Capítulo 17

Al día siguiente, los dos extraños visitaron la mina, haciendo a Cazador todo tipo de preguntas. Veloz siguió trabajando, pero estuvo en todo momento con la oreja parada. Los hombres parecían verdaderamente interesados en encontrar oro. Cazador les suministró toda la información necesaria y les hizo una lista con los artículos que debían comprar en la tienda de abastos si querían empezar con las perforaciones. Después de que se hubieran ido, Veloz abandonó la caja de lavado que había estado utilizando para separar el oro, rodeó una pila de gravilla y llegó hasta Cazador de una zancada.

—¿Y bien?

Cazador frunció el ceño, con la mirada aún fija en los hombres, que descendían la cuesta que conducía al pueblo.

—Aseguran que son hermanos. Lowdry, dicen que es su apellido, Hank y Steve Lowdry.

—¿Les crees?

—No estoy seguro. Ya veremos, ¿no te parece? Si compran material para hacer las prospecciones, entonces podrás relajarte. Si no…

Veloz se puso firme para que el viento le diese en la cara y dio una palmada en la pernera de su grasiento mono de trabajo.

—¿Parecían estar observándome?

—No. —Dándose la vuelta, Cazador puso una mano en el hombro de Veloz—. Tal vez estás viendo fantasmas donde no los hay, amigo mío. Admito que su aspecto es algo duro y que sus ropas me recordaron a las de los comancheros. Pero Tierra de Lobos está muy lejos de Texas.

—No creo que Texas tenga el monopolio de los hombres duros.

—Tú y yo estamos en Oregón, ¿no?

Con una sonrisa, Veloz volvió al trabajo.

Amy se sentó en los escalones de la escuela para comer el almuerzo a la hora del recreo. Rodeada de la risa de los niños, no pudo evitar hacer una comparación entre la simplicidad de sus vidas y las complicaciones de la suya. A excepción de Peter, los alumnos tenían una vida fácil. Deseó que pudiesen seguir así de inocentes siempre. Sería maravilloso poder confiar y ver solo bondad en los demás.

Mientras paseaba la vista por el patio de recreo, Amy suspiró con un deje de tristeza, sabiendo que estaba pensando en cuentos de hadas. El dolor y la desilusión eran parte de la vida. Índigo, por ejemplo. Su fascinación por Brandon Marshall estaba destinada al fracaso pero, a menos que la chica experimentase ciertos sinsabores, no podría reconocer a un buen hombre cuando finalmente llegase.

Amy buscó a su sobrina entre los grupos de niños y sintió un escalofrío al no verla. Índigo no solía salir del patio durante los recreos.

Sacudiéndose las migas de las manos, descendió los escalones y cruzó el patio para mirar en dirección al pueblo. Nada. Con el ceño fruncido, interrumpió a algunos de los niños que estaban jugando al «corre que te pillo» para preguntarles si habían visto salir a Índigo.

—Sí —dijo la más pequeña de los Hamstead—. Se fue a pasear.

—¿Sola?

—No.

Amy esperó y, al ver que la niña no tenía intención de dar más información, sonrió.

—Anna, si no se fue sola, ¿con quién se fue?

—Con un chico.

Amy cruzó los brazos.

—¿Es usted una mujer de pocas palabras, señorita Hamstead?

Anna parecía perpleja.

—¿Quién era el chico? —preguntó impaciente Amy.

Anna arrugó la nariz y se encogió de hombros.

—No sé.

Amy se inclinó hacia delante.

—¿Puedes decirme qué aspecto tenía?

—Guapo.

Amy se estiró, cada vez más nerviosa.

—¿En qué dirección se fueron?

La niña levantó un dedo en dirección al bosque.

—Por allí.

—Gracias, Anna. Me has sido de gran ayuda.

Corriendo hacia los árboles, Amy se levantó la falda para rodear un charco. No se atrevía a alejarse mucho y dejar a los niños solos. Después de adentrarse un poco en el bosque, se detuvo para escuchar. Le llegó una risa a su derecha. Se fue en esa dirección y se recogió con fuerza la falda para no ensuciarse.

—¡Índigo!

Entonces vio a la chica. Traía el pelo leonado suelto, los ojos chispeantes y las mejillas sonrojadas.

—Hola, tía Amy. ¿Qué estás haciendo aquí?

Amy se hizo a un lado, estirando el cuello.

—La pregunta es, ¿qué estás haciendo tú aquí? Y ¿con quién estabas?

Índigo sonrió y avanzó hacia ella, como si fuera a confiarle un secreto.

—Tengo un pretendiente, tía Amy, ¡Brandon Marshall! Es tan guapo…, mi corazón casi deja de latir cuando lo veo.

El de Amy casi dejó de hacerlo también al ver la expresión de Índigo en los ojos.

—¿Y te escapas del colegio para citarte con él en el bosque? Índigo, eso no es propio de una señorita.

—No he hecho nada malo. Solo estuvimos hablando.

Sin estar muy segura, Amy miró el rostro encantador de Índigo, tratando de no decir algo que pudiera herirla.

—Estoy segura de que no hiciste nada malo, cariño. Eso nunca se me pasó por la cabeza. Pero la triste realidad es que la gente tiene la lengua muy larga.

Los ojos de Índigo se abrieron con indignación.

—Hablas igual que mamá. Es Brandon, ¿verdad? No os gusta porque viene de Boston. No pensáis que pueda fijarse en una chica como yo. Y ahora estáis enfadadas porque sí lo ha hecho.

Amy tocó a su sobrina en el hombro.

—Eso no es cierto. Creo que eres una joven muy guapa, Índigo. Cualquier chico se sentiría honrado de cortejarte, incluso uno rico de Boston.

—Entonces, ¿por qué os oponéis a que hable con él?

—No me opongo. —Amy hizo una pausa—. Pero Brandon es un poco mayor que tú. No quiero que te haga daño.

—Eso es exactamente lo que dice mamá.

Amy suspiró.

—Debes admitir que el vecindario rico de Boston es bastante diferente al de Tierra de Lobos. Y Brandon es diferente también. No solo mayor, también es más sofisticado.

—¿Y eso significa?

—Significa que Brandon volverá seguramente a Boston un día. Tal vez nunca ha tenido intención de hacerte daño al querer que fuerais amigos para luego marcharse, pero te hará daño de todos modos. Y existe la posibilidad de que él piense que está bien revolotear un poco por aquí antes. Tú le has llamado la atención, pero ¿es porque de verdad le gustas o es porque lo que quiere es divertirse un poco?

—Lo que en realidad quieres decir es que él me respeta menos porque soy mestiza. Que jugará con mis sentimientos, tendrá lo que quiere y después se irá sin sentir ningún remordimiento.

—No…

—¡Sí, eso quieres decir! No soy tan buena como las demás, eso es lo que estás diciendo. No le importará hacerme daño porque las chicas como yo no contamos igual que las chicas blancas.

Amy tragó saliva.

—Índigo, no puedes pensar de verdad… —La mentira se convirtió en polvo. Índigo había visto suficientes prejuicios contra su padre, contra los pocos indios que aún quedaban en la zona y contra los trabajadores chinos, para creerse una mentira—. Existe gente ignorante en el mundo. —Hizo un intento—. Eres una joven muy bonita. Hay hombres sin escrúpulos en el mundo, hombres que se aprovecharían de ti sin pensárselo. Porque eres medio india.

—¡Brandon no es un chico sin escrúpulos!

—Espero que no —susurró Amy.

Los ojos de Índigo se llenaron de lágrimas, enfadada.

—Me siento orgullosa de mi sangre. Orgullosa, ¿me has oído? Y a Brandon le gusto por lo que soy. Ya lo verás. Tú y mi madre. ¡Ya lo veréis!

Dicho esto, Índigo corrió adelantando a Amy en dirección a la escuela. Temblando, Amy la vio irse. Después echó un vistazo a su alrededor, preguntándose cómo Brandon había desaparecido tan rápidamente. ¿En qué pensaba un joven para encontrarse secretamente con una chica de la edad de Índigo en el bosque?

Amy jugó con el borde de encaje del cuello de su vestido, asustada por Índigo e insegura de lo que debía hacer para alejar a la chica de mayores problemas. Amy solo podía rezar para que la educación de Índigo le sirviese de algo.

Al apresurarse de vuelta al colegio, recitó en silencio una plegaria para que Índigo estuviese allí. Al ver que la chica estaba sentada en los peldaños del porche, suspiró aliviada. Malhumorada, pero allí estaba. Se prometió que reflexionaría sobre el asunto y que hablaría con Índigo otra vez. Quizá si cambiaba de táctica, la chica no se pondría tan a la defensiva y escucharía alguno de sus consejos.

El alivio que sintió Amy al ver a Índigo duró poco. Apenas cruzó el patio, oyó un grito de dolor. Al darse la vuelta, vio que Peter estaba en el suelo boca abajo. Echó a correr junto al chico. Él se puso entonces de rodillas, sollozando y agarrándose la camisa a la altura del pecho.

—No quería empujarlo —gritó Jeremiah—. No quería, señorita Amy, se lo juro.

—No estaba acusándote, Jeremiah —contestó Amy—. Tú siempre eres muy cuidadoso con los niños pequeños.

Apartando a los niños de su camino, Amy ayudó a Peter a ponerse en pie y después lo condujo por el patio para, a continuación, hacerle subir las escaleras del porche. Llegó hasta su escritorio, donde tenía guardados retales de tela limpios, un rollo de vendas y bálsamo medicinal.

—Ven aquí, cariño, siéntate —le dijo Amy suavemente, secándole las lágrimas con el pañuelo y haciendo que se sentara en la silla—. Debes de haberte dado un golpe muy fuerte. Tú eres más duro que la rama de un pino.

Peter levantó los ojos, con la cara tan pálida que sus pecas parecían salpicaduras de barro; y sus ojos azules, enormes. Él colocó un brazo protector alrededor de la cintura.

—Quiero ir a casa a que me curen. Mi mamá sabe cómo hacerlo.

Un gran admirador de Alice Crenton, sonrió Amy, preguntándose si Peter estaba sufriendo un ataque de timidez infantil.

—Estoy segura de que a ella se le da mucho mejor que a mí. Sin embargo, mi conciencia no me permite dejar que te vayas a casa sin saber antes cómo ha sido la caída. Así que, ¿puedo verlo?

—No, señorita Amy. —Peter emitió un chillido, con aspecto abatido.

Amy le dio una palmadita en la cabeza, después estiró el brazo para sacarle la camisa por fuera del pantalón.

—No creas que no he visto antes el pecho desnudo de un joven…

—No, señorita.

—Te diré un secreto, si me prometes que no se lo dices a nadie —añadió Amy buscando su complicidad—. Soy tan vergonzosa, que preferiría tomarme un té de boñiga de oveja de la viuda Hamstead antes que ir a ver al médico. —Peter la miró, claramente incapaz de encontrar la relación. Amy sintió que se le ponían las mejillas rojas—. Solo por si te da vergüenza, pensé que te ayudaría saber que otras personas también sienten vergüenza.

Tan cuidadosamente como pudo, Amy levantó la franela, tratando de quitarle la prenda por la cabeza. Cuando la tela dejó al descubierto su estómago, Amy se quedó hipnotizada al ver los moratones y las costillas hinchadas. No puedo evitar un gemido.

—Ay, Peter…

—Me caí muy fuerte.

Amy sabía que el color rojizo de los moratones de Peter en las costillas no era de hacía unos minutos. Debían de haberse producido el día anterior o la noche anterior. Tragó saliva, sin saber muy bien qué decir. Su miedo era obvio: no quería empeorar las cosas. Sintió una necesidad casi incontrolable de acunarlo y protegerlo. Pero Peter no admitiría que lo tratasen como a un niño pequeño.

—Peter, ¿qué ha ocurrido? —le preguntó suavemente, asaltada de repente por la culpa. Tenía que haber notado las señales de que Peter estaba herido y, sin embargo, había estado toda la mañana en clase y no se había dado cuenta.

—Ya lo ha visto, me caí.

Amy le quitó la camisa por la cabeza, sintiéndose mareada. Se levantó y le miró la espalda. Como temía, también tenía moratones por toda la zona.

—Peter, sé que tu padre te hizo esto.

—No se lo diga a mi madre. Me lo tiene que prometer, señorita Amy.

Amy trató de mantener la voz baja.

—¿Ella no lo sabe?

—No sabe que es así de malo. Le dije que no era nada.

—¿Entonces por qué quieres que sea ella la que te cure?

—No quiero. No quiero que nadie lo haga. Solo empeoraría las cosas. No quiero que me cuiden.

Amy sintió que una gota de sudor le caía por la frente. Quería gritar y maldecir, encontrar a Abe Crenton y pulverizarlo. En vez de eso, respiró profundamente y dijo:

—Pero Peter, me temo que un par de estas costillas están rotas. Hay que vendarlas. Y deberías quedarte en la cama hasta que mejores un poco.

Peter se puso a llorar amargamente.

—¡No! Si se lo digo a mi madre, se enfadará y se enfrentará a mi padre y… —Cerró los ojos, inhalando aire—. Le pegará otra vez. Y mis costillas seguirán rotas de todas formas. Así que, ¿para qué complicar las cosas?

Amy se llevó la mano a la garganta, temblando. Peter estaba muy herido. Si se caía de nuevo, una de esas costillas podría perforarle el pulmón. No tenía otra opción que actuar.

—¿Qué hizo que tu padre se enfadara esta vez? —preguntó.

—Nada. Anoche llegó a casa borracho, como lo hace a veces. Eso fue todo. No se habría ensañado conmigo si no hubiese sido porque salté sobre él y traté de detenerlo.

—¿Porque quiso golpear a tu madre, quieres decir?

—Sí. Estaré bien, señorita Amy. De verdad.

—No, Peter. Tu padre te ha hecho daño de verdad esta vez. —Amy pasó los dedos por una de las costillas de Peter. Inspiró y expiró aire otra vez, con los labios blancos—. Una costilla rota puede ser peligrosa. Hay que hacer algo.

—¿Como qué? Si habla con mamá, irá de nuevo a hablar con el comisario, y mi padre volverá a casa enfadado después de la cárcel. Es mejor que se quede al margen, señorita Amy. ¡Tiene que hacerlo!

Amy suspiró.

—Entendido, Peter. —Le acarició el pelo con la mano—. Ponte la camisa, ¿de acuerdo? Voy a terminar pronto la clase hoy y te llevaré a mi casa. Lo menos que puedo hacer es vendar esas costillas. Después hablaremos. Quizá si pensamos en ello, podamos encontrar una solución.

Cuando Amy se dio la vuelta, descubrió que Índigo estaba de pie en la entrada. Los miraba preocupada. Dio un paso hacia ellos.

—¿Se va a poner bien Peter, tía Amy?

—Eso espero. —Poniendo una mano en el hombro de la chica, dijo—: Peter no quiere que nadie sepa que está herido. Me gustaría que guardases el secreto.

Índigo asintió.

—Lo he oído. No se lo diré a los otros niños. —Se encontró con la mirada de Amy y susurró—: Sin embargo, creo que su padre se merece una buena paliza.

—Ahora mismo me gustaría ser yo quien se la diera.

La delicada boca de Índigo se convirtió en una línea de determinación.

—Entre las dos, podemos hacerlo.

Amy consiguió sonreír débilmente, recordando la época en que a ella tampoco le había dado miedo nada.

—Algunas veces tienes más carácter que sabiduría, chiquilla. Abe Crenton es un hombre fuerte.

Índigo se tocó el vestido de gamuza, donde llevaba un cuchillo atado al muslo.

—Podría golpearle en los tobillos y derribarlo.

Con una sonrisa nerviosa, Amy pasó de largo y fue a atender a los demás niños.

—Lo tendré en mente.

Una hora más tarde, Amy estaba sentada en el borde de su cama, observando a Peter mientras dormía. Con dedos temblorosos, le retiró los rizos pelirrojos de la frente. Le destrozaba el corazón pensar que debía llevarlo a casa otra vez. Pensó en hacer una visita al comisario, pero ¿qué podía hacer él? ¿Encerrar a Abe unos cuantos días? Al final el hombre volvería a casa, furioso y mucho más peligroso.

Amy hundió la cabeza entre las manos, tan angustiada que lo único que quería hacer era llorar. ¿Por qué no había mejores leyes para proteger a los niños como Peter? ¿O a las mujeres como Alice? La legislación nacional resultaba impotente ante el poder absoluto que los hombres tenían sobre el control del dinero familiar. Incluso cuando las mujeres ponían una denuncia por abuso, ¿qué conseguían? Nueve de cada diez veces, los jueces emitían sentencias ridículas contra los maridos y los padres abusivos. En cuanto se cumplía la sentencia, los hombres obtenían su libertad y volvían a sus hogares, señores incontestables de sus castillos. ¿No se daban cuenta los legisladores de que esas mujeres estaban esclavizadas por su dependencia de necesidades como cobijo y comida?

Amy cerró los ojos, recordando sus muchas batallas con Henry Masters y la degradación que había sentido. No había tenido ninguna oportunidad. Él tenía en la mano todos los ases. Lenta pero de forma segura, había ido perdiendo su dignidad y su orgullo.

Nunca lo olvidaría. Sabía que debía haber otras mujeres y niños sufriendo el mismo trato. Quizá, un día, los Peter del mundo se convertirían en hombres y recordarían las injusticias que se les había hecho. Quizá, gracias a ellos, podrían cambiar las leyes. Pero por ahora, había pocas posibilidades.

Con un suspiro Amy se levantó de la cama. Dio un paso… y se quedó inmóvil. Veloz estaba de pie en el umbral del dormitorio, con el hombro apoyado en el marco de la puerta y la vista fija en las vendas que cubrían el pecho de Peter. Tenía la mandíbula apretada. Recuperando la compostura, Amy redujo la distancia que había entre ellos. Él salió al vestíbulo para que ella pudiera seguirlo y cerrar la puerta del dormitorio.

—¿Es muy grave?

Aún conmovida por sus recuerdos de Henry, Amy no pudo recuperarse lo suficiente como para tener aquella conversación en ese momento.

—Es mediodía —echó un vistazo a sus pantalones llenos de polvo—, pensé que estarías en la mina.

—Lo estaba. Pero Índigo vino a vernos.

Amy pasó de largo y se fue directa a la cocina. Se dispuso a echar agua fresca de la jarra en la cafetera y sirvió varias cucharadas de café que había molido esa mañana.

—No sé tú, pero me vendría bien un poco de café caliente.

Veloz apoyó la cadera contra el mueble de la cocina, observándola.

—Yo diría que te vendría bien un vaso o dos de whisky. Te he hecho una pregunta, Amy. ¿Son muy graves sus heridas?

—Pues… creo que tiene dos costillas rotas.

—¡Santo cielo!

Perdida, Amy sintió que las lágrimas empezaban a quemarle en los ojos y se deslizaban como riachuelos calientes por sus mejillas. Lágrimas de frustración y miedo, lágrimas de un dolor que sobrepasaba la empatía por Peter. Veloz maldijo en voz baja y le rodeó el cuello con la mano, atrayéndola hacia su pecho.

—No llores, cariño. ¿Para qué?

Amy reposó su cabeza en la curva del hombro, buscando refugio en su olor, una mezcla de sudor masculino, tela vaquera secada al sol, pino y aire fresco de la montaña. Deseaba rodearlo con los brazos y no dejarle ir nunca, llorar hasta que ya no le quedasen lágrimas.

—Tengo que mandarlo de vuelta a esa casa. Otra vez. No es justo.

Veloz inclinó la cabeza hacia ella, rodeándole la cintura con el otro brazo.

—Creo que ha llegado el momento de que alguien hable con Abe Crenton. Y de repente, me han entrado unas ganas terribles de echarme un trago.

Amy se puso tensa.

—¡No! No debes interferir, Veloz. Solo empeoraría las cosas. Aprendí esto de la peor manera.

Veloz le pasó la mano por la espalda. Ella casi podía ver la sonrisa de su cara cuando habló.

—Amy, amor mío, cuando tú interferiste, lo hiciste de manera educada. Creo que entenderá mi idioma un poco mejor.

—Te meterás en problemas. A la primera de cambio, acabarás en la cárcel.

—¿Por hablar?

—Hablar no cambiará a Abe, y tú lo sabes.

Él le puso los labios en el oído, transmitiéndole un cosquilleo que le llegó a la espalda.

—Todo estriba en lo que contengan las palabras. Confía en mí, Amy. Alguien tiene que hacer algo. Si no le detenemos, cualquier día llegará demasiado lejos y el daño que haga ya no tendrá remedio.

Amy le agarró la camisa con el puño, sabiendo que estaba en lo cierto.

—No quiero que te metas en problemas.

—No he cabalgado tres mil kilómetros buscando problemas, puedes creerme. —La cogió por los hombros y la apartó de él—. Pero a veces los problemas llegan. Y un hombre no puede darles la espalda. Esta es una de esas veces. ¿Crees que podría dormir por las noches sabiendo esto y no haciendo nada?

—No —admitió con voz triste—. Índigo debería habérselo pensado antes de decíroslo a ti y a Cazador. Es como poner madera seca y encender una cerilla.

—Índigo hizo lo correcto —contestó Veloz, arqueando una ceja—. Ella sabe que tanto su padre como yo tenemos el juicio suficiente como para no hacer nada que se vuelva en nuestra contra.

—Ella es también muy joven e idealista —contestó Amy—, y no os conoce como os conozco yo.

Los ojos de Veloz se llenaron de cariño.

—Amy, confía en mí. Tengo mucha experiencia en estas cosas, créeme. Cuando Peter se despierte, llévalo a casa. No habrá más palizas allí, te lo aseguro, no de forma gratuita al menos.

Amy le tocó el hombro.

—Veloz… podrías acabar en esa celda otra vez. Sé lo mucho que odias estar confinado.

—Odiar no es ni de lejos lo que significa para mí. —Se detuvo en la entrada del salón—. Lo que significa que caminaré dos mil kilómetros para evitarlo. Pero si ocurre, ocurre. Unos cuantos días no me matarán. —Una sonrisa se dibujó en sus labios—. ¿Me traerás pastel de manzana todas las noches?

—Veloz, ¿estás seguro de que no empeorarás las cosas? Si Abe vuelve a casa y… —Se humedeció los labios—. Parece que utilizó las botas con Peter.

Él buscó su mirada.

—¿Confías en mí?

Ella lo miró fijamente, considerando la pregunta.

—Sí.

—Entonces no tengas miedo de llevar a Peter a casa.