Sin embargo, hubo una interesante consecuencia que debo contarles. Al día siguiente
de abrirse la nueva galería en el Museo Británico, fui para ver «El Embajador», en parte para descubrir si su impacto era todavía tan grande, en este ambiente que ahora le rodeaba. (Para la crónica, no lo era... pese a que aún es considerable, y Bloomsbury ya nunca me parecerá el mismo). Una inmensa multitud se arremolinaba alrededor de la galería, y en medio de ella estaban Mays y Marianne. Y terminamos compartiendo un muy agradable almuerzo en Holborn. Respecto de Mays diré esto... no guarda ningún rencor. Pero todavía estoy bastante resentido con Marianne.
Y, francamente, no puedo imaginarme qué ve en él. LOS POSEÍDOS
Y ahora este sol estaba tan cercano que el huracán de radiación estaba obligando al Swarm a volver a la oscura noche del espacio. Pronto ya no podría acercarse más; los ventarrones de luz sobre los cuales cabalgaba de estrella en estrella ya no podrían verse de frente tan cerca de su origen. A menos que encontrara un planeta muy pronto, y pudiera caer bajo la paz y seguridad de su sombra, este sol debía ser abandonado como ya lo habían sido tantos otros anteriormente. Ya se habían buscado y descartado seis fríos mundos exteriores. O estaban congelados más allá de toda esperanza de vida orgánica, o si no albergaban entidades de especies que eran inútiles para el Swarm. Para que éste pudiera sobrevivir, debía encontrar huéspedes no demasiado distintos de aquellos que había abandonado en su sentenciado y distante hogar. Hacía millones de años que el Swarm había comenzado su viaje, barrido hacia las estrellas por los fuegos que produjo, al estallar, su propio sol. Aun así, el recuerdo de su perdida tierra natal era agudo y claro, un dolor que no moriría nunca.
Adelante había un planeta, arrastrando su cono de sombra a través de la noche barrida por las llamas. Los sentidos que el Swarm había desarrollado a lo largo de su extenso viaje se proyectaron hacia el mundo que se acercaba, se proyectaron y lo encontraron aceptable. Los duros golpes de radiación cesaron cuando el negro disco del planeta eclipsó al Sol. El Swarm se deslizó suavemente en caída libre hasta que golpeó la franja exterior de la atmósfera. La primera vez que había aterrizado sobre un planeta casi encuentra la muerte, pero ahora contrajo su tenue sustancia con la impensada habilidad que da la larga práctica, hasta que formó una esfera pequeña y firmemente tejida. Su velocidad disminuyó lentamente, hasta que al fin flotó inmóvil entre la tierra y el cielo. Durante muchos años cabalgó los vientos de la estratosfera de polo a polo o dejó que los silenciosos disparos del alba le arrojaran hacia el Oeste, apartándolo del Sol naciente. En todos lados encontró vida, pero inteligencia en ninguno. Había cosas que se arrastraban, y volaban y saltaban, pero no había cosas que hablaran o construyeran. Dentro de diez millones de años podría haber aquí criaturas con mentes que el Swarm podría poseer y guiar para sus propios propósitos; pero ahora no había señal de ellas. No podía adivinar cuál de las innumerables formas de vida de este planeta sería la heredera del futuro, y sin tal huésped estaba indefenso... un mero esquema de cargas eléctricas, una matriz de orden y propio conocimiento en un universo de caos. El Swarm no tenía control sobre la materia por sus propios medios, pero aun así, una vez que se hubiera alojado en la mente de una raza sensorial, no había nada que estuviera fuera de su poder.