grandes barras de cobre comenzaron a
brillar con un color rojo-cereza. El acre olor de
aislamiento ardiente llenó el aire y el metal fundido cayó pesadamente en el piso de abajo, solidificándose inmediatamente sobre las placas de cemento. De golpe, los conductores cedieron mientras las terminales de la carga se libraban de sus soportes. Con un color verde brillante, los-arcos de cobre ardiente se inflamaron y murieron mientras se abría el circuito. Las terminales libres de los inmensos conductores cayeron hasta diez pies antes de chocar con el equipo de abajo. En una fracción de segundo se habían soldado a través de las líneas que conducían hasta el nuevo generador. Fuerzas más grandes que cualquiera producida por el Hombre hasta ese momento estaban en guerra con los bobinados de la máquina. No había resistencia que oponer a la corriente, pero la inducción de los tremendos bobinados retrasó el momento del pico de intensidad. La corriente se alzó a su máximo en una inmensa oleada que duró varios segundos. En ese instante Nelson llegaba al centro del hueco. Entonces la corriente trató de estabilizarse, oscilando desenfrenadamente entre límites más y más estrechos. Pero nunca alcanzó su estado estacionario; en alguna parte, los dispositivos de seguridad se sobrepusieron y entraron en operación, y el circuito que nunca debería haberse cerrado fue abierto otra vez. Con un último espasmo moribundo, casi tan violento como el primero, la corriente decayó definitivamente. Todo había terminado.
Cuando volvieron las luces de emergencia, el asistente de Nelson caminó hasta el borde del hueco del rotor. No sabía qué había sucedido, pero debía haber sido algo serio. Nelson, a cincuenta pies más abajo, debía estarse preguntando qué estaba pasando. —¡Hola, Dick! —gritó—. ¿Terminaste? Mejor que veamos cuál es el problema. No hubo respuesta. Se inclinó sobre el borde del gran hueco y miró en él. La luz era mala y la sombra del rotor impedía ver lo que había debajo. Al principio pareció que el hueco estaba vacío, pero eso era ridículo; había visto entrar a Nelson hacía pocos minutos. Llamó de nuevo.
—¡Hola! ¿Estás bien, Dick?
Nuevamente no hubo respuesta. Ya preocupado, e i asistente comenzó a descender por la escala. Estaba a mitad de camino cuando un sonido curioso, como e¡de un globo de juguete que explotara a gran distancia, le hizo mirar por encima de su hombro. Entonces vio a Nelson, yaciendo en el centro del hueco sobre el maderamen provisorio que cubría el eje de la turbina. Estaba muy quieto y parecía haber algo raro cerca del ángulo en que estaba acostado.
El físico jefe, Ralph Hughes, levantó la vista de su atestado escritorio cuando se abrió la puerta. Las cosas estaban retornando lentamente a la normalidad después de los desastres de la noche anterior. Afortunadamente, el problema no había afectado mucho a su departamento, ya que el generador no había sido dañado. Estaba contento de no ser el ingeniero jefe: Murdock todavía debía estar sepultado bajo un montón de papeles. El pensamiento le proporcionó al doctor Hughes una considerable satisfacción. —Hola, doc —saludó al visitante—. ¿Qué le trae por aquí? ¿Cómo anda su paciente? El doctor Sanderson saludó. brevemente.
—Estará fuera del hospital en un día o dos. Pero quiero hablarle de él. —No le conozco..., nunca voy cerca de la planta, excepto cuando todo el Directorio se pone de rodillas y me lo ruega. Después de todo, a Murdock se le paga para que el lugar funcione.
Sanderson sonrió con una mueca. No había afecto entre el ingeniero jefe y el brillante y joven físico. Sus personalidades eran demasiado diferentes y existía la inevitable rivalidad entre el teórico experto y el hombre «práctico». —Yo creo que eso es cosa suya, Ralph. De cualquier modo, está por encima de mí. ¿Oyó lo que le pasó a Nelson?
aislamiento ardiente llenó el aire y el metal fundido cayó pesadamente en el piso de abajo, solidificándose inmediatamente sobre las placas de cemento. De golpe, los conductores cedieron mientras las terminales de la carga se libraban de sus soportes. Con un color verde brillante, los-arcos de cobre ardiente se inflamaron y murieron mientras se abría el circuito. Las terminales libres de los inmensos conductores cayeron hasta diez pies antes de chocar con el equipo de abajo. En una fracción de segundo se habían soldado a través de las líneas que conducían hasta el nuevo generador. Fuerzas más grandes que cualquiera producida por el Hombre hasta ese momento estaban en guerra con los bobinados de la máquina. No había resistencia que oponer a la corriente, pero la inducción de los tremendos bobinados retrasó el momento del pico de intensidad. La corriente se alzó a su máximo en una inmensa oleada que duró varios segundos. En ese instante Nelson llegaba al centro del hueco. Entonces la corriente trató de estabilizarse, oscilando desenfrenadamente entre límites más y más estrechos. Pero nunca alcanzó su estado estacionario; en alguna parte, los dispositivos de seguridad se sobrepusieron y entraron en operación, y el circuito que nunca debería haberse cerrado fue abierto otra vez. Con un último espasmo moribundo, casi tan violento como el primero, la corriente decayó definitivamente. Todo había terminado.
Cuando volvieron las luces de emergencia, el asistente de Nelson caminó hasta el borde del hueco del rotor. No sabía qué había sucedido, pero debía haber sido algo serio. Nelson, a cincuenta pies más abajo, debía estarse preguntando qué estaba pasando. —¡Hola, Dick! —gritó—. ¿Terminaste? Mejor que veamos cuál es el problema. No hubo respuesta. Se inclinó sobre el borde del gran hueco y miró en él. La luz era mala y la sombra del rotor impedía ver lo que había debajo. Al principio pareció que el hueco estaba vacío, pero eso era ridículo; había visto entrar a Nelson hacía pocos minutos. Llamó de nuevo.
—¡Hola! ¿Estás bien, Dick?
Nuevamente no hubo respuesta. Ya preocupado, e i asistente comenzó a descender por la escala. Estaba a mitad de camino cuando un sonido curioso, como e¡de un globo de juguete que explotara a gran distancia, le hizo mirar por encima de su hombro. Entonces vio a Nelson, yaciendo en el centro del hueco sobre el maderamen provisorio que cubría el eje de la turbina. Estaba muy quieto y parecía haber algo raro cerca del ángulo en que estaba acostado.
El físico jefe, Ralph Hughes, levantó la vista de su atestado escritorio cuando se abrió la puerta. Las cosas estaban retornando lentamente a la normalidad después de los desastres de la noche anterior. Afortunadamente, el problema no había afectado mucho a su departamento, ya que el generador no había sido dañado. Estaba contento de no ser el ingeniero jefe: Murdock todavía debía estar sepultado bajo un montón de papeles. El pensamiento le proporcionó al doctor Hughes una considerable satisfacción. —Hola, doc —saludó al visitante—. ¿Qué le trae por aquí? ¿Cómo anda su paciente? El doctor Sanderson saludó. brevemente.
—Estará fuera del hospital en un día o dos. Pero quiero hablarle de él. —No le conozco..., nunca voy cerca de la planta, excepto cuando todo el Directorio se pone de rodillas y me lo ruega. Después de todo, a Murdock se le paga para que el lugar funcione.
Sanderson sonrió con una mueca. No había afecto entre el ingeniero jefe y el brillante y joven físico. Sus personalidades eran demasiado diferentes y existía la inevitable rivalidad entre el teórico experto y el hombre «práctico». —Yo creo que eso es cosa suya, Ralph. De cualquier modo, está por encima de mí. ¿Oyó lo que le pasó a Nelson?