Capítulo 20

Amy volvió lentamente a la realidad, tomando consciencia de lo que había a su alrededor: en primer lugar, la luz parpadeante del fuego de la chimenea; después, la aspereza de la alfombra trenzada en su espalda, la calidez de la respiración de Veloz sobre su cuello, el toque de sus manos… Cerró los ojos, saboreando la paz y la seguridad de saber que el hombre que dormía junto a ella la quería.

Respiró profundamente. Quería absorber cada uno de los olores que él emanaba, fijarlos en su memoria: el débil resto de jabón, el cuero penetrante, el tabaco y su suave piel. Podía sentir los latidos de su corazón contra el pecho, un latido tan fuerte que parecía penetrarle por las venas. Le pareció perfectamente adecuado yacer allí con él, con los miembros adormecidos y la cabeza a la deriva. Un sentimiento de pertenencia la colmaba en cuerpo y alma.

Veloz. Su nombre resonó en su cabeza como los acordes de una canción, dulce y cadenciosa. No había ninguna necesidad de ponerlo por escrito, ninguna necesidad de que su unión fuera reconocida por la ley o la iglesia. Los votos que se habían hecho el uno al otro fueron pronunciados mucho tiempo atrás y, al menos para ella, un matrimonio comanche era suficiente.

—¿Estás bien? —preguntó Veloz.

Amy abrió los ojos y le pasó los dedos levemente por el pelo.

—Yo… —Las lágrimas le quemaron las pestañas y la garganta se le cerró en un nudo—. Estoy bien. Mejor que bien. Me siento maravillosamente.

Él le tocó la nuca con los labios, pasándole la lengua por la piel.

—Tú eres la que sabe maravillosamente —murmuró—, y me haces sentir aún mejor. No quiero moverme.

—Entonces no lo hagas. —En verdad, no quería que lo hiciera, casi temía que así fuera, porque entonces no tendría más remedio que enfrentarse a la realidad una vez más. Durante al menos un instante más, quería quedarse dentro del sueño que Veloz había creado para ella, creer en la bondad, en la honestidad y en el amor, aunque solo fuera por un pequeño lapso de tiempo.

—Voy a aplastarte.

Se movió ligeramente y puso un codo en la alfombra para incorporarse un poco y apartarse de su pecho. Mientras echaba la cabeza hacia atrás, Amy miró la sonrisa que expresaban sus ojos y curvó la boca a modo de respuesta. Después de observarla un buen rato, Veloz llevó su mano hacia la cara de ella y le recorrió las mejillas con el dedo. Olía a ella, y Amy pensó en todo lo que había pasado entre ellos, y en cómo había conseguido alejar sus pesadillas con magia.

Él se echó hacia atrás un poco más, observándola, con la vista fija en el sonrojo de sus mejillas. El brillo que vio en sus ojos la hizo avergonzarse. Al instante, se dio cuenta de que estaba desnuda. Se sintió un tanto indigna, al recordar cómo se había retorcido y gemido con sus caricias. Podía saber por el brillo de sus ojos que él también lo recordaba.

Veloz sonrió abiertamente. Su primera reacción fue buscar su ropa a tientas. Poco después, encontró la camisa y cubrió a Amy con ella. Amy se abrazó a la prenda negra, llena de incertidumbre, pero agradecida de poder cubrirse. Su primer pensamiento fue echar mano de sus ropas, pero estaban en el dormitorio y tenía que recorrer kilómetros para poder recuperarlas. No solo eso. También le parecía incorrecto escurrirse de esa manera, como si nada importante hubiese ocurrido. Y luego estaba lo que en realidad deseaba hacer.

—Esto… me temo que esto no se me da muy bien —admitió en un susurro.

—Si se te diera bien, me sentiría decepcionado. ¿No sabes que a un hombre le gusta pensar que es el primero? ¿Que su mujer ha estado solo con él?

A Amy se le hizo un nudo en el estómago.

—Veloz, tú sabes que…

—Te diré lo que sé —susurré—. Sé que eres la mujer más dulce, pura y hermosa que haya conocido nunca. Ningún hombre te ha besado nunca de esta manera. —Se inclinó para besarla dulcemente en la boca—. Ni te ha tocado como yo lo he hecho. Ni ha visto tu cuerpo como yo lo he visto. O te ha hecho el amor. Eres mía y solo mía, Amy. Eso es lo que sé.

—Ah, Veloz… —La camisa se movió y ella tiró de ella hacía arriba para volver a ponerla en su sitio.

Él se rio suavemente.

—Me ofrezco a ir a buscarte la ropa, pero que sepas que me gustas más así.

Amy miró con nerviosismo el oscuro vestíbulo, que se le antojó lejísimos. Veloz se incorporó para sentarse, al parecer totalmente cómodo con su desnudez. Con una muestra espléndida de sus músculos, se echó hacia delante para coger sus pantalones. Ella observó el juego de tendones de su espalda al moverse, fascinada por la forma en que su piel bruñida se convertía en nudos de acero y después se relajaba. Cuando Veloz se levantó y empezó a ponerse los pantalones, ella pudo ver en toda su majestuosidad la musculatura de sus nalgas y sus muslos. El cinturón hizo un sonido al abrocharse y la banda de cuero se ajustó completamente alrededor de sus esbeltas caderas. Después recogió los calcetines y las botas y se sentó junto a ella para ponerse ambas cosas.

Cuando terminó, se volvió para mirarla, con la vista puesta en la camisa que ella agarraba con los puños a la altura de los pechos.

—¿Puedo ir a fumarme un cigarro? —preguntó.

Amy tragó saliva, aterrada con la idea de tener que darle la camisa y quedarse desnuda. Él se dejó caer sobre un codo y pasó la mano por la tela, buscando con los dedos el bolsillo en el que tenía guardada la talega de tabaco. El bolsillo en cuestión descansaba sobre su pecho derecho, por la parte interior. Él hundió la mano en el cuello de la prenda, rozándole con la palma el pecho, y después tanteó para tratar de sacar la talega del bolsillo. Las caricias involuntarias no hicieron sino despertar un laberinto de sentidos en sus pechos y en todo el cuerpo.

De repente, la mano se detuvo. Sus miradas se encontraron. Él sonrió abierta y maliciosamente. Abandonando su búsqueda dentro del bolsillo, empezó a mover sus cálidos dedos por la piel que encontró a su paso.

—Al diablo con el tabaco —susurró con voz ronca.

Y a continuación la besó. En solo unos segundos, Amy se encontró con que había perdido la sujeción del escudo de tela, la sujeción de todo. Sus sentidos se debilitaron bajo la pericia de sus manos, escuchando a lo lejos el sonido de sus propios gemidos y dándose cuenta de que Veloz tenía un poder sobre ella que nunca había permitido a nadie más, un poder subyugante y controlador al que era incapaz de resistirse, al que no quería resistirse. Ella respondía a cada caricia de sus manos, a cada petición silenciosa… gimiendo, porque sabía que la rendición le traería el éxtasis; un éxtasis arrobador, y un arrobamiento extático que le haría perder la consciencia. Las manos de Veloz recorrieron su cuerpo reduciéndola a un charco de deseo tembloroso e irracional, y ella se arremolinó bajo sus ligeras caricias, retorciéndose de dolor, arqueándose, deseando que sus dedos la quemasen como lo habían hecho antes.

En un tumulto de pasión, sintió como la ternura de él daba paso al deseo ardiente y febril. El rozamiento de sus manos se hizo despiadado y sus dedos se adentraron en su carne, reivindicándola. Cuando él le puso una mano sobre la ya temblorosa cima de sus muslos, hundiéndola en ella, un mar de sensaciones la bañó por completo. Su respiración resonaba en su cabeza, entrecortada y rápida: era el sonido de un hombre que se quemaba de deseo.

Cuando acercó sus caderas hacia él, Amy se dio cuenta de que su intención era tomarla rápidamente. Sin éxtasis, sin pérdida de consciencia. Por un instante, el temor la invadió. Él se abrió el cinturón de un tirón y se desabrochó los pantalones. Ella sintió la longitud de acero de su masculinidad, presionando, caliente, contra su muslo, en busca de la entrada. Antes de que pudiese tomar consciencia de ello, la encontró y se metió en ella, con dureza. Ella gimió, con el vientre convulsionado y las entrañas retorcidas y apretadas. Sus brazos la rodearon, en un abrazo fuerte, con una posesividad que casi le hacía daño.

Él se apartó y después empujó, dando rienda suelta al poder de su cuerpo. El impacto sacudió todo su cuerpo y el de él, en una invasión profunda y feroz. Después, sin preámbulo alguno, él estableció un ritmo, esta vez un ritmo furioso y despiadado. Ella se puso tensa, preparada para el dolor. Pero en vez de eso el ritmo la consumió. Le respondió instintivamente, rodeándole las caderas con las piernas y arqueándose para encontrarse con él, aumentando el impacto, glorificando las bocanadas de fuego que salían de ella, ardiendo por dentro, fundiéndose.

Él era el poder, ella la vencida. Pero el orgullo y la dignidad la habían abandonado. Se rindió a la fuerza que la absorbía, una fuerza que la requería como si su deseo fuera también el de ella, una necesidad caliente e inestable que la llevaba arriba y abajo, la hacía retorcerse y la cegaba. En ese momento de elevación, Veloz se quedó detenido sobre ella, con el rostro contraído, los hombros temblando, los brazos atravesados por los espasmos. Entonces, ella sintió la entrada de su fuego, como la lava de un volcán que se precipita en erupción, intensificando su propia lava.

Con un gemido, Veloz recuperó el ritmo, lentamente al principio, con el rostro brillante y satisfecho y la mirada fija en la de ella mientras estabilizaba el movimiento. En alguna parte de su subconsciente, Amy se dio cuenta de que él quería observarla mientras la penetraba hasta el final, pero ella había ido demasiado deprisa como para resistir, y su cuerpo era ahora más de él que suyo. Veloz sonrió. Ella lo vio, lo registró en su mente y después perdió el contacto con la realidad en el momento en que él pudo empujar sin tener ya nada de lo que preocuparse.

Ella lo oyó gemir, necesitarla. Con un grito se agarró a sus hombros, jadeando en busca de aire, con las caderas arqueadas para encontrarse con él en el momento del clímax. Como Veloz, se sintió víctima de los espasmos.

Cuando ella cayó temblando y agotada debajo él, él se unió a ella aún con más determinación, besándola con su boca caliente por los pechos, la garganta y la cara. Exhausta, Amy se acomodó en su abrazo, con los miembros relajados y los músculos sin vida. Él la sostuvo, pasándole una mano por la espalda hasta los hombros, y muy pronto se quedó dormida. Fue un sueño profundo y placentero, cubierta como estaba de la calidez de su cuerpo.

Amy se despertó en medio de la oscuridad. Reconoció la suavidad de la sábana bajera bajo ella. Algo cálido y húmedo le rozaba las piernas. Parpadeó y se puso tensa, tratando de ver.

—¿Veloz?

Él se rio en voz baja.

—¿Quién si no?

—¿Qué… qué estás haciendo? —Trató de ver algo, frustrada por la negrura y la familiaridad de las manos de Veloz sobre su persona.

El paño le rozó ahora el muslo.

—Te estoy lavando. Te lo prometí, ¿recuerdas? No quedará ni rastro de manzana cuando termine.

Ella oyó el sonido del trapo mojado al dejarlo caer en el agua. Las mantas hicieron un ruido seco cuando él las ondeó para volverlas a poner de nuevo sobre ella. El colchón se hundió con el peso del cuerpo de él al tumbarse junto a ella. Poco después, la rodeó con el brazo. La manga de su camisa le resultó abrasiva al contacto con la cintura, y la palma de su mano, áspera en la espalda.

—Tengo que irme, chica dorada. En un par de horas más amanecerá y si alguien me ve saliendo de aquí, tu reputación se irá al infierno.

Amy podía sentir su respiración en la mejilla, su calor, pero lo único que podía ver de él era algo negro frente a ella, más negro que la misma noche. Le agarró la camisa con los puños, asustada de repente, sin saber muy bien por qué. Si se marchaba, la realidad volvería a imponerse entre ellos. Ella quería mantener muy cercana esta noche, mantenerla para siempre.

—No… no quiero que te vayas. Ahora estamos casados, ¿no es así? ¿Por qué tienes que irte?

Sus labios rozaron los de ella.

—Amy, amor, la ley comanche no se aplica aquí. Si me quedo antes de que nos casemos a la manera de los blancos, te mirarán como a una perdida. —Notó una sonrisa en su voz—. Creo que necesitamos encontrar a un párroco… ¡y rápido!

—¡No volverá hasta dentro de varias semanas!

Le tocó la lengua con la suya y dijo en alto:

—¿Semanas?

—Semanas —repitió ella, con un sentimiento de impotencia—. No quiero esperar semanas. ¿Y tú? Quiero que te quedes ahora conmigo. Un matrimonio comanche es tan bueno como cualquier otro. Lo es todo.

Era imposible pasar por alto el pánico que había en su voz. Veloz se volvió hacia ella para observar su cara en sombras.

—Amy, amor, ¿qué te ocurre?

—No… no quiero que te vayas. Tengo el horrible presentimiento de que, cuando lo hagas, será como si esta noche nunca hubiese sucedido.

Le pasó la mano por el pelo. Aunque él mismo había tenido el mismo presentimiento, sabía por el sonido de su voz que no era comparable al pánico que ella estaba sintiendo.

—Cariño, eso es una locura.

—No importa. Así es como me siento. Si te marchas, puede ocurrirte algo. Puede que nunca regreses.

—Regresaré —dijo con un susurro, medio en broma. Pero mientras lo decía, esas palabras resonaron en su cabeza, como un eco del pasado. Entonces lo entendió todo. Hubo una vez en la que se habían amado el uno al otro, de forma inocente, pero con la misma pasión que ahora, y sus promesas se habían convertido en polvo que se había llevado el viento de Texas. Ahora, por fin, habían recuperado ese sentimiento de unidad, y Amy se horrorizaba al pensar que pudiera perderlo de nuevo. A Veloz casi se le rompió el corazón. Se tumbó junto a ella e hizo que cerrara los ojos.

—Amy, escúchame. Nada volverá a separarnos nunca. Nada. No dejaré que eso ocurra. Además, solo voy al otro lado de la calle. Un grito y podré oírte.

Ella se acercó más a él, hundiendo el rostro contra su cuello.

—Me parecen cientos de kilómetros.

Veloz suspiró.

—No quiero que pierdas tu trabajo. Sé que necesitas esa seguridad, al menos durante un tiempo.

—Te necesito más a ti.

—Puedes tener ambas cosas. Ahora estamos casados, Amy. Tú lo sabes. Yo lo sé. Nada ni nadie puede cambiar eso. —Levantó un poco la barbilla y la besó en la parte alta de la cabeza, adorando la suavidad de su pelo de seda, deslizándose contra su camisa—. Y con el matrimonio viene todo eso que temes. Al menos durante el primer año o así, mientras trates de esquivarme y aprendas como soy cuando…

—No me importa eso. —Incluso mientras hablaba, Amy sabía que no pensaba lo que estaba diciendo. Mucho después, sí le importaría. No tenía sentido ocultarlo. Henry Masters le había dejado una huella, pudiera admitirlo o no.

Veloz cerró los ojos, sabiendo que las cicatrices que tenía dentro eran demasiado profundas para pretender que sanarías en una noche de amor. Deseó que pudiera ser así, pero desearlo no cambiaba la realidad.

—A mí me importa —susurró, con voz grave. Hizo que se incorporara para ponerla sobre su pecho y le cogió la cara con las dos manos—. Si pierdes ese trabajo, dependerás de mí para todo. Antes o después, eso te consumirá.

—Pero… —Amy se calló, despreciándose a sí misma porque sabía que lo que él decía era cierto.

La hizo callar posando un dedo sobre sus labios.

—Nada de peros. No tienes que dejarlo todo para ser mi esposa, Amy. Podemos seguir así hasta que el párroco vuelva. Vendré cada noche a que me des clases. Y quizá me quede alguna que otra noche hasta antes del amanecer. Nunca van a separarnos de nuevo. Te lo prometo.

Amy dejó que se marchara sin poder ofrecerle ningún otro argumento. Mucho después de su partida, ella seguía tumbada en la cama temblando, deseando que él estuviese allí con ella, odiándose de que su debilidad los hubiese mantenido apartados durante tanto tiempo.

Al día siguiente, después del colegio, Amy fue a casa de Loretta en su habitual visita diaria. Para su sorpresa, tanto Veloz como Cazador estaban en casa. Sin esperárselo, Amy cerró la puerta después de entrar y después se quedó de pie allí, sin saber muy bien cómo debía saludar a Veloz después de la noche que habían pasado juntos.

—¡Ah, Amy, llegas a tiempo para un pastel de mora caliente! —exclamó Loretta.

—E… eso suena estupendo —dijo Amy débilmente, con la cabeza puesta en los platos. Al levantarse esa mañana, no había encontrado ni rastro de suciedad en la cocina. Veloz lo limpió todo mientras ella dormía.

Sus miradas se encontraron. Los recuerdos de la noche de pasión ocupaban todos sus pensamientos. Bajó los ojos, tratando de mantener la compostura, pero todo lo que había en él, incluso su camisa, le recordaba lo que había pasado hacía solo unas horas.

Veloz vio el sonrojo que le subía a Amy por el cuello y si lo hubiese calificado de color carmesí no se habría quedado corto. Le inundaba la cara, llegando hasta el nacimiento del pelo, tan obvio que supo que Cazador y Loretta no tardarían mucho en notarlo. La situación le parecía tiernamente divertida y trató de contener una sonrisa. La dulce, la encantadora Amy, con su vestido de maestra, con su pelo glorioso recogido en una corona trenzada sobre la cabeza. Para ella, hacer el amor la noche anterior había sido escandaloso.

La sonrisa en su interior se convirtió en dolor en la garganta cuando recordó lo maravillosa que había sido en realidad su unión. Ella iba a no poder controlarse cuando hiciesen de verdad el amor. Y si se sonrojaba de esa manera después, todos en el pueblo sabrían lo que había pasado.

Haciendo como si nada pasase, Veloz se frotó las manos.

—Venga, pues sirve esa tarta, Loretta. Tengo tanta hambre que no puedo sentir las piernas.

El intento de jovialidad fue en vano. Loretta se quedó inmóvil, mirando fijamente a Amy, que se había puesto de un intenso color rojo en un segundo. Cazador, en lugar de mirar a Amy, volvió sus ojos azul oscuro a Veloz, con la ceja levantada. Cuando Veloz le devolvió la mirada, la boca de Cazador se torció. Después, miró a Amy.

—Amy, cariño, ¿te ocurre algo? —preguntó Loretta.

Los ojos de Amy parecieron volverse más grandes que los platos de pastel que había en la mesa: el azul chispeante de sus ojos contrastaba con el rojo de sus mejillas. Veloz tuvo que contener un gemido.

—No, na… nada —consiguió responder, en lo que era la mayor mentira que había intentado decir en su vida—. ¿Por… por qué lo preguntas?

Loretta lanzó una mirada a Cazador. Amy se volvió a Veloz con mirada de súplica. Para su desesperación, notó que también su cuello se ponía rojo y el calor le subía hasta la cara. ¡Diablos, si iba a sonrojarse también él a estas alturas! Se aclaró la garganta y se pasó la mano por el cabello, tan avergonzado como si le acabasen de pillar retozando con Amy en el granero. Cazador, sonriendo como un idiota, centró su atención en el pastel y cogió el servidor.

—Bien, si no ocurre nada, vamos a comer —dijo, lanzando otra mirada intencionada a Veloz.

Amy se quitó el chal y lo colgó de la percha. Acercándose a la mesa, se limpió las manos en la falda. Se sentía tan culpable que hasta un tonto se hubiese dado cuenta. Los ojos azules de Loretta pasaron de su prima a Veloz. Y después, como si fuera una enfermedad contagiosa la que hubiese entrado en la casa, su rostro se volvió completamente rosa. Solo Cazador parecía inmune. Sin parar de sonreír, sirvió cuatro platos de pastel, pidiendo a todos con un movimiento que tomaran asiento.

Los cuatro se llenaron la boca inmediatamente. Veloz hizo un ruido apreciativo y cogió un segundo pedazo. Loretta, claramente incómoda porque nadie alababa su buen hacer como repostera, levantó los ojos del plato.

—¿Cómo han quedado en el horno esas manzanas que te di?

Veloz, que estaba a punto de tragar, explotó. Todos, incluida Amy, se volvieron para observarle mientras luchaba por coger aire. Cuando por fin tragó e hizo bajar la tarta con un sorbo de café caliente, logró pronunciar una temblorosa disculpa. Amy empezó a ruborizarse de nuevo. La sonrisa de Cazador se hizo más amplia. Loretta parecía completamente desconcertada.

Cazador buscó la mirada de Veloz.

—¿Vas a sobrevivir a ese pastel?

—No es el pastel de Loretta. —Veloz dio otro sorbo al café—. Estoy bien. Es que me he atragantado, es todo.

Amy bajó la cabeza y atacó las moras de su plato como si les acabase de declarar la guerra. Cazador se aclaró la garganta.

—Veloz y yo fuimos a hacer una visita a Peter de vuelta a casa, Amy.

Ella levantó la mirada, con los ojos oscurecidos, como si se le hubiesen descolorido de repente.

—¿De verdad? ¿Y cómo está?

—Está bien. Creo que la pequeña charla que tuvo Veloz con Abe ha servido de algo. Al menos no volvió a casa y descargó su ira ayer, como hubiese hecho otras veces.

—¿Lo tiene su madre en la cama?

—Y tan pendiente de él como una gallina de corral —señaló Cazador. Encontrándose con la mirada de Amy, preguntó—: ¿Por qué nunca me contaste los problemas de Peter? Yo pensaba que la única vez que Abe se había pasado de la raya fue cuando su mujer lo mandó a la cárcel. No tenía ni idea de que para él fuera costumbre volver a casa borracho y pagarlo con su familia.

Amy sintió que las mejillas volvían a arderle.

—Yo… —La mirada de Cazador no le dejaba escapatoria. Se encogió de hombros—. Si hubiese acudido a ti, te habrías enfrentado a Abe, y tenía miedo de que te metieses en problemas.

A Cazador se le tensó la mandíbula.

—Me alegro de que Índigo confíe más en mi sentido común. Una cosa es un hombre con mal genio. Pero lo de Abe Crenton es pasarse de la raya. No es costumbre entre los de mi pueblo mirar para otro lado cuando un hombre abusa de su mujer y su familia. Tú sabías eso, Amy.

Amy había sido testigo cientos de veces de las reprimendas de Cazador a sus hijos, pero nunca antes se habían dirigido a ella. Durante años, le había visto mirar con esos ojos suyos luminosos a Índigo y Chase, provocando en ellos un sentido remordimiento sin ni siquiera levantar la voz. Se había preguntado a menudo cómo conseguía hacerlo. Ahora lo sabía. Cazador, con su bondad, era capaz de penetrar hasta lo más profundo. La mirada dolida de sus ojos le llegaba al corazón.

—Lo hice con buena intención —dijo lastimeramente.

Sus miradas se encontraron y, sin decir una palabra, lo dijo todo.

—La próxima vez, acudiré a ti —prometió Amy.

Cazador miró entonces a Veloz.

—Si Abe vuelve a hacer daño, preocúpate por tu marido. Fue su fuerza la que defendió a Alice Crenton y a sus hijos ayer.

El hecho de que Cazador se dirigiera a Veloz como su marido evidenciaba que sabía lo que había pasado entre ellos la noche anterior. Pero antes de que Amy pudiera reaccionar, Cazador estiró el brazo y le cogió la mano, un poco como cuando el padre O’Grady le tocaba la frente cuando le iba a dar la absolución. En ese momento se sintió en paz, en una paz cálida y reconfortante.

Durante solo un instante, deseó haber crecido con los comanches, que la hubiese criado el padre de Cazador, Muchos Caballos, y no Henry Masters. Deseó haber tenido un hogar lleno de amor, en el que se la hubiese reñido con bondad y comprensión y no con el puño o el cinturón.

A diferencia de Amy, los hijos de Loretta no conocían el miedo. Ellos corrían salvajes y libres, llevando la cabeza siempre alta. Y, aun así, a pesar de sus maneras bondadosas, Cazador ponía disciplina en su casa, inculcaba a sus hijos todas esas buenas virtudes que consideraba importantes: lealtad, honestidad, orgullo y coraje. Nunca demandaba obediencia, pero esta se daba de forma natural y sin esfuerzo, porque los hijos de Cazador lo amaban demasiado como para hacer algo que le disgustase.

La mirada de Amy pasó de Cazador a Veloz, que parecía absorto en el pastel, lo mismo que Loretta. Su aparente indiferencia era una vez más otra costumbre del pueblo comanche: la vergüenza de uno era de uno y no incumbía a los demás. Amy volvió a mirar a Cazador y descubrió que había cogido ya el tenedor, lo que significaba que sus faltas pertenecían al pasado.

Como si sintiese que el momento de castigo había pasado, Veloz levantó los ojos y la miró fijamente, con chispas en ellos. Tenía una sonrisa involuntaria en los labios. A diferencia de ella, Veloz había sido criado con los comanches, y las costumbres de Cazador eran también las suyas. No pudo evitar preguntarse si sería un padre como Cazador, ajeno al ruidoso caos de su casa, poniendo orden solo cuando de verdad se producía una verdadera transgresión, con bondad, riñendo con voz suave.

—Me pregunto dónde fue Índigo esta vez después del colegio —remarcó Loretta—. Debería estar ya en casa.

Cazador levantó la cabeza.

—Vendrá.

—Apuesto a que está con ese Marshall. Es demasiado mayor para ella. ¿Pero de qué sirve que se lo diga?

Amy la interrumpió para contarle la discusión que había tenido con Índigo la tarde anterior.

—Quise haber hablado con ella otra vez, pero con el asunto de Peter se me olvidó.

Loretta jugó con su tenedor.

—Señor, ojalá haya mandado a ese joven a freír espárragos. ¿Por qué un muchacho de veinte años iba a estar interesado en una chica de su edad? No me gusta nada.

—Ella le mandará a freír espárragos —contestó Cazador—. Los ojos de Índigo miran al mañana. Solo tiene que abrirlos.

Veloz terminó su tarta y llevó el plato al fregadero. Mirando por encima del hombro a Amy, extrajo el reloj del bolsillo.

—Es casi la hora de mis lecciones. ¿Estás lista?

La miró con ojos juguetones y a Amy no se le pasó por alto el significado velado de su pregunta. Ella se levantó y cruzó la habitación con el plato, con cuidado de no mirarlo. Después de ponerlo en el fregadero, se volvió hacia la puerta.

—Si veo a Índigo, le diré que vuelva a casa, Loretta.

Loretta sonrió.

—No, no hagas eso. Como dice Cazador, solo tiene que abrir los ojos. Supongo que tengo la mala costumbre de querer sobreprotegerla.

Veloz cogió su sombrero de la percha. Después de ponérselo con un garboso movimiento, cogió el chal de Amy y le cubrió los hombros con él, rozándole el cuello y después los pechos con los nudillos mientras colocaba los pliegues de la lana. Casi sin respiración, Amy levantó sus asustados ojos azules para mirarlo. Antes de que se produjera otro de sus rubores, Veloz la hizo salir por la puerta riéndose por lo bajo, consciente de que a Cazador no se le había escapado el significado de ese cambio de color.

Una vez en el porche, Amy se abrazó al chal. Veloz la cogió por el codo, imaginando el momento de las «lecciones» con impaciente lascivia. Si tenía la oportunidad, le daría algo un poco más escandaloso por lo que sonrojarse.

—Tienes las mejillas rojas como un tomate —informó, mientras bajaban los escalones—. Tenemos que cruzar el pueblo. ¿Quieres que todo el mundo que nos vea sepa qué hemos estado haciendo?

Su cara se volvió de color escarlata, lo que provocó una vez más la risa en Veloz. Poniéndole una mano en la nuca, jugueteó con los rizos mientras la guiaba por la acera.

—¿Hasta cuándo piensas seguir ruborizándote cada vez que te miro?

—No tengo la culpa de tener el rostro tan pálido.

—¿Qué es lo que te avergüenza tanto?

Amy le miró con sus ojos azules.

—No tiene gracia.

Veloz echó hacia atrás la cabeza y emitió una sonora carcajada.

—¡Para, por favor! La gente nos está mirando.

Él vio a Samuel Jones al otro lado de la calle, ocupado en barrer la parte de la acera que daba a su negocio.

—Amy, nadie nos está mirando. Te lo diré de una vez por todas: la vergüenza conmigo te va a durar lo que dura una vela en una tormenta de viento.

—No me digas.

—Te lo prometo. Lleva si quieres esos recatados cuellos abotonados hasta la barbilla en público, pero no en nuestra casa.

—¿Qué llevaré entonces?

—El delantal, si estás cocinando. El resto del tiempo, yo preferiría que no llevases nada.

Ella lo miró aterrorizada.

—Mis clases de lectura y aritmética entran en la categoría «de otra manera».

Ella aceleró el paso, mirando a derecha e izquierda como si temiese que alguien pudiese oírlo. Veloz se rio, apretando el paso también para no quedarse atrás.

—Tienes ganas de llegar a casa, ¿verdad?

Ella estuvo a punto de tropezar con la falda al detenerse. Ruborizándose de la cabeza a los pies, lo miró a los ojos.

—Estás atormentándome aposta. ¿No podrías ser por una vez un caballero, Veloz? ¡Es de muy mala educación que… que hables de ello como si hablaras del tiempo!

Mientras se daba la vuelta y una vez más emprendía la marcha a paso rápido, Veloz se quedó rezagado para poder disfrutar de la vista de sus caderas. Entonces, como si lo hubiesen atado en corto con una cuerda, Amy se detuvo. Veloz levantó los ojos para ver qué pasaba. Steve y Hank Lowdry irrumpieron en la acera, a solo unos metros delante de ella. Amy retrocedió, con el cuerpo rígido. Veloz aceleró el paso para alcanzarla. Cuando le tocó el brazo, ella se arrimó a él.

—No pasa nada, cariño.

Sintió un escalofrío.

—Se parecen a… ¿quiénes son?

Veloz le pasó el brazo por los hombros y la instó a que siguiese caminando, sin preocuparse ni un momento de que alguien pudiera verlos.

—Solo un par de mineros. ¿Quieres que pasemos al otro lado de la calle?

—No. No tengo miedo cuando estás conmigo.

Ella se acercó más a él, desmintiendo sus palabras. Veloz miró hacia delante a los dos hombres, inquieto al descubrir que no era el único que pensaba que parecían comancheros. Demonios. Desde el primer momento lo había presentido. Y ahora también Amy.

Para alivio de Veloz, los dos hombres se apartaron de la acera y dejaron que él y Amy pasaran. Sus espuelas resonaron en el suelo húmedo y compacto. Veloz miró hacia abajo. El rostro de Amy, de rojo brillante solo unos momentos antes, se había puesto ahora blanco como la muerte.

—¿Por… por qué están aquí? —Lo miró asustada a los ojos—. ¿Qué están buscando en Tierra de Lobos?

—Buscan oro.

—¡Qué me aspen! —Los miró por encima del hombro—. Los hombres como ellos no se ganan la vida trabajando.

—Supongo que tienen el mismo derecho a soñar que los demás.

—No crees que parecen… —Se calló, como si no pudiera decir la palabra.

—¿Qué, Amy? —Veloz se bajó de la acera—. Escúchame. Llevan aquí un par de días. Si fueran tan malos como parecen, ya habrían creado problemas. Cazador fue a verlos. Dice que parecen de verdad interesados en encontrar oro.

Cuando terminó de hablar, se le erizó el vello de la nuca. Miró hacia atrás para ver que los dos hombres se habían detenido en la calle. Con los sombreros bajos, no podía saber si lo miraban ni podía entender su extraña reacción. Puso con más firmeza el brazo sobre Amy y aceleró el paso.

—Si no han venido a por oro —añadió, más para él que para ella—, es que están pensando mucho sus movimientos.

—¿Movimientos? —A Amy se le contrajo la cara—. No creerás que… Ay, Veloz, no… No son pistoleros, ¿verdad?

—Yo no los conozco. —El miedo que vio en sus ojos le hizo desear no haber dicho nada. Le dedicó una rápida sonrisa y la reconfortó con el brazo—. Eh, no seas tan pesimista. Me estoy pasando de listo. Tiene que ver con el territorio. Vine aquí a empezar de nuevo, ¿recuerdas? Intentemos no ver problemas donde no los hay. La probabilidad de que alguien me haya seguido desde Texas es muy remota, ¿no crees?

Ella recuperó algo de color.

—Es un camino demasiado largo. —Sonrió—. Quizá estoy viendo comancheros por todos lados, ahora que frecuento a uno.

Él la miró con los ojos entornados.

—No soy un comanchero, nunca lo fui. Si de verdad lo pensases, no habrías hecho…

Ella le pinchó las costillas.

—Sé un caballero.

—Tampoco soy un caballero. —Bajó la cabeza y le mordisqueó el lóbulo de la oreja—. Y, de aquí a una hora, te habré convencido de ello —le susurró.

Por el rabillo del ojo, Veloz vio un movimiento al otro lado del pueblo. Se dio la vuelta a tiempo para ver a Índigo metiéndose sola en el bosque. Amy también la vio.

—Esa chica… Estoy segura de adónde va. Ojalá no se encontrase con él a solas de esa manera.

—¿Crees que va a encontrarse con él? Tal vez va a cazar. Y si no, también le gusta pasear. Ella es muy salvaje.

—Un poco demasiado para mi gusto. Está demasiado segura de sí misma. No tiene miedo de nada. Eso podría ser peligroso si ese joven carece de escrúpulos.

Veloz sonrió, recordando el cuchillo que Índigo llevaba en el muslo.

—Compadezco a Brandon si se pasa de la raya con ella. Esa chica es tan rápida con el cuchillo como ningún hombre que haya conocido. Y te apuesto a que tampoco se le da mal pelear. Poder pelearse con Chase le ha dado muchas agallas.

—Ella es solo una chica, Veloz. Brandon la dobla en tamaño.

—Podría con tres como él sin siquiera sudar. Deja de preocuparte. Cualquier chico que quiera aprovecharse de ella va a tener que morder más polvo de lo que piensa.

Mientras subían los escalones de la casa, Amy no pudo evitar echar una última mirada hacia el lado del bosque por el que Índigo había desaparecido.