lluvias. A través de todos estos cambios, el Swarm mantuvo su propósito, y siempre, en
los plazos convenidos, iba al lugar de encuentro que se había elegido hacía ya tanto tiempo, esperaba pacientemente durante un rato y se alejaba. Quizá el Swarm padre todavía estaba buscando o quizá (era una idea terrible y difícil de aceptar) le había alcanzado algún destino desconocido y había seguido el camino de la raza a la que había dominado anteriormente. No había nada que hacer más que esperar y ver si la tenaz forma de vida de este planeta podía ser obligada a entrar en el sendero que conducía a la inteligencia.
Y así pasaron los eones...
En algún lugar del laberinto de la evolución, el Swarm cometió su error fatal y siguió el camino equivocado. Hacía cien millones de años que había llegado a la Tierra y estaba muy cansado. No podía morir, pero podía degenerar. Los recuerdos de su viejo hogar y de sus destinos se estaban desvaneciendo: su inteligencia estaba decayendo aun cuando sus huéspedes estaban trepando la larga ladera que les conduciría al conocimiento de sí mismos.
Por una cósmica ironía, al dar el ímpetu que un día traería la inteligencia a este mundo, el Swarm se había consumido. Había alcanzado el último estado de parasitismo; ya no podía existir alejado de sus huéspedes. Ya nunca más podría cabalgar libre por este mundo, conducido por el viento y por el Sol. Para hacer el peregrinaje hasta el viejo lugar de encuentro, debía viajar lenta y difícilmente dentro de mil pequeños cuerpos. Aun así continuaba la costumbre inmemorial, conducido por el deseo de reunión que le quemaba con más voracidad que nunca, ahora que conocía la amargura del fracaso. Sólo si el Swarm padre retornara y lo reabsorbiera, podría conocer nueva vida y vigor. Los glaciares llegaron y se fueron; las pequeñas bestias que ahora albergaban a la decadente inteligencia extraña, escaparon de milagro de las garras del hielo. Los océanos conquistaron la tierra, y aun así la raza sobrevivió. Incluso se multiplicó, pero no podía hacer más. Este mundo no sería nunca su propiedad, porque muy lejos, en el corazón de otro continente, un cierto mono había descendido de los árboles y estaba mirando hacia las estrellas con los primeros indicios de curiosidad. La mente del Swarm se estaba dispersando, desparramándose entre un millón de pequeños cuerpos, y ya no era capaz de unirse y hacer imponer su voluntad. Había perdido toda cohesión, sus recuerdos se estaban desvaneciendo. En un millón de años como máximo, se habrían ido todos.
Sólo se mantenía una cosa... la ciega urgencia que todavía, a intervalos, que por alguna extraña aberración se estaban volviendo cada vez más cortos, le conducía a buscar su fin en un valle que había dejado de existir hacía ya mucho tiempo. Recorriendo tranquilamente la senda de la luz lunar, el crucero de placer pasó la isla con un guiñante faro, y entró en el fiordo. Era una noche tranquila y agradable, Venus se hundía en el Oeste, más allá de las Feroe, y las luces del puerto se reflejaban apenas temblorosamente en las lejanas y tranquilas aguas. Nils y Christina estaban extremadamente contentos. Parados uno al lado del otro contra la barandilla del barco, las manos entrelazadas, observaban las arboladas laderas que se deslizaban silenciosamente. Los altos árboles estaban inmóviles bajo la luz lunar, ni el menor soplo de viento molestaba sus hojas, desde charcos de sombra sus delgados troncos se elevaban pálidamente. Todo el mundo estaba dormido; solamente el barco se atrevía a romper el encanto que había hechizado la noche. De repente, Christina lanzó un pequeño gemido, y Nils sintió sus dedos apretarse convulsivamente sobre los suyos. Siguió su mirada: ella estaba mirando fijamente a través de las aguas, hacia los silenciosos centinelas del bosque.
—¿Qué pasa, querida?
—¡Mira! —replicó ella, en un suspiro que Nils apenas pudo escuchar.