Prefacio
"Alcanza el mañana" es mi segunda colección de cuentos cortos publicados por primera vez en 1956.
La mayoría de estos cuentos fue escrita entre 1945 y 1950, en el primer albor de la Era Atómica. Como un ejemplo de cuán difícil es para el escritor de ciencia-ficción mantenerse adelantado a los hechos, ya ha sido realizado el imaginario descubrimiento descrito en "La flecha del tiempo". Si se visita el Museo de Historia Natural (le Nueva York, se pueden ver las huellas fosilizadas de un dinosaurio persiguiendo a otro. Cuando escribí "Error técnico", hace más de veinte años, la idea de que esa curiosidad de laboratorio que era la superconductividad pudiera ser alguna vez usada para aplicaciones comerciales, parecía rebuscada. Pero va están construyéndose las primeras grandes máquinas que trabajan sobre este principio y, citando el "Science Journal" de abril de 1969, "están destinadas a causar una gran revolución en la industria de la energía eléctrica dentro de los próximos diez años". Las peculiaridades de la mecánica celeste, que forman la base de "Júpiter Cinco", son mucho más conocidas ahora que en los tempranos años de la década de los cincuenta, que fue cuando la escribí; son los verdaderos cimientos de las técnicas de encuentro orbital. Por derecho propio, este cuento debería ser dedicado al profesor George McVittie, en otro tiempo ni¡tutor en Matemática aplicada, si bien debo apresurarme en agregar que no tiene el menor parecido con el profesor del cuento. Si no me falla la memoria, he escrito sólo dos cuentos basados en ideas sugeridas por otras personas. Uno de ellos es "Los poseídos", y por este medio confieso mi agradecimiento a Mike Wilson, que puede compartir su parte de culpa. ARTHUR C. CLARKE
Nueva York, mayo de 1969.
PARTIDA DE RESCATE
¿De quién era la culpa? Durante tres días, los pensamientos de Alveron habían vuelto sobre aquella cuestión y todavía no les había encontrado respuesta. Una criatura de una raza menos civilizada, o menos sensible, nunca hubiera dejado torturar su mente con eso y se habría satisfecho con la seguridad de que nadie podía ser responsable de los avatares del destino. Pero Alveron y su especie habían sido los señores del Universo desde el alba de la historia, desde aquella tan lejana época en que la Barrera del Tiempo había sido envuelta alrededor del cosmos por los desconocidos poderes que yacían más allá del Principio. A ellos les fue dado todo el conocimiento; y con el conocimiento infinito iba la responsabilidad infinita. Si había equivocaciones y errores en la administración de la Galaxia, la culpa recaía sobre la cabeza de Alveron y su gente. Y esto no era una mera equivocación: era una de las mayores tragedias de la historia. La tripulación todavía no sabía nada. Aun a Rugon, su mejor amigo y lugarteniente del capitán de la nave, se le había dicho sólo una parte de la verdad. Pero ahora los sentenciados mundos yacían a menos de un billón de millas. En unas pocas horas aterrizarían en el tercer planeta.
Alveron leyó una vez más el mensaje de la Base; entonces, con el latigazo de un tentáculo que ningún ojo humano podría haber seguido, apretó el botón de «Alerta General». A través de todo el cilindro de una milla de largo que era la nave de Vigilancia