—¿Supongo —dijo Danstor pensativamente, pero sin mucha convicción— que no
serviría? Nos hubiera ahorrado un montón de problemas. —Me temo que no. A juzgar por su ropa y el trabajo al que estaba obviamente dedicado, no pudo haber sido un ciudadano muy inteligente o valioso. Dudo de hubiera podido siquiera entender quiénes somos. —¡Aquí hay otro! —dijo Danstor, señalando hacia delante.
—No hagas ningún movimiento repentino que pusiera causarle alarma. Camina naturalmente y déjale hablar primero.
El hombre de adelante dio grandes pasos hacia ellos con decisión, no mostró la más leve señal de reconocimiento y antes de que se recobraran ya estaba desapareciendo en la distancia.
—¡Bueno! —dijo Danstor.
—No importa —replicó Crysteel filosóficamente—. Probablemente tampoco nos hubiera servido.
—¡Esa no es excusa para tener malos modales! Miraron con cierta indignación la espalda del profesor Fitzsimmons, mientras éste, luciendo su más anti equipo de andar y absorto en una parte difícil de la teoría atómica, se empequeñecía en el fondo de la senda. Por primera vez, Crysteel comenzó a sospechar que hacer contacto podría no ser tan simple como n ingenuamente había creído. Little Milton era un típico pueblo inglés, que reposaba al pie de las colinas cuyas más altas laderas ocultaban ahora un secreto tan portentoso. Había muy poca gente paseando en esta mañana de verano, porque los hombres ya estaban en el trabajo y las mujeres todavía estaban recobrándose de la agobiante tarea de sacar a sus dueños y señores del camino, sanos y salvos. consecuentemente Crysteel y Danstor casi habían alanzado el centro del pueblo antes de su primer encuentro, que resultó ser con el cartero del pueblo, que pedaleaba de vuelta a su oficina después de completar la ronda. Estaba de muy mal humor, pues había tenido que entregar una postal de un penique en la granja de Dodgson, a un par de millas fuera de su ruta normal. Además, el paquete semanal de ropa blanca que Gunner Evans le enviaba a su chocheante madre había sido más pesado de lo normal, como no podía ser de otra manera, ya que contenía cuatro latas de excelente carne de buey robadas de la charcutería. —Perdóneme —dijo Danstor cortésmente.
—No puedo parar —dijo el cartero, sin humor para una conversación accidental—. Tengo que hacer otra vuelta —y se fue.
—¡Realmente, esto es el colmo! —protestó Danstor—. ¿Van a ser todos así? —Simplemente debes ser paciente —dijo Crysteel—. Recuerda que sus costumbres son algo diferentes de las nuestras; ganarse su confianza puede llevar algún tiempo. Ya he tenido anteriormente este tipo de problemas con razas primitivas. Todo antropólogo debe acostumbrarse a eso.
—Hum —dijo Danstor—. Sugiero que llamemos en alguna de sus casas. No podrán salir corriendo.
—Muy bien —aceptó Crysteel dubitativamente—. Pero evita cualquier cosa que parezca una capilla religiosa; de otro modo nos meteremos en líos. La casa de reunión de la vieja viuda Tomkins difícilmente podría ser confundida, aun por los menos experimentados exploradores, con tal cosa. La vieja dama estaba agradablemente excitada al ver a dos caballeros parados sobre el escalón de su puerta y no notó absolutamente nada extraño acerca de sus ropas. Visiones, de legados inesperados, de reporteros preguntándole acerca de su centésimo primer cumpleaños (en realidad tenía sólo noventa y cinco, pero se las había arreglado para mantenerlo oculto), brillaron a través de su mente. Recogió la pizarra que guardaba colgada cerca de la puerta y avanzó alegremente para saludar a sus visitantes.