Capítulo 5
Lo primero que Amy vio cuando puso los pies en el aula fue el poncho negro de Veloz colgado en el perchero. En cuanto dejó los libros sobre la mesa, caminó hacia allí para deshacerse de aquella desagradable vestimenta, pero cuando alzó el brazo para coger la prenda de lana negra, empezó a temblar. Aunque lo intentó, fue incapaz de cerrar los dedos para cogerlo.
Poco a poco, los niños empezaron a entrar en el aula. A excepción de las muestras de preocupación por su salud después del mareo del día anterior, parecía un día como otro cualquiera, aunque no lo era, porque ella sabía que Veloz vagaba por el pueblo y que en cualquier momento podría aparecer por la puerta. Por si acaso, la cerró. Muy pronto tuvo que volver a abrirla, ya que los niños empezaron a sudar. Era una mañana extrañamente calurosa para el mes de octubre, y la clase se ahogaba sin algo de aire fresco.
Antes de que Amy pidiese silencio, oyó un disparo a lo lejos.
Veloz siempre había sido muy dado a practicar con sus armas, por lo que oír los disparos no hubiese tenido que sorprenderla. Recordó la vez en que Veloz le enseñó a tirar un cuchillo, guiando sus manos con las suyas, su pecho contra su espalda y un susurro de voz profunda junto al oído. Si pudieran volver a atrás. Si los años no los hubiesen cambiado tanto…
Amy se humedeció los labios y se esforzó por centrarse en el presente, en el tiroteo. Veloz había dejado de ser un joven inofensivo. Había matado a más hombres de los que podía contar y había hecho bromas a este respecto la noche anterior. «No más de noventa.» Uno ya era demasiado para ella.
Se oyó otra ristra de disparos. Distraída con el sonido, y los nervios a flor de piel, Amy confió en la seguridad de la rutina y abrió la lección del día con aritmética. Después pasó a la ortografía. Cuando los disparos cesaron, sus sentidos, alertas al menor sonido, se centraron en la puerta. Durante el recreo, rechazó la invitación de las niñas a salir con ellas para jugar a las tabas. Prefirió quedarse sentada en su escritorio, con la pared a sus espaldas, mordisqueando su manzana y tratando de leer sin conseguirlo.
Al final del día, se sentía exhausta y crispada. Aunque le aliviaba que Veloz no hubiese venido a visitar la escuela, seguía aún pensando en lo que quedaba de tarde y noche. Sin ninguna prisa por volver a casa, donde estaba segura de encontrarlo, se sentó en el escritorio a revisar sus notas para la lección del día siguiente.
Una sombra repentina al otro lado de la habitación le hizo levantar la vista y tensar los músculos. Veloz la miraba de pie desde la puerta. Como no lo había oído llegar, hundió la vista en sus botas. Se había quitado las espuelas de plata. Con lo que detestaba el tintineo que hacían, no pudo evitar sentirse enfadada. ¿Por qué se las había quitado? ¿Para poder espiarla mejor?
Una capa de polvo rojiza cubría las punteras y los talones de sus botas. Amy tragó saliva y levantó la mirada. También tenía polvo en los pantalones. Todo vestido de negro, con el sombrero cubriéndole los ojos y la pistolera colgando de sus caderas, su aspecto era de pies a cabeza el de un duro pistolero, el tipo de hombre listo para meterse en problemas y disparar a muerte. El tipo de hombre que dictaría todos y cada uno de los pensamientos de su mujer, cada palabra y cada acto.
Llevaba las mangas de la camisa enrolladas hasta los antebrazos, como si hubiese estado trabajando. Los primeros tres botones los tenía desabrochados, lo que dejaba ver en forma de uve su pecho bronceado.
—¿Pu… puedo ayudarte?
—Hay algo aquí que me pertenece —contestó él con voz sedosa—. Creo que voy a pasar a recogerlo.
Amy agarró el borde del libro con tanta fuerza que le dolieron los nudillos.
—Creo que te lo dejé bien claro anoche y esta mañana. No soy tuya. No hay nada en el mundo que pueda convencerme de que me case con un hombre que ni siquiera tiene la decencia de deshacerse de sus armas en la escuela. Tal vez Cazador no me apoye, pero existen leyes aquí en Tierra de Lobos. Si vuelves a molestarme, iré directamente a la prisión a hablar con el comisario Hilton.
Él levantó la cabeza, de manera que un rayo de sol penetró por debajo del ala de su sombrero, dejando a la vista una sonrisa lenta y burlona. La cinta de concha nacarada se reflejaba por encima de sus ojos como un espejo.
Con un chasquido de dedos, desató la pistolera y se la colgó del hombro mientras entraba en la sala.
—Hablaba de mi poncho, Amy. Estuve trabajando todo el día en la mina con Cazador, y hace un frío del demonio allí abajo. El poncho es lo más parecido a una chaqueta de abrigo que tengo.
—Ah. —Amy tragó saliva, sintiéndose de lo más ridícula. ¿Cómo podía haberse olvidado del poncho? Veloz le hacía perder los nervios de tal forma que incluso recordar su propio nombre se le hacía difícil cuando lo tenía cerca.
Así que había estado trabajando en la mina todo el día, ¿eh? Sin duda, él y Cazador habrían estado poniéndose al día. Esto era muy propio de los hombres, amenazar y dejar a una mujer sufriendo, para luego olvidarse de ello, mientras ella se quedaba sin poder pensar en nada más.
Veloz se dirigió al perchero.
—Siento haberte asustado. Era ya tarde, pensé que te habrías marchado.
Para su desesperación, en vez de recoger el poncho, colgó la pistolera de una de las perchas y recorrió la clase con las manos cogidas a la espalda. Amy centró su atención en el cuchillo y la funda que llevaba atada al cinturón. Reconoció el puño labrado a mano; seguía llevando el mismo cuchillo de aquellos años. Pudo casi sentir la suavidad de la madera contra su palma, cálida aún por las manos de él, el temblor de superar su marca.
Él se detuvo ante un panel con dibujos.
—Se parece bastante a un caballo. ¿Quién dibujó esto?
—Peter Crenton. Su padre es el dueño de la taberna Lucky Nugget. Es un pequeño pelirrojo. Quizá lo hayas visto.
Él asintió.
—Esa cabeza color zanahoria no puede pasar desapercibida.
—Su nombre está en el ángulo inferior derecho.
—No sé leer, Amy. Ya lo sabes.
Sintió una punzada de dolor al imaginar la vida que debía de haber llevado, pero trató de no pensar en ello.
—¿Qué sabes hacer, Veloz? ¿Quiero decir, además de montar a caballo, robar a las almas temerosas de Dios y disparar un arma?
Él se echó el sombrero hacia atrás, con un movimiento lento y perezoso, después se volvió para observarla, con una sonrisa aún en los labios.
—Hago el amor muy bien.
Un calor feroz le inundó el cuello, le subió hasta la cara y la hizo sonrojarse. Lo miró fijamente, con los ojos secos y las pestañas muy abiertas.
—¿Y tú qué sabes hacer? —le preguntó él a su vez—. ¿Además de enseñar a los niños y ahuyentar a los hombres haciéndoles observar las reglas de etiqueta, quiero decir?
Amy se pasó la punta de la lengua por el labio.
—¿Sabes hacer bien el amor, Amy? —le preguntó suavemente—. Apuesto a que no. Me imagino que habrá una gran cantidad de reglas para el cortejo, y apostaría todas las piezas de oro que tengo a que todos aquellos que han intentado acercarse a ti nunca pudieron ir más allá del «¿Cómo está, señorita Amy?». —Se dio la vuelta para mirarla. Como el sombrero no dejaba verle los ojos, ella solo pudo imaginar que habría una mirada de deseo en ellos—. Es una lástima que fueras tan joven hace quince años. Te habría hecho el amor y no te encontrarías ahora en la situación en la que te encuentras.
—¿Has terminado ya?
—Ni siquiera he empezado —le respondió con una pequeña carcajada. Caminó hacia ella dando grandes zancadas, tocando el suelo de madera con tanta ligereza que ella sintió como si la acechasen—. Por suerte para ti, ningún libro de modales puede hacerme cambiar. —Se apoyó con las manos en el borde de la mesa, inclinándose hacia ella—. Sería una pena que vivieses el resto de tus días como una virgen almidonada y pedante, ¿no te parece?
—No soy virgen, y tú lo sabes.
—¿Ah, no? En mi opinión estás tan pura como una mujer puede estar. Nunca has hecho el amor, Amy. Fuiste utilizada, y la diferencia es condenadamente grande.
Fue como si hubiese dejado de circularle la sangre por la cara. El Veloz que ella había conocido nunca se hubiese atrevido a hablarle así sobre lo que le pasó con los comancheros.
—Sal de aquí —susurró—. Porque te aseguro que si no te vas iré a buscar al comisario Hilton.
Él sonrió y se puso derecho.
—¿Así que es él el que lucha tus batallas ahora? ¿Qué ha sido de tu fortaleza? La chica que conocí me habría escupido en la cara. O me habría pegado un puñetazo. Luchaba por lo que creía, sin importarle las consecuencias. ¿Y me llamas a mí cobarde? Cariño, ya no te quedan agallas para defenderte si alguien te ataca.
—Ya no soy la chica que conociste. Ya te lo he dicho. Ahora, por favor, vete antes de que nos enredemos en una desagradable e innecesaria confrontación con el comisario.
Moviéndose hacia el perchero, Veloz empezó a silbar. La canción se hizo reconocible después de un momento. Incapaz de creer que aún pudiera recordarla, echó un vistazo a su gran espalda. Después de coger las pistoleras y el poncho, se dio la vuelta y la miró otra vez. Con una voz aguda y baja dijo:
—¿Cómo continúa esta canción? «Arriba en el granero con una chica llamada Sue…» —Sus ojos se encontraron, los de él, divertidos—. Tú me la enseñaste, ¿te acuerdas? ¿Sabías lo que significaba? No lo sabías, ¿verdad?
—E… era una canción que oí… cantar a mi padrastro. A esa edad, nunca se me ocurrió que podría ser… —Se calló y apartó la mirada—. ¿Qué pretendes con todo esto, Veloz? ¿Avergonzarme y humillarme? Porque si es así, lo estás consiguiendo.
Él vaciló en la puerta, mirando hacia ella por encima del hombro.
—Solo quería recordarte que hubo una vez en la que te reías y cantabas y corrías conmigo como una salvaje por las praderas de Texas. Ese capítulo de tu vida no está cerrado. La última mitad ni siquiera se ha escrito todavía. Como dije, te daré algo de tiempo para que te acostumbres a la idea de casarte conmigo. Aprovéchalo bien.
Durante los días siguientes, Amy esperaba que Veloz se le apareciese a cada paso que daba. En el colegio, el menor sonido del exterior la hacía estremecerse y aceleraba los latidos de su corazón. De camino a casa, saltaba cada vez que se movía un arbusto. Por las noches, segura de que vendría y provocaría una confrontación, caminaba de un lado a otro de la casa, con los oídos atentos a cualquier sonido de pasos que pudiera producirse en el porche. Al no aparecer, en vez de sentirse aliviada, se ponía furiosa. Él había convertido su vida en un infierno, y ahora desaparecía para hacer todo aquello que los hombres hacen, olvidándose por completo de su existencia.
¿Era esto a lo que se refería cuando le dijo que le daría tiempo para habituarse a la idea del matrimonio? ¿Esta espera tortuosa? ¿Sin saber cuándo podría volver y encontrárselo allí?
Evitó la casa de Cazador y Loretta como si sus ocupantes estuviesen en cuarentena, yendo directamente de casa al colegio y del colegio a casa, cerrando la puerta con doble cerrojo por las noches y deambulando despierta hasta altas horas de la noche, incapaz de dormir. No se atrevía a meter la bañera en la cocina y lavarse, por miedo a que él eligiese ese momento para forzar la puerta y entrar. Cuando se vestía, lo hacía con tanta rapidez como si fuera una actriz que tuviese que cambiarse de indumentaria entre escena y escena.
La primera tarde, vio a Veloz a cierta distancia cuando regresaba al pueblo después de trabajar en la mina. Unos minutos más tarde, lo vio cabalgando en su semental negro, impresionando a Chase con sus proezas como jinete comanche. El segundo día, vio que paseaba con Índigo por la calle principal. Se comportaba como un hombre despreocupado, llevando el sombrero bajo, con los andares relajados y perezosos. Nunca se privaba de mirar a las mujeres que pasaban a su lado, al parecer sin darse cuenta de que ellas daban un rodeo para no cruzarse con él. A última hora de la tercera tarde, les vio a él y a Cazador en el bosque que había junto a su casa, lanzando hachas y cuchillos a un tocón. ¡Divirtiéndose, por el amor de Dios!
El cuarto día, la necesidad hizo que Amy fuese a la calle de las tiendas. Se había quedado sin pan, sin huevos, y necesitaba queroseno, harina, azúcar y melaza. Se apresuró a hacer sus compras, con la esperanza de poder ir a buscar una hogaza de pan y huevos a la casa de Loretta antes de que los hombres volviesen de la mina.
Samuel Jones, el tendero, sonrió abiertamente al verla.
—¡Vaya! Hola, señorita Amy. ¿Cómo se encuentra esta tarde?
—Bien, ¿y usted? —preguntó, moviéndose hacia él, con sus faldas de muselina verde revoloteando a cada paso.
—Ahora que su sonrisa ilumina el lugar, no podría estar mejor —bromeó él—. Acabo de recibir una remesa de género nuevo. ¿Querría echarle un vistazo? Los colores son tentadores.
—No he tenido mucho tiempo para la costura.
—No la he visto mucho por aquí últimamente. ¿Ha pasado todo este tiempo visitando al huésped de Cazador y Loretta? He oído que es amigo de la familia desde hace años.
Amy se puso tensa.
—Sí, así es. Sin embargo, no es eso lo que me ha mantenido ocupada. He estado preparando las clases y demás. El principio de curso es siempre el momento de más trabajo.
Echó un vistazo a la lista que traía y leyó los artículos que necesitaba. Sam lo apiló rápidamente todo en el mostrador, observando las miradas de curiosidad que ella le dedicaba mientras hacía su trabajo.
—¿Es cierto que se trata de Veloz López, el pistolero del que se habla en los periódicos?
Amy hizo una bola de papel con la lista.
—Sí.
Sam dio una palmadita en el saco de harina. Tenía la cara llena de marcas por la epidemia de viruela que asoló Jacksonville en 1869, y las cicatrices realzaban su mirada dándole una apariencia basta.
—A la gente le pone nerviosa tenerlo por aquí. Incluso a mí me pone nervioso. Si no fuese porque Cazador es el fundador de nuestra comunidad, creo que habría ya una petición circulando por ahí para que el comisario expulsase al señor López.
La lealtad familiar de Amy la impulsó a decir:
—Usted sabe que Cazador nunca permitiría que un maleante se asentara en nuestra comunidad. Según me han dicho, el señor López ha venido aquí a empezar de nuevo. Estoy segura de que no tiene ninguna intención de volver a usar su revólver.
—Espero que sea lo bastante listo como para no hacerlo. Ya sabe lo que le cayó a John Wesley Hardin, ¿verdad? Veinticinco años en la prisión estatal de Texas. Para cuando vuelva a estar en libertad, ya será un viejo. —Fue a buscar el queroseno. Mientras ponía el depósito de combustible en el mostrador, sacudió la cabeza—. Parece increíble que vayamos a ver el día en el que las lámparas de queroseno se queden obsoletas.
Amy forzó una sonrisa. Nunca dejaba de sorprenderle la capacidad que tenía Sam para sacar cualquier tema de conversación con tal de mantenerla en la tienda. Era un buen hombre y de aspecto casi atractivo, pero a Amy no le gustaba.
—¿Las lámparas, obsoletas? ¿Cómo es posible?
—Luz eléctrica —dijo e inclinándose en el mostrador, Samuel dobló sus musculosos brazos y le dedicó una sonrisa. Su pelo rubio resplandecía cuando bajó la cabeza—. Dicen que a Edison le falta muy poco para desarrollar una bombilla que se quemará durante más tiempo más. ¿No ha leído las noticias?
—No tengo demasiado tiempo para leer el periódico. Como le dije, mis alumnos me mantienen muy ocupada.
Él la miró con los ojos azules llenos de cariño.
—Debería encontrar el tiempo. De la manera en que las cosas están cambiando, las mujeres van a necesitar estar al corriente de todo. Sin ir más lejos, este febrero, el presidente Hayes ha firmado una ley que permite a las mujeres abogado defender casos frente al Tribunal Supremo.
—Ya era hora, si le interesa mi opinión. —Amy colocó el queroseno encima de los otros paquetes que llevaba, se puso el bulto bajo el brazo y se dio la vuelta para salir—. Ponga esto en mi cuenta, ¿quiere, señor Jones?
—Sam —la corrigió—. Con el tiempo que hace que nos conocemos, señorita Amy, creo que puede llamarme por mi nombre de pila.
—Eso no sería apropiado, señor Jones; soy la maestra del pueblo.
—El comité no la despedirá porque me llame Sam.
Sin dejar de sonreír, Amy se despidió de él en su camino hacia la puerta. Al salir de la tienda, vio a Veloz de espaldas, de pie con un hombro apoyado en el edificio. Amy se quedó helada. Había una mujer hablando con él.
Apartándose un poco para poder ver al otro lado, Amy identificó a Elmira Johnson, una de las mujeres solteras del pueblo. Ella tenía la cabeza echada hacia atrás y aleteaba las pestañas, riéndose. ¡Tonta presumida! Era evidente que un hombre misterioso como Veloz López la fascinaba. A sus dieciocho años, Elmira era lo suficientemente imprudente e inocente como para caer en las garras del peligro. Si su padre, un fornido minero, supiese que estaba flirteando con alguien como López, la despellejaría viva.
Amy apretó contra sí los paquetes que llevaba y empezó a caminar por la acera, tratando de cruzar la calle y llegar a la casa de Loretta ahora que Veloz estaba ocupado. Por desgracia, no parecía demasiado interesado en lo que Elmira estaba diciendo y miró a su alrededor cuando Amy se alejó de la tienda. Amy apretó el paso. Con el rabillo del ojo, vio que él se enderezaba. Amy se sintió torpe y fuera de lugar. Intentar andar con elegancia no era tarea fácil cuando se llevaba una pila de paquetes como la que ella llevaba.
—¡Amy! ¡Espera!
Esa voz profunda le erizó el vello de la nuca. Veloz cruzó la calle de dos zancadas y sin decir una palabra, le cogió los paquetes.
—He estado ocupándome de todo yo sola desde hace cinco años, Veloz…, desde que me mudé a una casa para mí sola.
De algún modo, consiguió sostener los paquetes con un solo brazo y con el otro pudo cogerla del codo. La presión de sus dedos le quemaba a través de la manga del vestido.
—Ya no tienes que hacerlo sola —contestó él, conduciéndola por la acera en dirección a la casa de Loretta—. Sea como sea, me alegro de que por fin hayas decidido salir de tu escondite. Estaba empezando a preocuparme, y también el resto de la familia.
—Los niños me ven todos los días, y no estaba escondiéndome.
—Aislándote, entonces.
—Siempre estoy sola.
—No, según Loretta. Dice que sueles ir allí todos los días después del colegio. No muerdo, Amy. —Sus ojos pícaros le miraron el cuello—. Al menos, no muy fuerte.
Ella se zafó de él y se apresuró para dejarlo atrás, subiendo las escaleras del porche de Loretta con tal velocidad que estuvo a punto de tropezarse con la falda. Veloz la siguió al interior, puso los paquetes sobre la mesa y se sentó en una silla. Estirando sus largas piernas, las cruzó por los tobillos y se cogió las manos detrás de la nuca, con una media sonrisa en la cara.
—¡Amy! —gritó Loretta con alegría. Dejando a un lado los buñuelos que estaba haciendo, cruzó la habitación, con las manos llenas de harina por todos lados, y la cara preparada para recibir un beso en la mejilla—. Te he echado de menos. ¿Por qué no has venido a verme después del colegio?
Amy sintió la mirada divertida de Veloz. Mientras abrazaba a Loretta, se excusó.
—He estado ocupada.
—He hecho pan de sobra para ti. Y juraría que ya no te quedan huevos.
—Pues sí, has acertado. —Amy cogió la cesta de los huevos del escurridor—. Iré yo misma a buscarlos. No te preocupes, Loretta. Termina de hacer los buñuelos. Puedo hacerlo sola.
Loretta la miró preocupada.
—¿No puedes tomarte un café conmigo? Parece como si hubiesen pasado años desde que hablamos por última vez.
Amy no podía imaginarse hablando con Loretta bajo la atenta mirada de Veloz. Se puso a juguetear con el lazo de organdí descolorido de su corpiño.
—Yo, esto…, Loretta Jane, voy a tener una noche muy ocupada. —Buscó desesperadamente una excusa y solo pudo encontrar la que acababa de dar a Samuel Jones—. Ya sabes, preparando las clases.
—Pensé que ya las tenías preparadas, de los años anteriores.
Amy se humedeció los labios.
—Sí, bueno, todavía tengo que repasarlas.
Loretta no pareció creérselo mucho. Con Veloz sentado allí, habría sido imperdonablemente maleducado admitir la verdadera razón de su prolongada ausencia. Quizá Loretta llegase a captar la verdadera razón, si no lo había hecho ya.
—Bien. —Amy se dirigió hacia la puerta de atrás—. Voy a robar a las gallinas. Vuelvo ahora mismo.
Después de dejar la casa, se metió los bordes del chal bajo el fajín. Cuando llegó al gallinero, se hizo un nudo con los bajos de la falda por encima de las rodillas para no ensuciarse con el barro. Solo le llevó unos minutos coger los huevos. Cuando salió del corral, se limpió los zapatos con un puñado de hierba. Al incorporarse, vio que había un par de botas negras frente a ella.
—¡Veloz! Me has asustado.
Él permanecía de pie con la espalda apoyada en una madroño cercano.
—No hace falta mucho para asustarte. Algunas veces pienso que si respiro en la dirección equivocada te asustaré.
La vista se le fue a las enaguas que había dejado descubiertas y dio un paso adelante, con la mano extendida para cogerle la cesta de huevos. Ruborizada y avergonzada por haber olvidado bajarse la falda, le pasó la cesta y se agachó para deshacer el nudo.
—¿Cuánto tiempo va a continuar esto, Amy? —le preguntó suavemente.
Ella miró hacia arriba.
—¿Cuánto tiempo va a continuar el qué?
—Tú, escondiéndote por ahí y tratando de verme desde la ventana. Te dije que te daría algún tiempo para que te familiarizases con la situación, pero lo que estás haciendo es evitarme. Si no hubiese vuelto pronto de trabajar hoy, habrías venido y te habrías marchado sin verme.
—Siempre te quedará Elmira.
—¿Celosa?
Soltó un pequeño bufido de burla.
Cuando hizo ademán de volver a la casa, él no se movió.
—Te olvidas de los huevos.
Ella se dio la vuelta, apretando los dientes y evitando su mirada mientras extendía la mano. Él no dejó que los cogiera. Sin otra alternativa, levantó por fin los ojos hacia él. Las arrugas que rodeaban su boca se acentuaron y contrajo los labios levemente al mirarla.
—Depende de ti que esto salga de una manera o de otra.
—¿Que salga el qué?
Él no prestó atención a la pregunta.
—Que sea difícil o fácil, depende de ti. Si sigues escondiéndote por ahí, tendré que cambiar de estrategia. Y puede que no te gusten mucho mis métodos.
Necesitó de toda su fortaleza para mantener la voz tranquila.
—No me amenaces, Veloz.
Él le pasó la cesta.
—No es una amenaza. Es una promesa. No puedes salir corriendo de esto, Amy. No puedes hacer como si yo no existiera. No dejaré que lo hagas.
—¿Qué estás diciendo exactamente?
—Quería darte la oportunidad de que me conocieses de nuevo, aquí, cerca de tu familia. No has hecho ningún esfuerzo.
—Porque no quiero conocerte de nuevo.
Los ojos le brillaron. Respiró profundamente, exhalando el aire con una lentitud exagerada.
—Te voy a dar un consejo. Haz un henar mientras el sol brilla. Si no lo haces, sin que te des cuenta, se nublará y lloverá sobre ti.
Las piernas de Amy se debilitaron de repente. Se mojó los labios, mirando en dirección a los árboles.
—Voy a estar metiendo en bolsas el polvo de oro de Cazador para llevarlo a Jacksonville. —Bajó la voz y se le puso ronca—. ¿Por qué no me ayudas? Chase e Índigo estarán allí. Vamos a hacer un gran fuego y Loretta dice que preparará chocolate caliente. Puedes quedarte a cenar. Será divertido. Quién sabe, a lo mejor descubres que no soy tan terrible después de todo.
Lo único que Amy quería hacer era correr.
—Estoy ocupada esta noche.
Él suspiró.
—Está bien. Haz lo que quieras.
Ella apretó el asa de mimbre de la cesta. Veloz se quedó allí un momento, observándola, después hizo una inclinación con la cabeza en dirección a la casa. Ella se dio la vuelta y corrió hacia allí delante de él. Cuando entró en la casa, cogió algunos paños del cajón y envolvió los huevos y el pan, consciente del momento en el que Veloz entraba en la habitación.
—¿Tienes bastante? —preguntó Loretta.
—Suficiente para unos cuantos días. —Amy cogió la pila de paquetes y puso los huevos y el pan en la parte superior.
—Te puedo ayudar a llevar eso —sugirió Veloz.
—Gracias por ofrecerte, pero ya me apaño yo.
Sus miradas se encontraron. Con el dedo índice tocó el ala de su sombrero para moverlo hacia atrás de una manera casi imperceptible, lo suficiente como para poder captar su mirada. En los ojos tenía una expresión traviesa que le puso los pelos de punta.
—No seas tan esquiva de ahora en adelante.
A Amy se le hizo un nudo en la garganta. Aunque lo había dicho de broma, ambos sabían que no era más que una advertencia.
—Gracias por los huevos y el pan, Loretta.
Loretta elevó los ojos al cielo.
—Es parte de tu contrato de maestra. Si necesitas más, siempre tenemos suficientes. Le diré a Cazador que te lleve una sartén. ¿Cómo te está saliendo el jamón y la panceta?
—Bueno.
Amy procedió a despedirse. Como tenía los brazos ocupados, Veloz abrió la puerta principal para ella y después la siguió al porche. Mientras descendía los escalones, le dijo:
—Si no apareces mañana, todo dejará de ser un camino de rosas como ha sido hasta ahora.
Amy miró hacia atrás. Cuatro escalones por encima de ella, él parecía una aparición, ancho de hombros, estrecho de caderas y unas piernas larguísimas que parecían no acabarse nunca. Su mirada mantuvo la de ella por un instante, implacable y penetrante.
—Tú eliges —añadió—. Un día más, Amy. Después haremos las cosas a mi manera.
Ella se precipitó hacia la calle. ¡Maldición! Se sentía como si le hubiesen puesto una soga al cuello y el nudo se fuera cerrando lentamente.
Furiosa de que él pudiese tener un poder semejante sobre ella, Amy se rebeló colocando la bañera en la cocina nada más llegar a casa. No dejaría que él regulase cada momento de su vida. Después de ir a por agua y ponerla en la cocina a calentar, se aseguró de que todas las ventanas estaban bien cerradas e hizo una barricada sobre la puerta principal con uno de los muebles del salón. Solo entonces encontró el valor para desnudarse. Fue el baño más miserable de toda su vida.
A la tarde siguiente, Amy se dirigió a la tienda con la intención de comprar algo de tela para un vestido. Después de regatear con el señor Hamstead por el precio, compró la medida de una maravillosa sarga ligera de color azul y se permitió gastar un poco más con medio metro de encaje color crudo para adornar el cuello, el corpiño y los puños. Tenía un precioso patrón hecho a medida que había encontrado en Harper’s Bazaar, de un vestido ajustado en el torso, con una falda ligeramente acampanada y un volante triple en la parte trasera. Mientras admiraba una de las máquinas de coser del catálogo del señor Hamstead, le dedicó una sonrisa llena de nostalgia.
—¿Aún ahorrando? —preguntó él con una risita. Ató sus paquetes con un cordel de cáñamo y les dio una palmadita—. En cada nueva edición, son un poco más caras, ¿sabe?
Amy se mordió el labio, tentada a reservar una en ese mismo instante. Pero, si lo hacía, se quedaría sin ahorros, y ella se sentía más segura con algo de dinero guardado.
—No me importa, estaré lista para pedir una muy pronto. Y, con una máquina de coser, podría tener este vestido terminado en dos noches de trabajo. Podría coser para Loretta e Índigo. Hacer camisas para Cazador y Chase. —Chascó los dedos—. Y tenerlos listos en menos que canta un gallo.
Sus ojos azules resplandecían.
—Las mujeres las adoran, desde luego. Y Tess Bronson pidió una la semana pasada.
—¡No! —Amy se inclinó sobre el catálogo, llena de anhelo—. Con lo duro que trabaja en el restaurante, se la merece.
—Ser maestra tampoco es poco trabajo —le recordó él.
—Pero tampoco te hace rico —le respondió ella—. Con solo un ingreso, tengo que cuidar cada uno de mis peniques.
—Haga a Sam Jones feliz y él le comprará una máquina de coser para cada habitación.
—Es un buen hombre, pero no estoy en el mercado de las casaderas. Me limitaré a ahorrar, gracias.
—En cuanto esté lista para hacer el pedido, le haré el descuento que le tengo prometido, no importa lo que tarde.
Amy le guiñó un ojo.
—Como si creyese que lo iba a dejar escapar…
Contenta de imaginar el día en el que pudiese pedir una máquina de coser, Amy recogió los paquetes, se despidió del señor Hamstead y se dirigió a la puerta, prometiéndose que esa noche se mantendría ocupada y no desperdiciaría ni un solo pensamiento en Veloz López.
Tras abandonar la tienda, se armó de coraje y fue a visitar a Loretta, como siempre había hecho al salir de la escuela. Como era de esperar, Veloz y Cazador no habían regresado aún de la mina. Estuvo a punto de sonreír de gusto. Veloz no podría nublarse y llover sobre ella esta vez, al menos tampoco hoy. Ella había aparecido. No podría reprochárselo.
—¿Veloz va a trabajar para Cazador? —preguntó Amy poco después de llegar. Aunque temía la respuesta, sentía la necesidad de saberlo.
—Eso creo —contestó Loretta, inclinada sobre el horno para vigilar el pan—. Dios sabe que hay suficiente oro en esa montaña para dar y regalar, y Cazador bien puede hacerse con un socio para compartir el trabajo. Quién sabe, quizá teniendo aquí a Veloz, él tendrá más tiempo para disfrutar de la vida. Los otros hombres que trabajan para él no saben hacer nada sin que Cazador les diga cómo hacerlo.
Amy sabía que Cazador trabajaba demasiado y se sentía contenta de ver que había la posibilidad de que esto mejorara, pero no podía alegrarse cuando la salvación venía en forma de Veloz López.
Loretta, con las mejillas rojas del calor, cerró la puerta del horno y se apartó de la cara un mechón de cabello dorado. Sus ojos azules se ensombrecieron de ansiedad.
—¿Qué ocurre? —Amy puso los paquetes en la mesa.
Loretta dejó caer las manos.
—¡Ah, Amy! Estoy muy preocupada por Índigo.
—¿Por qué? —Amy cruzó la habitación. Loretta no era de las que se preocupaban por tonterías—. ¿Aún no ha vuelto a casa? Salió de la escuela a la hora habitual.
—No, sí vino a casa —Loretta hizo una mueca—, para volver a irse poco después. Te juro que Cazador es demasiado permisivo. La manera comanche de educar a los hijos no basta en nuestra sociedad. Olvida que nuestra gente, los hombres en particular, no siempre buscan cosas nobles de una joven guapa como Índigo.
—Esto parece serio.
—Es serio. Ella está enamorándose de ese tal Marshall, ese chico de Jacksonville que se cree tan superior que hasta en el nombre tiene un número puesto al final.
Amy no pudo evitar una sonrisa.
—Las personas más humildes pueden también repetir los nombres de pila durante tres generaciones, Loretta. —Le dio una palmadita con cariño a su prima—. Sin embargo, estoy de acuerdo. El señorito Marshall parece tener una opinión demasiado elevada de sí mismo. He visto cómo se comporta cuando viene al pueblo. No pierde la ocasión de hacernos saber que él procede de Boston.
—Sea como sea. Se pasea como si la señora Hamstead acabase de darle su té de boñiga de oveja —dijo Loretta con una inhalación.
Amy arrugó la nariz.
—¿Té de boñiga de oveja?
—Es su último remedio. Te hace echar hasta las tripas si es necesario. Se supone que te libra de las impurezas que tengas dentro.
Olvidándose por un momento de sus preocupaciones con Veloz, Amy soltó una carcajada.
—Supongo que si tiene ese efecto, entonces quizá tenga razón y te limpie por dentro. Pero ¿qué es todo ese asunto sobre Índigo y el señorito Marshall?
—Ella cree que el sol sale por donde ese muchacho pisa, eso es lo que pasa. Escucha bien lo que te digo, le hará daño en cuanto tenga la menor oportunidad. He visto esa mirada en sus ojos. En su opinión, las reglas no se aplican a las chicas como Índigo.
—¿Porque es mitad india? —A Amy se le pusieron los pelos de punta. Había visto bastantes prejuicios en la región contra los indios y los chinos para entender lo que a Loretta le preocupaba, sin necesidad de decirlo en voz alta—. ¿Se lo has dicho a Cazador?
—Sí, y está seguro de que Índigo lo mandará a paseo si intenta tocarla. —Loretta se encogió de hombros—. Cazador tiene razón. Sé que lo hará. Es su corazón lo que me preocupa, no su castidad. He intentado hablar con ella, pero hace oídos sordos. No entiende lo cruel que pueden ser algunas personas con los de sangre mestiza. Cazador nunca deja que hable de ello, por temor a que los niños se sientan avergonzados de sus raíces. No quiero que se sienta inferior, y Dios lo sabe. Pero tampoco quiero que le hagan daño.
Amy se mordió el labio.
—¿Quieres que hable con ella?
—¿Ay, Amy, lo harías? Ella te escucha. Por alguna razón, desacredita la mitad de lo que yo le digo.
—¿Qué podría saber su madre de estar enamorada?
—Suficiente como para que me salieran canas. ¿Fui alguna vez tan testaruda yo también?
—A ti no te educó Cazador. Y nuestras vidas fueron… más duras. —Amy recogió los paquetes—. Me pasearé por el pueblo y veré si puedo encontrarla. Si no, no te preocupes; la buscaré. Esperaré y encontraré un momento en el colegio para hablar a solas con ella. Si descubre que has hablado conmigo, se pondrá hecha una furia.
—¿Lo ves? Eso es lo que intento explicarle a Cazador. Sobre lo de ponerse hecha una furia. Una chica de su edad debería doblegarse. Necesita una mano firme, y él se niega a imponer algo de disciplina.
—Esa no es su manera de hacer las cosas. Índigo estará bien, Loretta. —Amy agarró los paquetes con más fuerza—. Índigo tiene suerte de tener un padre como Cazador y no como el que nosotras tuvimos. Al menos, Índigo no tiene miedo de decir lo que piensa.
—Amén. —Los ojos de Loretta se ensombrecieron al recordar su niñez en la granja de Henry Masters en Texas—. Que Dios no permita que ningún niño tenga un padre como Henry. —Tembló ligeramente, y después pareció alejar esos pensamientos—. Al menos Cazador ha enseñado a Índigo a defenderse por sí misma. Que Dios se apiade del hombre que se case con ella. Lo hará bien en cuanto al amor y al honor, pero la obediencia no es una palabra que esté en su vocabulario. —Se rio—. Supongo que no debería hablar mal de Henry. Se ocupó de ti tres años después de que tía Rachel muriese. Le estaré siempre agradecida por ello. Muchos hombres hubiesen dado puerta a su hijastra para que se ganase la vida por sí misma.
Apenas capaz de mirar a Loretta, Amy pretendió estar ocupada en colocarse el chal.
—Bien, me pondré en camino. No tengo ni idea de dónde puede haber ido Índigo. —Se detuvo antes de abrir la puerta—. Ah, Loretta, saluda a Veloz de mi parte, ¿lo harás? ¿Le dirás que siento no habérmelo encontrado?
Los ojos azules de Loretta se entornaron, incrédulos.
—¿Acaso sientes no habértelo encontrado? ¿Significa eso que tus sentimientos hacia él han cambiado?
Amy se mordisqueó el labio.
—Digamos que es más un cambio de táctica. ¿Se lo dirás, verdad?
A todas luces, perpleja, Loretta asintió.
—Está bien.
Amy recorrió de arriba abajo el pueblo dos veces y después dio un rodeo por detrás de los edificios de madera, esperando encontrar a Índigo sentada bajo un árbol, soñando, como la chica solía hacer, pero no hubo forma de encontrarla. Antes de que Amy se diera cuenta, el sol se había ocultado detrás de la colina. Convencida de que Índigo se habría ido ya a casa, decidió hacer lo mismo antes de que se encontrase en el bosque sin luz para ver. La oscuridad caía implacable sobre las montañas, y ella conocía sus limitaciones.
Le dolían los brazos de cargar con los paquetes, así que se apresuró hacia la casa. Al acercarse, echó un vistazo rápido al jardín, frustrada con las negras sombras que lo cubrían. Subió las escaleras del porche corriendo, abrió la puerta y entró. Después se cambió los paquetes de mano para poder echar los cerrojos por dentro.
—¿Ahora te sientes segura? —La voz sonó en el momento en que ella terminaba de cerrarlos.