Prólogo
Texas, 1876
Como alma desconsolada, el viento silbaba y ululaba envolviendo a Antílope Veloz, cegándolo con un velo negro de cabello que le impedía ver la tumba solitaria que se alzaba ante él. No pestañeaba. El escozor que sentía en los ojos pertenecía a los vivos, y en este momento solo quería estar con los muertos.
La tosca cruz clavada en la tumba de Amy Masters, sacudida por las inclemencias del tiempo, había ya renunciado a mantenerse erecta. Veloz examinó las burdas letras talladas con crudeza en la madera, casi borradas por el tiempo, y se preguntó si estas palabras contendrían la canción de Amy. Por algún motivo, dudó que el tivo tiv-ope, la escritura de los hombres blancos, pudiese componer una imagen que hiciese honor a su magnificencia.
«Amy…»
Los recuerdos de Amy se arremolinaban en la cabeza de Antílope Veloz, con tanta vivacidad como si la hubiese visto ayer. Cabello dorado, ojos azules, sonrisa radiante… su hermosa, dulce y valiente Amy. Estos recuerdos la hicieron llorar con más remordimiento que vergüenza, porque debería haber llorado su pérdida mucho tiempo atrás. El dolor le hizo encogerse de hombros. Si hubiese llegado antes. «Doce años.» Le rompía el corazón imaginar que ella lo había esperado allí, unida a él de por vida por una promesa de matrimonio, para morir antes de que él pudiera cumplir con su parte del compromiso y volver a buscarla.
Las palabras que Henry Masters le había dirigido solo unos momentos antes, resonaron en su cabeza: «No está aquí, sucio comanche. Y es una bendición, si quieres saber mi opinión, que sea así, con tipejos como tú viniendo a cortejarla. El cólera se la llevó hace cinco años. Está enterrada en la parte de atrás, junto al granero».
Con mano temblorosa, Antílope Veloz enderezó la cruz que marcaba la tumba de Amy, tratando de imaginar cómo debía de haber sido su vida, esperándolo en esta granja miserable. Al morir, ¿habría mirado al horizonte con la esperanza de verlo allí? ¿Habría entendido que solo había sido la gran batalla por su gente la que lo había mantenido alejado de ella? Había prometido que volvería a por ella, y había cumplido con su promesa. Pero lo había hecho con cinco años de retraso.
Antílope Veloz sabía que debía montar en su caballo y salir de allí. Sus compañeros lo esperaban a unos kilómetros al oeste, con las alforjas llenas de lingotes de oro y la mirada puesta en el norte, a donde esperaban conducir el ganado robado. Pero era como si a Antílope Veloz le faltara la determinación necesaria para poner un pie delante de otro. Su plan de comprar un próspero rancho de ganado había dejado de interesarle. Todo lo que era yacía allí, con Amy, en aquella granja inhóspita.
Antílope levantó la cabeza y se quedó observando los campos de hierba que se extendían más allá de la granja. Sintió un enorme vacío, similar al que sintió cuando un año antes había entrado en el cañón Tule. En ese lugar, el pasado mes de septiembre, Mackenzie y sus soldados habían masacrado a cuatrocientos caballos comanches y habían dejado allí sus cuerpos para que se pudrieran. Aunque Antílope Veloz había tenido noticias del asalto que había sufrido su pueblo en el cañón de Palo Duro, aunque sabía de su derrota, no pudo darlo como cierto hasta que vio los miles de huesos esparcidos por la superficie del cañón, únicos restos visibles de la manada comanche. Fue entonces cuando Antílope Veloz supo, en lo más profundo de su ser, que su gente estaba acabada; sin caballos no eran nada.
Al igual que él no era nada sin Amy.
Poniéndose en pie, desenfundó el cuchillo y se rajó la mejilla desde la ceja hasta la barbilla, un último tributo a la enérgica chica tosi que le había robado el corazón con la generosidad de su amor. La sangre llegó chorreando hasta el montículo de tierra de su tumba. Se imaginó que era absorbida por la tierra, que se mezclaba con sus huesos. Si fuese así, una parte de él quedaría aquí con ella, por muy lejos que viajase o muchos inviernos que pasasen.
El comanche alzó los hombros, enfundó el cuchillo y caminó hacia su caballo. Después de montar, se quedó allí sentado un momento, con la vista perdida en el horizonte. Sus amigos lo esperaban hacia el oeste. Antílope espoleó el caballo y cabalgó en dirección sur. No sabía adónde iba. Y tampoco le importaba.