Capítulo 13
De camino al pueblo, Veloz solo podía pensar en una cosa. Amy le había mentido acerca del beso y lo había hecho abiertamente al decirle que lo había odiado. Él trataba de entenderlo, trataba de ponerse en su lugar y comprender la razón. Ella no era de las que mentían, no en las cosas importantes. Tal vez sí en las cosas pequeñas, en medio de una discusión o cuando se sentía amenazada. Pero nunca en algo como esto.
No sabía cómo enfrentarse a ella. Parecía tan asustada. Y no sabía por qué. Hasta ahora había pensado que lo que le aterraba era el sexo. Ahora comprendía que aunque sus temores se hubiesen centrado en eso, podía haber otras muchas razones, razones que hasta ahora no había considerado y que existía la posibilidad de que nunca llegase a comprender.
De camino a casa, Amy se volvió a él.
—Supongo que vas a ser el típico y arrogante hombre, e insistir en que me gustó lo que acaba de pasar.
A punto de caer, Veloz bajó la mirada, sin saber muy bien qué decir.
—Nunca me habías mentido en las cosas importantes, Amy. Si tuviese que elegir una sola cosa en este mundo en la que puedo confiar, sería en tu palabra.
Ella se puso tensa y apartó la cara como si él la hubiese golpeado. Veloz supo por su reacción que había dado en el clavo. Cerrando los ojos, respiró con fuerza por la nariz, dejando que el aire ventilase sus pequeños orificios nasales. Él la miró y vio que tenía los puños cerrados. Después de un momento empezó a llorar:
—Te crees muy listo. Vas a apelar a mi honor y hacerme admitir que me gustó, ¿verdad? En vano. Nunca lo admitiré, nunca.
—Amy, no estoy intentando…
—No me mientas. —Ella puso sus angustiados ojos en él—. Crees que me has ganado con un pequeño beso. Hemos vuelto al compromiso. Insistirás en que me case contigo. Sé que lo harás…, no creas que no lo sé.
Veloz apretó los dientes.
—¿Ves? No puedes negarlo, ¿verdad? Todos los hombres sois iguales. Queréis el control y de una manera o de otra, lo conseguís. Sabías lo que pasaría. Y me engañaste diciéndome que me liberarías de tu promesa, sabiendo que yo caería en la trampa. Sabías que ibas a ganar incluso antes de retarme.
Veloz no quiso dejar patente que ella acababa de admitir que le había gustado el beso.
—Amy, esto no tiene ningún sentido. ¿Por qué iba a engañarte yo?
—¿Por qué? —Le clavó la punta del dedo índice en el pecho—. Entiende algo. Esta mujer nunca besará tus botas. ¡Nunca!
Veloz tragó saliva.
—¿Mis botas? Amy, cuándo te he pedido yo…
—Ya me he humillado lo suficiente. Nunca nadie volverá a tener ese poder sobre mí de nuevo. ¡Nadie!
Con estas palabras, dio media vuelta y cruzó el jardín corriendo. No vio una raíz de árbol que sobresalía de la tierra y tropezó. Tambaleándose, llegó a la puerta y luchó con ella como si pensase que él la perseguía. Veloz la observó, con miedo a presionarla ahora que estaba tan enfadada.
—Buenas noches, señor López, ¡adiós y hasta nunca! —le dijo por encima del hombro.
Entró en la casa y cerró de un portazo. Un segundo después, Veloz oyó un ruido de cristales al romperse y un «¡Maldita sea!» que le encogió el corazón. Se acercó hacia la puerta y pegó la oreja a la madera para oír mejor.
—Amy, ¿estás bien?
—Estaré bien ecuando te vayas de mi casa.
Oyó un golpe y un «¡Ay!» que lo hizo temblar. Un momento después, se hizo la luz. Veloz se apoyó en el árbol que había en el jardín, sin saber si debía intentar solucionarlo ahora o dejarlo para otro momento. Ella solía sincerarse más cuando estaba enfadada. Pero un enfrentamiento en este momento sería inevitablemente desagradable.
Mientras sopesaba las opciones, Amy se acercó a la ventana del salón y apoyó las manos en el cristal, escudriñando la oscuridad. Miró a través de él directamente y después suspiró aliviada, prueba de que no lo había visto y de que ella pensaba que se había ido. Veloz sonrió con ternura.
La luz de la lámpara pasó del salón al dormitorio. Las cortinas de encaje dejaban ver todo lo que había en el interior. Veloz supuso que un hombre blanco no se habría quedado allí a espiarla. Al menos no un caballero. Él había estado en su dormitorio por las noches, y sus cortinas parecían mucho más discretas desde dentro.
Amy hizo una contorsión para desabrocharse el vestido de seda azul. A Veloz le excitó la manera en que se sacaba las mangas por los esbeltos brazos, de la misma forma en que él se había imaginado muchas veces haciéndolo. Se dobló para deshacer los nudos de la parte trasera del corsé y puso la prenda a un lado. Mientras caminaba hacia la cómoda, dio una patada para deshacerse de los pololos sobre la marcha. Poniendo un camisón encima de la cómoda, se quitó la combinación por arriba. Veloz se preparó al ver que la prenda salía volando lejos de ella. Tenía la boca como si se hubiese comido un puñado de tierra.
Era tan hermosa, tan condenadamente hermosa.
Su cuerpo parecía ondularse bajo la capa de encaje, un resplandor blanco delicioso, y su estrecha espalda terminaba en una diminuta cintura para culminar en el trasero más bonito que hubiese visto en su vida. Su mujer. Los blancos tal vez lo condenasen por estar allí espiándola, pero desde su punto de vista, lo que él hacía era una gran concesión. Si mirar era pecado, entonces se iría al infierno sonriendo.
Y entonces las vio. Cicatrices. Difuminadas, pero aún allí: una red de líneas blancas que le cruzaban la espalda y el trasero. Se sentía como si un caballo le hubiese dado una coz en las entrañas. Creyó que las piernas no le sostenían. Si no hubiese sido por el árbol, se habría caído. Alguien le había dado latigazos. No había sido Santos. Una vez, años atrás, Veloz había visto la espalda de Amy mientras se bañaba y no había visto ninguna marca después del tiempo pasado con los comancheros. Quería vomitar.
«La niña creció y supo lo que significaba tener una vida difícil. Ya sabes cómo son los sueños. Algunas veces no tienen ningún sentido.» Recordó la voz de Amy, aparentemente contenta de esconder su dolor. Y después sus propias palabras también le vinieron a la mente, rompiéndole casi el corazón por haberlas dicho. «Ya no te quedan agallas para defenderte si alguien te ataca. ¿Qué te ha pasado, Amy? ¿Te lo has preguntado alguna vez?» Ella lo había mirado con sus luminosos ojos, sin rencor, sin un signo de reproche. «Siento haberte desilusionado. Sobreviví y me mantuve cuerda, Veloz. ¿No es eso suficiente?»
Las lágrimas rodaron por sus mejillas, lágrimas de impotencia, de rabia. «Ya me he humillado lo suficiente. Nadie volverá a tener nunca ese tipo de poder sobre mí. ¡Nadie!» Veloz se agarró el estómago con el brazo y cayó con la espalda apoyada al árbol hasta el suelo. «¿Por qué no me esperaste en Texas, Amy, como convinimos?»
Allí, solo en la oscuridad, lloró… de vergüenza al saber que ella lo había esperado allí en esa granja polvorienta, creyendo que volvería, como le había prometido…, y de arrepentimiento, porque había sido tan ciego que no había podido ver que la gloriosa y valiente niña que él había conocido seguía siendo igual de gloriosa y valiente, aunque de una manera diferente. «¿Quieres pegarme? Vamos, Amy. Esta es tu oportunidad. ¿Acaso eres una cobarde? Te dejo que me golpees una vez.» Y, que Dios la bendiga, ella había aceptado el reto y lo había hecho, incluso aunque debía de haber estado aterrada.
Cada recuerdo le partía en dos. Había sido tan cruel con ella sin quererlo… «Podría limitarme a subirte por la fuerza a mi caballo.» Se tapó los ojos con la mano. «No, así es la vida, cariño. ¡No tienes alternativa! ¡Eres mía! Estoy aquí, voy a quedarme, y será mejor que empieces a acostumbrarte a la idea de que tendrás que vértelas conmigo.»
El tiempo dejó de tener sentido para él. La lámpara se apagó, dejando a oscuras la habitación. El viento cambió, soplando en su pelo, cortándole a través de la camisa. Y él siguió sentado allí, mirando, castigándose con cada palabra sin sentido que le había proferido desde su llegada a Tierra de Lobos.
Amy lo vio por la mañana, nada más salir de la cama. Allí, sentado bajo el pino, sin abrigo, con la camisa azul sucia, y a su lado la cesta de la cena y el chal. Se acercó al cristal de la ventana y miró a través de los encajes. Parecía deshecho, como si alguien hubiese muerto.
Tuvo miedo. Salió corriendo hacia la puerta. El aire frío de la mañana le traspasaba el camisón.
—¿Veloz? Ay, Dios, ¿qué ha pasado?
Lo primero que pensó fue en la familia de Loretta, que alguno de ellos había resultado herido y que lo habían mandado a él para decírselo. Su cara no era para menos. Bajó corriendo los escalones del porche y salió al jardín.
—¿Veloz? ¿Qué… qué ha ocurrido?
—Nada, Amy. Solo he estado aquí sentado, pensando.
—¿Pensando? —repitió ella—. ¿Has estado aquí toda la noche?
—Sí. Tengo que hablar contigo.
—Ah. —Se puso tensa, de repente incómoda—. ¿No tienes frío?
—No me vendría mal una taza de café.
—Estoy segura de que Loretta tiene ya una tetera caliente.
—Quiero una taza de tu café. ¿Puedo entrar?
—Pues… —Amy miró a su alrededor, incómoda—. ¿De qué quieres hablar?
—De nosotros. De muchas cosas.
—Deja que me vista.
Él miró el camisón.
—Estás bien así.
—Tonterías.
Recogiendo sus cosas, se levantó del árbol, entumecido y torpe.
—No es ninguna tontería. Vamos a por algo de café a la cocina.
Luego, caminó con pasos inestables hacia la casa. Mirándose, lo siguió intranquila. Podía oírlo ya trajinando por la cocina.
—Estaré contigo en un momento.
Él sacó la cabeza por el marco de la puerta.
—Amy, estás cubierta de pies a cabeza. Ven aquí junto al hogar, cariño. Estás temblando. El carbón está caliente, y ya he puesto algo de leña. En un par de minutos tendremos fuego.
Ella permaneció inmóvil, no muy segura de querer acercarse a él. Después de la noche anterior, ¿qué estaba planeando ahora?
—Amy…
Ella avanzó poco a poco, decidiendo cada paso que daba hacia la puerta. Él alzó la vista de la cafetera cuando ella apareció en la entrada. Conduciéndola hacia una silla, dijo:
—Siéntate. Es hora de que hablemos como es debido.
A ella no le gustó cómo había sonado eso.
—¿Podré alguna vez tener paz y tranquilidad en mi casa de nuevo?
—Tal vez antes de lo que piensas.
Amy se sentó en la silla, cubriéndose las rodillas con el camisón y enredando nerviosamente la tela que cubría el busto, temerosa de que él pudiese ver algo a través del tejido.
—Relájate. Vi mucho más anoche y no vine a abrir la puerta de una patada. Creo que ahora puedo controlarme como un hombre civilizado.
Giró una silla y se sentó a horcajadas en ella, suspirando. Amy volvió a pensar en sus palabras, tomando consciencia de ellas.
Como si supiera lo que estaba preguntándose, Veloz dijo:
—Me quedé bajo el árbol anoche y vi cómo te desvestías.
Ella le preguntó indignada.
—¿Que hiciste qué…?
—Yo… —Hizo una pausa—. Ya me has oído.
—¡Cómo te atreves!
—Soy una sabandija sin sentimientos.
—Desde luego que lo eres.
Se abrazó al respaldo de la silla y puso la frente sobre sus muñecas.
—Lo siento. Sé que no vale de mucho, pero lo siento. Por una parte, lo siento de veras. Pero, por otra, me alegro de haberlo hecho.
—¿Tengo que aceptar tus disculpas cuando ni siquiera te estás arrepintiendo de verdad?
—No importa. —Levantó la cabeza, poniéndose una mano en la cara—. Diablos, ya nada importa.
Amy nunca lo había visto así.
—¿Veloz?
—Me voy —dijo suavemente.
—¿Te vas?
—Sí.
—¿Cu… cuándo?
—Hoy —suspiró otra vez—. Finalmente has ganado, Amy. No voy a hacerte cumplir la promesa. Eres libre.
Amy no daba crédito a lo que estaba escuchando.
—¿Por lo que pasó anoche?
Él levantó la mano y se la llevó al flequillo.
—Sí, pero no por la razón que tú imaginas. —Sonrió con ternura—. No perdí la apuesta, y lo sabes. No odiaste lo que pasó, odiaste la posición en la que te dejó. La promesa de matrimonio se la ha llevado el viento…, ha terminado. Ahora puedes ser honesta.
Ella sintió que le ardían las mejillas.
—¿Es esto un truco?
Él rio suavemente.
—No necesito trucos. Si quisiese ser un sinvergüenza, lo sería sin más. Te llevaría a la habitación, te quitaría la ropa y reclamaría lo que es mío. —Él arqueó una ceja, como si esperase su reacción—. Y no tomes esto como una amenaza. Solo estoy diciendo la verdad. ¿Por qué tendría que tomarse esa molestia?
Amy no lo sabía.
—Entonces, ¿por… por qué te vas?
—Porque estoy haciéndote la vida imposible y ahora sé por qué, y no te culpo ni siquiera un poco. —La miró fijamente a los ojos, con lágrimas en los suyos. Se aclaró la garganta—. Vi las cicatrices, Amy.
Amy se quedó helada en la silla. Se le agudizaron los sentidos. Pudo oír el crepitar del fuego, el goteo del agua hirviendo, el viento susurrando en el exterior. No podía hablar, no podía apartar la vista de la de él.
—No te estoy pidiendo que hables de ello —dijo en voz baja—. Ni lo hago ahora, ni lo haré nunca. No creo que se lo hayas contado a nadie, ¿verdad? —Al encontrar su silenciosa mirada, continuó—: ¿Cómo has conseguido que Loretta no te vea la espalda?
Amy tenía la boca seca.
—Me baño en mi habitación.
Él asintió.
—Así que ese ha sido tu secreto. Es un peso muy grande para soportarlo tu sola, ¿no crees? Sobre todo teniendo en cuenta que solo tienes diecinueve años y estás aterrorizada.
—Nunca he tenido miedo de Cazador. Y no había mucho con lo que cargar. Pero sí mucho que explicar. Así que no lo hice.
Veloz pensó en esto.
—Porque estabas avergonzada.
—No es nada de lo que alguien pueda sentirse orgulloso.
Sus ojos se clavaron en los de ella. Tenía la horrible sensación de que podía ver demasiado en ella, leerla demasiado bien, y sentía que no podía ocultarle ningún secreto. Sabía que Henry le había hecho mucho más que golpearla.
—Anoche, cuando dijiste que nunca besarías mis botas, creía que era solo una metáfora, pero no lo era, ¿verdad? Ese bastardo te hizo hacerlo, ¿no es así?
A Amy se le hizo un nudo en la garganta. Le vinieron a la mente un centenar de mentiras, pero supo antes de pronunciarlas que mentir a Veloz era tan imposible como mentirse a sí misma. Así que no dijo nada.
Veloz se agarró a la silla con más fuerza, observándola mientras ella levantaba la cabeza con los ojos llenos de orgullo quebrado.
—Amy, algunas veces la vida se hace más grande de lo que somos, y hacemos cosas que nunca hubiésemos soñado que podríamos hacer para sobrevivir. No hay que avergonzarse de ello. Si crees que eres la única persona que ha tenido alguna vez que ponerse de rodillas, te equivocas.
Amy se sentía desnuda y tan avergonzada que quería morirse. «Eras gloriosa.» Nunca volvería a pensar que era gloriosa. Más lágrimas rodaron por sus mejillas, calientes y gruesas.
—No quiero que Loretta y Cazador lo sepan —dijo temblando.
—No se lo diré. Tienes mi palabra.
Él murmuró algo para sí, mirando al cielo por un momento; después fijó esos ojos que parecían verlo todo en ella de nuevo.
—Una pregunta. Loretta dijo que le escribías cartas, diciendo que todo iba bien. ¿Por qué, por el amor de Dios? ¿Dudaste por un segundo de que Cazador fuera a rescatarte? Él hubiese ido al fin del mundo para salvarte.
Amy tragó saliva, y después encontró la voz.
—Esto… Henry permanecía detrás de mí y me decía lo que tenía que escribir. Hasta la muerte de la última mula, llevaba él las cartas a los vecinos y hacía que ellos las enviaran. No podía escribir sola sin que él lo supiese. —Se obligó a mirarlo a los ojos, después lo observó, sin palabras durante un instante—. ¿Cu… cuándo dijiste que ibas a irte?
—Hoy. Estás deseando verme desaparecer, ¿verdad?
Amy vio el dolor en su expresión. Se puso las manos en el regazo y contuvo una negación.
—Hubiese deseado que te sinceraras conmigo —dijo él con un suspiro—. Cuando pienso en todo lo que he dicho y hecho, yo… —Se calló y retiró la cafetera del fuego para que no hirviera más—. Te habría entendido mucho mejor.
Ella inclinó la cabeza, con la mirada perdida en las maderas del suelo. Una mancha roja junto al fogón había decolorado la superficie.
—No necesito que me entiendan. Solo necesito que me dejen tranquila.
—Ahora me doy cuenta. —Emitió otro suspiro—. Sobre anoche…
—Mentí. —Levantó la mirada y sus ojos se encontraron. El silencio se apoderó de ellos—. Mentí porque tenía miedo.
—Lo sé.
—No, no puedes saberlo. —Cerró los ojos, incapaz de soportar su mirada—. Eres un hombre. Las cosas son diferentes para ti.
—Creo que puedo entenderte. —Veloz deseaba secarle las lágrimas, rodearla con sus brazos, abrazarla mientras lloraba. Pero ella luchaba por contener las lágrimas, trataba de alejar sus recuerdos, por razones que a él se le escapaban, incapaz de compartirlos con él. Y, hasta que no lo hiciera, no se atrevería a tocarla—. Tenías miedo de admitir que te gustó el beso porque pensabas que te pediría más, que te pediría que nos casáramos. Y entonces tu vida nunca volvería a pertenecerte.
Ella hizo un sonido extraño, mitad sollozo, mitad risa.
—¿Qué vida? —Levantó las pestañas y se restregó para limpiarse las mejillas con dedos temblorosos—. ¿Te das cuenta de que esta casa y todo lo demás pasarían a ser de tu propiedad si me caso contigo? ¡Incluso mi ropa! Si decidieses venderlo todo y repartir el dinero, no podría decir absolutamente nada.
—Desde luego que podrías.
—No según la ley.
—¿Es eso lo que te preocupa? ¿Tus propiedades?
Unos puntos de rojo carmesí coloreaban sus pálidas mejillas.
—No, es el ser propiedad de alguien. ¡De ti! ¡De cualquier otro!
Las palabras salieron disparadas de sus labios, crudas y feas, creando un abismo entre ellos. Por su expresión, Veloz supo que no había querido decirlas, que deseaba poder hacerlas desaparecer.
—¿Propiedad, Amy?
—¡Sí, propiedad! ¿Tienes idea de cómo se siente uno siendo propiedad de alguien?
Veloz sabía que por fin había conseguido que ella le dijese la verdad, pero ahora él se sentía más confuso que nunca. Desde luego él la sentiría de su propiedad si se casaban, del mismo modo que él sería propiedad de ella.
—No estoy seguro de entender lo que quieres decir.
—Es sencillo. Si me caso contigo, te perteneceré. Si tengo hijos, te pertenecerán. ¿Sabes lo que dijeron los vecinos cuando escapé de Henry y les pedí asilo?
Veloz la miró fijamente.
—No. Dímelo.
—Dijeron que él era mi padre. Y que tenía que volver a casa. Que debía intentar no irritarlo. ¡Como si yo fuera la culpable! —Una mirada de ave enjaulada apareció en sus ojos—. No estaba en condiciones de caminar para escapar de allí aquella noche, te lo aseguro. Fue lo único que pude hacer para llegar hasta ellos. El hombre ensilló su caballo y me llevó a casa, como si eso fuera lo más noble que podía hacer.
Veloz no quería oír el resto.
—¿Qué ocurrió?
—¿Qué crees? Henry estaba furioso. Y borracho, como de costumbre. ¿Crees que me dio una palmadita en la cabeza y me dijo que había sido una chica mala por ir a casa de los vecinos?
—Amy, Henry era el peor bastardo del mundo. Un hombre entre un millón.
—¡No! —Sacudió la cabeza y se levantó de la silla. Caminando, pasó las manos por los objetos, el molinillo del café, la batidora de mantequilla, un plato decorativo que había colgado en la pared, sin poder enfocar ninguno de los objetos que iba tocando—. Incluso aquí en Tierra de Lobos ocurre. El hombre tiene todo el poder. Los hombres hacen las leyes y hay muy pocos que protegen a las esposas y a los hijos. Dios prohíbe que puedan perder el control sobre sus familias.
—Eso es una exageración.
—Piensa lo que quieras.
—Después de todo lo que has pasado, imagino que debe de darte mucho miedo volver a ponerte en esa posición de vulnerabilidad de nuevo.
—¿Miedo? No, Veloz. Miedo es cuando algo salta sobre ti y tu corazón da un vuelco. —Se pasó la mano por el pelo—. ¿Viste los moratones de Peter cuando fuiste al colegio?
Veloz trató de recordar.
—Sí…, sí…, uno en la mejilla.
—Su padre, Abe Crenton, se calienta bien en su taberna y cuando llega a casa pone el punto final.
—¿Se lo has dicho al comisario?
—Le dije a Alice Crenton que lo hiciera.
Había un mundo de corazones rotos en sus ojos. Veloz la observó.
—¿Y qué hizo el comisario Hilton?
—Metió a Abe en la cárcel durante cinco días.
—¿Y?
—Cuando Crenton salió, se fue a casa, a su casa, y golpeó a su mujer por haberlo metido en la cárcel. —Cogió un trapo y limpió la mesa, aunque a Veloz le parecía que estaba completamente limpia. Después de acabar, clavó las uñas en el trapo—. La golpeó de verdad, por lo que nunca ha vuelto a atreverse a decir nada.
—Se podría marchar, Amy. Nadie tiene por qué soportar eso.
Ella bajó la mirada hacia el trapo un momento, después levantó la vista hacia él.
—¿En serio? ¿Y adónde iría, Veloz? No tiene forma de ganarse la vida y mantener a cinco hijos. No puede echarle de casa. Es su casa. Vive bien. Sus hijos no se mueren de hambre. Unos cuantos golpes no son tan malos.
—¿Me estás diciendo que Cazador permanece ajeno y deja que algunos hombres de este pueblo peguen a sus mujeres e hijos, y no hace nada para remediarlo?
—Nunca he hablado con Cazador de esto. ¿Qué podría hacer él? ¿Pegar a Crenton? Existen leyes en contra de eso. —Se rio suavemente, amargamente—. Cazador terminaría en la cárcel, y algo más de cinco días. —Levantó las manos—. Así funcionan las cosas. Peter viene a verme para que yo le consuele cuando ha tenido una mala noche. —Su voz era un hilo fino—. Y yo lo abrazo y le curo las heridas. Y le digo algo imperdonable: «Él es tu padre, Peter. Tienes que volver a casa. Intenta con todas tus fuerzas no irritarlo». Y él lo intenta, hasta que vuelve a ocurrir otra vez.
Veloz cerró los ojos.
—Me odio por decirle eso, pero así es la vida, ¿verdad? Tú me lo dijiste, ¿recuerdas? Así es la vida…
—Amy, lo siento. No puedes dudar de que te quiero.
—No, pero… —Hizo un sonido de frustración y tiró el trapo sobre la mesa. Cerrando los puños a ambos lados de su cuerpo dijo—: Sencillamente, no puedo tener la fe ciega que otras mujeres tienen. No puedo, Veloz. Después de mi madre, yo fui el poste de los tormentos de Herny durante tres miserables e interminables años, sin escapatoria. ¿Sabes qué fue lo que por fin hizo que me escapara? ¡Había mandado venir a un cura! ¡Iba a casarse conmigo! No hubiese habido escapatoria para mí en la vida. Hubiese preferido morir de sed antes que eso. Así que me marché y me juré que nunca volvería a dejar que nadie me dominase de esa forma.
—Entiendo. —Y lo que le rompía el corazón era que de verdad la entendía.
—Tú tienes un lado oscuro, Veloz, un lado que nunca dejas que vea, pero sé que está ahí.
—Sí, claro que hay un lado oscuro. ¿Acaso no tenemos todos uno?
—Sí, y ese es el problema. No podemos escapar al hecho de que somos todos seres humanos, con defectos y debilidades. —Las lágrimas caían por sus pestañas de nuevo, brillantes, convirtiendo sus ojos en lagos luminosos—. No te estoy condenando, te lo aseguro.
—¿Ah, no?
Su carita se torció.
—¡No! Sé que la situación en la que estabas era imposible, que sobreviviste de la única manera que pudiste. Es solo que… —Se quedó sin respiración y después volvió a respirar de manera acelerada—. Si me caso contigo, puede que sea maravilloso. Pero, después de que pase la novedad, tal vez no lo sea tanto. No existen garantías en la vida. El matrimonio, especialmente para una mujer, es una gran apuesta. Y el riesgo es demasiado alto para mí.
—Nunca te pondría la mano encima. Estoy seguro de que sabes eso.
—Sé que tú crees que no lo harías. Pero la magia se acaba, Veloz. La vida diaria se vuelve aburrida y frustrante, y vienen los apuros. La gente discute y pierde los nervios. Los hombres beben. Vuelven a casa de mal humor. Sucede. ¿Puedes prometerme que no pasará? Has llevado una vida violenta. Has matado a tantos hombres que has perdido la cuenta. ¿Puedes de verdad dejar todo eso atrás?
A Veloz le hizo un tic el músculo de la mandíbula.
—Amy, no puedo prometerte una vida sin momentos difíciles, si eso es lo que quieres. No puedo prometerte que no perderé los nervios. Lo único que puedo prometerte es que nunca te haré daño. No importa lo loco que me vuelva. Si de verdad me enfado, puede que ponga la casa patas arriba, o que grite y amenace. Pero nunca te pondría la mano encima.
Ella se mordió el labio, con la mirada fija en él. Veloz sabía que estaba luchando consigo misma. Sabía también que el miedo que había dentro de ella superaba a todo lo demás. Después de un rato, susurró.
—Desearía tener el coraje de darte la oportunidad de que me lo demostrases. Pero no lo tengo. Lo siento. Sé que no lo entiendes…
—Pero sí lo entiendo. Estuve mucho rato pensando anoche. —Respiró profundamente y miró hacia la ventana, dejando que sus ojos se cerrasen por un instante—. Por eso me voy. —Volvió a mirarla—. No quiero que te sientas amenazada. Nunca seremos amantes, pero nunca jamás habrá habido una amistad tan bonita como la nuestra. No se debe convertir en un infierno la vida de una amiga, no si puedes evitarlo.
Se levantó y cogió dos tazas del mueble. Ella se dio la vuelta para mirarlo con los ojos llorosos. Después de llenar las dos tazas de café, le entregó una a ella, haciendo un gran esfuerzo por sonreír como si su corazón no estuviera roto en mil pedazos.
—¿Te tomarás un café con este viejo amigo?
Amy cogió la taza, mirándola fijamente un momento.
—¿Adónde irás? —le preguntó con voz insegura.
—No lo sé. A donde me lleve el sol, supongo.
—¿Vol… volverás alguna vez?
Veloz evitó su mirada.
—¿Para qué? ¿Para discutir contigo? ¿Para hacerte la vida imposible otra vez? Te quiero, cariño. Me gustaría que pudiésemos ser solo amigos, pero eso es imposible, y lo sabes. Quiero más. No puedo evitar querer más. —Se encogió de hombros—. Me gustaría volver de vez en cuando y verte, pero seguramente no lo haré.
—Éramos tan buenos amigos. —Se agarró a la taza de café, temblando de tal manera que el líquido oscuro alcanzó el borde de porcelana—. Nos lo pasábamos tan bien.
—Éramos niños. Ya no soy un niño, Amy. Necesito más de lo que tú puedes darme. Anoche, cuando estábamos bailando, me dije a mí mismo que podría establecerme aquí solo por verte sonreír. —Se pasó una mano por el pelo—. Y si fuera solo en mí en quien tengo que pensar, quizá podría. Pero ¿y si no soy tan noble? No soy yo el único que sufriría. Tú sufrirías también. Y no podría soportarlo.
Temblando, Amy puso la taza en la mesa, con la cabeza llena de recuerdos, recuerdos tan dulces que solo deseaba recuperarlos. Se quedó allí de pie, rígida y temblorosa.
—¿Por qué no puedes simplemente amarme? ¿Por qué tiene que ser sucio?
A Veloz se le contrajeron las entrañas y estuvo a punto de derramar el café. Tragó saliva.
—Amy, no es sucio. Es hermoso con la persona adecuada.
Una expresión constreñida apareció en su rostro.
—¿Có… cómo de lejos crees que irás?
Él suspiró y echó mano de la silla.
—No lo sé. Hasta que la necesidad me haga detenerme y colgar el sombrero, supongo. —Levantó los ojos hacia ella—. ¿No vas a sentarte conmigo, cariño? Por última vez, como amigos.
Ella se hundió en una silla, aún con la cara compungida. A Veloz le dolía esa expresión. En el fondo había esperado que ella le pidiese que se quedase, que el amor que él sabía que sentía por él pudiese darle un poco de coraje para arriesgarse.
Se bebieron el café en silencio, bastante lejos de la camaradería que un día les uniera. Cuando Veloz apuró el último sorbo, se quedó mirando los posos y abandonó toda esperanza de que ella fuese a decir las palabras que deseaba oír. Por su mente pasó la imagen de su espalda, la red de cicatrices que eran testimonio de todo lo que había sufrido, y entendió que lo dejase marchar. Lo entendía, pero eso no lo hacía menos doloroso.
—Bueno…
Ella no levantó los ojos de la taza de café. Se agarró con las manos a la porcelana, con los nudillos blancos y rojos. Veloz tenía la horrible sensación de estar abandonándola y, sin embargo, ¿cómo no hacerlo?
—Será mejor que vaya a ver mi caballo y a recoger mis cosas —dijo suavemente.
Ella seguía con la mirada baja. Él se levantó de la silla, dejó la taza en el fregadero, lentamente, pidiendo a Dios que ella saliese volando de la silla y se lanzara a sus brazos. Pero no lo hizo. Y nunca lo haría.
—Adiós, Amy —dijo con voz ronca.
—Adiós, Veloz.
Ella mantuvo la cabeza baja, sin moverse. Veloz fue hacia la puerta, dejándose el corazón en cada uno de los pasos que daba. Cuando llegó al vestíbulo, miró hacia atrás. Ella seguía donde estaba, agarrada a la taza de café como si le fuera la vida en ello.
Cazador estaba sentado en una pila de heno, observando a Veloz mientras ensillaba el caballo. Había llegado el momento de decirse adiós, algo que ninguno de los dos quería hacer. Eran los únicos que quedaban de su pueblo, en un mundo extraño y a veces hostil.
—Espero que el sol brille para ti —dijo Cazador.
Veloz sonrió a pesar de la tristeza.
—Mi sol está al otro lado de la calle, Cazador. Cuida bien de ella, ¿lo harás?
—Siempre lo he hecho.
Veloz apretó la cincha de la silla. Ya se había despedido del resto de la familia. Era hora de partir.
—Cazador… —Veloz puso la mano en el cuello de Diablo—. Hay cosas sobre Amy que no sabéis.
Los ojos azules de Cazador se entrecerraron.
—¿Sí?
—Le prometí que nunca te lo diría.
—Amy no tiene secretos con nosotros.
—Sí…, sí los tiene, Cazador. Secretos horribles. —La garganta de Veloz se contrajo. Nunca había roto una promesa en su vida—. Dijiste que le habías construido un mundo seguro y que habías hecho algo malo. Te pido que dejes que ella se quede aquí escondida y que sueñe sus sueños, por tanto tiempo como puedas. No dejes que nada la amenace. Para Amy, el mundo que le has dado es su única supervivencia.
El rostro de Cazador se tensó.
—¿Qué secretos son esos?
—No puedo decírtelo. Y no la presiones para que te lo diga. —Veloz guio a Diablo en un círculo para dirigirlo hacia la puerta—. Algunas cosas es mejor enterrarlas.
—Henry… —Cazador susurró ese nombre, con un brillo de furia en los ojos.
—No insistas, Cazador. —Veloz dudó, mirando por encima de la silla hacia su amigo—. No traicionaré su confianza. Ya la han traicionado bastante a lo largo de su vida. Simplemente, estate aquí para ella.
Cazador pareció enfermar. Cerró los ojos, con la garganta seca.
—Pero las cartas… todo parecía ir bien.
Veloz no le dio ninguna explicación. Se lo había prometido a Amy.
—Creo que debo ir a Texas —susurró Cazador.
Las manos de Veloz empezaron a temblar.
—¡Diablos! No puedes hacer eso. No digas tonterías, Cazador.
Cazador encontró su mirada.
—¿Adónde vas a ir tú?
Veloz evitó su mirada.
—Te lo dije, a donde me lleve el viento.
—Tal vez a Texas.
—¿Quién lo dice?
—Si vas allí, nunca volverás. Lo sabes, y yo también lo sé. ¿Lo sabe Amy? Esa es la cuestión.
—Lo que yo haga no es asunto suyo.
Cazador se levantó del fardo de paja.
—Recogeré mis cosas.
Veloz profirió una palabrota.
—No harás nada de eso. Loretta y tus hijos te necesitan aquí y, maldita sea, también Amy.
Cazador apretó las manos.
—¿Qué fue lo que le hizo?
—Será mejor que no lo sepas, amigo mío.
Con movimientos rápidos, Cazador cruzó el granero, agarró a Veloz por la camisa y le puso contra la pared. El ataque cogió tan desprevenido a Veloz que por un instante levantó el puño con intención de pegarle. Después se centró en la cara desencajada de rabia de su amigo y se obligó a relajar el cuerpo.
—¿Qué le hizo?
—No voy a luchar contigo, Cazador.
—¡Dímelo! ¡Ella es parte de mi sangre!
—No. Se lo prometí y no puedo traicionarla. Si de verdad eres mi amigo, no puedes pedirme algo así.
—¿Por qué no me lo dijo ella misma? ¿Por qué?
—Porque ella… —Veloz apartó a Cazador con un empujón, alisándose la camisa. Pasándose la mano por el pelo, se puso a andar y después se dio la vuelta—. Algunas cosas son difíciles de contar. Ella tampoco me lo dijo a mí, si eso es lo que te consume. Yo lo averigüé y… —Veloz dejó caer las manos—. Ella no quiere que nadie lo sepa. Os lo ha ocultado todos estos años. Y ahora no me corresponde a mí decir nada.
—¿Entonces te vas a Texas?
—Nunca he dicho eso.
—Tus ojos lo dicen. Vas a vengar su honor. Él la violó, ¿verdad?
Veloz recogió el sombrero que se había caído durante el enfrentamiento. Ajustándoselo en la cabeza, guio al caballo fuera del establo. Cazador lo siguió, rígido de furia. Su mirada iba de Veloz a la pequeña casa de Amy, al otro lado del pueblo.
—No le digas nada —dijo Veloz—. Promete que no lo harás. Sería como matarla si se enterase de que lo sabes.
—¿Por qué?
Veloz suspiró, dudando al poner un pie en el estribo.
—Por vergüenza, supongo.
—¡Vergüenza! —Cazador palideció—. ¿Vergüenza? ¡Henry es el que debería tener vergüenza, no ella! ¡Nunca ella!
—Según nuestra forma de pensar. Pero Amy no se crio como nosotros. Déjalo pasar, Cazador. La herida se curará.
—¿Que curará? El hombre al que ama se va de su vida.
Veloz se sentía como si alguien le hubiese clavado un cuchillo en el estómago.
—Si me ama o no, eso es algo completamente diferente. Ella ya no confía en mí, ¿y quién puede culparla? Sacarlo todo a la luz, avergonzarla, no hará que sienta de manera diferente.
Veloz saltó a la silla. Cazador cogió el caballo por la brida.
—Veloz, si te vas, llévatela contigo. Cabalga hasta su casa, súbela a tu caballo, átala si es necesario, y llévatela contigo. No la dejes aquí para que siga viviendo una vida llena de pesadillas.
—Cazador, yo soy su pesadilla.
Con esto, Veloz azuzó a su montura. Los cascos del animal golpearon la tierra al bajar la calle y pasar al galope.