Capítulo 14
Amy se agarró al marco de la ventana, mirando fijamente por el cristal empañado a Veloz, que cabalgaba en su corcel negro calle abajo. Lloraba y le temblaba todo el cuerpo. Vio que él ponía el caballo al paso cuando estuvo a la altura de su casa. La vista de Amy se deslizó de la cartuchera que colgaba de sus caderas a la cinta de nácar de su sombrero negro y después fue a parar al petate de lana negra que había enrollado en la parte trasera de su silla, el odiado poncho.
Un comanchero, un pistolero, un asesino. Se obligó a repetir estas palabras en su mente, para recordar quién era y lo que era. Pero ya no podía seguir sintiendo el temor que había sentido antes. Él era simplemente Veloz, una mezcla curiosa de pasado y presente, un hombre duro y amargo con una capacidad para la violencia que ella no podía obviar, pero también con una gran capacidad para la ternura.
Veloz cabalgó hasta lo alto de la colina e hizo girar a su caballo para mirar lo que dejaba atrás. Ella tuvo el presentimiento de que podía verla detrás de la ventana, pero no cerró las cortinas ni se movió de donde estaba. No podía. Quería beber de esta imagen de él, memorizar cada detalle, porque sabía, en lo más profundo de su corazón, que desaparecería y que nunca más volvería a verle.
No podía dejar de llorar. Deseaba que se fuera para dejar así de sentir ese dolor que se había instalado en su pecho. Pero él permaneció allí, inmóvil sobre el caballo, vapuleado por el viento de octubre, mirando hacia su casa como si la esperase, como si le diera una última oportunidad. «Confía en mí —parecía decirle—. Sal de la casa, Amy. Corre a mis brazos. Dame una oportunidad.»
—No puedo, Veloz —susurró a la soledad—. No puedo.
Dando la espalda a la ventana, Amy se puso una mano en la boca y cerró los ojos. No lo vería. Pretendería que nunca había estado allí. Seguiría con su vida. No podía desear cosas que no podía tener.
«El mundo al que pertenezco ha desaparecido. Tú eres mi última oportunidad.» Rígida, se quedó allí de pie, midiendo los segundos con cada pulsación, segundos que eran una agonía porque sabía que podía haberse ido ya, que, si se giraba y miraba, la colina podía muy bien estar vacía.
Tan vacía como su vida.
Veloz puso a Diablo al trote, aferrándose con fuerza a las riendas. El viento le golpeaba la mandíbula, le atravesaba la tela de la camisa. Echó el brazo hacia atrás para alcanzar el poncho, dubitativo. Después lo sacó de las cuerdas con las que lo tenía atado. Ya no importaba que lo llevara puesto. No volvería a importar nunca. Dando rienda suelta a su montura, se quitó el sombrero para pasar la cabeza por el hueco de la prenda de abrigo. La capa protectora de lana no lo resguardó del frío. Porque el frío que sentía estaba en su interior.
Cogiendo otra vez las riendas, fijó la vista en el horizonte, una extensión infinita de árboles y montañas. «Un hombre cuyo pasado permanece fijo en el horizonte recorre un gran camino hacia ninguna parte».
Diablo rebufó y enderezó las orejas. Veloz aguzó el oído, sin oír nada. El caballo volvió a resoplar. Haciéndolo ir al paso, se dio la vuelta sobre la silla para mirar hacia atrás. «Estás soñando —se dijo a sí mismo—. Sigue cabalgando y no te tortures». Pero siguió aguzando el oído de todas formas. Y entonces lo oyó. Un grito, elevado por el viento, tan débil que apenas podía oírlo.
Entonces ella apareció en lo alto de la colina, con las faldas grises alborotadas, los mechones de pelo dorado al viento tapándole la cara. Él parpadeó, con miedo a estar imaginándolo. Amy. Recogiéndose las faldas, bajaba la ladera a tanta velocidad que pensó que iba a tropezar y caer.
A unos seis metros de distancia, se detuvo balanceándose. Las lágrimas cubrían su rostro. Sus ojos parecían doloridos; el azul intenso hacía contraste con la palidez de su piel, imprimiendo a su mirada mayor profundidad. Se puso las manos en la cintura, sin aliento, sollozando.
—Veloz… —gimió y tragó saliva, esforzándose por hablar—. Espera hasta mañana… ¿sí? Solo un día más.
Veloz sintió como si le estuvieran estrujando el corazón.
—¿Qué diferencia puede haber entre hoy y mañana, Amy?
A ella se le contrajo la cara. Se puso una mano en los ojos.
—No te vayas, por favor. No te vayas.
Veloz bajó del caballo, con el poncho al viento y el flequillo cubriéndole la cara. Debería habérselo quitado. Sabía lo mucho que ella lo odiaba. Pero, como ella dijo, un hombre no puede borrar su pasado por mucho que lo intente.
—Amy, mírame.
Ella dejó caer la mano y lo miró con ojos húmedos y labios temblorosos.
—¿No te quedarías conmigo un día más?
Veloz dejó que su vista recorriera los árboles, intentando no dejarse vencer por el tono de súplica de su voz.
—¿Por qué, Amy? ¿Para que tengamos que pasar por esto otra vez mañana? Es mejor así, rápido y limpio.
—Nunca volverás —dio unos pasos hacia él—. No quiero que te vayas.
—¿Por un día?
—No quiero que te vayas nunca.
Él la miró.
—¿Por qué? Dilo, Amy.
Ella cerró los ojos y se abrazó a sí misma.
—¡Ya sabes por qué, maldita sea! ¡Ya sabes por qué!
—Eso no es suficiente. Quiero que me lo digas.
—Porque… ¡te quiero!
A Veloz le dio un vuelco el corazón.
—Mírame cuando lo dices. No soy un dibujo en la chimenea. No puedo volver y convertirme en el chico que conociste. Tienes que quererme como soy ahora. Mírame.
Ella abrió lentamente los ojos. Deslizó la mirada de la diadema nacarada de su sombrero al poncho, pasando por sus revólveres y terminando en las espuelas. Después, se quedó pálida y lo miró directamente a los ojos. Suspiró profundamente, como si el viento pudiese balancearla.
—Te quiero.
En sus palabras no había convicción. Él la miró, consciente de que su futuro, si tenían alguno, dependía totalmente de ella y de esta pequeña muestra de coraje que le quedaba.
—Si de verdad me amas, Amy, entonces da los tres pasos que te pedí que dieras la primera noche. Pero entiende que si lo haces, habrás perdido tu libertad. Puedes llamarlo propiedad, pero yo lo llamo amor. Y lo quiero todo: tu amor, tu vida y tu cuerpo. No me quedaré por menos.
Ella se frotó las manos, mirándolo fijamente.
—Ho… hoy, ¿quieres decir?
Era tristemente obvio que su atención había recaído en solo una parte de lo que él había dicho. Veloz apretó los dientes. Tan asustada de hacer el amor como estaba ella, no podía permitir que esto la separase de él de nuevo. Terminarían en el mismo punto donde empezaron. Él sabía ahora que la idea de que alguien pudiera tener poder sobre ella la aterraba. Quizá nunca podría superar esto a menos que él la obligara a rendirse a él. Solo entonces podría probarle que sus temores eran infundados.
Con un esfuerzo sobrehumano, Veloz consiguió por fin hablar.
—Quizá hoy. Quizá ahora mismo, aquí mismo. Esa no es la cuestión. Sabes que no lo es. ¿Qué importa cuándo sea, Amy, si confías en mí, si de verdad crees que te amo? Cuando amas a alguien, te importan sus sentimientos. Si no crees, con todo tu corazón, que a mi me importan los tuyos, entonces haznos un favor y vete a casa.
—Lo creo.
—Entonces sabes lo que tienes que hacer. —Mantuvo la mirada, odiándose a sí mismo, pero convenciéndose de que no tenía otra opción—. Es tu elección. Te he dado tu libertad. Si eso es lo que quieres, cógela y corre. Si no, tendrás que dar tres pasos, y yo no puedo ayudarte a hacerlo.
Ella se quedó allí de pie, como si los pies se le hubiesen clavado en la tierra. Veloz esperó. Fue la espera más larga de su vida. Y aun así, ella no se movió.
Dándose la vuelta hacia su caballo, dijo:
—Adiós, Amy.
—¡No! —gritó ella.
Veloz miró hacia atrás y la vio correr hacia él. Apenas tuvo tiempo de darse la vuelta antes de que ella se abalanzase sobre él como una catapulta. Veloz la cogió, balanceándose por el impacto de su peso. Después la rodeó fuerte con los brazos. Ella tembló, colgada de él. A Veloz le quemaban los ojos por las lágrimas. Bajó la cabeza, poniendo su cara en la dulce curva de su cuello, deleitándose en el sentimiento de tenerla contra él, ahora ya sin ninguna reserva. Había soñado con este momento, lo había esperado con tantas ganas…, pero nada podía compararse con la realidad de tener a Amy en sus brazos.
—No… no me dejes —balbució ella—. Por favor, no lo hagas, Veloz. Me arriesgaré. Cambiaré. Lo haré, de verdad. Solo tienes que darme una oportunidad, ¿lo harás?
Soltándose de una mano, le puso el poncho por los hombros para protegerla del viento y después la atrajo hacia él una vez más. Ella se dejó abrazar. Veloz sufría por ella, deseaba poder deshacer todo lo que le había hecho. Pero no podía.
—Ah, Amy, amor mío, no quiero que cambies. No me importa si vienes a mí con miedo —le susurró torpemente—. No me importa si hacen falta años hasta que las cosas funcionen entre nosotros cuando hagamos el amor. Lo único que me importa es que has venido a mí libremente. —Él dudó, por miedo a presionarla, aunque sabía que debía hacerlo—. Di que eres mía, Amy. Quiero una promesa de matrimonio. No la que hicimos hace quince años, sino una nueva, una que hagas desde el fondo de tu corazón. ¿Puedes hacerlo?
La tensión en su cuerpo le indicó lo mucho que le costaba decir esas palabras.
—Soy tuya. Me casaré contigo. Te… te lo prometo.
—¿Y si elijo hacerte el amor en este momento, bajo uno de estos árboles? ¿Seguirías manteniendo tu promesa?
Un temblor la sacudió.
—Sí… sí.
A Veloz le fallaron los brazos y los apretó alrededor de ella. En su inconsciente, supo que debía tener cuidado. Ella era muy delicada. Podría estar haciéndole daño. Pero, maldita sea, la quería tanto. Oírla decir que sí, aunque fuera con esa voz trémula, era tan maravilloso que quería abrazar hasta su último halo de aliento, fundir sus cuerpos en uno, para que nunca tuviera que temer volver a perderla. Luchó por controlarse, luchó para que sus brazos se relajaran. Poniéndole una mano en el pelo y otra en la espalda, se balanceó con ella a merced del viento, calmándola con sus caricias, aliviado al ver que la tensión en ella cedía.
—Nunca te arrepentirás de esto, Amy. Nunca.
Él la elevó en sus brazos y la subió al caballo. Poniéndola en la silla, le colocó las faldas y después montó detrás de ella, rodeándole la cintura con el brazo. Ella dirigió una mirada de aprensión hacia los árboles, pero no preguntó por sus intenciones. Él sabía que guardar silencio no estaba resultándole fácil.
Veloz la atrajo hacia él y bajó la cabeza hacia ella. El ala de su sombrero detenía el viento.
—¿Recuerdas cuando te decía que parecías tener un corazón comanche?
Ella asintió, sin decir nada. Veloz le rozó la mejilla con los labios.
—Aún tienes un corazón comanche, Amy. Más aún, creo que más que nadie que haya podido conocer nunca.
—No —dijo con una voz profunda—. Ya no.
Las lágrimas le enfriaron las mejillas.
—Ah, sí. ¿Crees que ser valiente significa no tener miedo? ¿O atreverse? El coraje, en realidad, significa dar tres pasos cuando eso te aterra.
La luz del fuego jugaba con sus rostros. Estirado sobre la alfombra, Veloz sostenía a Amy en el hueco de su cuerpo, con un brazo en la cintura y una mano abierta unos centímetros solo por debajo de su pecho. El silencio entre ellos dejaba lugar a otros sonidos, como el del viento que golpeaba las contraventanas de la casa, la rama del árbol que tocaba con un crujido la ventana del dormitorio, el latido de sus corazones, la respiración de sus pulmones y el tictac del reloj que contaba los minutos de su futuro, un futuro que se abría ante ellos ahora, lleno de promesas incumplidas.
Veloz pasó los dedos por la tela de su vestido, tocando los pequeños botones que terminaban delicadamente en su cuello. Ella no se apartó y esto le gustó. También lo animó a seguir tocando algo más que los botones.
—Voy a tener que ir a ver a Cazador, a decirle que no me he ido —susurró.
Ella se estiró ligeramente. Veloz pensó que debía de estar cansada después de todo lo ocurrido, y que por eso estaba adormecida. Se quedaba. Era evidente que esto se había convertido en su única realidad, lo único a lo que, por ahora, podía enfrentarse. Este tiempo juntos, al calor del fuego y en silencio, era su calma antes de la tormenta. Tenía que saber que él quería más, que pediría finalmente más, pero por ahora dejó que disfrutase del momento.
Muchos recuerdos le vinieron a la mente. Y sintió que ella también lo recordaba. Con la luz del fuego y el viento fuera, era fácil creer que las paredes que les rodeaban eran de piel, que el viento que silbaba venía del norte, recorriendo las llanuras de hierba. Los niños, congregados alrededor del fuego de la noche, con el estómago lleno, los miembros cansados y relajados de haber estado corriendo todo el día bajo un cielo de verano infinito, la risa y el juego. Este era su lazo de amistad del pasado, un lazo de confianza que los unía ahora. Era un regalo tan precioso, el de la amistad, y habían estado a punto de perderlo…
Veloz se dio cuenta de que tendría que volver al pasado y recuperar algo más que recuerdos, que de algún modo tenía que traer la risa y la magia de vuelta a su relación. Por el bien de Amy. Y tal vez también por su propio bien.
Se levantó lentamente, cuidando cada uno de sus movimientos para no asustarla. Poniéndola en cuclillas junto a él, estudió el azul de sus ojos. Sobre todo parecían asombrados y recelosos, como si no estuviese del todo segura de cómo había llegado a dar este paso y temiera lo que iba a venir después. Al leer estas emociones, Veloz supo lo mucho que debía de quererle. Había renunciado a todas sus defensas para que se quedara, y Amy tenía más razones que nadie para intentar protegerse.
Sentada sobre los talones, con las faldas formando un círculo en el suelo, tenía el aspecto de la niña que había sido una vez. Él le pasó un dedo por el contorno sombreado de las mejillas, sin saber muy bien qué decir.
—¿Tienes idea de lo hermosa que eres?
Fijó la vista en su boca. Era evidente que ella esperaba que él hiciera algún movimiento y que estaba preparándose. Él suspiró y le pasó la mano por el pelo, peinándola lentamente, desenredando los nudos de sus largos mechones dorados que caían en una cortina brillante entre sus dedos. Le excitó el roce de los mechones al caer por su brazo, cálidos y sedosos, e imaginó que era su piel. Tener por fin derechos inalienables y no poder ejercerlos era una auténtica tortura.
—Algún día vendrás a mí llevando solo tu hermoso cabello —le susurró con voz ronca.
A Amy se le tensó un pequeño músculo de la boca. Veloz se llevó uno de los mechones dorados a la cara y rozó con su mejilla.
—Prometo que seré tuya, Veloz. Es lo único que puedo prometerte. No esperes más de lo que puedo darte.
—Eso es todo, Amy. Solo quiero lo que puedes darme.
Sus ojos se oscurecieron.
—¿Qué… qué dices?
Veloz suspiró. No estaba seguro de qué demonios estaba diciendo.
—Lo único que quiero es que no tengas miedo.
—No puedo evitarlo.
—Pero yo sí puedo. ¿Crees de verdad que podría forzarte? —Le cogió la barbilla para que no pudiera evitar su mirada—. ¿De verdad lo crees?
Ella lo miró como un conejo asustado en las garras de un halcón hambriento. Veloz se dio cuenta de que una relación amorosa física no entraba dentro de los planes de Amy, y de que no podía encontrar nada en su pasado que cambiase eso. Ella veía el sexo como algo egoísta, algo sucio que los hombres exigían y que las mujeres estaban obligadas a dar.
La voz de ella se volvió fina e insegura, como la nota desafinada de una flauta.
—Pero yo…, ahora eso no se está cuestionando.
«Eso» era algo que a todas luces la aterrorizaba. Veloz casi sonrió, no porque lo encontrase divertido, sino porque sabía que era un temor del todo infundado. Si Texas no hubiese estado tan lejos, habría ido a hacer una visita a Henry Masters.
Sin espacio para más rencor, Veloz estudió el pequeño rostro que tenía enfrente.
—¿Sabes qué es lo que más quiero ahora mismo? Quiero reírme contigo… como solíamos hacer.
Los ojos de ella se oscurecieron con el recuerdo.
—Nos reíamos mucho, ¿verdad? Creo… —Hizo una pausa y lo estudió, con una expresión de melancolía—. ¿Sabes que eras mi único y mejor amigo? Nunca he tenido otro, porque me crie sin vecinos cerca. Algunas veces, mientras aún estaba en la granja de Texas, cuando me sentía sola, solía sentarme bajo la pacana e imaginaba que tú estabas conmigo.
Veloz sintió un dolor en la garganta.
—Ojalá hubiese estado allí.
—Solía recordar cosas que hacíamos juntos. —Sonrió levemente, con los ojos brillantes fijos en él—. Era casi como si de verdad volviésemos a hacerlas de nuevo. O te contaba mis problemas e imaginaba lo que tú me dirías. Me dabas muy buenos consejos.
—¿Qué te decía?
—Que mirase al horizonte. —Las lágrimas llenaban sus ojos—. Me decías: «Mira al mañana, Amy. El ayer se ha ido». Y yo encontraba el coraje para seguir, solo un día más, porque el mañana podría ser el día en el que tú vendrías a buscarme. —Suspiró y levantó los brazos, encogiéndose ligeramente de hombros—. No podía rendirme, ¿sabes?, porque el mañana siempre estaba a una noche de distancia.
Le destrozaba pensar en las dificultades que ella debía de haber pasado y en no haber podido estar allí para ayudarla. Quizá un día pudiese compartir esas experiencias con él y librarse de ellas. Sabía lo que era esperar un día más. También sabía lo mal que podían ponerse las cosas para alguien que vivía más allá del presente, con solo un elusivo mañana que nunca llegaba como única esperanza.
—Tenemos una segunda oportunidad, tú y yo —le susurró—. La oportunidad de volver a ser buenos amigos otra vez.
—Ya no somos niños —le recordó ella—. No podemos volver atrás.
—¿No podemos? Eso es lo que quiero, tener lo que solíamos tener. Hacer el amor es algo que ocurrirá cuando tenga que ocurrir, cuando nos sintamos bien haciéndolo.
Ella se puso en pie, levantando de forma imperceptible la barbilla.
—Veloz, debo decirte que nunca me sentiré bien haciéndolo. Tienes que entenderlo.
Apreciando su honestidad, sabiendo lo difícil que debía de ser para ella no recurrir a subterfugios, especialmente cuando estaba arriesgando tanto, le dijo:
—Yo sabré cuándo es el momento. Y no es ahora. Así que relájate y disfruta de que estemos juntos.
—Pero… —Se mordió el labio inferior con los dientes, preocupada por un momento—. ¿No lo ves? No puedo relajarme cuando sé que… que puede pasar.
—Entonces te avisaré primero. ¿Qué te parece?
—¿Me avisarás?
—Sí. Y, hasta que lo haga, no hay nada de lo que preocuparse. Así que no debes tener miedo si te toco o si te beso.
Un brillo de esperanza apareció en sus ojos, junto a una fuerte dosis de incertidumbre.
—¿Me lo prometes?
Veloz tenía el presentimiento de que esta era una promesa que tendría que hacer una y otra vez hasta que ella empezase a creerle.
—Te lo prometo, Amy.