real. Ya en aquel entonces debían haber supuesto que el futuro pertenecía a la Tierra o a Venus y, por tanto, a seres a los que ellos hubiesen tomado por enanos. Sabían que el tamaño podía ser, al igual que el tiempo, una barrera. Pocos minutos más tarde, estaba con mis compañeros en camino de vuelta hacia la nave, ansioso de comunicarle el descubrimiento al profesor. El había estado echando un sueñecito, pese a que no creo que promediara más de cuatro horas de sueño diarias durante todo el tiempo que estuvimos en Cinco. La dorada luz de Júpiter inundaba la metálica llanura cuando salimos de la corteza y estuvimos una vez más bajo las estrellas. —¡Hola! —escuché a Bill en la radio—. El profesor ha movido la nave. —¡Es absurdo! —retruqué—. Está exactamente donde la dejamos. Luego giré mi cabeza y vi la causa de la equivocación de Bill. Teníamos visitas. La segunda nave había aterrizado a un par de kilómetros de distancia y, de acuerdo con lo que podían ver mis inexpertos ojos, muy bien podía haber sido una réplica exacta de la nuestra. Cuando atravesamos la compuerta, nos encontramos con que el profesor, un poco legañoso, ya hacía las veces de anfitrión. Para nuestra sorpresa, mas no exactamente para nuestro disgusto, uno de los tres vigilantes era una muchacha de pelo castaño, extremadamente atractiva.
—Este es —dijo un tanto cansado el profesor Forster—, el señor Randolph Mays, el escritor científico. Me imagino que ya han oído hablar de él. Y éste es... —se volvió hacia Mays—. Me temo que no he retenido los nombres. —Mi piloto, Donald Hopkins; mi secretaria, Marianne Mitchell. Hubo apenas una pequeña pausa antes de la palabra «secretaria», pero fue lo suficientemente larga como para encender en mi cerebro una pequeña señal luminosa. Pude reprimir el movimiento de mis cejas, pero pesqué una mirada de Bill que decía sin necesidad de palabras: «Si estás pensando lo que yo pienso, me avergüenzo de ti.» Mays era un hombre alto, un poco pálido, de cabello ralo, y con una actitud de bonhomía que parecía ser sólo superficial..., la coloración protectora de un hombre que debe mostrarse amigable con demasiada gente. —Espero que esto sea para ustedes una sorpresa tan grande como lo es para mí — dijo con innecesaria sinceridad—. Ciertamente, nunca creí encontrar a nadie que llegara aquí antes que yo, y ciertamente nunca esperé encontrarme con todo esto. —¿Qué le trajo por aquí? —dijo Ashton, tratando de no parecer demasiado sospechosamente inquisidor.
—Precisamente se lo estaba explicando al profesor. ¿Me puede dar la carpeta, Marianne?... Gracias.
Sacó una serie de pinturas astronómicas, muy buenas por cierto, y las hizo circular. Mostraban los planetas vistos desde sus satélites..., un tema bastante común, por supuesto.
—Todos ustedes ya han visto esta clase de cosas —continuó Mays—, pero aquí hay una diferencia. Estas pinturas tiene casi cien años de antigüedad. Fueron pintadas por un