Capítulo 4

La casa de los Lobo estaba repleta de voces que retumbaban alegremente en las paredes de madera y que ahogaban el sonido tintineante de los enseres de porcelana. Veloz no hacía más que preguntar por la mina de Cazador, claramente fascinado de que su viejo amigo hubiese tenido tanto éxito en la búsqueda de oro. Con su paciencia habitual, Cazador explicaba la diferencia entre los placeres auríferos y los filones de oro, describiendo el equipo y las técnicas utilizadas en cada mina, y cómo ambas se utilizaban en su explotación. Loretta y los niños participaban contando divertidas anécdotas de vez en cuando, o explicando los resultados de las prospecciones que se habían hecho alrededor de Jacksonville y los recientes hallazgos en Tierra de Lobos.

—Estas colinas están llenas de oro, no lo dudes —dijo Índigo, excitada—. En la cárcel de Jacksonville, un preso excavó el suelo de tierra de su celda. Resultó ser tan rentable que ya no tenía ningún interés por salir en libertad. Entonces, justo antes de que terminara su condena, dio con una veta e insistió en que era de su propiedad. El sheriff tuvo que obligarle a salir de allí a punta de pistola.

Loretta guiñó un ojo a Veloz.

—De la manera en que esta chica lo cuenta, es como si le estuviesen creciendo dientes de oro. La cárcel de Jacksonville tiene un suelo de madera de doble capa. Por lo que sé, es la única cárcel que lo tiene.

Con voz cariñosa, Cazador intervino.

—Índigo espera reemplazarme en la mina cuando sea mayor.

Chase resopló, visiblemente disgustado con la idea. Los ojos azules de Índigo brillaron de emoción.

—¡Al menos yo conozco la diferencia entre el oro real y el falso! —gritó.

—¿Cuánto te apuestas a que no puedes saber la altura de un árbol por la sombra que proyecta? —bufó Chase.

—¿A quién le importa eso?

Amy escuchaba en silencio, con la cabeza hundida en el plato y los dedos agarrotados alrededor del mango del tenedor. Con su ayuda, Loretta había preparado una maravillosa cena para celebrar la llegada de Veloz, pero a Amy la comida le estaba sabiendo a rayos. Incluso el requesón le parecía insípido. Amy daba vueltas a los trozos de requesón con la lengua, como si estuviese comiendo cemento.

Cuando los niños se quedaron sin anécdotas que contar, la conversación derivó hacia las experiencias de Veloz desde que había dejado la reserva. Bombardeado a preguntas sobre Texas, Veloz era casi el único que hablaba, y a Amy se le hacía un nudo en el estómago cada vez que oía su voz. Cuando por fin se atrevió a mirarlo, sintió un escalofrío nervioso por todo el cuerpo. Una parte de ella aún no podía creer que estuviera allí y lo mucho que había cambiado. Su aspecto era despiadado ahora, con una mirada dura, cínica y amarga que le encogía el corazón. Y, sin embargo, a pesar de esto, seguía tan guapo como siempre, pero de una manera más potente, poderosa y desconcertante.

Algo más había cambiado en él también, algo mucho más reciente y sutil. A primera hora de la mañana en el granero, cuando ella le había pedido que la liberase del compromiso, él había dudado. Ahora, esa incertidumbre había desaparecido, sustituida por un brillo de determinación. Amy tenía el presentimiento de que Veloz y Cazador habían hablado sobre ella en la tienda de Cazador y que, fuera lo que fuese lo que hubiesen dicho, había de alguna manera ayudado a Veloz a tomar una decisión.

—Entonces, tío Veloz, cuéntanos lo de tus peleas —pidió Chase—. ¿Es verdad que has matado a más de cien hombres?

De repente se produjo un silencio, amplificado por el suave tintineo de los tenedores al golpear la porcelana. Estirando sus anchos hombros, Veloz se aclaró la garganta.

—Creo que las historias sobre mis duelos se han exagerado, Chase. —Después de una pausa, añadió en tono de broma—. Dudo que haya matado en total a más de noventa.

—¿Noventa? ¡Qué bárbaro!

Loretta desaprobó con la mirada a su hijo.

—Chase, tu tío te está tomando el pelo.

La cara de Chase se ensombreció.

—Entonces dime la verdad. ¿Cuántos?

Índigo regañó a su hermano.

—No seas pesado, Chase Kelly.

La mirada de Veloz se encontró con la de Amy y su sonrisa se tensó.

—Un hombre no hace una muesca en su cinturón cada vez que dispara a alguien, Chase. Utilicé mi revólver siempre que me vi obligado a hacerlo, y después traté de olvidarlo.

—Pero estás el más rápido de Texas. Así lo dicen en el periódico, ¿verdad?

—«Eres» el más rápido… —le corrigió Loretta.

—Siempre hay alguien más rápido, Chase —contestó Veloz—. Si olvidas eso, aunque solo sea por un instante, eres hombre muerto.

Chase asintió, visiblemente asustado con la idea.

—Ahora que estás aquí, ¿me enseñarás a manejar el revólver?

Veloz bajó la taza con un chasquido rotundo.

—No.

Índigo dio un codazo a su hermano otra vez, con una expresión de seriedad en la cara que le hacía parecer mayor de lo que era.

Chase miró a su hermana como si quisiera fulminarla y después se volvió a Veloz con ojos suplicantes.

—Pero ¿por qué? Soy bueno con las armas.

Con el cuerpo completamente tenso, Amy esperó a oír la respuesta de Veloz.

—Porque eso no es medio de vida, por eso. —A Veloz se le movió un músculo de la mejilla. Puso el tenedor a un lado del plato, dejando una pieza de jamón sin tocar—. Confía en mí. Si pudiera volver atrás en el tiempo y no tocar nunca más un revólver de seis balas, lo haría.

Amy levantó la mirada y vio que Loretta tenía lágrimas en los ojos. Conteniendo las ganas de vomitar, Amy siguió el ejemplo de Veloz y dejó el tenedor a un lado; por una parte, lo odiaba por aquello en lo que se había convertido, pero, por otra, sentía ganas de llorar como Loretta. Nadie que lo mirase dejaría pasar por alto la expresión angustiada en los ojos de Veloz López.

Cazador se levantó de la mesa, y recogió su plato y su taza. Llevándolos al fregadero, dijo:

—Entonces dime, Veloz, ¿qué es lo que te ha traído de vuelta a nosotros? ¿Y cuánto tiempo piensas quedarte?

—Vine aquí con la esperanza de comenzar de nuevo. —Veloz desvió la mirada hacia Amy otra vez—. Descubrir que mi mujer estaba viva es como un sueño hecho realidad. Creo que colgaré aquí mi sombrero, ahora que la he encontrado.

Se produjo otro de esos silencios incómodos. Amy sabía que esta era su forma de hacer saber a la familia que no había olvidado la promesa que ella le había hecho, y que esperaba que la cumpliese. Los bandos para la batalla estaban definidos. Amy observó la amplitud intimidante de su pecho y el juego de músculos que se adivinaban bajo las mangas de su camisa. Tenía el horrible presentimiento de que el resultado de esta particular guerra estaba escrito.

Amy empujó hacia atrás la silla. Tratando de no dejar entrever ninguna expresión en su rostro, se puso a recoger la mesa, ansiosa por lavar los platos. Chase trajo agua y Loretta la puso en el hornillo para que hirviera. Índigo, casi tan alta como su madre, se pasó el delantal por la cabeza y se lo ató con rapidez a la espalda.

—Amy, déjalo, Índigo y yo lavaremos los platos —dijo Loretta—. Tú tienes que trabajar mañana en la escuela. ¿Por qué no te vas a casa?

Deseosa de encontrar cualquier excusa para irse, Amy cogió el chal que colgaba en la percha cercana a la puerta y se lo pasó por los hombros.

—Ha sido una cena maravillosa, Loretta Jane. Buenas noches, Cazador. —La lengua se le puso pastosa—. Me he alegrado de verte de nuevo, Veloz.

Índigo corrió hacia Amy para darle un abrazo de despedida. Besándola en la mejilla, susurró:

—Ahora entiendo que hayas esperado por él todos estos años, tía Amy. ¡Es tan guapo!

Amy se apartó, mirando a Índigo a los ojos, conmocionada de que la niña hubiese dicho algo así. Se dio cuenta entonces de que aquella jovencita a la que tanto quería se estaba convirtiendo en una mujercita.

Veloz se levantó de la mesa. Con pasos perezosos y espuelas tintineantes, se acercó al perchero a coger las cartucheras y ponérselas. A continuación, cogió el sombrero. Unos hoyuelos traviesos se marcaron en las mejillas de Índigo al sonreír mientras pasaba por delante de Veloz y se acercaba a su madre para ayudarle con la mesa. Amy se quedó allí sola con él, aterrada al ver que trataba de acompañarla. Se le pasó por la mente una imagen de los dos, solos en la oscuridad.

—Te acompaño a casa —dijo él suavemente.

—E… eso no es para nada necesario. Siempre vuelvo a casa yo sola. ¿Verdad, Cazador?

Cazador se limitó a sonreír.

—Te acompañaré de todas formas. Estoy seguro de que la noche debe de ser magnífica, después de este día de sol.

Amy se abrazó al chal, buscando en su mente una excusa rápida para deshacerse de él. Al final se decantó por ser honesta.

—Preferiría que no me acompañaras.

Veloz hizo una mueca mientras se ponía el sombrero. Bajándose el ala hasta los ojos, contestó con una voz peligrosamente sedosa.

—Y yo preferiría acompañarte.

Después de mirar a Cazador con ojos suplicantes y aun así no recibir nada de él, Amy abrió la puerta y salió al amplio porche. Decidida a andar con rapidez, bajó los escalones y cruzó el jardín, manteniéndose siempre un paso por delante de las botas y las espuelas que tintineaban detrás de ella. El aire de la noche enfriaba sus mejillas. Se abrazó con fuerza al chal.

—¿Qué es lo que dice en ese libro tuyo de modales sobre las mujeres que corren y dejan que sus acompañantes muerdan el polvo?

Ella se detuvo para darse la vuelta, mirándolo fijamente con la luz que emitía la luna.

—A usted nadie le ha invitado como acompañante, señor López. —Se le hacía raro pronunciar el nuevo nombre y, sin embargo, lo hizo para recordarse a sí misma y recordarle a él quién era y en qué se había convertido—. Un caballero nunca impondría a una dama su compañía.

Calle abajo, un hombre salía de la Lucky Nugget. Veloz se puso a la altura de Amy, la tomó del brazo y la guio al otro lado de la calle. Cuando sus pies tocaron la acera, dijo:

—Incluso aunque quisiera ser un caballero, nunca nadie me enseñó buenos modales. Lo más parecido a un maestro que he tenido fue un ranchero para el que trabajé llamado Rowlins, y todo lo que ese hombre sabía hacer era disparar y escupir. Se le daban muy bien esas dos cosas, y me enseñó todo lo que sabía, pero nunca fue ni pretendió ser un caballero.

—Es evidente. De otro modo, no me dejarías ir por fuera de la acera.

Él se rio débilmente y, poniéndole la mano en la cintura, se hizo a un lado y dejó que ella caminara por el lado interior de la acera, cerca de donde estaban los comercios. Al lado de Amy, la figura de Veloz se alzaba amenazadora en la oscuridad, con la cinta plateada del sombrero y las tachuelas del revólver brillando a la luz de la luna. Amy se estremeció al sentir una mano en la espalda, mano que fue deslizándose hasta encontrar un lugar donde descansar, justo encima de su cadera izquierda. La familiaridad con la que la tocaba aceleró su corazón. Ningún hombre de Tierra de Lobos se hubiese atrevido a tomarse tantas confianzas.

—No he tenido muchas oportunidades de acompañar a casa a las damas. ¿Lo estoy haciendo bien? —preguntó arrastrando las palabras, como si se estuviese divirtiendo. Después se puso tenso, como si estuviera preparándose para algo—. Ten cuidado por dónde pisas.

—Me conozco esta calle como la palma de mi mano —contestó ella con voz crispada, salvando el obstáculo en la acera sin dificultad.

—No lo dudo, por lo rápido que andas. La Amy que yo conocía no podía ver un palmo más allá de sus narices cuando se hacía de noche.

Amy contuvo una respuesta, pensando solo en las ganas que tenía de llegar a casa y echar el cerrojo. Con esto en mente, aligeró el paso. La mano de Veloz se hizo más firme en su cintura.

—¡Eh! La idea era caminar tranquilamente y volver a conocernos.

—Yo no quiero volver a conocerte.

Como si sus deseos careciesen de ninguna importancia, Veloz obvió su comentario. Le pareció que había pasado una eternidad hasta que llegaron al porche. Amy se apresuró a subir los dos escalones y a abrir la puerta.

—Gracias por acompañarme. Buenas noches.

Ella entró en la oscuridad y trató de empujar la puerta a su espalda, pero Veloz había puesto una mano en la madera para impedirlo.

—¿No vas a pedirme que entre?

—¡Desde luego que no! Soy maestra. Tengo una reputación que mantener. Una dama no deja que un hombre…

Él dio un empujón a la puerta, y la obligó a retroceder dos pasos.

—En realidad voy a invitarme yo mismo.

Y, sin más, entró en la casa. Hasta entonces, solo había deseado cerrar la puerta, pero ahora, Amy agarraba el pomo con dedos temblorosos para que él no la cerrase. Él ganó la batalla haciendo presión con un hombro sobre la puerta. El sonido final al cerrarse fue definitivo, y Veloz colocó en su lugar la tranca del cerrojo.

—¿Dos cerrojos, Amy? Pensé que Tierra de Lobos era un lugar seguro y tranquilo para vivir. ¿Te encierras a ti misma o encierras al resto del mundo ahí fuera?

La oscuridad se cernía sobre ellos. Amy se quedó inmóvil, de pie, con el corazón a mil por hora. Vestido todo de negro, Veloz se camuflaba tan bien en las sombras que ella no podía verlo. Pero podía sentirlo, y con esas horribles y fantasmagóricas espuelas, podía también oírlo cuando se movía. El olor a cuero, mezclilla y tabaco lo impregnaba todo.

—Enciende la lámpara —dijo él con tranquilidad—. Tenemos que hablar.

Dirigiéndose directamente hasta la mesa, tanteó en busca de la lámpara y las cerillas. Prendió la mecha rascando la cerilla en un pliegue del papel de vidrio y haciendo que las chispas se expandiesen. Después giró rápidamente la mecha y ajustó la llama. El hedor del fósforo la hizo llorar y se echó hacia atrás para escapar del humo gaseoso mientras regulaba la llama.

—No deberías utilizar esas cosas dentro de la casa. ¿Quieres lesionarte los pulmones o provocarte una necrosis fosfórica?

—No… no suelo utilizarlo. Mi yesquero se está quedando sin corteza de cedro y no he salido a buscar más. Hace falta mucho más que unas cuantas cerillas para dañar mis pulmones o mis huesos.

—Estás temblando —observó él fríamente—. ¿Tanto miedo te doy?

Ella continuó como si estuviera ajustando la luz, haciendo caso omiso a su pregunta.

—¿Puedes al menos tratar de hablar de ello?

Se llevó la caja de cerillas a la chimenea y se agachó para encender fuego. Cuando él dio un paso entre ella y la lámpara, su sombra se interpuso, grande y amenazadora. El segundo de silencio se alargó interminablemente.

—¡Demonios, te estoy hablando!

Amy se acercó más al fuego para insuflar un poco de aire a las débiles llamas que comenzaban a elevarse y reorganizó la leña para que prendiera con facilidad.

—No blasfemes en mi casa.

Él dejó escapar una risa de incredulidad.

—Si no recuerdo mal, fuiste tú quien me enseñó esa palabra y otras por el estilo. «Demonios» y «maldición» eran tus palabras favoritas, ¿lo recuerdas? Y cuando estabas de verdad enfadada, decías…

—¿Te importa? —Se puso en pie, agitando la caja de cerillas con tanta fuerza que casi se le cayó de las manos—. Esta es mi casa. Me gustaría prepararme para ir a dormir.

—Adelante.

Amy pestañeó. A la luz de las llamas, era la viva imagen de lo que ella imaginaba como el demonio: alto, guapo, vestido de negro. Se le pusieron los nervios de punta. Puso las cerillas en la repisa de la chimenea, se tocó la frente con la parte exterior de la muñeca y cerró los ojos.

—Veloz, por favor.

—Por favor, ¿qué? Habla conmigo, Amy. Dime qué es lo que te tiene tan molesta que ni siquiera eres capaz de mirarme. Sé que recuerdas cómo eran las cosas entre nosotros… —Se calló de repente. Entonces, asombrado, susurró—: Que me aspen si eso no… —Las botas resonaron con sus espuelas en el suelo de madera—. ¿Lo has dibujado tú, Amy?

Demasiado tarde para acordarse del dibujo. Con un revuelo de faldas, trató de pasar por delante de él y retirarlo de la repisa. Antes de que sus dedos pudiesen coger el marco, él lo tenía agarrado.

—No —dijo él.

Vencida, Amy se echó hacia atrás, observándolo mientras él estudiaba el retrato. Viéndolo allí de pie, con un perfil tan similar al del chico que dibujó, se vio inundada de recuerdos. Por un instante, sintió una punzada de deseo por todo el cuerpo. Veloz, su Veloz. Las escenas del pasado volvieron a pasar por su mente. Dos jovencitos retozando y riendo junto al arroyo. Veloz, saliendo a su paso en el bosque, con un ramo de flores en las manos. Veloz, enseñándole a hablar comanche, a disparar un rifle, a utilizar el arco, a montar a caballo, a caminar sin hacer ruido. Tantos recuerdos. En aquel entonces, habían sido tan buenos amigos… ¿Qué les había pasado para que estuvieran ahora en la misma habitación y se sintiesen tan lejos uno del otro? Hubo un momento en el que ella habría puesto la mano en el fuego por él.

¿Y ahora?

Amy miró hacia otro lado. Ahora no confiaba en él ni para acompañarla a casa…, que era precisamente lo que había hecho. Ahora no lo quería en casa cuando ella estuviese sola por la noche…, que era lo que estaba sucediendo.

Oyó el tintineo de las espuelas, y ese único sonido bastó para traerla del pasado y hacerla gemir de terror. Se le encogió el estómago. Por un momento, olores que creía olvidados le embriagaron la nariz: olor a hombre y a lujuria, y a sangre, su sangre. Se balanceó, tratando de apartar las imágenes de su mente, pero ellas no le dieron tregua.

—Amy, mírame.

Su voz se había vuelto ronca. Le cogió la barbilla y le levantó la cara para que lo mirara. Finalmente, ella lo miró solo un momento a los ojos y supo lo que intentaba. Se apartó, retrocediendo de espaldas hasta dar con la pared. Él la siguió. Una vez más, trató de zafarse, pero él la tenía abrazada, bloqueándola para que no escapase.

—Amy, por el amor de Dios, ¿qué crees que voy a hacerte?

No pudo hablar. Él se detuvo más cerca, tan cerca que ella podía sentir cómo su camisa le rozaba el corpiño del vestido. El roce, ya fuera intencionado o no, le excitó los pezones, que se irguieron contra la tela de la camisa, doloridos. Amy evitó el contacto pegando la espalda contra la pared. Él se quitó el sombrero y lo mandó volando hacia la puerta. La cinta nacarada, la odiada cinta nacarada y el sombrero, fueron a parar al suelo. Santos, el jefe de los comancheros que la secuestraron, llevaba nácar en los pantalones. La mayoría de sus hombres también lo llevaba. No podía ver los discos plateados sin que se pusiera a sudar.

—Amy. —Veloz le rozó con los labios uno de sus rizos—. ¿Recuerdas aquel día en que bajamos al río, cuando me enseñaste lo que era un beso?

Esta vez la cogió con firmeza, obligándola a echar la cabeza hacia atrás. Sus ojos oscuros atraparon los de ella.

—Cerraste los ojos, arrugaste la nariz y frunciste los labios como un cactus chato. —Acercó la cara—. Tuvieron que pasar años para que me diera cuenta de que esa no era la forma de hacerlo.

Su pecho se acercó al de ella, inmovilizándola contra la pared. Ella trató de echar la cabeza hacia atrás, intentó alejarse de su boca.

—Veloz, no… por favor, no.

Él se inclinó aún más hasta que su aliento no pudo distinguirse del de ella, un halo cálido y dulce a café con miel.

—¿Te acuerdas, Amy?

—Sí —admitió con un sollozo ahogado—. Lo recuerdo. Fue un beso estúpido de niña. No tiene nada que ver con esto. —Consiguió interponer las manos entre su cuerpo y el de él hasta contenerle el pecho con las dos manos. Utilizando todas sus fuerzas, lo empujó.

A punto de perder el equilibrio, Veloz se tambaleó hacia atrás, y ella aprovechó para zafarse de él colándose por debajo del brazo. Dio varios pasos en retirada y se dio la vuelta, abrazándose a sí misma para que él no pudiera ver que estaba temblando. En un intento por sonar tranquila, dijo:

—Lo nuestro se ha terminado, Veloz. Aquello que compartimos fue algo entre niños. Ahora somos adultos. Han pasado demasiadas cosas. Siento que hayas esperado algo distinto. Pero así están las cosas.

Él cruzó la habitación y se apoyó contra la mesa, cruzándose de brazos con naturalidad. Esta pose relajada no la consoló. Cada vez que él flexionaba los músculos, ella daba un salto, aterrada por lo que pudiera intentar hacer. Conociendo las costumbres comanches, Amy sabía bien que él podía llevarla a la habitación y forzarla. Nadie que creyese lo que había hecho se sorprendería de que usase la fuerza de su brazo. Que Dios la ayudase, le había otorgado derechos inalienables sobre su cuerpo y su vida, y ese brillo posesivo en los ojos le decía que podría muy bien estar pensando en ejercerlos.

Sin dejar de estudiarla intensamente, Veloz preguntó:

—¿Todo esto es porque he cabalgado con los comancheros? Si es así, puedo explicarlo.

—¿Explicarlo? —Ella lo miró de arriba abajo, con desprecio—. ¿Crees que no sé todas las cosas diabólicas que has hecho?

—Eso se ha acabado.

Ella se puso una mano en la cintura. Desde su llegada, tenía el estómago como una carreta de mulas: se le bajaba a los pies un minuto para subírsele a la garganta al minuto siguiente.

—¿Acabado? ¿Y ya está, crees que puedes borrarlo así? —Lo miró fijamente, esperando a que dijera algo—. ¿A cuánta gente mataron tus amigos los comancheros, Veloz? ¿Violaron… a mujeres? ¿Lo hicieron? ¡Responde!

Veloz tragó saliva, determinado a no dejar que su mirada flaquease.

—No puedo responder por lo que ellos hicieron, Amy.

—Entonces responde por ti mismo. ¿Robaste y mataste y violaste? ¿Lo hiciste? —Su voz era como un chillido angustiado.

—Soy culpable de algunas cosas, pero no de todas. —Tenía un brillo en los ojos—. No creerás que he violado a mujeres, ¿verdad? En tu interior…

—Me violarías a mí —le rebatió—. Niega eso, y pondré un cazo para hacer café. Tendremos una bonita charla los dos, recordando los viejos tiempos como querías. Júrame que no me tocarás nunca.

Veloz la miró en silencio, asustado de ella más de lo que lo había estado nunca. Parecía como si cualquier movimiento inesperado por su parte fuera a hacer que se echara a volar lejos de él. De repente comprendió lo que Cazador había intentado hacerle entender con la historia del mapache. Amy estaba atrapada aquí, en Tierra de Lobos, aterrada por todo y de todos los que supusiesen una amenaza para su mundo.

—No puedes jurármelo, ¿verdad, Veloz? —le temblaba la voz al hablar—. Si no hago honor a la promesa que te hice, tienes la intención de obligarme a que la cumpla, ¿verdad? —Lo miró fijamente, con las pupilas tan dilatadas que sus grandes ojos casi se habían vuelto negros—. Respóndeme. Has traicionado todo lo demás que había entre nosotros. Por favor, no añadas la mentira a la lista.

Veloz se sentía como si estuviese al borde de un precipicio con alguien azuzándole para que saltara. No quería mentirle. Pero podía ver que la verdad iba a atemorizarla, abriendo aún más la brecha que había entre ellos.

—Nunca te haré daño, Amy. Tienes mi palabra.

La piel que cubría los huesos de sus mejillas se puso tensa, el delicado músculo interior se contrajo y su cara se convirtió en una caricatura de su belleza, esquelética y dura.

—¿Violación sin dolor? ¿Dónde has aprendido ese truco?

A Veloz se le revolvió el estómago.

—Amy, por el amor de Dios. ¿Por qué estás atacándome de esta manera? Empezaste a hacerlo en el mismo instante en el que puse los pies aquí, y aún no has dejado de hacerlo.

Amy no tenía respuesta. Lo último que debía hacer era enfadarlo y, sin embargo, no podía dejar las cosas así. Tenía que saber cuáles eran sus intenciones. No podía soportar la idea de pasarse una noche entera preguntándoselo.

—¿Quieres una pelea? —preguntó él suavemente—. ¿Quieres que te amenace? ¿Es eso? ¿Para así tener una razón para odiarme?

—Ya tengo razones más que suficientes para odiarte. Te estoy pidiendo honestidad, si eres capaz de ello. Quiero saber cuáles son tus intenciones. Creo que tengo todo el derecho a saberlo. Es mi vida la que está en juego. ¿Tan cobarde eres que no puedes contestarme?

—Está bien, maldita sea, sí —dijo, alejándose de la mesa. Ese movimiento repentino la hizo temblar—. ¿Quieres que te lo diga con todas las letras, Amy? ¡Eres mía! Lo has sido durante quince años. Nadie te obligó a prometerte a mí. Sabías exactamente lo que estabas haciendo. Y querías hacerlo tanto como yo. Si tratas de traicionar nuestro compromiso, te obligaré a cumplirlo. Así son las cosas y así van a seguir siendo.

Ella se abrazó, como si esperase que él fuera a pegarla. Veloz se quedó helado, el cuerpo entumecido, la piel fría.

—¿Te sientes mejor ahora? —le preguntó con brusquedad—. Ahora ya sabes a lo que atenerte. Estoy aquí, voy a quedarme y será mejor que vayas aprendiendo a vivir con ello.

Ella parecía a punto de caerse. Veloz quería sujetarla pero no se atrevió.

—Amy —le habló con emoción y con arrepentimiento, porque lo último que quería era asustarla a propósito—. ¿Sabes cuál es el lugar más seguro en el que puedes estar ahora mismo? Ven aquí y te lo mostraré. Da solo tres pasos, y te juro por tu Dios y por los míos que nada ni nadie te hará daño mientras me quede una gota de sangre en las venas.

Ella miró su mano extendida, incrédula y horrorizada.

—Confiaste en mí una vez. Puedes volver a hacerlo. Ven aquí y déjame demostrártelo. Por favor…

—Confié en Antílope Veloz. Antílope Veloz ha muerto.

Veloz se sintió como si lo hubieran abofeteado. Bajó lentamente el brazo y cerró la mano en un puño.

—Si estuviera muerto, cariño, no tendrías que preocuparte por nuestro compromiso de matrimonio. Estás haciendo que esto sea más difícil de lo que debería ser, y tú serás la única que lo sufrirá.

—Quizá, pero caeré luchando. —Incluso mientras lo decía seguía retirándose, con la voz débil y temblorosa—. Que no te quepa la menor duda de que lucharé. Hasta mi último aliento. Prefiero morir a dejar que un hombre como tú me vuelva a poner las manos encima.

Valientes palabras, pero les faltaba fuerza que las sustentasen. Veloz la observó y lamentó lo que vio. ¿Qué le había pasado a la Amy que él conocía, la valerosa muchacha que se había enfrentado una vez a sesenta guerreros comanches con un rifle que era más grande que ella? Incluso aunque significase que iba a perderla, habría preferido ver ese fuego en sus ojos otra vez, aunque solo fuera por un instante. Tal y como se mostraba ahora, era únicamente un caparazón, un hermoso e intocable caparazón de la mujer que había sido una vez.

—¿Un hombre como yo? No sabes nada de mí.

—¡Sé que ya no eres el muchacho que yo amaba! Es lo único que necesito saber.

—No puedes deshacerte de mí tan fácilmente. —Caminó hacia la puerta y cogió el sombrero. Después de sacudirlo en sus pantalones, se volvió para mirarla—. Una promesa de matrimonio es para siempre, Amy. Sé que quince años son muchos años, pero no se acerca siquiera a la eternidad. Te prometiste a mí ante el fuego central. Nada ni nadie puede cambiar eso. Te daré algo de tiempo para que te acostumbres a la idea, pero no demasiado. Tal y como yo lo veo, ya hemos perdido demasiado tiempo.

Abrió la puerta.

—¡Veloz, espera!

Él se detuvo y miró hacia atrás.

—No… no puedes de verdad esperar que cumpla una promesa que hice cuando tenía doce años.

—Sí, Amy. Claro que puedo.

Podía ver cómo temblaba, incluso desde el otro lado de la habitación.

—¿Incluso aunque sepas que preferiría morirme?

Veloz la recorrió con la mirada.

—No me preocupa demasiado que mueras por mí. Tal vez lo deseas, pero desearlo y hacerlo son dos cosas diferentes. Puedes intentarlo. Veremos si tienes más éxito del que yo tuve. Pero te aconsejo que pases más tiempo tratando de acostumbrarte a la idea del matrimonio…, solo por si la idea de la muerte no funcionara. Sería un tanto embarazoso que te desilusionases en el último minuto y comprobases que, a pesar de todos tus deseos, sientes algo por un hombre como yo.

Esperó, con la esperanza de que ella le devolviese el golpe, pero en vez de eso, solo se puso pálida. Con el corazón encogido, se alejó y cerró suavemente la puerta al salir.

No tuvo un sueño reparador. Amy se despertó justo después del amanecer con el sonido de un hacha. Deslizándose fuera de la cama, se acercó a la ventana, preguntándose quién podría estar en su jardín cortando leña. Con la cara pegada al cristal, escudriñó la penumbra grisácea.

—¡Veloz!

Se aferró con los dedos al marco de la ventana al ver quién era. Su pelo corto y negro tenía un aspecto lacio y húmedo por el sudor, pero aquellos que no lo supieran podrían pensar que los tenía despeinados después de haber dormido y húmedos por haberse lavado la cara. Desnudo hasta la cintura, ofrecía la imagen de su torso bruñido por el sol. Con cada movimiento, se le amontonaban los músculos en la espalda. Si no fuera por la pistolera que rodeaba su cintura, hubiese parecido simplemente un hombre recién salido de la cama cortando leña para el fuego del desayuno. Un fuego que la gente creería que se iba a encender en la cocina de la casa de Amy.

—¿Qué crees que estás haciendo? —lo llamó, mirando con ansiedad hacia el pueblo para ver si alguien lo había visto.

Él no pareció escucharla. Enfadada, Amy cogió su chal y se cubrió con él los brazos mientras salía del dormitorio. Abrió la puerta de par en par y repitió la pregunta con un grito. Él dejó de mover el hacha y se dio la vuelta para hacer recaer toda la fuerza de su mirada en ella, empezando por los dedos de los pies y subiendo hasta su cara, deteniéndose por el camino en varios puntos estratégicos.

—Estoy cortando la leña para mi mujer —explicó con una sonrisa perezosa—. Así es como vosotros los blancos hacéis estas cosas, ¿no?

—¡Yo no soy tu mujer! Y no me gusta nada que te pasees por mi jardín semidesnudo. Soy maestra de escuela, Veloz. ¿Quieres que pierda mi trabajo?

Puso un trozo de madera en el tocón, dio un paso hacia atrás y lo partió en dos de un solo hachazo.

Furiosa, Amy cruzó el porche corriendo.

—Fuera de aquí. La gente puede verte y pensar que has pasado aquí la noche.

—¿Vaya, por qué no habré pensado en eso?

Ella lo observó mientras cortaba otro tronco, un poco más enfadada con cada hachazo que daba. Al ver que seguía sin hacerle caso, corrió hacia él con los pies descalzos, sin saber muy bien qué hacer una vez hubo llegado a donde él estaba, pero convencida de que tenía que hacer algo.

—Te he dicho que te vayas de mi casa.

—Nuestra casa.

—¿Qué?

—Nuestra casa. Lo que es tuyo es mío, y lo que es mío es tuyo. Ya sabes cómo funciona.

—Lo único que tú tienes es un caballo.

—Pero es un caballo condenadamente bueno. —Sus ojos se encontraron y los de Veloz parpadearon con malicia—. Dios mío, Amy, estás tentadora con ese camisón. Desde la distancia, puede parecer que algo está pasando entre nosotros ahora mismo.

Amy sintió el rubor subiéndole por el cuello.

—¡Sal de aquí!

Él la miró, como si la midiese.

—¿Me estás echando?

Quería quitarle el hacha de las manos, pero no se atrevía.

—La escuela es mi vida. ¿Puedes entender eso?

—Sí, y es una maldita pérdida de tiempo.

—No es una pérdida de tiempo. Me gusta. ¡Me encanta!

—Muy bien. Enseña entonces si eso te hace feliz. ¿Ellos no tienen nada en contra de una maestra casada, no?

Amy lo miró fijamente. Las piernas le temblaban de rabia. Se agarró las manos. Veloz notó el gesto y sonrió, retándola con sus ojos a que le pegara. Amy se acercó a él para darle el gusto. Solo el pensamiento de lo que él podría hacer en revancha la detuvo.

—Los hombres que forman parte del comité me despedirán en el acto si piensan que estoy teniendo un comportamiento… inadecuado. A diferencia de ti, no puedo robar para ganarme la vida.

Él levantó una ceja, sonriendo cada vez más.

—¿Te estás escuchando? ¿Eres la misma chica que me ayudó a tirar de todas las cuerdas de la tienda de Hombre Viejo una noche y después se escondió conmigo en el bosque para ver a todas sus mujeres unirse a él bajo sus mantas de búfalo? ¿Inadecuado, Amy?

Amy lo miró, incapaz de hablar. Hacía años que no había pensado en esa noche. Ella y Veloz habían rodado por la hierba, muertos de la risa, tratando de no hacer ningún ruido mientras Hombre Viejo trataba de calmar a sus mujeres. El recuerdo fue tan repentino y tan claro que por un momento casi olvidó por qué estaba allí de pie. Mirándole a los ojos, se sintió por un segundo como si flotase, como si no hubiese presente, solo pasado. Como si fuese otra vez una niña y él un joven despreocupado.

—¿Crees que alguna vez supo que fuimos nosotros los que tiramos de las cuerdas? —preguntó Veloz.

Amy pestañeó. Hombre Viejo murió en una masacre poco después de aquella noche, asesinado por los bandidos de la frontera. La realidad, con toda su dureza, volvió a cubrirla. Con ella, la consciencia del presente. Ya no era ninguna niña, y Veloz ya no la miraba como si lo fuera. Los dos sabían lo que las mujeres de Hombre Viejo habían esperado de él cuando corrieron con tanta impaciencia hasta su tienda.

No podía dejar de mirarlo. Saber que él, de entre todos los hombres, la había visto comportarse con esa completa falta de decencia le hacía sentirse muy vulnerable. Y aquí estaba ahora, de pie frente a él, llevando solo un camisón y un chal, prácticamente a plena luz del día.

—Yo… —Trató de buscar desesperada algo que decir—. Voy a llegar tarde.

Con esto, se dio la vuelta y corrió asustada hacia la casa. El sonido rítmico del hacha siguió durante todo el tiempo que a ella le llevó vestirse. Cogió un trozo de pan y una manzana para el almuerzo y después dejó la casa, dando un portazo tan fuerte que las ventanas temblaron. Veloz clavó el hacha en el tocón de cortar y apoyó un brazo en el mango. La siguió con la mirada mientras pasaba frente a él llena de furia. Solo había una palabra capaz de describir lo que leyó en la mirada de Veloz: depredador. Y, que Dios la ayudase, ella era su presa.