Capítulo 22
De repente, justo de camino a casa, Amy vio finalmente con claridad lo cerca que Índigo había estado de ser violada. Siguiendo el consejo de Veloz, no se había permitido pensar en los «y si». Pero, ahora, esos pensamientos sobre lo que casi había ocurrido volvieron a ella.
Antes de llegar al porche, Amy empezó a temblar. De forma insidiosa al principio, el temblor empezó en las pestañas mientras subía los escalones y después descendió al llegar a la puerta de la cocina, llegándole a los brazos, las manos y, por último, las piernas. Era un sentimiento extraño, distante; sus pensamientos parecían inconexos. Se agarró a la falda para que dejaran de temblarle las manos, pero una vez superado allí, el temblor se transmitió a su mandíbula. Empezaron a castañetearle los dientes.
No entendía qué le estaba pasando. Todo parecía borroso. Como en un sueño, se sintió moviéndose por la habitación. Oyó la voz de Veloz, se oyó dándole una especie de respuesta. Entonces, como si se despertase de un estado de hipnosis, se encontró delante de la pila de fregar de la casa de Loretta, frotándose las manos furiosamente con el cepillo que utilizaba Cazador para los nudillos. Cuando se dio cuenta de lo que estaba haciendo, no pudo recordar cómo había llegado allí, ni tampoco cómo había llenado el fregadero. Solo sabía que tenía una necesidad compulsiva de restregarse para quedar limpia.
El cepillo cayó de sus dedos helados sobre el agua jabonosa. Amy se quedó mirando el agua sucia salpicando, precipitándose hacia el exterior de la pila y chapoteando en los bordes.
Se agarró al fregadero y parpadeó. Imágenes de colores cegadores le llegaban desde la oscuridad de su subconsciente. No eran imágenes de Índigo siendo atacada, sino de ella. Durante quince años había mantenido esas imágenes a un lado, sin permitirse nunca recordarlas, excepto en sus pesadillas.
Los comancheros la habían tenido cautiva durante casi dos semanas. Los recuerdos estuvieron latentes en alguna parte de su cerebro desde entonces, como una enfermedad. Entre la cordura y la locura existe una fina línea. Para sobrevivir, había secuestrado al pasado en su mente y lo había cubierto de una gruesa cortina negra. Ahora esa cortina parecía haberse descorrido, y las imágenes estaban apareciendo de nuevo.
Amy no podía respirar. Se inclinó ligeramente hacia delante, con los pulmones ardiendo, el estómago hinchado y las sienes temblando.
—¿Amy?
La voz de Veloz retumbó en su cabeza. «Amy. Amy. Amy.» No podía verle, no podía ver nada excepto… ¡Oh, no! Poniéndose rígida, se concentró, volviendo a esos recuerdos. Lo que le había pasado hoy a Índigo no tenía nada que ver con ella, nada.
—Amy, ¿estás bien?
«Amy, ¿estás bien? ¿Estás bien? ¿Estás bien?» Volvió a parpadear. Los pulmones se le encogieron y expandieron. Sin soltar el fregadero, movió la cabeza.
—Sí, estoy bien.
«Estoy bien. Estoy bien. Estoy bien.» Tuvo unas ganas histéricas de reír. Se contuvo. Desde luego que no estaba bien. ¿Cómo podía estar bien? Se sentía como si el agua le subiera por el brazo y se le metiera por la manga, un agua que no recordaba haber tocado. Trató de concentrarse en la frialdad, en la realidad de todo aquello.
—Creo que será mejor que vayamos a tu casa un momento —dijo Veloz—. Creo que Cazador y Loretta necesitan estar un tiempo solos.
Solos. Ah, sí, ella quería estar sola. Solo un rato. Los recuerdos eran demasiado intensos. Como arañas. Le cubrían el cuerpo. Iba a vomitar.
—Cariño, ¿estás segura de que estás bien?
Se frotó la manga. Los recuerdos la cubrían como arañas. La bilis le subió por la garganta. Se frotó con más fuerza. Tenía que parar. Solo un loco frotaría algo que no existe.
—Estoy bien. Sí, vamos. Necesitan estar a solas.
¿Era esa su voz? Temblorosa y aguda. Flotando, incapaz de sentir los pies, atravesó la habitación. Aire fresco. Respirar… eso era realidad.
En el camino hacia la puerta, Veloz se despidió de Cazador y Loretta.
—Volveré tarde, no me esperéis levantados.
La puerta se cerró de un golpe. Amy se abrazó a la cintura e inhaló el aire de la noche. El anuncio de Veloz de que volvería tarde hacía evidente dónde estaría y lo que pensaba que estarían haciendo. Se le encogió el vientre. No podría soportarlo. No ahora.
Tenía necesidad de huir y desaparecer en la oscuridad. Él la cogió del brazo mientras bajaban los escalones, con tanta firmeza que sus deseos de escapar se desvanecieron. Volvió a tragar de nuevo. El mundo danzaba a su alrededor, en giros desquiciados de luz de luna y negrura.
Él la condujo por la acera.
—Amy, algo te preocupa. ¿Puedes decirme qué es?
¿Podía hablar de ello? No. Ni siquiera debía pensar en ello.
—Es… es difícil de creer que sea ya noviembre.
—¿Eso significa que no quieres que lo hablemos?
¿Hablarlo? No había palabras. ¿Cómo podría explicarlo? ¿Una cortina negra en su mente? Pensaría que estaba loca. Y podía muy bien enloquecer si no recuperaba el control.
—Hace tanto frío. Muy pronto llegará el Día de Acción de Gracias.
Él miró al cielo.
—Hay luna llena. ¿Te has dado cuenta?
Aliviada de que no siguiera insistiendo, Amy miró hacia arriba. La luna estaba baja en el cielo, un disco blanco redondo y lechoso, y unas ramas retorcidas de roble se dibujaban a contraluz. Se acordó de cuando miraba a la luna quince años atrás, con las muñecas abrasadas de luchar contra la soga que la ataba a la rueda del carromato, asustada porque llegaría la mañana y, con ella, los hombres…, uno detrás de otro en una visita interminable.
—¿Sabías que hay trescientas cuarenta y dos tablillas en esta acera?
Ella se movió y miró hacia él. ¿La acera? ¿Tablillas? Oyó el eco de los zapatos en la madera y trató de identificar el sonido.
—¿Has… has aprendido a contar una cifra tan alta?
—Demonios, no. Solo trato de hablar de algo, ¿de acuerdo? Pensé que eso te tranquilizaría. —Movió la cabeza, mirándola con una sonrisa—. ¿Crees que lloverá mañana?
—No se ve una nube esta noche. —Amy dejó caer la barbilla para mirarse los pies—. Lo… lo siento, Veloz.
—No lo sientas nunca, Amy. No me metí en esto con la esperanza de cambiarte. —Su voz se volvió grave—. Solo quiero amarte.
—Hay cosas de las que no es fácil hablar.
Le soltó el codo y se metió las manos en los bolsillos.
—Tenía miedo de que lo de hoy te haría daño. —Se le tensó la voz—. No me dejes fuera de esto. Ni me culpes por ello. No puedo controlar lo que Brandon hace.
—No es eso.
—¿No?
¿Era un deje de enfado lo que notaba? Amy se mordió el labio. Él merecía una explicación.
—Ver eso… me trajo de vuelta… a los comancheros, las dos semanas que pasé con ellos. —Dudaba que Veloz hubiese salido alguna vez corriendo de algo. Él se enfrentaría a los recuerdos desde el principio y después los relegaría al pasado y nunca volvería a mirar atrás—. Índigo estuvo tan cerca. De repente pensé en lo cerca que había estado… y empecé a recordar.
Él mantuvo las manos en los bolsillos. La brisa le pegó la camisa en la espalda. Se encorvó un poco.
—¿Puedes contarme tus recuerdos?
—No.
—Ya lo sabes, Amy, algunas veces hablar en voz alta ayuda a olvidar. —Ella notó que dudaba antes de continuar—. No tienes que esconderme nada. Nada de lo que te hicieron puede ser tan malo, nada de lo que tú hiciste o sentiste puede ser tan malo como para que alguna vez deje de quererte.
—No quiero pensar en ello. No puedo.
Ella esperaba que la presionara. En vez de eso, suspiró y dijo:
—Entonces no lo hagas. Cuando llegue el momento lo harás, ¿verdad?
Sacó una mano del bolsillo y cogió la suya, entrelazando los dedos. Antes de que Amy se diera cuenta de lo que iba a hacer, tiró de ella e incrementó el paso. No cabía ninguna duda de por qué tenía tanta prisa y de qué era lo que tenía en mente.
Sus pies golpearon el frío suelo a un ritmo marcial. El viento se colaba entre los edificios, levantándole la falda y penetrándole por debajo hasta llegarle a las piernas. Tembló y escudriñó la oscuridad que se cernía ante ellos. ¿Y si Brandon Marshall y sus amigos se escondían en las sombras? ¿Y si…? Dejó de pensar en seco. Tenía que dejar de pensar de forma negativa.
Veloz la miró.
—¿Tienes frío?
—Un poco.
—Espere unos minutos y yo la calentaré, señora López.
Incluso a la luz de la luna, podía ver el brillo de picardía en sus ojos. Apartó la mirada. ¿Podría hacer el amor con él esta noche, teniendo tan reciente lo que le había pasado a Índigo? ¿Y, si no podía, entonces qué? ¿Se enfadaría? ¿Creería que estaba haciéndole responsable de alguna forma? No era eso en absoluto, pero ¿cómo podía hacer que lo entendiera?
Al acercarse a la casa, su ya de por sí acelerado pulso se convirtió en un temblor en las sienes. Mientras subían las escaleras del porche y abrían la puerta, la poca compostura que aún le quedaba se desintegró. ¿Debía hacer las cosas rutinarias como encender la lámpara, hacer fuego y vestirse para ir a la cama? ¿Y si los recuerdos la invadían de nuevo cuando él la tocase?
Cuando entraron en el salón a oscuras, él respondió a una de sus preguntas encendiendo la lámpara. La luz resplandeció en la mampara. Mientras ajustaba la mecha, ella se quedó de pie esperando, con la cabeza a punto de estallar. Él se incorporó y se volvió hacia ella, alto y oscuro, bloqueando con sus anchos hombros la luz que emitía la lámpara. A contraluz, no podía ver su expresión.
—Esto… ¿te apetece una taza de café?
—No, gracias.
Aunque no podía verle la boca, podía imaginar por su voz que estaba sonriendo. Él apoyó la cadera en la mesa y se cruzó de brazos, con el cuerpo relajado. Ella fijó la mirada en sus botas.
—¿Enciendo el fuego?
A punto de echarse a reír, dijo:
—No vamos a necesitarlo.
Sintió que la estrangulaban.
—Tengo algunas sobras de anoche. No has comido. ¿Quieres algo?
—Sí, en realidad, hay algo que quiero.
—¿Pollo? Me queda algo de pan de maíz. Puré de patatas y salsa. No me llevará mucho tiempo calentarlo.
—No, gracias.
Se esforzó en mirar más arriba de sus botas, hasta las rodillas.
—Entonces, ¿qué quieres?
—A ti.
Dos palabras que se quedaron colgadas entre ellos y que hicieron que se arrepintiera de haber preguntado. Se humedeció los labios y miró su cara sombría.
—Bueno, supongo que… esto… —Las palabras se le atragantaban, el pensamiento la abandonaba. Por su mente pasaron visiones de la noche anterior. Notó un escalofrío por la espina dorsal que le subió lentamente y le puso la carne de gallina alrededor de los omoplatos—. ¿Por qué me miras?
—Me gusta mirarte. Ahora me toca a mí preguntar. ¿Por qué estás tan nerviosa?
Él se estiró y agarró el borde de la mesa con las manos para coger la lámpara. Con ella en alto, fue tranquilamente hacia Amy, con la luz jugando con su rostro mientras se movía, bañando sus facciones de ámbar y después sumiéndolas en sombras. Recordó haber pensado una vez que tenía el mismo aspecto que el diablo que ella imaginaba, tan alto y negro como el ébano, vestido todo de negro. Había algo que no terminaba de ser civilizado en él, decidió Amy, sobre todo cuando tenía ese reflejo en los ojos.
—¿Quieres que vayamos al dormitorio? —preguntó Veloz.
Amy asintió, incapaz de creer que pudiera ser tan insensible. Tenía que saber lo desequilibrada que se sentía en ese momento y lo fresco que lo tenía todo en la mente. No era muy propio de Veloz no hacer caso de sus sentimientos. Tenía la boca tan seca que parecía que se le iba a arañar la lengua con los dientes. Él le puso su enorme mano sobre la espalda y la condujo hacia el vestíbulo. Ella se movió por delante de él, observando cómo sus sombras danzaban en las paredes más que las figuras reales a las que representaban. La puerta del dormitorio bostezó como una cueva que estuviera esperando para tragársela. Entró en la oscuridad. Él la siguió, bañando la habitación de luz.
Nada parecía lo mismo con él aquí. El espacio parecía empequeñecer. Las cortinas de encaje parecían demasiado adornadas; la cómoda, abarrotada. Veloz hizo un hueco en la mesilla para la lámpara; después se sentó en la cama y empezó a desabrocharse la camisa, con la mirada fija en ella y una media sonrisa dibujada en la boca. Parecía fuera de lugar sentado allí, demasiado oscuro y tosco para estar rodeado de volantes.
Amy trató de humedecerse los labios, pero aún tenía la lengua acartonada. La camisa abierta le caía hasta la cintura, dejando al descubierto una hilera de músculos en el pecho y un estómago plano que brillaba como roble encerado a la luz de la lámpara. Dobló la rodilla y se desabrochó una bota, con la mirada aún fija en ella.
—¿Amy?
Era más que una pregunta, era una petición. Obligó a sus manos a tocar el escote de su vestido y jugó con el pequeño botón que lo cerraba. Cuando por fin se abrió, procedió a hacer lo mismo con el siguiente, y después con el siguiente. Él tiró una bota al suelo y después se quitó la otra, atento siempre a los movimientos de ella. Amy deseó con todo su corazón que la lámpara se quedase sin combustible o que él mirase hacia otro lado. Ninguna de las dos cosas sucedió.
—¿Podrías apagar la luz, por favor?
—Si lo hago, no podré verte.
Esa era la idea. Amy dejó de mover las manos.
—No estoy lista todavía para desvestirme con la luz encendida.
Él tiró de un lado de la camisa para sacársela del cinturón y se pasó una mano por las costillas.
—Nunca te sentirás preparada si siempre te escondes en la oscuridad. Quiero verte cuando te hago el amor, Amy. Y quiero que tú me veas.
—Pero… —La frase se quedó a medias porque no sabía muy bien cómo iba a completarla.
—¿Pero qué? —Tiró del otro lado de la camisa y se puso en pie—. No se trata solo de timidez, ¿verdad? —Se movió hacia ella—. ¿Estás todavía preocupada por lo que le ocurrió a Índigo?
Tal vez sí la entendía después de todo.
—Sí.
—Es natural. —Alargó las manos y empezó a desabrocharle los botones—. Totalmente natural y comprensible.
—¿Sí? Entonces, ¿por qué no…? —Le cogió las manos para que dejase de desvestirla—. Mañana por la noche, tal vez entonces me sienta mejor. Pero esta noche, ¿podríamos…?
—Te sentirás mejor en dos minutos. —Sus dedos eludieron los de ella y siguieron descendiendo hasta haber desabrochado el último botón. Apartó el cuello del vestido, introduciendo sus cálidas manos por los brazos de Amy mientras le sacaba las mangas por las muñecas—. Confía en mí, Amy.
No podía evitarlo.
—No me siento cómoda con la luz encendida.
—Se supone que no debes sentirte cómoda. —Hundió la cabeza y le dio un leve beso cálido en la sien—. Se supone que debes sentirte temblorosa y débil, y sin respiración.
Ella sentía todas estas cosas, y peor aún. También se sentía traicionada porque él no podía entenderlo. Era la primera vez que Veloz no intuía lo que ella no sabía expresar.
Tiró del lazo que ataba sus enaguas, y después tiró tanto de ellas como del vestido hasta que cayeron al suelo. A continuación, avanzó por la lengüeta de sus polainas. Amy tuvo la impresión de que dijese lo que dijese, él no iba a detenerse.
—¿Veloz?
Las polainas cedieron. Se le hizo un nudo en el estómago y se llevó las manos a la barriga.
—Veloz, yo…
Él se agachó ante ella y le cogió uno de los tobillos. Después de desabrocharle un zapato, se lo quitó y tiró de la pernera de las polainas para quitársela por el tobillo. Ella miraba la parte trasera de su cabeza morena mientras él centraba su atención en el otro zapato. Después, recorrió lentamente sus piernas con los ojos, llegando hasta la parte superior de sus medias de canalé. Acercándose, le besó el muslo desnudo por encima de la banda de algodón, con unos labios cálidos y aterciopelados, mojándole la piel con su aliento. Los pulmones de Amy dejaron de funcionar.
—¿Veloz? —gimió—. Por favor, apaga la luz.
Él le bajó una media, con la liga y todo, por la pierna, siguiendo el descenso con los labios.
—Dame cinco minutos, Amy, amor. Si aún así te sientes tan tensa, la apagaré. Pero primero deja que lo intente a mí manera.
Le pasó la mano por detrás de la pierna y le dobló la rodilla, quitándole la liga y la media. Ella jadeó cuando notó que le mordisqueaba el empeine y después el pie. Hizo lo mismo con la otra media y después echó hacia atrás la cabeza, cogiéndole los muslos con las manos, con sus dedos cálidos y amables, pero también incesantes. Sus ojos oscuros se encontraron con los de ella.
—No tienes miedo, ¿verdad?
—No, pero…
—No hay peros. Si tienes miedo, solo tienes que decírmelo. —Sonrió de forma comprensiva—. La timidez no cuenta. ¿Tienes miedo?
—Es solo que, después de lo que ha ocurrido, no quiero hacer el amor. Solo pensar en ello me hace sentir —buscó las palabras para describirlo— marchita por dentro.
Él se levantó y sujetó los lazos de la combinación.
—Dame algo más de dos minutos. ¿Cinco, tal vez? Creo que sé cuál es la cura. Relájate y déjate llevar.
—No puedo. ¡Hay tanta luz aquí como si fuera de día!
—Cierra los ojos y no te darás cuenta. —La combinación se abrió—. Entonces, los dos seremos felices.
Él inclinó la cabeza para besarle un hombro desnudo mientras le quitaba la combinación por los brazos.
—¿Una mujer tan hermosa y pretendes que no te mire? —Le pasó los labios por la garganta obligándole a echar hacia atrás la cabeza con la fuerza de su mandíbula. Sus besos le encendieron la piel—. Dios, Amy, te quiero.
—Aquí hace frío. Me voy a poner enferma.
Él se rio y le mordió la piel por debajo de la oreja.
—Eso no pasará.
—Tengo la piel de gallina. Moriré de tos antes de que llegue el invierno.
—No tendrás frío por mucho tiempo —prometió; y entonces la cogió en brazos y la llevó a la cama. Con una rapidez que la hizo sentirse mareada, la tiró sobre el cobertor mientras se quitaba la camisa.
Amy trató de ponerse el cobertor por encima. Él le agarró la muñeca.
—No, por favor.
Ella lo dejó y se abrazó a sí misma. Poniéndose de lado y subiendo las rodillas, consiguió esconderse un poco entre las mantas. Él la miró con ojos cálidos. Con un movimiento de muñeca, se desabrochó el cinturón. Al ver que empezaba a quitarse los pantalones, Amy siguió su recomendación y cerró los ojos con fuerza. Oyó un crujido de tela vaquera.
—Amy, me viste anoche.
El colchón se hundió bajo el peso de Veloz. Le puso una mano cálida en la cadera. Con la otra apresó sus rodillas. Le obligó a estirar las piernas para que él pudiera acercarse. El calor de su pecho le rozó los brazos. Con los labios le rozó la mandíbula.
—Te quiero —susurró él—. Dios, no sabes cuánto te quiero.
Con fuerza, pero también con suavidad, le puso los brazos a los lados y la giró de espaldas, clavándola en esa posición con el peso de su pecho. El roce de su piel contra sus pechos la dejó sin aliento. Ella abrió los ojos para encontrar una cara morena a solo unos centímetros de la suya. Unos ojos marrones la miraban con ternura.
—Mírame, Amy, amor, y di mi nombre —susurró.
Ella tragó saliva.
—Veloz.
Él le pasó una mano por la cintura, la subió a un lado trazando con la punta de los dedos la parte baja de sus pechos.
—Otra vez, Amy, amor. No, no cierres los ojos. Mírame y di mi nombre.
Su mano, cálida y áspera, se cerró al contacto con la blandura de su piel. Acercó la cara a ella, sin apartar ni un momento la mirada.
—Veloz —susurró.
Rozó con el pulgar la cresta de su pezón. Ella gimió al notar la eléctrica sensación.
—Otra vez —ordenó.
—Ve… veloz.
—Veloz López —le recorrió la garganta con los labios—. Dilo. Y no lo olvides nunca. El ayer se ha terminado. Es mi mano la que está sobre ti ahora.
A Amy se le llenaron los ojos de lágrimas. Pensaba que él no la había entendido. Pero tal vez la había entendido demasiado bien. Veloz López. La tocó con su calor personal, limpiándola con las manos de una manera que ningún estropajo hubiese podido hacer.
—No pueden hacerte daño ya —le susurró con furia—. Nunca más. Eres mía. ¿Lo entiendes?
Amy le rodeó el cuello con los brazos y quedó unida a él.
—Ay, Veloz… duele. Los recuerdos duelen.
—Cuéntamelo. —Le acarició la garganta con los labios.
Ella empezó a temblar. Se unió a él aún más desesperadamente.
—No puedo. Tengo miedo. No me permito recordarlo. Nunca. ¿No lo entiendes? No puedo. Si lo hago, me volveré loca.
Él estrechó el abrazo, extendiendo una mano para acariciarle la espalda. Amy se sentía rodeada por él, por su calor y su fuerza.
—¿Ni siquiera ahora que yo estoy aquí contigo? Nos volveremos locos juntos. Solo un recuerdo, Amy, amor. ¿No puedes enfrentarte solo a uno mientras te abrazo? Empieza por el principio. ¿Qué estabas haciendo cuando llegaron los comancheros?
Con un sollozo entrecortado, susurró:
—Lavando la ropa. Loretta y yo estábamos lavando la ropa. Yo sacudía con un palo la ropa mojada y no les oímos llegar hasta que fue demasiado tarde.
Los recuerdos la asaltaron. La mano de Veloz masajeaba su espalda. Su abrazo se hizo más estrecho.
—Está bien. Son solo palabras, Amy. Puedes detenerte cuando quieras. Cuéntame.
—No… no me fui adentro cuando Loretta me lo dijo. Quizá si lo hubiese hecho, no me habrían cogido. Pero yo… —Sintió un estremecimiento—. Fue culpa mía. No escuché lo que ella me dijo y me cogieron.
—No, eso es una locura, Amy. ¿Qué persona hubiese dejado a Loretta sola ahí fuera con ellos?
—Nunca escuchaba lo que me decían. Esa vez, pagué por ello.
—Eras demasiado valiente para tu edad —le corrigió—. Incluso aunque te hubieses metido en la casa, Santos habría ido a por ti. ¿Qué pasó después?
—Mamá salió con un rifle. Uno de los… comancheros me puso un cuchillo en la garganta. Dijo que me mataría si no lo tiraba.
—¿Y lo hizo?
—Sí.
—¿Y ellos te llevaron?
—Sí… sí. —Amy hundió el rostro en su hombro.
—Y tú hubieses deseado que ella permitiera que el hombre te matara…
—¿Por qué no lo hizo? Habría sido lo mejor. Ay, Dios, ¡por qué no dejó que me matara!
Él blandió un puño en el aire.
—Porque estabas destinada a estar aquí conmigo esta noche. Porque yo no habría tenido a nadie a quien amar si tú hubieses muerto. Nadie que me amase. Todo tiene una razón, Amy. Todos nosotros tenemos un propósito. Cuéntame…
Amy no estaba segura de dónde le salían las palabras. Le llegaban al oído, estridentes, feas y rudas, vomitadas como si fueran un veneno. Una vez empezó a hablar, no pudo detenerse. Veloz no decía nada. Solo la abrazaba y la acariciaba, escuchándola.
Amy sabía que estaba balbuciendo. Habló y habló… hasta que empezó a sentirse exhausta, hasta que sintió el cuerpo pesado y empezó a arrastrar las palabras. Por fin dejó de temblar. Y entonces ocurrió algo increíble. Se quedó sin nada que decir.
Le ardía la garganta de llorar. Se tumbó en silencio debajo de él y abrió los ojos, incrédula. Durante quince interminables años, la horrorosa oscuridad de su interior parecía no tener fondo. Ahora lo había sacado todo. Todo, absolutamente todo. Se sintió extrañamente vacía… y en paz.
Veloz se revolvió y se incorporó ligeramente. Peinándole el cabello con los dedos, fue trazando un camino de besos suaves por su frente, después besó sus ojos cerrados.
—¿Estás bien? —preguntó con voz ronca.
—Sí —susurró, sin poder creérselo.
—Gracias, amor.
—¿Por qué?
—Por confiar en mí.
Abrió los ojos y lo encontró sonriendo.
—Creo que sé exactamente lo que debo hacer con esos horribles recuerdos tuyos —le dijo, bajando la cabeza para mordisquearle seductoramente el hombro.
—¿Qué es?
—¿Qué te parece si hacemos recuerdos nuevos? —Le acarició el pecho con los labios y con la lengua dibujó círculos deliciosos—. Unos hermosos, Amy.
A Amy se le llenaron los ojos de lágrimas.
—Te quiero, Veloz.
La recorrió con las caricias de sus manos impregnándola de su calor personal.
—Y yo te quiero a ti. No voy a compartirte con fantasmas. Creo que ha llegado la hora de que los enterremos, ¿no te parece?
Sus manos empezaban ya a obrar el milagro. Amy se deshizo en un suspiro. En su cabeza tenía un hermoso caleidoscopio dando vueltas. Los dedos de Veloz eran como plumas rozándole la piel, haciéndole cosquillas por todo el cuerpo. Las luces de su cabeza se hicieron más variadas en colores y espectros, hasta sentirse como si estuviera flotando en un arcoíris.
Veloz…, su amor, su salvación, su hacedor de sueños. Se derritió en él, sin importarle ya que la mecha de la lámpara se quemase tan vivamente junto a ellos, sin saber siquiera que existía.
Después durmieron uno en brazos del otro, vagando a la deriva de los sueños, satisfechos en el cálido capullo del amanecer. Amy se despertó varias veces y siempre comprobó que Veloz seguía rodeándola. Sonrió. Era cierto que todo iba a ir bien. Ninguna guerra india volvería a separarlos, no habría esperas interminables para que volviese a por ella. No tenía siquiera miedo de las pesadillas. Cuando despertase, Veloz estaría ahí para poner de nuevo el mundo en orden.
Un par de horas más tarde, él se revolvió. Amy no quería que se fuese, pero tenía que hacerlo. Le acarició la espalda con la mano mientras se incorporaba.
—¿Cuándo va a hacer de mí una mujer decente, señor López? —preguntó tontamente.
—Tan pronto como ese condenado párroco regrese.
Amy sonrió. Solo Veloz podía decir «condenado» y «párroco» en la misma frase. Se preguntó qué pensaría el padre O’Grady de su marido comanche, comanchero y pistolero, y decidió que el párroco, siendo como era un hombre atento a las almas, sería capaz de ver en el interior de Veloz. Veloz, esa curiosa mezcla de asesino y santo, forajido y héroe. Nadie que lo conociese dudaría de que una parte de él caminaba con los ángeles.
Había una pureza en su interior que aún no había sido alterada por la vida brutal que había llevado, una inocencia, un deseo de un mundo mejor. Él veía el mundo de una manera diferente a los demás. Para él, había una oración en la caída de una hoja, una canción de adoración en los rayos de la puesta de sol.
—Ojalá no tuvieras que irte —susurró al escuchar cómo se vestía.
—Solo estaré a un silbido de distancia.
—¿Me lo prometes?
Le oyó ponerse las botas. Después se inclinó sobre ella.
—Silba y lo averiguarás. —La besó—. Vuelve a dormir, cariño. Después ven a casa de Loretta a tomar un café. Nos echaremos miraditas a través de la mesa.
—¿Y volverás mañana por la noche?
—Esta noche —le mordió en los labios—. Son algo más de las dos. Mañana ya está aquí.
Amy cerró los ojos. Su último pensamiento fue que había vivido quince años esperando a que el mañana le trajese algo absolutamente maravilloso. Y por fin lo había hecho.