Capítulo 21

Índigo presintió el peligro desde el momento en que entró en el claro del bosque. Brandon no había venido solo. Tres de sus amigos estaban con él, y a ella no le gustó la mirada que vio en sus ojos.

Se detuvo en seco.

—Hola, Índigo —dijo Brandon avanzando un paso hacia ella. Se había quitado la chaqueta de cuadros y llevaba una camisa azul claro, con las mangas arremangadas hasta el codo. Nunca lo había visto con una ropa tan informal. La miró de arriba abajo y se pasó una mano por las costillas, como si acabase de comer y le doliese el estómago—. Me alegro de que hayas decidido venir —sonrió—; así podremos hacer las paces.

No le gustó la manera en la que dijo «hacer las paces», como si fuera una broma. Aunque mantenía la mirada fija en Brandon, Índigo vio que los otros se dirigían hacia ella. La media sonrisa que vio en sus caras la asustó. No tenía ni idea de lo que podía estar pasándoles por la mente, pero fuera lo que fuese, no podía ser nada bueno para ella.

—¿Brandon? —dijo ella suavemente—. ¿Por qué has traído a tus amigos contigo?

La miró con esos ojos azules, divertido.

—Están aquí para ayudarme contigo.

Ella miró a los otros. La noche anterior, Brandon había intentado meterle la mano por debajo de la blusa y ella lo había abofeteado. Se habían despedido enfadados. Hoy, durante el recreo de mediodía, él se había acercado al patio para preguntarle si quedaban esa tarde. Para hacer las paces, había dicho.

Ella se humedeció el labio; tenía la boca seca y pegajosa.

—¿Necesitas ayuda para disculparte?

—Cariño, tú eres la que va a disculparse —dijo en un susurro—. Y vas a hacerlo de rodillas. Ninguna perra india me abofetea y se va de rositas.

Índigo por fin pudo despegar los pies del suelo. Dio un paso hacia atrás, conmocionada por el insulto. Le había hecho sentir como si fuera algo sucio, algo tan por debajo de él que ni siquiera se merecía su desprecio. El dolor la partió en dos. Le había querido tanto… Se había creído todas las cosas bonitas que le había dicho. Al parecer, todo había sido una gran mentira.

Agarrándose al feroz orgullo que su padre le había inculcado, contuvo las ganas de llorar y levantó la barbilla.

—No me pondré de rodillas ante ningún hombre.

Brandon dio otro paso hacia ella.

—Oh, claro que te pondrás de rodillas. Cuando estés en presencia de los que son mejores que tú, es en el suelo donde tienes que estar. Tienes una opinión demasiado elevada de ti misma, Índigo. Dios creó a los indios para una cosa, y vas a aprenderlo ahora mismo. ¿No pensaste de verdad que un hombre blanco podía tener otro interés por ti, no?

Uno de los otros jóvenes se rio, con una carcajada profunda y sorda. Ella se dio la vuelta para correr, pero chocó violentamente contra el pecho inmenso de otro. El impacto la dejó mareada. Antes de caer, unos brazos inmensos la rodearon. Débilmente se dio cuenta de que había alguien detrás de ella. Debía de haber cinco. Los brazos de uno de ellos la sujetaron por el torso, estrangulándola, cortándole la respiración.

—¡Vaya, vaya! ¿Acaso no es este un abrazo de amor? —Levantándola del suelo, la hizo girar en círculo y mirar a Brandon—. No me extraña que hayas estado persiguiéndola. Ni siquiera parece una mestiza. Y a juzgar por cómo se mueve, ¿quién diría que es tan joven?

—Solo hace falta una gota de sangre india —contestó Brandon.

—Eh, no me quejo. Siempre he querido tener a una chica blanca que se resistiese un poco. Esto es seguramente lo que más se acerca a ese deseo.

Con los ojos entrecerrados, Índigo examinó la cara del hombre que la tenía sujeta, una cara morena, que reconoció al instante. Heath Mallory, de Jacksonville. Lo había visto en misa con su familia, un joven bueno y educado. Ahora, sin embargo, su cara se había vuelto ruda y amenazadora, y su sonrisa, cruel. Trató de soltarse, pero él la agarró con fuerza. Para su desesperación, sintió que él la soltaba con un brazo para meterle la mano por debajo de la blusa y la combinación. A Índigo le dieron arcadas.

—No —gritó—. ¡Quítame las manos de encima!

Él buscó sus pechos. Índigo consiguió soltarse con un brazo y le pegó un codazo en la boca con todas sus fuerzas. El golpe hizo que empezase a sangrar. La ira lo cegó. Con una maldición, la apartó de un golpe y después le dio un revés con los nudillos en la mejilla. Índigo vio puntos negros ante sus ojos.

Antes de que pudiese recuperar el equilibrio, Brandon la cogió por detrás y la tiró al suelo. De un salto, se puso sobre ella, cogiéndole las muñecas para inmovilizarla. El peso de su cuerpo la dejó sin aliento. Incluso aunque pudiera escapar de él, había otros cuatro, y sabía que no tendría ninguna oportunidad de librarse de ellos.

Aunque intentó luchar con todas sus fuerzas, el pánico la invadió. Se retorció y gritó, rezando para que alguien, por algún milagro del cielo, la oyese. Pateó y se sacudió. A pesar de sus esfuerzos, Brandon consiguió meter la mano en la blusa. Sintió unos dedos acercándose a sus pechos. En este horrible e interminable momento, supo que iban a violarla, no porque hubiese hecho nada para merecerlo, sino porque tenía sangre comanche en las venas. No sabía exactamente qué significaba ser violada, pero había oído lo suficiente como para saber que era algo horrible. El pánico se hizo mayor, la cegó y bloqueó cualquier pensamiento racional.

Entonces, casi como si estuviera junto a ella, oyó la voz de su padre. «Nunca utilices la fuerza en una pelea, Índigo. Utiliza los conocimientos que yo te he enseñado. Mantén la calma. Mide a tu enemigo. Después ataca sus puntos débiles.» Cerró los ojos y se obligó a dejar de lado el miedo, quedándose como sin vida.

Brandon se rio, clavándole los dedos con fuerza, castigándola.

—Aquí tenemos a una india lista. Sabe lo que le conviene, ¿verdad, Índigo?

Lentamente, Índigo abrió los ojos. Se enfrentó a la mirada de Brandon, apartando de la mente la sensación que le producía la mano sobre su piel. Pensando que su flojedad era signo de rendición, bajó la cabeza y hundió sus labios en los de ella. Ella sufrió el beso un momento, esperando, y cuando el ángulo de su cabeza fue el adecuado, le clavó los dientes en el labio superior, cerrando la mandíbula con todas sus fuerzas.

Brandon se puso tenso, incapaz de retirarse sin que se le rasgase el labio. Emitió un gemido quedo. Ella le mordió aún más fuerte. Él rugió, soltándole las muñecas para cogerle la cabeza. En ese momento, Índigo abrió la mandíbula para que pudiera retirar la cabeza y le clavó los pulgares en los ojos. Él gritó y se irguió hacia atrás, poniéndose las manos sobre la cara. Índigo se deslizó debajo de él, con el sabor de su sangre en la boca mientras se ponía de rodillas.

Los otros cuatro formaron un círculo alrededor de ella. Índigo sacó el cuchillo de debajo de su falda, consciente de que Heath Mallory estaba detrás de ella.

—Vamos, escoria tosi —silbó ella, enarbolando la hoja reluciente del cuchillo—. ¿Quién de vosotros me quiere primero? Dejadme que os muestre para qué sirve una india.

—¡Dios mío, mis ojos! ¡Mis ojos! —Brandon estaba de rodillas, sujetándose la cara y retorciéndose de forma salvaje.

Índigo sabía que no le había clavado los dedos lo suficientemente fuerte como para dejarlo ciego. Y no porque su padre no se lo hubiese enseñado. Rápidamente se hizo una composición de lugar de sus oponentes, tratando de contener el miedo. Había habido siempre una constante en todo lo que su padre le había enseñado: no había lugar para el pánico en la batalla.

«Mide a tu enemigo.» Los cuatro que quedaban seguían superándola en número y fuerza y, aunque ninguno tenía la musculatura de su padre o del tío Veloz, su única esperanza al luchar con ellos era usar la cabeza. Se balanceó ligeramente, a un lado y a otro, manteniendo a Heath siempre a la vista y el cuchillo en la palma de la mano.

Heath arremetió contra ella. Índigo saltó y le pegó una cuchillada. La punta del cuchillo le alcanzó la parte superior del brazo. Él chilló y saltó hacia atrás, tapándose la herida, con la sangre cayéndole por la camisa blanca y entre los dedos.

—¡Esta pequeña zorra me ha cortado!

—Acércate tosi tivo y te cortaré el cuello —lo amenazó.

Uno de los otros, un pelirrojo desgarbado, se agachó y corrió hacia ella. Índigo cogió un puñado de tierra y se lo tiró a los ojos, alejándose de su camino y dando un salto para ponerse en pie mientras él caía al suelo. Se giró, lista para enfrentarse a los demás. El orgullo le subió por la garganta, caliente y vivo, poniéndole de punta los pelos de la nuca. Con el cuerpo hacia delante, las manos en alto y los pies siempre en movimiento, deseó por un instante que su padre pudiera verla. Desde su niñez, él le había asegurado que el tamaño no daba la victoria a un hombre, y ahora lo estaba comprobando.

Con renovadas esperanzas miró a los tres que quedaban. Les brillaban los ojos y tenían las caras relucientes de sudor. «Deja que vengan.» Aunque tenía miedo, el cuchillo seguía en su mano, tan familiar y tan fácil de manejar como si fuera parte de su cuerpo. Aunque odiaba matar, no lo dudaría si saltaban sobre ella. Ni siquiera el Dios de su madre podría condenarla por defenderse.

—Ven a cogerme —dijo retando a un joven de pelo negro—. ¡Vamos! ¿Dónde está tu valentía? Da un paso…

El rostro del joven se contrajo y se quedó blanco. Tenía la mirada fija en el cuchillo.

—No tienes valor para matarme.

Índigo tragó saliva.

—Ya lo veremos.

Justo mientras hablaba, algo la golpeó por detrás. Vio una camisa azul y se dio cuenta de que era Brandon. Se tambaleó y cayó bajo su peso, y a punto estuvo de perder el cuchillo. Rodaron por el suelo. Él se puso encima, inmovilizándola con el cuerpo. Sin perder un momento en consideraciones, Índigo blandió la hoja y le pinchó la oreja. Él rugió y se echó a un lado. Ella se agarró con el puño a su camisa y le puso el cuchillo en la garganta. En el instante en que sintió el frío metal, se quedó paralizado, con los ojos inyectados en sangre fijos en ella.

—No te muevas —le dijo—. Ni siquiera respires, Brandon. —Vio a los demás rodeándolos—. Diles que se retiren si valoras algo tu vida.

A Brandon se le cerró la laringe al notar el borde afilado de la hoja. Le caía aún sangre del labio.

—Ya la habéis oído —gimió—. ¡Echaos atrás! ¡Lo dice en serio!

—Por supuesto que lo digo en serio —susurró—. Soy una salvaje, ¿recuerdas? ¡Una india!

El cuerpo de Brandon empezó a temblar, un temblor terrible e incontrolable. Índigo conocía ese sentimiento. Solo momentos antes había estado tan aterrorizada como él. No le daba ninguna pena. Si hubiese conseguido lo que se proponía, ahora sería ella la que estaría con las piernas abiertas y sufriendo sus abusos.

—¡Vamos! —gritó a los otros—. ¡Apartaos!

No quería apartar la vista de Brandon, pero debía estar segura de que sus amigos se retiraban y sabía que debía hacerlo. En tensión, miró primero a la izquierda y después a la derecha. No pudo ver a nadie, pero eso no significaba que no hubiese alguien fuera de su campo de visión, listo para saltar sobre ella. Aun así, no tenía otra opción más que arriesgarse. Quedarse allí en el suelo, dándoles tiempo para pensar en cómo desarmarla, habría sido un gran error.

—De acuerdo, Brandon, levántate —le ordenó—. No hagas ningún movimiento repentino.

Él se movió hacia atrás un poco. Ella mantuvo el cuchillo sobre su garganta.

—Pagarás por esto —susurró—. Juro por Dios que lo pagarás. Te haré arrastrarte ante mí. Aunque sea lo última que haga en mi vida.

Índigo se levantó, poniéndose primero de rodillas y después de pie.

—Nunca me arrastraré ni por ti ni por ningún hombre, Brandon Marshall. Vuelve a Boston y a tu mundo de blancos si eso es lo que quieres de una mujer.

—¿Una mujer? ¿Tú? Tú eres una india. —Se tocó el labio partido, después la oreja, con la mano temblorosa—. ¡Me has marcado de por vida, pequeña zorra! Pagarás por ello. Te lo prometo.

Índigo lanzó una mirada a los otros, después salió corriendo. Estaba bastante lejos del pueblo y sabía que ellos la perseguirían. Sus mocasines tocaban el suelo solo ligeramente, y la tonicidad de los músculos de sus piernas le permitían correr a toda velocidad entre los árboles. Detrás de ella oyó el sonido de unas botas golpeando el suelo. Tenía los ojos llenos de lágrimas y apenas podía ver por dónde iba. Se las apartó con la manga. «Perra india.» Esas palabras la partían en dos.

Tenía que alejarse antes de que la cogieran. Se imaginó el rostro de su padre, el de su madre, el de Chase. Toda su vida había estado rodeada de amor. Había sido testigo de discriminación racial, pero solo en la distancia. Ahora ella lo había sufrido de primera mano. Recordó la caricia de Brandon. ¡No significaba nada para él! Nunca la había querido. Solo había querido utilizarla.

El sonido de los pasos era cada vez más cercano. Índigo corrió aún más deprisa, saltando sobre arbustos, corriendo contra las ramas bajas, sin aire en los pulmones, incapaz de respirar. Tenía las piernas más largas que ellos. El pelo le caía por los ojos, un velo cegador de color marrón y dorado. Su pie tropezó con algo y cayó al suelo, con un impacto que le cogió por sorpresa. Jadeando, se agarró con las uñas al suelo para ponerse en pie, buscando salvajemente su cuchillo.

El crujido de sus pasos parecía provenir de los árboles que había detrás de ella. Abandonando la búsqueda del cuchillo, se lanzó a través de un arbusto, con tanto miedo que olvidó todo lo que le había enseñado su padre. El retumbar de los pasos era inminente, tan cercano que podía oírlos respirar.

Amy revisó las sumas de Veloz en su cuaderno, plenamente consciente del hombro que rozaba su corpiño cuando se inclinaba sobre el papel para leerlas. Hasta el momento, había conseguido mantener la mente centrada en los temas académicos, pero sentía que él tenía otros planes para cuando terminasen la lección del día. La idea la ponía nerviosa y hacía que le resultara difícil concentrarse. Cuando él la miraba, se sentía tímida e incómoda. Imaginaba que él debía de estar pensando en la noche anterior, en su desnudez y en la manera desvergonzada con la que ella le había respondido. El brillo radiante que veía en sus ojos le aceleraba el pulso. Él la deseaba de esa manera otra vez y no hacía ningún esfuerzo por ocultarlo.

Un rubor cálido le subió por el cuello. La noche anterior había necesitado todo su coraje para iniciar el acto sexual. Ahora que sus peores temores habían pasado, Veloz jugaba con unas reglas completamente diferentes. Ya no sabía qué esperar de él. Claramente, no creía que fuese necesario contenerse. Y parecía divertirse con el efecto que producía en ella.

Pero a Amy no le parecía divertido. Si iban a hacer el amor más tarde, no quería pensar en ello hasta que ocurriese. Las insinuaciones y miradas intencionadas la ponían nerviosa.

Como si le leyese el pensamiento, Veloz echó hacia atrás la cabeza y se apoyó contra su pecho.

—Estoy cansado de sumar —dijo con voz grave.

Notó una sensación de hormigueo en el estómago. Evitó su acalorada mirada.

—No tenemos mucho más que hacer.

Él giró la cara hacia ella, rozando con los dientes la cresta de uno de sus pechos, haciendo que sus sentidos prendiesen fuego incluso a través de la tela del vestido.

—Te deseo.

Sintió que se le aflojaban las piernas. Veloz levantó una mano para alcanzar los botones de su vestido.

—O te vienes a la habitación conmigo o te desnudo aquí mismo. —Un botón se soltó del ojal—. He esperado lo máximo que estaba dispuesto a esperar. —Otro botón se desabrochó bajo sus ágiles dedos—. Te haré el amor sobre la mesa, te lo juro.

—¡Veloz… estamos a plena luz del día! ¿Sobre la mesa? —Pasó una mano por la superficie en cuestión—. Es… no puedes… —Se quedó sin respiración—. Después de cenar, tal vez podamos…

—Diablos, después de la cena. Ahora, y después de la cena otra vez. —El tono de broma de su voz no conseguía cubrir su determinación. Se estiró para rozar sus labios por la clavícula descubierta—. Dios, eres deliciosa. Nunca tengo bastante. Quizá debería hacerte el amor aquí mismo. —Su lengua se hundió aún más cuando desabrochó otro botón—. Probar cada palmo de tu dulce cuerpo. Una segunda y una tercera vez. —Le pasó un brazo por las caderas y tiró de ella hacia él, encontrando con la boca el camino hacia la parte baja del cuello de la combinación—. ¿Has cerrado la puerta? —preguntó, con su cálido aliento rozándole la piel.

Amy no recordaba si la había cerrado o no. Con esa boca mordisqueándole el cuerpo, no podía recordar absolutamente nada. Amy le pasó la mano por el pelo, aterrorizada por la imagen de sí misma desnuda echada sobre la mesa. No estaba lista para una desfachatez semejante.

—Veloz, yo… por favor. Es por la tarde. Vamos a esperar.

—¿Y qué más da la hora del día?

—Es… es de día.

—Llevo esperándote toda mi vida. Estoy harto de esperar, Amy. Estamos casados, ¿recuerdas? Podemos hacer el amor siempre que queramos. Y ahora mismo, a mí me gustaría…

—Pero yo… es, yo no… —La boca de él provocaba un extraño efecto en sus pensamientos. Buscó en su cabeza lo que trataba de decir—. No estoy con ánimos.

—Deja que yo me ocupe de eso —murmuró, aún mordisqueándola, aún bombardeándola de sensaciones que le quitaban el aliento.

Estaba claro que no estaba dispuesto a aceptar un no por respuesta. Amy trató de hablar.

—Entonces, vayamos al menos al dormitorio.

Veloz aflojó el abrazo y se puso en pie.

—Guíame. —La cogió por las muñecas—. No te abotones ese condenado vestido. Te lo voy a quitar de todos modos.

Con las mejillas coloradas, se apartó de él. Mientras cruzaba la cocina, oyó algo y dudó. El sonido volvió a repetirse, tan débil que no estaba segura. Pero reconoció la voz al instante.

—Es Índigo.

Él gruñó y la cogió de la cintura hacia él.

—Es muy inoportuna.

Con el corazón como lo tenía, Amy agradeció el aplazamiento.

—Veloz, tengo que ir a ver qué quiere.

Con un suspiro, él la soltó y la siguió hasta la ventana del salón. Abotonándose rápidamente el vestido, Amy descorrió las cortinas para ver fuera. Por un momento no pudo distinguir a Índigo. Después captó un movimiento al final del bosque. Al concentrarse, vio a Brandon Marshall. Tenía a Índigo cogida del brazo y tiraba de ella hacia el bosque. La chica le dio un rodillazo en la ingle. Otros dos jóvenes salieron de los árboles. Entre los tres, se hicieron con la chica y tiraron de ella hacia la espesura para que nadie pudiera verla.

—¡Ay, Dios mío!

A su lado, Veloz se puso tenso. Con una maldición, corrió hacia la puerta y Amy hizo lo mismo. Salieron de la casa, después corrieron por el porche y atravesaron el jardín. Los gritos de Índigo los guiaron por el bosque, impulsándolos a correr aún más deprisa. A Amy empezó a latirle el corazón con fuerza. Se levantó la falda para poder seguir a Veloz cuando él se puso a correr a toda velocidad.

Al llegar al bosque, Veloz se detuvo un momento para localizar los gritos, dando así a Amy la oportunidad de alcanzarlo. Juntos corrieron en zigzag entre los árboles hasta llegar a un pequeño claro. Lo que vieron hizo que Amy se quedara sin fuerza en las piernas. Índigo estaba en el suelo y cuatro jóvenes la sujetaban con las piernas abiertas. Arrodillado entre ellas, Brandon Marshall le rompía la falda sin perder un minuto.

Veloz rugió furioso y se dispuso a atacar. Cogidos por sorpresa, los chicos soltaron a Índigo y se dispersaron. Veloz golpeó al que tenía más cerca. Al momento siguiente, los otros cuatro se reunieron con él.

El primer reflejo de Amy fue poner a Índigo a salvo. Cogió a la chica del brazo y la arrastró lejos de los hombres. Después de ayudarla a ponerse en pie, la condujo hasta el borde del claro. El horrible sonido de los puños resonaba no muy lejos. Ella se giró, buscando algún tipo de arma para poder ir en ayuda de Veloz. No la hubiese necesitado. Veloz tenía la ventaja de haberlos cogido por sorpresa y, aunque los jóvenes estaban bien desarrollados, carecían de la dura precisión y de la velocidad mortal del comanche.

Amy se quedó helada. Nunca había visto luchar a un hombre de esa manera. Él se abalanzó sobre los cinco como un salvaje, incapacitando a Brandon con un golpe siniestro en la garganta, dando una patada certera por debajo de la rodilla a otro y utilizando sus puños con el tercero. Los otros dos se escabulleron entre los árboles.

Aún furioso, Veloz agarró a Brandon Marshall y lo arrastró por el claro hasta donde estaba Índigo, obligando al joven a ponerse de rodillas. Amy cogió la rama de un árbol y la blandió en alto, amenazando en silencio a los dos hombres que yacían sobre el suelo y haciéndoles saber que los atacaría si decidían moverse.

—¿Estás bien, Índigo? —preguntó Veloz con voz calmada. Sollozando y temblando, Índigo asintió, abrazándose a sí misma como si tuviera frío.

Veloz cogió a Brandon por el pelo y le tiró de la cabeza hacia atrás.

—¡Pídele perdón, bastardo inútil!

—No lo haré —graznó Brandon, resistiendo el dolor de la garganta amoratada.

Veloz lo cogió por la oreja ensangrentada.

—Hazlo o, que Dios me ayude, ¡te mato aquí mismo! —No había error posible en la mirada asesina de Veloz—. Lo digo en serio, chico. No creas que no lo haré.

Tragando saliva compulsivamente, Brandon trató de pronunciar las palabras.

—¡Lo siento! Lo siento…

—¡No es suficiente! —Veloz volvió a tirarle del pelo—. ¡Pídele perdón!

—Te pido perdón —gritó Brandon—. ¡Te pido perdón, Índigo!

Veloz levantó la vista.

—Tú decides, Índigo. ¿Le dejo con vida?

La expresión en la cara pálida de Índigo se endureció. Ella alargó el momento, mirando la cara ensangrentada de Brandon como si no lo hubiese visto nunca antes.

—Por el amor de Dios, ¡no puedes dejar que me mate! —sollozó Brandon—. Índigo, por favor…

La boca de la muchacha hizo una mueca de disgusto.

—Déjale vivir, tío Veloz. No merece la pena matarlo.

De esta forma, Índigo se dio la vuelta y dejó el claro. Como Amy temía que los otros dos chicos pudiesen reaparecer y atacar por segunda vez, no estaba segura de si debía seguir a su sobrina y dejar a Veloz solo.

Él tiró a Brandon al suelo.

—No vuelvas a venir por Tierra de Lobos otra vez. No, si valoras un poco tu vida.

Al darse la vuelta para partir, la mirada de Veloz recayó en la rama de árbol que Amy sostenía. Sus ojos oscuros se suavizaron y no pudo contener una sonrisa. Quitándole el arma, la cogió del brazo y la sacó de allí. Cuando se aproximaban al límite del claro, Brandon se puso en pie. Sus amigos se reunieron con él.

—Esto no va a quedar así —gritó Brandon—. ¡Nadie humilla a Marshall y se sale con la suya! Será mejor que empiece a llevar sus pistolas si sabe lo que le conviene.

Veloz se puso tenso pero siguió caminando. Índigo los esperaba al final del bosque. Al verlos, salió corriendo en busca de los brazos de Amy.

—Se ha terminado, cariño —susurró Amy, acariciando el cabello enredado de la chica—. Se ha terminado.

—¡Ay, tía Amy! ¿Por qué han intentando hacerme esto? ¿Por qué?

Amy abrazó a la chica con más fuerza. No tenía respuestas. Índigo temblaba con tanta fuerza que Amy temió que pudiera venirse abajo. Miró a Veloz. Entendiendo el mensaje silencioso, cogió a la chica en brazos y la llevó a casa.

—¡Ay, tío Veloz! —Le rodeó el cuello con los brazos—. ¡Estoy tan contenta de que aparecieras! Tan contenta. Se me cayó el cuchillo. Y no lo encontraba. Fue entonces cuando me alcanzaron.

—¿Estás segura de que estás bien? —preguntó.

—Sí. No me… llegaste antes de que… —Índigo rompió a llorar histéricamente—. Mamá y tía Amy trataron de decírmelo, y yo no las escuché.

Veloz apretó el paso.

—Vamos a casa a ver a tu madre, ¿de acuerdo?

Una hora después Índigo estaba acurrucada y a salvo en la cama de su habitación, profundamente dormida, con las heridas y arañazos curados. Loretta bajó las escaleras para reunirse con Cazador, Veloz y Amy ante el fuego. Amy sirvió a su prima una taza de chocolate caliente. Al dársela, le puso una mano en el hombro para reconfortarla.

—¿Se encuentra bien?

Pálida y temblorosa, Loretta asintió vagamente, con la mirada perdida.

—Lo bien que una chica puede estar después de pasar por algo así. —Levantó los ojos y se encontró con la mirada de Amy—. Imagino que nadie entiende mejor que tú lo que debe de sentir.

A Amy se le hizo un nudo en el estómago. Los recuerdos la asaltaron. Entrar en aquel claro y ver a Índigo en medio de un ataque le había removido su propio pasado. Como si Veloz sintiese lo conmovida que estaba, se acercó a ella y le rodeó los hombros con el brazo. Atrayéndola hacia él, le rozó con los labios la sien.

Agradecida por la muestra de cariño, Amy se apoyó en él buscando la seguridad de su caricia.

—Ah, Veloz, estoy tan contenta de que estuvieras allí. No sé lo que hubiera hecho si no.

Con voz contraída, contestó:

—Parecías bastante capaz con esa rama en la mano. —Sus ojos tenían un brillo juguetón al mirarla—. No te había visto esa mirada desde hacía años. Te hubieses desenvuelto muy bien sin mí.

Amy tembló.

—No estoy tan segura de eso. Y si…

—Es mejor no pensar en los «y si». Estaba allí, todo ha terminado e Índigo está bien.

Apartando la taza, Loretta se pasó la mano por los ojos.

—Físicamente, al menos. Me temo que nunca olvidará. ¡Maldito Brandon Marshall! Me gustaría colgarlo por los dedos de los pies y golpearle hasta dejarlo moribundo. Sabía que esto ocurriría. ¡Lo sabía! ¿Por qué no traté de detenerlo?

Cazador permanecía en silencio, con la vista baja en dirección a su esposa. Después de un buen rato, se agachó y la rodeó con los brazos.

—Índigo es fuerte, pequeña. Sus recuerdos de Brandon Marshall se convertirán en polvo que se lleva el viento. No puedes salvarla de todo. Y no puedes elegir a sus amigos. Ella debe aprender a juzgar el carácter de un hombre por sí misma.

Loretta se abrazó a él.

—Ah, Cazador, ¿por qué lo hizo? Ella es una chica tan dulce. Un poco indisciplinada, sí, pero no hizo nada para merecer esto. ¿Qué le ocurre a ese joven?

Cazador cerró los ojos.

—Aquí en este pueblo que hemos construido nos olvidamos del resto del mundo y de todo el odio que existe. Índigo lleva mi sangre. A los ojos de algunos, eso la hace menos humana.

Loretta sollozó.

—¡Pero eso es terrible! Pensé que viniendo aquí escaparíamos de los prejuicios.

—Aquí, en este lugar, lo hemos hecho —susurró—. Pero en el mundo que existe fuera de Tierra de Lobos… —Se calló y le pasó una mano por la espalda—. No llores. Índigo se pondrá bien. Y será más sabia ahora, ¿no crees? Todo irá bien. Las palabras de la profecía lo prometieron.

Amy recordó una cuantas palabras de la profecía y rezó para que Cazador tuviera razón. Un nuevo mañana y una nueva nación donde los comanches y los tosi tivo viviesen juntos para siempre. ¿Era posible algo así? Tierra de Lobos crecía cada vez más, como lo había hecho Jacksonville. Cada año llegaban más forasteros para instalarse, trayendo con ellos la estrechez de miras y los prejuicios irracionales, no solo contra los indios, sino contra cualquier otra minoría. Cualquiera que leyese el Democratic Times se daría cuenta. Si los pobres chinos osaban siquiera poner la expresión equivocada en sus caras, podían ser arrestados y multados severamente. Algunas veces Amy se preguntaba si los ciudadanos de Jacksonville no habían votado en silencio para utilizar a los chinos como fuente de ingresos para la ciudad. ¿Podrían Cazador y sus descendientes realmente vivir entre los blancos en paz? Brandon Marshall no sería el último hombre que deseando a Índigo tratase de aprovecharse de ella por su sangre india.

Veloz se aclaró la garganta.

—Odio decir esto, pero me temo que Brandon volverá en busca de problemas. Creo que es bastante arrogante y regresará. Me aseguraría de que el comisario Hilton no está en Jacksonville, por si acaso.

Las palabras de Veloz intensificaron la aprensión de Amy. Le pasó un brazo por la cintura, con miedo no ya solo por los Lobo, sino también por Veloz y por ella misma. Su premonición de la noche anterior, de que la realidad podría interponerse entre ellos, había venido a atraparla. Si Brandon Marshall cumplía con sus amenazas, Veloz se vería forzado a ir armado. Si lo hacía, la pesadilla que lo había hecho huir de Texas empezaría de nuevo.

Levantó la cabeza hacia él.

—Si te reta, ¿qué harás? —le preguntó temblando.

Sus ojos negros se encontraron con los de ella.

—No voy a coger las pistolas otra vez, Amy. Tienes mi palabra. Tendrá que disparar a un hombre desarmado. Ni siquiera Brandon es tan estúpido.

—Pero…

—No hay peros —dijo regañándola suavemente—. Vine aquí para empezar de nuevo. No dejaré que un cabeza loca como Marshall lo arruine todo.

La promesa no consiguió tranquilizar a Amy.

Cazador levantó la mirada.

—Índigo es mi hija. Si vuelve, será mi problema.

Veloz hizo una mueca.

—Tal vez él no lo vea de esa manera. Yo soy el que le hizo ponerse de rodillas. Esperemos solo que no volvamos a verlo.

Loretta los interrumpió con severidad.

—Los dos estáis olvidando al comisario Hilton. Él es la ley aquí. Estoy segura de que Brandon no volverá antes de mañana, que es cuando Hilton regresa. No dudéis de que él se encargará del asunto.

Un ruido en las escaleras llamó la atención de todos. Amy se dio la vuelta y vio a Índigo en el escalón superior, con la cara hinchada de llorar y llevando en los brazos un bulto de ropa. Estaba claro que la chica no había estado durmiendo tan profundamente como pensaban. Levantó la barbilla y se cuadró de hombros.

—Estoy ocasionando muchos problemas, ¿verdad? —Antes de que nadie pudiese responder, añadió—: Bien, no volveré a hacerlo. Os lo prometo. —Inclinó la cabeza para mostrar el bulto de ropa—. Voy a quemarla. Todo. Y no tratéis de impedírmelo.

Amy miró la ropa que llevaba: vestidos, ropa interior y zapatos. Una cinta de delicado color rosa caía por su muñeca. Amy reconoció el vestido rosa que la niña había llevado la noche del baile social.

Índigo cruzó la habitación y se dirigió a la puerta trasera. Mientras cogía el pomo, miró por encima del hombro, con sus ojos azules llenos de lágrimas.

—De ahora en adelante, soy comanche. Nunca más llevaré ropa de mujer tosi. ¡Nunca!

Cazador puso una mano en el hombro de Loretta para que no pudiera levantarse de la mecedora. Clavando sus luminosos ojos en su hija, dijo:

—Un comanche nunca hace promesas cuando está enfadado, Índigo, y nunca es mucho tiempo. No puedes renegar de la sangre de tu madre que corre por tus venas. Ella es parte de tu corazón.

Las lágrimas rodaron por las mejillas de Índigo, y su boca empezó a temblar. Su mirada dolida se fijó en Loretta.

Con la misma voz dulce, Cazador añadió:

—Ve y haz lo que tengas que hacer. Cuando se te haya pasado el enfado, estaremos aquí esperándote con todo el amor de nuestro corazón.

La chica abrió la puerta y desapareció en la penumbra. Unos minutos más tarde, el resplandor rosáceo de una hoguera bañó las ventanas traseras de la casa. Amy miró afuera y vio a Índigo, con la espalda rígida, la cabeza alta, mientras tiraba un vestido detrás de otro en la hoguera.

Vestida a la manera comanche y con los mocasines tradicionales, la cabellera despeinada reluciente a la luz de las llamas, Índigo parecía una blanca disfrazada de india. A Amy se le rompió el corazón. El camino que quería emprender era imposible. Cualquiera que la viese sabría que era más blanca que comanche.

Amy salió silenciosamente de la casa. Al descender los escalones del porche y cruzar el jardín, su sobrina se dio la vuelta para mirarla. Amy tembló por el frío de la noche y acercó las manos al fuego, sin decir nada. El viento susurraba entre las ramas desnudas que se alzaban sobre sus cabezas, un sonido inhóspito y solitario. El olor del invierno tocaba el aire, frío y puro, recordando los picos nevados y los carámbanos en los tejados de las casas.

—Trató de violarme —susurró Índigo como si aún no pudiera creérselo—. Él y todos sus amigos. Solo porque mi padre es comanche.

Amy se mordió el carrillo por dentro, deseando y rezando por encontrar las palabras adecuadas. Un chorro de brea rezumó de uno de los troncos y prendió fuego, dando un chasquido y siseando en las llamas. Índigo lanzó la última prenda de ropa que le quedaba al fuego.

Miró a Amy con preocupación.

—El verano pasado, cuando mamá y yo fuimos a Jacksonville de compras sin papá ni Chase, vimos a una india sentada en la acera de la puerta de una taberna. Se pasó allí toda la tarde, sentada bajo el sol abrasador, sin nada que comer ni beber, mientras su marido cazador se bebía todo su dinero en el interior. Mamá se apiadó de ella y le compró un refresco, pero ella tuvo miedo de aceptarlo.

Amy adivinó adónde quería ir a parar Índigo y respiró hondo.

—Ocurren cosas tristes, Índigo. Este viejo mundo nuestro puede ser muy duro algunas veces.

Índigo cambió el peso del cuerpo, con una expresión de agonía en el rostro. Con la punta del zapato, empujó un tronco a medio consumir para devolverlo al fuego.

—Cuando el marido de la india salió de la taberna, estaba muy bebido. Empezó a pegarla, y todos los que estábamos en la calle nos quedamos allí sin hacer nada. Si hubiese sido una mujer blanca, algún hombre lo habría evitado, pero como era india, solo…

Se detuvo, y tragó saliva.

—Podría terminar como esa mujer, tía Amy… si me caso con un hombre blanco. Él nunca pensaría que soy tan buena como él y me trataría mal, como ese cazador trataba a la india. Y a los blancos no les importaría. Se limitarían a mirar para otro lado… porque yo también soy india.

Amy estiró el brazo y cogió una de las manos de Índigo.

—No todos los blancos son como Brandon y sus amigos. Esos hombres de Jacksonville que se quedaron sin hacer nada seguramente querían evitarlo y no tuvieron valor para hacerlo.

Los dedos de Índigo se cerraron con tanta fuerza que a Amy le dolieron los nudillos.

—Tengo miedo, tía Amy.

Amy se dio cuenta entonces de que Índigo había visto una realidad que nunca pensó que existiera.

—Todos tenemos miedo de algo, cariño. Pero no puedes dejar que el miedo controle tu vida. —Mientras hablaba, las palabras sonaban en su mente, tan válidas para su propia situación como para la de la muchacha—. Cuando el hombre adecuado llegue, lo sabrás y no importará el color de piel que tenga. —O su pasado.

—¡Sí! ¡Sí que importará! Soy mitad india. No puedo cambiar eso. Nunca confiaré en otro hombre blanco, nunca. Esos cinco me han enseñado hoy una lección que nunca olvidaré. La sangre india me hace estar muy lejos de ellos. —Una lágrima rodó por su mejilla—. Ellos creen que las indias solo valen para una cosa.

Amy rodeó a Índigo con los brazos, deseando poder deshacer lo que Brandon Marshall había hecho, aunque sabía que era imposible. Índigo lloró sobre su hombro, unos sollozos profundos y desgarradores, con el cuerpo temblando.

—Lo amaba —lloró—. Lo amaba con todo mi corazón. Pero no era amor en absoluto, ¿verdad? Solo creí que lo era. Él estaba jugando conmigo todo el tiempo. Mintiéndome. Pretendiendo que le importaba. Pero no era así para nada. Todo el tiempo él me odiaba y yo nunca lo vi. Ay, tía Amy, me siento tan estúpida. Y tan avergonzada que quiero morirme.

Amy la acunó en sus brazos, acariciándole el pelo, reconfortándola de la única manera que sabía. Podía casi sentir su dolor. Cuando Índigo por fin se calmó, Amy suspiró y dijo:

—No te sientas avergonzada, cariño. Hay personas crueles en este mundo y van por la vida buscando víctimas. Las chicas hermosas, inocentes y jóvenes como tú son objetivos fáciles. Esos cinco jóvenes de hoy son los mismos que puedes ver dando patadas a los perros y atormentando a los niños. Tu sangre india solo ha sido una excusa para dar rienda suelta a su crueldad.

Índigo se revolvió y murmuró algo.

—Calla un momento, cariño, y escúchame. No debes empezar a juzgar a los hombres por el color de su piel. —De la misma manera que ella no había juzgado a Veloz por su ropa de comanchero—. Si lo haces, entonces Brandon habrá ganado, ¿no lo entiendes? Te convertirás en una retorcida como él. Enorgullécete de tu sangre, tanto de la blanca como de la comanche. Si no lo haces, entonces todo lo que tu padre y tu madre defienden, todo lo que te han enseñado, habrá sido en vano.

Índigo se apartó. Secándose las mejillas, miró fijamente al fuego. Después de un buen rato susurró.

—Lo intentaré, tía Amy.

—Eso es lo único que estamos pidiendo. —Acariciando el cabello de Índigo con la mano, Amy consiguió sonreír—. Sé que viniste aquí para estar sola, así que voy a volver dentro y dejarte a solas con tus pensamientos. A veces tenemos que pensar las cosas en soledad. Pero mientras lo hagas, no olvides lo mucho que te queremos.

Índigo respiró, temblando.

—Nunca olvidaré este día tampoco. Parece fácil, dejarlo atrás y no dejar que me cambie, pero no lo es.

Amy sonrió.

—Tu padre dice que tus ojos miran al futuro. Puede que lleve tiempo, pero te recuperarás de esto. Y serás una mejor persona por ello.

A Índigo se le endureció la boca.

—Si miro al futuro, ¿entonces por qué fui tan ciega con Brandon?

Amy le dio una palmadita en el hombro.

—Olvidaste la lección más importante que tus padres te enseñaron, la de que las ropas bonitas y las buenas maneras no hacen a un hombre. Nunca volverás a tropezar con la misma piedra.

Con esto, Amy volvió a la casa, rezando a cada paso para estar en lo cierto.