Pero si en verdad los hombres y sus
máquinas estuvieran volviendo desde el Norte (de
todas direcciones), otra vez podría escuchar sus voces cuando se hablaran uno al otro, y cuando lo hicieran a las tierras de donde hubieran llegado. El profesor Millward abandonaba el edificio de la Universidad sólo unas doce veces por año, y sólo por real necesidad. En las dos últimas décadas había conseguido todo lo que necesitaba de los negocios del área de Bloomsbury, ya que en el éxodo definitivo grandes cantidades de mercaderías fueron abandonadas por falta de transporte. En más de un aspecto, su vida podía ser calificada como lujosa: ningún profesor de literatura inglesa se vistió jamás con galas similares a las que había tomado de una peletería de Oxford Street. El Sol brillaba en un cielo sin nubes cuando se echó el fardo al hombro y quitó el cerrojo a las macizas puertas. Diez años atrás todavía había cuadrillas de perros hambrientos que cazaban por este barrio, y pese a que no había visto ninguno durante varios años, aún era muy cauteloso y cuando salía siempre llevaba un revólver. La luz solar era tan brillante que sus reflejos herían sus ojos; pero no calentaba casi nada. Pese a que el cinturón de polvo cósmico a través del cual estaba pasando el Sistema Solar había producido poca diferencia visible en el brillo solar, le había robado toda su fuerza. Nadie sabía si el mundo nadaría de nuevo en la calidez dentro de diez años o de mil, y la civilización había volado hacia el Sur en búsqueda de tierras en donde la palabra «verano» no fuera una vacía ficción. La nieve caída estaba fuertemente apisonada y el profesor Millward tuvo poca dificultad en llegar a Tottenham Court Road. Algunas veces le llevaba horas abrirse camino entre la nieve, y una vez estuvo sitiado en su gran montón de cemento durante nueve meses. Se mantuvo alejado de las casas con sus peligrosas cargas de nieve y sus damócleos carámbanos, y se dirigió al Norte hasta que llegó al comercio que estaba buscando. Encima de las ventanas destrozadas aún brillaban las palabras «Jenkins e Hijos. Radio y Electricidad. Especialistas en Televisión». Se había filtrado algo de nieve a través de una rota sección del techo, pero el pequeño cuarto de arriba no había cambiado desde su última visita, una docena de años atrás. La radio de banda completa aún estaba sobre la mesa y las latas vacías desparramadas en el suelo hablaban quedamente de las solitarias horas que había pasado allí antes de que muriere toda esperanza. Se preguntó si debería pasar otra vez por la misma penosa experiencia.
El profesor Millward sacudió la nieve del «The Amateur Radio Handbook for 1965», que le había enseñado lo poco que sabía de radiocomunicación. Los «testers» y las baterías aún yacían en sus semirecordados lugares y para su alivio algunas de las baterías todavía conservaban su carga. Buscó afanosamente entre las mercaderías hasta que pudo conseguir las fuentes necesarias de energía y probó la radio lo mejor que pudo. Entonces estuvo listo.
Era una pena que nunca pudiera enviar a los fabricantes el testimonio que merecían. El leve «soplido» del micrófono despertaba recuerdos de la B.B.C., de las noticias de las nueve en punto y los conciertos sinfónicos, de todas las cosas que había dado por sentadas en un mundo que se había ido como un sueño. Con una impaciencia escasamente controlada movió las bandas de frecuencia, pero no había nada en ningún lado excepto aquel omnipresente soplido. Era desalentador, pero nada más: recordó que la verdadera prueba vendría de noche. Mientras tanto recorrería los negocios circundantes para encontrar algo que pudiera serle útil. Al atardecer volvió al cuartito. A cien millas sobre su cabeza, tenue e invisible, la capa de Heaviside se estaría expandiendo hacia las estrellas mientras caía el Sol. Así lo había hecho todas las tardes durante millones de años, y sólo durante medio siglo el Hombre la había utilizado con sus propios fines, para reflejar alrededor del mundo sus mensajes de odio o de paz, para hacerle eco de trivialidades o para hacerla sonar con música alguna vez llamada inmortal.
todas direcciones), otra vez podría escuchar sus voces cuando se hablaran uno al otro, y cuando lo hicieran a las tierras de donde hubieran llegado. El profesor Millward abandonaba el edificio de la Universidad sólo unas doce veces por año, y sólo por real necesidad. En las dos últimas décadas había conseguido todo lo que necesitaba de los negocios del área de Bloomsbury, ya que en el éxodo definitivo grandes cantidades de mercaderías fueron abandonadas por falta de transporte. En más de un aspecto, su vida podía ser calificada como lujosa: ningún profesor de literatura inglesa se vistió jamás con galas similares a las que había tomado de una peletería de Oxford Street. El Sol brillaba en un cielo sin nubes cuando se echó el fardo al hombro y quitó el cerrojo a las macizas puertas. Diez años atrás todavía había cuadrillas de perros hambrientos que cazaban por este barrio, y pese a que no había visto ninguno durante varios años, aún era muy cauteloso y cuando salía siempre llevaba un revólver. La luz solar era tan brillante que sus reflejos herían sus ojos; pero no calentaba casi nada. Pese a que el cinturón de polvo cósmico a través del cual estaba pasando el Sistema Solar había producido poca diferencia visible en el brillo solar, le había robado toda su fuerza. Nadie sabía si el mundo nadaría de nuevo en la calidez dentro de diez años o de mil, y la civilización había volado hacia el Sur en búsqueda de tierras en donde la palabra «verano» no fuera una vacía ficción. La nieve caída estaba fuertemente apisonada y el profesor Millward tuvo poca dificultad en llegar a Tottenham Court Road. Algunas veces le llevaba horas abrirse camino entre la nieve, y una vez estuvo sitiado en su gran montón de cemento durante nueve meses. Se mantuvo alejado de las casas con sus peligrosas cargas de nieve y sus damócleos carámbanos, y se dirigió al Norte hasta que llegó al comercio que estaba buscando. Encima de las ventanas destrozadas aún brillaban las palabras «Jenkins e Hijos. Radio y Electricidad. Especialistas en Televisión». Se había filtrado algo de nieve a través de una rota sección del techo, pero el pequeño cuarto de arriba no había cambiado desde su última visita, una docena de años atrás. La radio de banda completa aún estaba sobre la mesa y las latas vacías desparramadas en el suelo hablaban quedamente de las solitarias horas que había pasado allí antes de que muriere toda esperanza. Se preguntó si debería pasar otra vez por la misma penosa experiencia.
El profesor Millward sacudió la nieve del «The Amateur Radio Handbook for 1965», que le había enseñado lo poco que sabía de radiocomunicación. Los «testers» y las baterías aún yacían en sus semirecordados lugares y para su alivio algunas de las baterías todavía conservaban su carga. Buscó afanosamente entre las mercaderías hasta que pudo conseguir las fuentes necesarias de energía y probó la radio lo mejor que pudo. Entonces estuvo listo.
Era una pena que nunca pudiera enviar a los fabricantes el testimonio que merecían. El leve «soplido» del micrófono despertaba recuerdos de la B.B.C., de las noticias de las nueve en punto y los conciertos sinfónicos, de todas las cosas que había dado por sentadas en un mundo que se había ido como un sueño. Con una impaciencia escasamente controlada movió las bandas de frecuencia, pero no había nada en ningún lado excepto aquel omnipresente soplido. Era desalentador, pero nada más: recordó que la verdadera prueba vendría de noche. Mientras tanto recorrería los negocios circundantes para encontrar algo que pudiera serle útil. Al atardecer volvió al cuartito. A cien millas sobre su cabeza, tenue e invisible, la capa de Heaviside se estaría expandiendo hacia las estrellas mientras caía el Sol. Así lo había hecho todas las tardes durante millones de años, y sólo durante medio siglo el Hombre la había utilizado con sus propios fines, para reflejar alrededor del mundo sus mensajes de odio o de paz, para hacerle eco de trivialidades o para hacerla sonar con música alguna vez llamada inmortal.