Pearson se levantó del peñasco sobre
el que estaba sentado y tembló ligeramente. La
noche se estaba poniendo fría, pero eso no era nada comparado con la sensación de desamparo interno que había invadido a Connolly mientras hablaba. —Roy, seré franco —comenzó lentamente—. Por supuesto que no te creo. Pero mientras tú mismo creas en Omega, él es real para ti, y sobre esa base yo lo aceptaré y lucharé contigo contra él.
—Puede ser un juego peligroso. ¿Qué sabemos lo que puede hacer cuando lo arrinconemos?
—Correré ese riesgo —replicó Pearson, empezando a bajar la colina. Connolly le siguió sin más discusión—. Mientras tanto, ¿qué te propones hacer? —Relajarme. Evitar emociones. Sobre todo, mantenerme alejado de las mujeres... Ruth, Maude y todo el resto. Esa ha sido la tarea más difícil. No es fácil romper los hábitos de toda una vida.
—Puedo creer eso —replicó Pearson, un poco secamente—. ¿Qué éxito tuviste? —Completo. Verás, su propia ansiedad derrota sus propósitos, llenándome con una especie de náusea y autorrepugnancia cada vez que pienso en el sexo. ¡Dios!, y pensar que toda la vida me he reído de los mojigatos y ahora me he vuelto uno de ellos. Allí estaba la respuesta, pensó Pearson en un repentino relámpago de percepción. El nunca lo habría creído, pero el pasado de Connolly finalmente le había alcanzado. Omega no era nada más que un símbolo de su conciencia, una personificación de la culpa. Cuando Connolly se diera cuenta de esto, dejaría de estar obsesionado. Y en lo que respecta a la extraordinariamente detallada naturaleza de su alucinación, ése era uno de los tantos ejemplos de las tretas que puede urdir la mente humana para engañarse a sí misma. Debía haber alguna razón de por qué la obsesión había adoptado esta forma, pero eso era de menor importancia.
Pearson le explicó esto a Connolly con detalle mientras se aproximaban al pueblo. El otro escuchó tan pacientemente que Pearson tuvo la incómoda sensación de que se estaba burlando de él, pero continuó ásperamente hasta el final: —Tu historia es tan lógica como la mía, pero ninguno de nosotros puede convencer al otro. Si tuvieras razón, entonces a su debido tiempo yo debería volver a «normal». No puedo negar la posibilidad: simplemente no la creo. No puedes imaginarte cuán real es Omega para mí. El es más real que tú: si cierro mis ojos tú te has ido, pero él aún está allí. ¡Me gustaría saber qué está esperando! He dejado atrás mi vieja vida; «él» sabe que no volveré a ella mientras él esté allí. ¿Entonces qué gana con quedarse ahí? —se volvió hacia Pearson con una ansiedad febril—. Eso es lo que realmente me asusta, Jack. El debe saber cuál es mi futuro... toda mi vida debe ser como un libro en el que se puede zambullir cuando quiere. Por tanto, debe haber alguna experiencia delante de mí que está esperando saborear. A veces..., a veces me preguntó si no es mi muerte. Ahora estaban entre las casas de las afueras del pueblo, y delante de ellos la vida nocturna de Syrene se les acercaba. Ahora que ya no estaban solos, hubo un cambio sutil en la actitud de Connolly. En la cima de la colina había estado, si no con su personalidad habitual, al menos amistoso y predispuesto a hablar. Pero ahora, la vista que tenía ante sí de las multitudes felices y libres de preocupaciones, pareció hacerle replegarse en sí mismo. Se detuvo mientras Pearson avanzaba e inmediatamente se negó a ir más lejos. —¿Qué pasa? —preguntó Pearson— Seguro que vendrás al hotel y cenarás conmigo, ¿no?
Connolly sacudió su cabeza.
—No puedo —dijo—. Me encontraría con demasiada gente. Era una frase sorprendente en un hombre que siempre se había deleitado con multitudes y fiestas. Mostraba como nadie lo había hecho, cuánto había cambiado Connolly. Antes de que Pearson pudiera pensar una réplica adecuada, el otro giró sobre
noche se estaba poniendo fría, pero eso no era nada comparado con la sensación de desamparo interno que había invadido a Connolly mientras hablaba. —Roy, seré franco —comenzó lentamente—. Por supuesto que no te creo. Pero mientras tú mismo creas en Omega, él es real para ti, y sobre esa base yo lo aceptaré y lucharé contigo contra él.
—Puede ser un juego peligroso. ¿Qué sabemos lo que puede hacer cuando lo arrinconemos?
—Correré ese riesgo —replicó Pearson, empezando a bajar la colina. Connolly le siguió sin más discusión—. Mientras tanto, ¿qué te propones hacer? —Relajarme. Evitar emociones. Sobre todo, mantenerme alejado de las mujeres... Ruth, Maude y todo el resto. Esa ha sido la tarea más difícil. No es fácil romper los hábitos de toda una vida.
—Puedo creer eso —replicó Pearson, un poco secamente—. ¿Qué éxito tuviste? —Completo. Verás, su propia ansiedad derrota sus propósitos, llenándome con una especie de náusea y autorrepugnancia cada vez que pienso en el sexo. ¡Dios!, y pensar que toda la vida me he reído de los mojigatos y ahora me he vuelto uno de ellos. Allí estaba la respuesta, pensó Pearson en un repentino relámpago de percepción. El nunca lo habría creído, pero el pasado de Connolly finalmente le había alcanzado. Omega no era nada más que un símbolo de su conciencia, una personificación de la culpa. Cuando Connolly se diera cuenta de esto, dejaría de estar obsesionado. Y en lo que respecta a la extraordinariamente detallada naturaleza de su alucinación, ése era uno de los tantos ejemplos de las tretas que puede urdir la mente humana para engañarse a sí misma. Debía haber alguna razón de por qué la obsesión había adoptado esta forma, pero eso era de menor importancia.
Pearson le explicó esto a Connolly con detalle mientras se aproximaban al pueblo. El otro escuchó tan pacientemente que Pearson tuvo la incómoda sensación de que se estaba burlando de él, pero continuó ásperamente hasta el final: —Tu historia es tan lógica como la mía, pero ninguno de nosotros puede convencer al otro. Si tuvieras razón, entonces a su debido tiempo yo debería volver a «normal». No puedo negar la posibilidad: simplemente no la creo. No puedes imaginarte cuán real es Omega para mí. El es más real que tú: si cierro mis ojos tú te has ido, pero él aún está allí. ¡Me gustaría saber qué está esperando! He dejado atrás mi vieja vida; «él» sabe que no volveré a ella mientras él esté allí. ¿Entonces qué gana con quedarse ahí? —se volvió hacia Pearson con una ansiedad febril—. Eso es lo que realmente me asusta, Jack. El debe saber cuál es mi futuro... toda mi vida debe ser como un libro en el que se puede zambullir cuando quiere. Por tanto, debe haber alguna experiencia delante de mí que está esperando saborear. A veces..., a veces me preguntó si no es mi muerte. Ahora estaban entre las casas de las afueras del pueblo, y delante de ellos la vida nocturna de Syrene se les acercaba. Ahora que ya no estaban solos, hubo un cambio sutil en la actitud de Connolly. En la cima de la colina había estado, si no con su personalidad habitual, al menos amistoso y predispuesto a hablar. Pero ahora, la vista que tenía ante sí de las multitudes felices y libres de preocupaciones, pareció hacerle replegarse en sí mismo. Se detuvo mientras Pearson avanzaba e inmediatamente se negó a ir más lejos. —¿Qué pasa? —preguntó Pearson— Seguro que vendrás al hotel y cenarás conmigo, ¿no?
Connolly sacudió su cabeza.
—No puedo —dijo—. Me encontraría con demasiada gente. Era una frase sorprendente en un hombre que siempre se había deleitado con multitudes y fiestas. Mostraba como nadie lo había hecho, cuánto había cambiado Connolly. Antes de que Pearson pudiera pensar una réplica adecuada, el otro giró sobre