glaciares de hace cincuenta mil años. El doctor Clayton había hecho una carta de forma
que pudiera identificar los estratos a medida que los atravesábamos inmediatamente vi que había pasado el suelo aluvial y estaba entrando al gran plato de arcilla que atrapa sostiene el agua artesiana de la ciudad. En seguida, eso también fue dejado atrás, y me estaba dejando caer a través de la roca sólida a casi una milla de la superficie. La imagen todavía era clara y brillante, pese a que sabía poco que ver, porque ahora había pocos cambios en la estructura terrestre. La presión ya se estaba ovando a mil atmósferas; en seguida sería imposible que cualquier cavidad permaneciera abierta, porque!a misma roca empezaría a fluir. Me hundí milla tras milla, pero sobre la pantalla sólo flotaba una pálida niebla, a veces rota cuando los ecos eran devueltos desde vetas o filones de un material más denso. Se volvían más y más escasas a medida que aumentaba la profundidad... o si no eran tan pequeñas que ya no se podían ver. Por supuesto, la escala de la imagen estaba expandiéndose continuamente. Ahora tenía muchas millas de ancho y me sentí como un aviador que mira hacia abajo desde una gran altura, un ininterrumpido techo de nubes. Por un momento, me atrapó una sensación de vértigo mientras pensaba en el abismo dentro del cual estaba mirando. Ya no creo que el mundo vuelva a parecerme sólido. A la profundidad de diez millas me paré y miré;: al profesor. No había habido alteración por cierto tiempo y yo sabía que ahora la roca debía estar comprimida en una masa informe y homogénea. Hice un rápida cálculo mental y me estremecí al pensar que la presión debía ser de treinta toneladas por pulgada cuadrad”como mínimo. El pulso explorador giraba ahora más lentamente, porque los débiles ecos tardaban muchos segundos para volver luchando desde las profundidades. —Bueno, profesor —dije—. Le felicito. Es una hazaña maravillosa. Pero parece que ahora hemos llegado al corazón. No creo que haya ningún cambio desde aquí hasta el centro.
Se sonrió de costado.
—Siga —dijo—. Todavía no ha terminado.
Había algo en su voz que me extrañó y me alarmó. Le miré atentamente por un instante: sus facciones eran apenas visibles en el brillo verde-azulado del tubo de rayos catódicos.
—¿Hasta dónde puede llegar esto? —le pregunté, cuando recomenzó el interminable descenso.
—Quince millas —dijo lacónicamente. Me pregunté cómo lo sabía, porque el último rasgo distintivo que yo había visto con claridad estaba a ocho millas debajo de nosotros. Pero continué la larga caída a través de la roca, girando ahora el trazador más y más lentamente, hasta que hacer una revolución completa le llevó casi cinco minutos. Podía oír al profesor respirando pesadamente detrás de mí, y una vez crujió el respaldo de mi silla cuando lo apretaron sus dedos.
Entonces, de repente, comenzaron a reaparecer en la pantalla marcas muy opacas. Ansioso me incliné hacia adelante, preguntándome si ésta era la primera visión del corazón de hierro del mundo. Con agonizante lentitud, el trazador giró un ángulo recto, y luego otro. Y entonces..., súbitamente, salté de mi silla y grité: “¡Mi Dios!», y me di vuelta para enfrentar al profesor. Sólo una vez en mi vida había recibido tal shock intelectual... hacía quince años, cuando accidentalmente prendí la radio y oí la caída de la primera bomba atómica. Eso había sido inesperado, pero esto era inconcebible. Porque sobre la pantalla había aparecido un conglomerado de líneas oscuras, cruzando y recruzándose para formar un reticulado perfectamente simétrico. Sé que no dije nada durante muchos minutos, porque el trazador dio una vuelta completa mientras yo estaba helado por la sorpresa. Entonces el profesor habló con una voz suave, monstruosamente tranquila: