Capítulo 2
Octubre de 1879
El sol de mediodía calentaba los hombros de Veloz mientras guiaba su caballo negro por el camino de tierra que conducía, tras una cuesta, a Tierra de Lobos. Después de seis meses de viaje, en ocasiones por el desierto, otras por el paisaje inhóspito de las altas llanuras, la exuberancia del otoño de Oregón era como una fiesta para los sentidos. Respiró hondo y exhaló el aire fresco de la montaña, con los ojos puestos en las coloridas cumbres, que formaban una cadena de cadencias desde el naranja brillante al marrón oscuro y distintas tonalidades de verde. Nunca había visto tantas especies de árboles en un solo lugar: robles, abetos, pinos, arces y uno de preciosa hoja perenne que no pudo identificar, con troncos pelados que se doblaban por los brotes como dedos retorcidos.
La brisa le trajo voces de niños al subir por la colina. Sujetó las riendas del caballo y se detuvo un momento para contemplar por primera vez Tierra de Lobos, un pequeño y bullicioso pueblo minero a diez kilómetros de Jacksonville, la capital del condado. La calle principal parecía como cualquier otra de una comunidad blanca, con coloridos carteles publicitarios en las tiendas que se alineaban a ambos lados de la calle. A la izquierda, tres edificios de dos plantas se alternaban con una taberna, un hotel y un restaurante.
Arriba en la colina, enclavados junto a una gran casa de madera, Veloz divisó dos tipis. A juzgar por el humo que salía por los mástiles, alguien mantenía allí las tradiciones indias. Sonrió al recordar las palabras de la antigua profecía comanche: «Un solo lugar, donde comanches y tosi tivos vivan como un solo pueblo».
Un maravilloso olor a pan horneado flotaba en el aire. Casas de varios tamaños y estructuras, algunas impresionantes, otras meras casuchas de una habitación con jardines desiertos, moteaban el espeso terreno boscoso. En la distancia, Veloz vio a una mujer colgando la ropa junto a una pequeña cabaña. Un poco más arriba de ella, en la ladera, dos vacas deambulaban por el bosque, una mugiendo, la otra pastando hierba.
Veloz se relajó en la silla, dejando que el sentimiento de paz le invadiese. Habían pasado tres años desde su huida de la reserva india —tres largos y penosos años— y en todo ese tiempo nunca había llegado a un lugar que le dijera tantas cosas como este. Quizá, solo quizá, si esperaba y trataba de pasar desapercibido, podría aquí escapar a su reputación y abandonar para siempre las pistolas.
Un alboroto de risas captó su atención. Se echó el sombrero hacia atrás para ver con detenimiento el patio del colegio que se hallaba a su derecha. Una niña pequeña corría por el patio en dirección a la escuela, con su falda de algodón a cuadros revoloteando al viento mientras trataba de escapar de un chico que la perseguía. Poco después, alguien empezó a golpear un triángulo con una varilla metálica, con un sonido tan estridente, que Veloz entrecerró los ojos en dirección al porche. Vio un resplandor de pelo dorado y después oyó una voz dulce e inquietantemente familiar.
—Hora de volver a clase, niños. El recreo ha terminado.
Veloz miró fijamente a la esbelta mujer que permanecía de pie en la escalinata de la escuela, una visión de muselina azul oscuro. No podía moverse, no podía pensar. ¡Era Amy! No podía ser cierto. Pero sonaba como ella. El mismo color de pelo, esa viva cabellera dorada como la miel. ¿No podía ser Loretta, la prima mayor de Amy? Con su cabello dorado, sus bellas facciones y sus ojos azules, Loretta siempre se había parecido a Amy. Si no fuera por la diferencia de edad, las dos habrían pasado por gemelas.
Los niños corrieron hacia el colegio. Sus pies golpearon la madera al subir los escalones y entrar en el edificio. Veloz, sobrecogido por el pálido sonido de la voz de la mujer, hizo dar un rodeo a Diablo y cabalgó hacia el patio de recreo. Se detuvo junto a la escalinata, saltó de la silla y ató las riendas en el palenque. Por un momento se quedó allí inmóvil, escuchando, con miedo a tener esperanzas.
—¡Atención, atención! —gritó ella.
Los niños se quedaron de repente en silencio.
—Jeremiah, tú vas primero. Si un caballero se encuentra con una dama en la acera, ¿por qué lado debe sobrepasarla?
—Por su derecha —soltó una voz de niño—. Y si la acera es estrecha, se meterá en la calzada y se asegurará de que la dama pasa de forma segura.
—Muy bien, Jeremiah —dijo la mujer con una risa suave—. Estás respondiendo a mis preguntas antes de que las haya formulado. Peter, ¿debería el caballero reconocer a la dama?
—No, señorita —replicó otro chico con un tono tímido y poco convencido.
—¿Nunca? —preguntó ella, con una voz cálida y seductora.
—Bueno, quizá, si conoce a la dama la saludará con una inclinación.
—Excelente, Peter.
Veloz oyó el sonido de las páginas de un libro al ser hojeadas.
—¿Índigo Nicole? ¿Es adecuado para una señorita caminar entre dos caballeros, con una mano en el brazo de cada uno?
Una chica contestó:
—No, señorita. Una verdadera señorita solo concede sus favores a un hombre cada vez.
Veloz no escuchó la siguiente pregunta. Incrédulo, subió las escaleras, sintiendo una gran debilidad en las piernas, temblando, con una gota de sudor cayéndole por la espalda. Conocía la voz de esa mujer. La madurez había enriquecido sus tonos. La dicción era más precisa y limpia. Pero la voz era definitivamente la de Amy. La reconocería en cualquier lugar, ya que había permanecido en sus sueños durante quince años. «Te esperaré, Veloz. Y cuando sea lo bastante mayor, seré tu esposa.» Esa promesa se había convertido en su mayor tristeza, ahora transformada en un milagro.
Dio un paso hasta el umbral de la puerta abierta, escudriñando la habitación oscura por debajo del ala de su sombrero. Sin terminar de confiar en que las rodillas pudieran sostenerlo, Veloz apoyó un hombro en el marco y fijó la vista en la profesora, todavía sin poder creer lo que veían sus ojos. Amy…
Esa tumba detrás del granero de Henry Masters no era la de Amy. La cruz que Veloz había enderezado con tanto amor no llevaba su nombre ni la canción de su vida. Su dulce, su preciosa Amy estaba aquí, sana y salva en Tierra de Lobos. ¡Había perdido tres años! Solo Dios sabía por qué Henry Masters le había mentido de esa manera. Una ola de rabia le inundó el cuerpo.
Sin embargo, se sentía tan feliz que dejó de pensar en todo lo demás. Amy estaba de pie ante él, respirando, sonriendo, hablando, tan hermosa que le quitaba la respiración. Quince años atrás, su belleza era la de una niña juguetona, delgada como un junco, con una naricilla impertinente llena de pecas, una barbilla rebelde y grandes ojos azules ribeteados de unas espesas pestañas oscuras. Ahora, aunque seguía siendo frágil de constitución, había adquirido las suaves curvas de la feminidad. Su mirada se detuvo fugazmente en el ribete blanco que bordeaba su remilgado corpiño, después descendió hasta su esbelta cintura y el suave vuelo de sus caderas, acentuada por dos remolinos de tela que le caían con majestuosidad por el trasero. Se le hizo un nudo en la garganta, y por un momento le fue imposible respirar. Esto no era ningún sueño, ¡era real!
Por el rabillo del ojo, Amy vislumbró una sombra amenazante en la entrada. Distraída con la página del Manual de las Buenas Costumbres que estaba leyendo, olvidó lo que iba a decir y levantó la vista. Su atención se concentró en el hombre alto, vestido todo de negro, que llevaba un poncho de lana al estilo comanchero colgado de un hombro y un arma reluciente como la plata en la cadera. Conteniendo un gemido, dio un paso atrás y apoyó la espalda sobre el encerado.
—¿Pu… puedo ayudarle, señor? —preguntó con una voz ahogada.
Él no contestó. Con el hombro apoyado en el marco de la puerta, dejaba caer el peso de su cuerpo sobre una sola de sus caderas, la rodilla ligeramente doblada, con una postura descuidada pero en cierta forma insolente. El ala ancha de su sombrero de vaquero negro le ensombrecía el rostro, pero la luz jugaba con la comisura de sus finos y bien definidos labios y el brillo de sus dientes. Tocándose el ala del sombrero, hizo una inclinación y cambió el peso de su cuerpo al otro pie mientras se estiraba en toda su longitud, que parecía ser la misma que la de la puerta.
—Hola, Amy.
La voz profunda y sedosa que oyó Amy fue como un baño de agua fría sobre su piel. Parpadeó y tragó saliva, tratando de asimilar el hecho de que en la puerta del colegio había apoyado un comanchero, bloqueando así el único sitio por el que poder escapar. El hecho de que supiese su nombre la aterrorizaba aún más. Esto no era Texas y, sin embargo, era como si la pesadilla de su pasado la hubiese encontrado de algún modo.
Con la boca seca, lo miró fijamente, buscando en su mente la mejor salida a un ritmo frenético. ¿Habría otros fuera? Amy pudo sentir el desconcierto de sus alumnos, sabía que estaban asustados porque veían que ella lo estaba, pero no era capaz de encontrar ningún coraje, si es que le quedaba algo de eso en el cuerpo. El miedo la consumía, un pánico frío y paralizador.
El hombre dio un paso hacia ella, haciendo tintinear sus espuelas al pisar en el suelo de madera. El sonido hizo que Amy volviera atrás en el tiempo, a esa lejana tarde en la que los comancheros la violaron. Aún ahora, podía recordar la sensación de sus brutales manos en los pechos, el sonido cruel de su risa, el dolor interminable después de que un hombre tras otro violase su cuerpo de niña.
El suelo se hundió bajo sus pies. En su cabeza, los ecos del pasado se unían a los del presente en una cacofonía ensordecedora que le golpeaba las sienes.
El comanchero se acercó aún más, con paso implacable, las estrellas de sus espuelas rozando las tablas del suelo. Amy no podía moverse. Entonces, deteniéndose a unos escasos pies de ella, se quitó el sombrero. Amy miró fijamente su cara morena y reconoció la familiaridad de esa misma cara años atrás, una cara esculpida ahora por la madurez. Reconoció cada línea aprendida a fuerza de mirar el grabado que tenía de él en la chimenea, tan cambiadas que ahora configuraban la cara de un extraño.
—Veloz…
Fue un susurro lo que se escapó de sus labios, un susurro apenas audible. Unos puntos negros cegaron su visión. Parpadeó y buscó con nerviosismo algo con lo que sujetarse, pero era como si su mano solo pudiera encontrar el aire vacío. Como si viniera de un lugar lejano, lo escuchó repetir su nombre. Después, sintió que se caía, que se caía…, adentrándose en la negrura más absoluta.
—¡Amy!
Veloz se precipitó hacia delante, cogiéndola de la cintura para que no cayera al suelo. Ella se agarró a él débilmente, con la cabeza colgando, los brazos moviéndose como péndulos, los ojos a medio cerrar. No se trataba de un mero desvanecimiento…, sino de una verdadera pérdida de consciencia.
Él puso una rodilla en el suelo. Asustado, le tanteó la garganta con el dedo para encontrarle el pulso. Aunque no podía ser grave, le atemorizaba la palidez que veía en su rostro. Maldiciendo en voz baja, se dispuso a desabrocharle los botones del escote, frustrado por la resistencia de la muselina almidonada que formaba el sobrecuello.
—¡Quítale las manos de encima!
La voz se quebró en las dos últimas palabras de la frase para convertirse en un grito. Veloz levantó la cabeza y se encontró con el brillo de la hoja de un cuchillo a unos centímetros de la nariz. El que lo sostenía era un chico moreno que debía de tener unos quince años. Vestido con camisa de gamuza y pantalones vaqueros, Veloz pensó que el joven le recordaba a alguien, aunque no podía pensar en quién. El chico tenía unas facciones bruñidas por el sol y el cabello moreno y liso.
—No me provoque, señor. Le cortaré la garganta antes de que pueda pestañear.
Veloz levantó lentamente las manos del cuello de Amy, con los ojos puestos en el cuchillo. Normalmente no se hubiese preocupado por un muchacho, por muy vehemente que hubiesen sido sus amenazas, pero la forma con la que este joven movía el cuchillo en la mano le decía a Veloz que podía no solo usarlo, sino hacerlo con una certeza mortal.
—No te pongas nervioso —le dijo Veloz suavemente—. Nadie tiene por qué salir herido, ¿estamos de acuerdo?
El sollozo asustado de una niña pequeña puntualizó la cuestión. El ambiente estaba tan cargado que Veloz casi podía palpar la tensión. Examinó la habitación con rapidez y descubrió que todos los estudiantes, incluso aquellos que no levantaban un metro del suelo, se habían puesto en pie y estaban listos para enfrentarse a él. No pudo evitar pensar en que el infame Veloz López podría muy bien terminar sus días en esta escuela, linchado por un grupo de niños.
Una sonrisa lenta cruzó su cara.
—La señorita se ha desmayado y solo intentaba ayudarla.
—La señorita no necesita ayuda de alguien de los de su calaña. Mantenga sus sucias manos lejos de ella —replicó el chico—. Índigo, corre a buscar a papá. ¡Date prisa!
Un movimiento por detrás del hombro izquierdo de Veloz llamó su atención. Allí descubrió a una chica de pelo leonado que se mantenía de pie a unos sesenta centímetros de distancia, con un puntero para el encerado cogido entre las manos. Parecía preparada para hacer un pinchito moruno de él con el arma. Casi se rio al ver la expresión asesina en sus grandes ojos azules.
—¡No pienso ir! ¡Manda a Peter! —gritó.
—¡Índigo Nicole, haz lo que te digo! ¡Encuentra a nuestro padre!
Veloz supuso que la chica debía de tener unos trece o catorce años, con un tono de piel tan bruñido que contrastaba de manera sorprendente con su pelo y sus ojos. «Indómita», fue la palabra que primero se le vino a la mente, más impresionado aún por la ropa comanche que llevaba: blusa de anchas mangas hermosamente bordadas, falda vaporosa y unos mocasines atados a los tobillos.
Veloz bajó la nariz alejándola del cuchillo que seguía blandiendo el muchacho. Ahora que había visto a la chica, recordó por fin a quién se parecían. Con razón sabía cómo utilizar un cuchillo.
—¿Tu padre es… Cazador de Lobos? —preguntó Veloz. Los ojos azules del chico buscaron los de la chica que estaba detrás de Veloz.
—¿Cómo sabe su nombre comanche?
—Soy un viejo amigo.
—Eso es mentira. Mi padre nunca tendría relaciones con alguien como tú. ¡Índigo, esfúmate! Si no vas ahora mismo, te voy a dar una buena paliza, ¿me oyes?
La chica se quedó donde estaba.
—¿Y dejarte solo? Es un pistolero, Chase. Cualquiera se daría cuenta de eso. ¡No puedes hacerle frente! —Acercó el puntero hacia él—. ¡Peter, ve tú! ¡Y rápido! ¡Dile a nuestro padre que tía Amy lo necesita!
Peter, un pelirrojo de diez años, rodeó a toda velocidad el pupitre y corrió hacia la puerta. Veloz, más preocupado de Amy que de poder terminar sus días a manos de los niños, hizo una seña con la mirada en su dirección.
—Si no quieres que la toque, Chase, haz algo. Ábrele el cuello del corpiño. Tráele algo de agua.
—Ocúpese de sus asuntos —ordenó el chico. Miró con preocupación la cara blanquecina de Amy y tragó saliva—. Mi padre llegará en un momento. A tiempo para ocuparse de tía Amy. Será mejor que vaya pensando en qué va a decirle. No le gusta mucho ver a forajidos por aquí.
Demasiado tarde, Veloz comprendió que su aspecto era el de un forajido, vestido como tal, lo que explicaba la hostilidad recibida y el desmayo de Amy al verle. Sintió que los otros niños se acercaban hacia donde ellos estaban, asustados por el estado de su maestra. La pequeña seguía aún sollozando, conteniéndose de manera que los mocos le salían por la nariz.
Veloz suspiró.
—¿Tiene el nombre de Antílope Veloz algún significado para ti?
El rostro del chico se tensó. Por primera vez, empezaba a mirarle con incertidumbre.
—¿Y qué si es así?
—Pues que yo soy Antílope Veloz.
La chica que sujetaba el puntero se movió a un lado para estudiar la cara de Veloz y, después de observarle bien, jadeó.
—¡Ay, Dios, es Antílope Veloz, Chase! Es el hombre del dibujo.
—No lo es —dijo Chase bruscamente, pero incluso cuando hablaba se puso a observar más de cerca a Veloz—. Bueno, quizá se parece un poco. Eso no significa nada. Tiene una cicatriz en la cara y Veloz, no.
—Puede que la cicatriz se la haya hecho después, pedazo de zopenco. —La chica bajó el puntero lentamente—. ¿Hein ein mahsu-ite? —preguntó.
Oír el idioma de su niñez hizo que a Veloz se le encogiera el corazón.
—Quiero cuidar de tu tía. Después de esto, no estaría mal que dierais la adecuada bienvenida a un buen amigo.
—¡Ves! ¡Entiende comanche!
El muchacho parecía cada vez más confundido. Veloz se inclinó sobre Amy para desabrocharle el cuello del vestido. Retiró la tela y después dedicó una mirada a la chica.
—Tráeme algo de agua.
Índigo apartó el arma y corrió hacia una gran jarra que había en la esquina. La pequeña llorona hizo un sonido húmedo y ahogado y gritó:
—Quiero ir con mi mamá.
Índigo la miró de soslayo, mientras sus bellas facciones se suavizaban.
—No llores, Lee Ann. La señorita Amy solo se ha desmayado. Se pondrá bien.
Chase se acercó a Veloz, con actitud amenazadora, recorriéndole las manos y los brazos con la mirada.
—Si miente, mi padre le matará por haberla tocado.
Veloz asintió.
—Conozco bien el carácter de tu padre. Si yo fuera tú, enfundaría ese cuchillo antes de que llegue, si no quieres que su ira se vuelva contra ti.
Se oyeron unos pasos en el porche. Índigo volvió junto a Veloz con un vaso de agua en la mano. Sosteniendo a Amy con un brazo, Veloz se quitó con el otro el pañuelo negro que llevaba en el cuello. Después metió una de sus esquinas en el agua y rozó suavemente con él los labios de Amy. Ella arrugó la nariz con disgusto, moviendo las pestañas.
—Amy —susurró Veloz.
—¿Qué está pasando aquí? —tronó una voz profunda desde la entrada.
Los niños empezaron a hablar todos a la vez. Chase los hizo callar, gritando.
—¡Este hombre apareció de repente en la escuela y tía Amy se asustó tanto que se desmayó y se cayó al suelo! ¡Después empezó a desabrocharle el vestido! Asegura que es Antílope Veloz.
Veloz miró por encima del hombro al hombre alto y musculoso que se encontraba en la puerta. Incluso sin el pelo largo y las ropas comanches, Cazador hubiera sido reconocible por la amplitud de sus hombros. Levantando la mirada, Veloz trató de ver el rostro de Cazador, pero el sol lo cegaba.
—Hola, hites, mi amigo.
—Veloz. —Cazador entró en la habitación lentamente, con los mocasines tocando ligeramente el suelo, y esa mirada azul oscura llena de incredulidad—. Veloz, ¿de verdad eres tú?
Veloz asintió y volvió a centrar su atención en Amy, que había abierto los ojos y lo miraba confusa y un poco desorientada.
—¿Puedes cogerla tú, Cazador? Creo que ha sido verme… lo que ha hecho que se desmayase.
Cazador se arrodilló junto a Amy y le rodeó los hombros con el brazo.
—Amy —susurró—. Ay, Amy.
Veloz se echó hacia atrás y se sentó sobre los talones de sus botas. Una ola de ternura le subió por la garganta al ver que Amy se acercaba a Cazador para cogerle de la camisa de gamuza.
—¡Cazador, un comanchero!
—No, no, no es un comanchero. Es solo Veloz, ¿ves? Nuestro viejo amigo, que ha venido a visitarnos.
Como si sintiese su presencia, Amy se puso tensa y lo miró por encima del hombro, aterrorizada. Para Veloz, ver esa expresión de terror en sus grandes ojos, fue como recibir una patada en el estómago. Buscó en el interior de esos ojos azules un destello mínimo de cariño, de alegría, pero no encontró ninguno. Era evidente que el verle había supuesto para ella algo más que un simple susto.
Esto le dolió. Que Amy, su Amy, tuviera miedo de él…
Acababa de descubrir que Amy estaba viva. Sin embargo, tenía miedo de él. Dos emociones que juntas la hicieron tambalearse.
Cazador se volvió hacia los niños. De pie e inmóviles junto a sus pupitres, no perdían de vista a los tres adultos. Veloz se dio cuenta de que el pequeño pelirrojo, el llamado Peter, estaba temblando.
—La clase se ha terminado por hoy, ¿entendido? —les dijo Cazador—. Id a casa y decídselo a vuestras madres. Volved mañana por la mañana a la hora de siempre.
—¿Va a ponerse bien la señorita Amy? —preguntó un muchacho de unos doce años.
—Sí —le tranquilizó Cazador—. Yo me ocuparé de ella ahora. Vete a casa, Jeremiah.
Como resortes comprimidos, los niños parecieron todos liberarse al mismo tiempo, convergiendo en el perchero y recogiendo sus cestas de comida y abrigos antes de salir por la puerta. Veloz los observó, perplejo. Índigo se detuvo en el umbral y le dedicó una mirada fugaz, con una sonrisa tímida en la cara y los ojos azules tintineando.
—Me alegro de que estés aquí, tío Veloz. —Y dicho esto, saltó hacia la puerta detrás de Chase.
Veloz la miró, satisfecho de que le hubiese llamado «tío». Aunque no perteneciesen a la misma familia, Veloz y Cazador habían sido hermanos en espíritu. Le llenaba de felicidad saber que Cazador había hablado con frecuencia de él a los niños y que los había educado haciéndoles pensar que era parte de la familia.
—Los niños del colegio son bastante desconfiados. —Cazador inclinó la cabeza en dirección al arma que Veloz llevaba en la cadera—. No solemos ver a hombres armados por aquí.
—¿Los hombres aquí no llevan armas?
La comisura de los labios de Cazador se profundizó.
—Armas, sí, pero no… —Amy se movió de nuevo y Cazador se calló para ayudarla a incorporarse. Al ver que se pasaba la mano por los ojos sin dejar de temblar, Cazador la miró preocupado—. ¿Estás bien?
—Sí, sí.
Dedicó una mirada desconfiada a Veloz y trató de apoyarse en las rodillas. Veloz se levantó inmediatamente, ofreciéndole la mano para ayudarla. Ella se puso de pie sin ayuda, luchando con los pesados bordes de su falda. Cazador la cogió por el codo para que recuperara el equilibrio.
—Amy… —Veloz observó su cara al decir su nombre, descorazonado al ver que volvía a palidecer. Ella apartó la vista—. Amy, mírame.
Estirándose la falda, se abotonó después el cuello, con un temblor tan persistente en las manos que Veloz hubiese dado lo que fuese por ayudarla. Alejándose de Cazador, Amy dio un paso incierto hacia el escritorio, después dudó, como desorientada. Veloz se adelantó para cogerla del brazo, con miedo a que fuera a caerse, pero cuando sus dedos se cerraron en su manga, ella lo apartó, con los ojos puestos en el poncho negro del comanche.
Nunca hubiese esperado encontrar a Amy así… con esa expresión acusadora en los ojos. Quitándose el sombrero, se sacó el poncho por la cabeza y se dirigió hacia las perchas para colgarlo en una de ellas. Colocándose de nuevo el sombrero, se volvió para mirarla.
Ella había llegado al escritorio cuando él todavía estaba de espaldas. Ahora permanecía de pie, agarrada al borde de la mesa, los nudillos blancos, la vista fija en las botas de Veloz. Él miró a Cazador, desconcertado.
Cazador se encogió de hombros.
—¡Bien! Esto merece una celebración —su voz tronó llena de vitalidad, haciendo que Amy diera un brinco—. Vamos a casa. Loretta querrá verte, Veloz. Siempre aseguró que vendrías a por Amy un día y, como la mayoría de las mujeres, no hay nada que le guste más que comprobar que estaba en lo cierto.
Veloz observó que Amy se ponía aún más blanca al escuchar las palabras de Cazador y de repente supo por qué parecía tan asustada. Cuando Cazador se encaminó hacia la puerta, Veloz trató de imaginar cómo debía sentirse y se dio cuenta de que si no le dejaba claro ahora que no tenía ninguna intención de precipitar las cosas, puede que no encontrase ningún momento luego para hablar con ella en privado.
—¿Cazador? —Veloz siguió a su amigo hasta la puerta, consciente de que Amy había salido disparada detrás de él, desesperada por pasarle en el segundo en el que vio una oportunidad—. Me gustaría quedarme un momento a solas con Amy.
—¡No!
La enérgica protesta de Amy cogió a los dos hombres por sorpresa. Veloz tenía el desagradable sentimiento de que si le gritaba «¡Uh!» volvería a desmayarse de nuevo. Volvió a mirar a Cazador, pidiéndole con los ojos que los dejase a solas. Cuando Cazador comprendió y salió al porche, Amy trató de correr detrás de él.
Veloz impidió el intento cogiéndola del brazo y cerrando la puerta. Ella intentó echarse atrás, con las manos en la cintura y la mirada fija en el suelo. Bajo la palma de la mano, Veloz podía sentir la tensión de su cuerpo. Podía notar el pulso que se precipitaba hasta su garganta. Entonces la soltó, consciente de que no debía incomodarla más de lo que ya estaba.
—Amy…
Por fin levantó la cabeza, con esos ojos azules fijos mirándolo con horror. Veloz sintió como si de repente se encontrasen quince años atrás. Recordó esa mirada, en aquel verano lejano en el que consiguió arrastrarla fuera del poblado, un día tras otro, para que caminase con él a lo largo del río. Había temido entonces que él fuese a violarla y forzarla.
—Amy, ¿podemos hablar… un momento?
Le temblaba la boca.
—No quiero hablar contigo. ¿Cómo te atreves siquiera a venir aquí? ¿Cómo te atreves?
Para Amy, el sonido de la puerta al cerrarse había sido como el disparo de un rifle. Le daba vueltas la cabeza y sus pensamientos se arremolinaban de tal forma que le resultaba imposible pensar con claridad. Veloz había vuelto. Después de quince años, había vuelto a por ella. Veloz era ahora un comanchero, un pistolero, un asesino. Las palabras se repetían una y otra vez en su mente como una letanía.
Ella sabía muy bien cuál era el trato que los hombres como él daban a las mujeres. Sabía también que los comanches creían que las promesas comprometían de por vida. Veloz trataría de hacerle cumplir el compromiso de matrimonio que le había hecho siendo una niña. Esperaría, quizá incluso lo demandaría, que se casara con él.
Lo miró fijamente, incapaz de reconocer en sus facciones al joven guerrero comanche que ella había conocido. Su rostro bruñido, una vez tan infantil y atractivo, se había endurecido con los años; la mandíbula se había convertido en una línea dura, elevada por una barbilla cuadrada y partida. Unas pequeñas líneas ribeteaban las comisuras de sus ojos marrón oscuro. Sus cejas bien arqueadas de color azul oscuro se habían espesado. La que fuera una vez una nariz majestuosa portaba ahora una terminación nudosa en el puente. Una delgada cicatriz le atravesaba la cara desde el exterior de la ceja derecha hasta la barbilla. La boca, que ella recordaba como demasiado perfecta para un hombre, se había vuelto firme, y los hoyuelos a cada lado de la cara ahora se arrugaban en profundas hendiduras que cortaban sus mejillas. El viento y el sol abrasador habían curtido su piel convirtiéndola en una pelliza dura.
Y estos no eran los únicos cambios.
Era más alto, mucho más alto, y los años habían endurecido su cuerpo delgado como un alambre, con unos hombros ensanchados muy diferentes a los que ella recordaba. El chico que ella recordaba había desaparecido. En su lugar, tenía ante sí a un extraño hombre alto, moreno y peligroso que le impedía salir por la puerta.
—Pensé que estabas muerta —le dijo suavemente—. Tienes que creerme, Amy. ¿Crees que hubiese hecho todo este camino, de forma imprevista, sin enviarte una carta diciendo que venía?
—No tengo ni idea de lo que hubieses podido o no hacer. Y, como puedes ver, estoy de todo menos muerta.
—Fui a la granja a buscarte, como prometí que haría. Henry me dijo que habías muerto de cólera hacía cinco años.
Al oír el nombre de Henry, Amy se puso tensa.
—Había una tumba allí. No pude leer lo que había escrito en la cruz. —Una sonrisa irónica rasgó su boca—. Es un milagro encontrarte aquí. Pensé que te había perdido.
Temiendo que él estuviese pensando en abrazarla, Amy dio un paso atrás. También había perdido el inglés encantador lleno de errores que había hablado una vez. Ahora hablaba como un hombre blanco. Incluso la manera en la que decía su nombre había cambiado. Además, la miraba de manera diferente… de la manera en la que un hombre mira a una mujer.
—E… era la tumba de mi madre, pero eso ya no importa. Han pasado demasiados años, Veloz.
—Demasiados años. —Su sonrisa se hizo más profunda—. Tenemos mucho de lo que hablar, ¿no te parece?
¿Mucho de lo que hablar? Amy intentó hacerse una imagen mental de los dos poniéndose al día delante de un café.
—Veloz, ha sido toda una vida. Tú… has cambiado.
—Y tú también. —La recorrió con la mirada y su expresión se hizo cálida de una manera inequívocamente apreciativa—. Eras una promesa como niña, y ahora esa promesa se ha hecho realidad.
El que mencionase la palabra promesa la exasperó. Como si lo hubiese notado, Veloz agudizó la mirada, y la sonrisa que antes le había parecido cortante se transformó en ternura esta vez.
—Amy, ¿podrías relajarte?
—Relajarme —repitió ella—. ¿Relajarme, Veloz? No pensé que fuera a verte nunca más.
Él se acercó para tocar un mechón del cabello que le caía por la sien, rozándole la piel con sus cálidos dedos y transmitiéndole unas sacudidas que la pusieron en guardia.
—¿Es tan malo verme de nuevo? Actúas como si mi llegada fuera una especie de peligro para ti.
Ella echó hacia atrás la cabeza.
—¿Y crees que no es así? No he olvidado las costumbres comanches. El pasado no tiene lugar en mi vida ahora. No puedo volver a donde lo dejamos quince años atrás. Ahora soy maestra. Tengo una casa aquí. Tengo amigos y…
—Eh —la interrumpió. Echando un vistazo a aquella acogedora clase, apartó la mano de su pelo—, ¿y por qué crees que el hecho de que yo esté aquí puede hacer que cambie algo de esto? ¿O acaso piensas que eso es lo que quiero?
—Porque pro… —Se agarró el vestido con el puño, levantando los ojos hacia él, mientras la incertidumbre le recorría el estómago. Quizá se había apresurado en sus conclusiones—. ¿Estás diciéndome que…? —Se humedeció los labios y exhaló profundamente—. Siempre pensé que, cuando vinieras…, quiero decir, bien, asumí que vendrías porque nosotros… —El calor le aprisionaba el cuello—. ¿Significa eso que ya no nos consideras… comprometidos?
Su sonrisa se apagó lentamente.
—Amy, ¿tenemos que discutir eso ahora? Apenas nos hemos saludado todavía.
—¿Apareces en mi vida cuando no te he visto en quince años y esperas que deje algo tan importante en el aire? ¿Que no me sienta amenazada? Sé cómo se hacen los compromisos y las bodas comanches. —Hizo un gesto fútil con las manos—. ¡Dentro de cinco minutos, podrías muy bien decidir anunciar públicamente nuestro matrimonio y arrastrarme de aquí para llevarme a Dios sabe dónde!
Sus ojos la miraron con una pregunta en el aire.
—¿De verdad crees que haría algo así?
—No sé lo que harías o lo que no —gritó—. Te has convertido en un asesino. Has cabalgado con comancheros. Puedo decirte lo que me gustaría que hicieras. Me gustaría que montaras en tu caballo y que volvieses al lugar de donde vienes. Eres un capítulo en mi vida que había cerrado ya y que quiero que siga cerrado.
—He cabalgado más de trescientos quilómetros para llegar aquí —le brillaban los dientes al hablar, un blanco perfecto y luminoso que contrastaba con su piel oscura—, e incluso aunque tuviera la intención de volver, Amy, no tendría nada a lo que volver.
—Bueno, pues tampoco hay nada para ti aquí.
Veloz nunca hubiese creído que la conversación pudiese convertirse en algo tan desagradable. Pero ella no estaba dejándole mucho margen. ¿Qué esperaba? ¿Que la librase de su compromiso y se fuese de allí, pretendiendo que no había habido nunca nada entre ellos?
—En mi opinión, hay mucho para mí aquí —contestó él sin alterar la voz.
Ella se quedó pálida.
—Te refieres a mí, ¿si lo he entendido bien?
—No solo tú. Están Cazador y Loretta y sus hijos. Amy… —suspiró, cansado—. No me pongas ahora en un callejón sin salida.
—¿Que no te ponga en un callejón sin salida? —Amy trató de abrir la boca para hablar, pero por un segundo no fue capaz de emitir ningún sonido. Clavó la mirada en sus cartucheras rematadas en plata, temblando con tanta fuerza que creyó que iba a caerse—. Quince años es mucho tiempo. Demasiado tiempo. No me casaré contigo. Si esto es lo que tienes en mente ahora que me has encontrado, ya puedes irte olvidando.
Dio un rodeo para poder alcanzar la puerta. Él le impidió el paso poniendo la mano en el marco de madera de la puerta. Ella se quedó allí de pie, cogida al pomo, con el corazón palpitándole a toda velocidad y los sentidos a flor de piel por su proximidad.
—Te has propuesto que lleguemos a una conclusión sobre esto ahora mismo, ¿verdad? —la voz de Veloz, baja y ronca, fue como una jarra de agua helada—. Lo que no sé es por qué me sorprendo. Siempre fuiste dada a perder la razón en cuanto había que enfrentarse a situaciones extrañas.
—¿Eso es una amenaza? —preguntó temblando.
—Es un hecho.
Con el cuello tenso, movió la cabeza para mirarle.
—¿Y significa?
—Sabes de sobra lo que significa.
Se agarró con más fuerza al pomo de la puerta.
—Lo sabía. En el instante en que te vi, lo supe. Vas a obligarme a cumplir esas promesas que te hice, ¿verdad? No te importa en absoluto que tuviese solo doce años. No te importa que no te haya visto en quince años o que tú hayas traicionado todo lo que hubo una vez entre nosotros. Vas a obligarme a hacerlo.
La tensión que vio en su mandíbula le dio la respuesta que ella esperaba. Lo miró fijamente, sintiéndose atrapada. Como si él leyese sus pensamientos, retiró la mano de la puerta.
—No te equivoques, Veloz. Esto es Tierra de Lobos, no Texas. Cazador puede que respete muchas de las antiguas costumbres, pero nunca tolerará que intentes forzarme a un matrimonio que yo deteste.
De esta forma, Amy salió rápidamente, dando un portazo tras de sí. Mientras corría escaleras abajo, casi esperaba oír las botas del vaquero resonando en las maderas desgastadas. Al ver que no era así, se sintió aliviada. Salió disparada como una exhalación por delante del caballo negro que estaba atado al palenque. Llevándose la mano a la garganta, su único pensamiento era encontrar a Cazador para hablar con él antes de que Veloz lo hiciese.