Capítulo 1

Marzo de 1879

Amy Masters golpeó el suelo con los taconesde sus zapatos para mantener en movimiento la mecedora. A pesar del calor que desprendía la chimenea, el frío se había colado por debajo de su falda de lana e instalado en las enaguas y calzas de canalé. Le hubiese ayudado encender la lámpara, pero por ahora prefería estar en penumbra. Por alguna razón, la luz del fuego le resultaba reconfortante. Le gustaba ver cómo jugaba con el papel de motivos florales que cubría el salón, recordándole aquellas largas noches de verano en Texas, cuando el fuego convertía los tipis del poblado de Cazador en conos invertidos de ámbar brillante contra el cielo azul pizarra.

El sonido de voces y risas apagadas hizo que Amy volviera su atención hacia la calle. Se oyó un portazo. Después un perro ladrando, un sonido que se le antojó distante y solitario. Todos en Tierra de Lobos se habían recogido en sus casas para dormir, algo que ella era incapaz de hacer. Pronto darían las cinco. El padre O’Grady de Jacksonville visitaba el pueblo tan raras veces que odiaba la idea de perderse la misa. Él dejaría la región al día siguiente y tomaría el camino del norte en dirección a la misión de Corvallis. Después se encaminaría al oeste, hacia Empire, en Coos Bay, y después al este hasta Lakeview. Pasarían semanas antes de que volviese a decir misa otra vez en Saint Joseph, la iglesia de Jacksonville, y mucho más para que visitase Tierra de Lobos. Con un marido, dos hijos y un cura visitante al que alimentar, Loretta necesitaría ayuda para preparar el desayuno. Aun así, Amy se resistía a irse a dormir.

Despedirse de un buen amigo y de sus queridos recuerdos llevaba su tiempo.

Con un suspiro, bajó los ojos hacia las páginas cuidadosamente dobladas del periódico de Jacksonville, Democratic Times, que tenía en las manos. Los horribles rumores sobre Antílope Veloz habían circulado por Tierra de Lobos desde hacía un par de años, pero Amy se había negado a creerlos. Ahora, después de leer esta nueva noticia, no podía negar por más tiempo la realidad. Su amigo de la infancia, el único hombre al que había amado en su vida, se había convertido en un asesino.

Con la cabeza apoyada en el respaldo de la mecedora, Amy miró el dibujo al carboncillo de Antílope Veloz que tenía colgado sobre la chimenea. Se sabía de memoria cada una de sus líneas, sobre todo porque lo había dibujado ella. A la luz parpadeante del fuego, su perfil era tan vivo que parecía que en cualquier momento fuese a girarse y dedicarle una sonrisa. Una estupidez, dado el poco talento que tenía como pintora. Tenía un rostro tan bello… Antílope Veloz. Ese nombre era como una caricia para ella.

Según el artículo, ahora se hacía llamar Veloz López. Su nombre comanche había dejado de servirle ahora que había escapado de la reserva y había empezado a trabajar como vaquero. Incluso Amy tenía que admitir que su elección era inteligente. Había escogido las últimas sílabas de «Antílope» para crearse un nombre mexicano. A pesar de haber sido adoptado por la tribu y criado como un comanche, el origen español de Antílope Veloz siempre había quedado patente en sus finos rasgos. Pero, aunque admirase su ingenio y comprendiese su necesidad de escapar de las estrictas reglas de la vida en la reserva, se sentía traicionada.

Un comanchero y un pistolero de mala fama…

Las palabras del artículo del periódico resonaban en su mente, conjurándole imágenes que le ponían la piel de gallina. Durante todos estos años había conservado los recuerdos de su querido Antílope Veloz, imaginándolo como cuando tenían dieciséis años, un joven noble, valiente y amable, un soñador. En lo más profundo de su ser, había creído que mantendría su promesa y vendría a buscarla en cuanto la batalla de los comanches por la supervivencia hubiera terminado. Ahora se daba cuenta de que nunca lo haría. E incluso aunque lo hiciera, lo despreciaría por aquello en lo que se había convertido.

Una triste sonrisa se dibujó en su cara. Con veintisiete años, era un poco mayor para seguir construyendo castillos en el aire. Antílope Veloz había hecho esa promesa de matrimonio a una alegre niña de doce años, y aunque los comanches pensasen que las promesas eran para siempre, había llovido mucho desde entonces: su nación había sido destruida; sus seres queridos, masacrados. Aunque la niña que había en su interior odiase admitirlo, él debía de haber cambiado también, dejando de ser un amable y protector chico para convertirse en un hombre dominante e implacable. Debería agradecer a Dios que no hubiese venido a buscarla.

Probablemente ni siquiera se acordaría de ella. Amy era la rara, la que vivía la vida desde la barrera, con el corazón puesto en un pasado de promesas que se había llevado el viento de Texas.

Incorporándose, tiró la página del periódico al fuego. El papel se consumió en un fogonazo de luz. El olor acre de la tinta al arder penetró en sus fosas nasales. Se levantó de la mecedora y caminó hacia la chimenea. Con manos temblorosas, cogió el dibujo de Antílope Veloz. Las lágrimas le llenaban los ojos cuando se inclinó con la intención de tirar el retrato a las llamas.

Al mirarlo a la cara, casi pudo oler las llanuras de Texas en verano, oír el sonido de las risas de los niños, sentir el tacto de su mano sobre la de ella. «Mantén siempre los ojos en el horizonte, chica de oro. Lo que quedó atrás es pasado.» ¿Cuántas veces había encontrado consuelo en esas palabras, recordando cada inflexión de la voz de Antílope Veloz?

No podía vivir el resto de su vida en el pasado. El Antílope Veloz que ella había conocido hubiera sido el primero en reñirla por mantenerse aferrada a los recuerdos. Y sin embargo… Tocó con la punta del dedo el papel, trazando la línea majestuosa de su nariz, el arco perfecto de su boca… Y se tocó su propia boca, llena de tristeza.

Con un suspiro desgarrado volvió a poner el dibujo encima de la chimenea, incapaz de entregarlo a las llamas, incapaz de decirle aún el último adiós. Antílope Veloz había sido su amigo, su amor inocente, su salvador. Él le había hecho sentirse limpia de nuevo, y le había devuelto la entereza. ¿Podía ser tan malo atesorar estos recuerdos? ¿Acaso importaba en lo que él se hubiese convertido? De todas formas, no volvería a verlo nunca más.

Sintiéndose inexplicablemente sola, Amy dio la espalda al retrato y caminó por el pequeño y poco alumbrado salón, deteniéndose en la vitrina llena de figuras y adornos. Pasó los dedos por uno de los objetos, un oso que le había tallado Jeremiah, uno de los alumnos. En el estante inferior al del oso, había un jarrón con flores secas que la niña de los Hamstead había recogido. Al ver los regalos, y su simplicidad, se sintió reanimada. Le gustaba enseñar. ¿Cómo podía sentirse sola cuando su vida estaba llena de personas que la querían, no solo sus estudiantes, sino también Loretta y su familia?

Aunque los huecos más profundos de la casa estaban a oscuras, se dio la vuelta en dirección al dormitorio, y avanzó una vez más sin encender la lámpara. Desde niña sufría de una ceguera nocturna severa, pero hacía tiempo que se había familiarizado con la casa y podía moverse por ella sin tropezar, con un poco de cuidado. Desvistiéndose rápidamente para no quedarse fría, se enfundó el camisón blanco y se lo abotonó hasta la barbilla. Temblando, dobló la ropa que acababa de quitarse y la colocó en una pila sobre el escritorio, para tenerla a mano por la mañana. Después, disfrutando de la tranquilidad que da la rutina, se sentó frente al tocador, se soltó el pelo y echando mano del cepillo empezó a peinar sus largos cabellos un centenar de veces, como era su costumbre.

Miró fijamente en dirección a la cama, incapaz de discernir la forma. Le hubiese venido bien envolver algunas piedras calientes en una toalla y colocarlas entre las sábanas, pero no le quedaban fuerzas. Era como si la impenetrable oscuridad la inmovilizase, silenciosa y opresiva. Empezó a sentir una extraña tirantez en la garganta. Dejó el peine a un lado, fue a la ventana y se apoyó en el marco. A través del cristal empañado, vio la calle principal del pueblo alumbrada por las luces que salían de la taberna Lucky Nugget.

No había estrellas en el cielo. En marzo, el sur de Oregón empezaba a disfrutar de algunos días de primavera, pero el de hoy había sido especialmente frío. Las capas de niebla cubrían la parte alta de los tejados. La claridad de la luna permitía ver el vapor de lluvia que caía sobre las aceras. Al día siguiente, la calle estaría llena de charcos. A diferencia de la cercana Jacksonville, Tierra de Lobos no había retirado aún la tierra y la grava de sus calles.

Tuvo otra vez un escalofrío, suficiente como para meterse corriendo en la cama y buscar la calidez entre las frías sábanas. Con la mejilla sobre la almohada, observó la rama desnuda que el viento agitaba al otro lado de la ventana.

Amy tenía miedo de cerrar los ojos, y esta noche más que ninguna otra. Leer ese artículo en el periódico había removido demasiadas cosas del pasado, recordándole todos esos horrores que ella prefería olvidar. Solo faltaban unas horas para que amaneciese, pero esto no evitaba la eternidad oscura que aún tenía por delante. Con estas historias en la cabeza, ¿vendrían los comancheros a sus sueños? Y si así era, ¿estaría el semblante de Antílope Veloz entre sus rostros brutales? En otras ocasiones, al despertar después de una pesadilla, el recuerdo de Antílope Veloz siempre había conseguido apaciguarla. Ahora él cabalgaba con los hombres de sus pesadillas, con los asesinos, los ladrones… y los violadores.

Se imaginó la salida del sol en las praderas de Texas, el horizonte hacia el este cubierto de débiles franjas rosadas, debajo de un cielo gris plomizo. ¿Se fijaría Antílope Veloz en el amanecer? ¿Jugaría el viento del norte, con ese olor dulce a hierba y flores salvajes de primavera, con su rostro? Cuando mirase al horizonte, ¿recordaría él, aunque solo fuera por un instante, aquel lejano verano?

A medida que el sol iba ascendiendo, Veloz López parecía sentir una tensión mayor entre los hombres con los que cabalgaba. Incluso su caballo negro, Diablo, parecía sentirla, ya que relinchaba y se movían con nerviosos quiebros. Veloz sabía que el aburrimiento en Chink Gabriel y sus hombres tenía el mismo efecto que la sujeción en los caballos: los volvía un poco locos. Durante muchos días habían viajado sin incidentes. Por si esto fuera poco, el aire cálido de la mañana transportaba los olores de la incipiente primavera. Esta estación del año ponía nerviosos a todos. Solo que, en el caso de estos tipos, la tensión podía hacer que se volviesen peligrosos.

Cubriéndose los ojos con el ala del sombrero negro, Veloz se echó hacia atrás en la silla y dejó que el paso sereno de los cascos de su caballo lo meciesen. Los pájaros gorjeaban posados sobre el campo de hierba y revoloteaban con frenesí cada vez que los caballos se acercaban demasiado. Vio también a un conejo que corría dando saltos a su derecha.

Por un momento deseó poder volver atrás en el tiempo, poder cabalgar otra vez con buenos amigos que, más allá de la línea de visión, se alzase un poblado comanche. Era un deseo que solía tener muy a menudo y le resultaba tan dulce, tan real, que casi podía oler la carne fresca puesta a cocinar al fuego.

A lo lejos se oyó el repique de campanas de una iglesia. Le anunciaba el día de la semana en el que estaban y la existencia de un pueblo en lo alto de la colina. Contrajo la boca, y trató de percibir una vez más los olores que traía el aire. Le llegó el aromaa ternera al fuego. Se pasó la mano por la mandíbula sin afeitar. En ese momento, daría lo que fuera por un baño y una buena jarra de whisky.

Chink Gabriel, que cabalgaba junto a Veloz, puso a su ruano al paso.

—Que me aspen si eso no es la campana de una iglesia. Hay un pueblo allí cerca. Anda que no hace tiempo que no huelo una falda, estoy más caliente que una perra en celo.

Algo más atrás, José Rodríguez escupió tabaco y dijo:

—La última vez que estuve con una muchacha, estaba tan borracho que a la mañana siguiente ni siquiera me acordaba de haber echado un casquete. Salí del pueblo tan caliente como cuando entré.

Toro Jesperson, cuyo nombre hacía honor a su corpulenta figura, emitió un desagradable mugido.

—Uno día de estos, vas a pagar muy caras tus borracheras.

—¿Ah, sí? ¿Y tú qué sabes? —le retó Rodríguez.

—Vas a agarrar una de esas enfermedades, vaya que sí. Te levantarás una mañana y verás que tienes podrida tu pistola.

—¿Y qué se puede esperar por dos dólares? —gruñó otro hombre—. Esas rameras con las que estuvimos la última vez eran lo más sucio que he visto nunca.

Rodríguez se rio.

—El único sitio limpio que tenía la mía era su teta izquierda, y solo porque Toro había estado con ella antes que yo.

—¡Eh, Toro! —gritó alguien—. ¿Acaso tu pistola se ve rara últimamente? ¡Porque la mierda de la de José parece haberse limpiado!

Hubo una explosión de risas y los hombres empezaron a contarse sus historias favoritas: las de prostitutas. Veloz los escuchaba solo a medias. Él solo había pagado una vez por obtener los favores de una mujer, y no porque ella le pidiese dinero, sino porque iba vestida con harapos. Entre comanches, las mujeres nunca tienen que vender sus cuerpos para sobrevivir. En opinión de Veloz, los hombres que frecuentaban los prostíbulos eran mucho más salvajes e insensibles que cualquiera de las fechorías que se supone que habían cometido los comanches.

Charlie Stone, un pelirrojo corpulento barbilampiño, hizo detener a su caballo tordo.

—Sí, también tengo el cuello dolorido. ¿Y tú qué, López?

Consciente de que la pregunta comportaba un desafío y de que su respuesta no iba de ningún modo a influir en lo que decidiesen veinte hombres, Veloz se sacó el reloj del bolsillo y echó un vistazo a la hora.

—Aún es temprano.

—Sí, todas las pichoncitas deben estar aún en la cama —sugirió alguien.

—Tal vez el negocio les fue mal anoche —comentó Chink—. Si no, diez dólares de más harán que se despierten al instante.

A Veloz no le hacía ninguna gracia entrar en los pueblos a plena luz del día. Y hoy menos que nunca, sabiendo que Chink y los demás estaban ansiosos de armar bronca. Haciendo un círculo con el caballo, alzó la vista por la llanura que se extendía ante ellos. En el horizonte podía verse una granja. Volvió a meter el reloj en el bolsillo y sacó una moneda de cinco dólares que lanzó al aire en dirección a Chink.

—Me parece que voy a ir a echarme una siesta. Tráeme una botella cuando vuelvas.

—No se puede joder con una botella —protestó Charlie—. Tú no eres normal, López. ¿Acaso te crees demasiado bueno para ir de putas o qué? —Al ver que Veloz no respondía, Charlie apretó el labio—. Irás donde nosotros vayamos. Es la norma. ¿No es cierto, Chink?

Veloz saltó para bajarse del caballo, haciendo sonar las espuelas al pisar la hierba.

—Lo que pasa es que tienes miedo, eso es lo que pasa —se jactó Charlie—. Tienes miedo de que algún chico malo reconozca esa linda cara tuya y te arranque la cabeza de cuajo. ¿No es así, López? Te estás ablandando.

Con cara inexpresiva, Veloz devolvió la mirada a Charlie Stone y soltó de golpe la cincha de la silla. Después de unos momentos de tensión, Charlie carraspeó con nerviosismo. Apartó la mirada. Veloz desensilló al caballo y, bordeando a los otros jinetes, lo condujo hasta un lugar a la sombra.

Chink suspiró, espoleó su montura y salió disparado hacia el pueblo. Veloz sabía que al jefe de los comancheros no le gustaba que uno de sus hombres se quedara fuera. Pero él no se consideraba uno de sus hombres, nunca había sido así, y tampoco iba a cambiar ahora. La única razón por la que se había quedado con Chink un año y medio atrás era para seguir en movimiento. Los problemas tenían la virtud de pisar los talones de uno, y él tenía que ser listo si quería evitarlos.

—¿Estás seguro de que no quieres venir? —preguntó Chink.

Veloz ató su caballo y después se tumbó de espaldas en la sombra, con la silla como almohada. Sin responder, cerró los ojos. Sabía que Chink no tenía agallas para desenfundar las pistolas por algo tan trivial.

—Vamos —dijo Charlie—, deja a ese sucio hijo de puta que duerma tranquilo.

Cuando el sonido de los cascos se perdió en la lejanía, Veloz sacó sus revólveres Colt 45 plateados de la cartuchera y se puso a revisar el tambor, una costumbre ya arraigada en él. Después volvió a recostarse en la silla, abandonándose al sueño con la confianza de quien tiene en sus manos dos armas cargadas y está dotado de un fino oído y rápidos reflejos.

No pasarían ni cinco minutos antes de que Veloz tuviera que poner a prueba tanto su oído como sus reflejos. Unos caballos se acercaban, y lo hacían a gran velocidad. Se puso en pie de un salto y sacó la pistola antes incluso de reconocer el sonido por completo. Al descubrir que el primer caballo era el de Chink, Gabriel se relajó un poco. Los hombres azuzaban sus monturas, y esto solía presagiar que se avecinaban problemas. Veloz enfundó su Colt y ensilló rápidamente el caballo, listo para cabalgar si era necesario.

—Mira lo que hemos encontrado —gritó Chink mientras dirigía el caballo hacia donde estaba Veloz—. Una pichoncita, y que me aspen si no es la cosa más sabrosa que has visto nunca.

Aunque le deslumbraba el sol, Veloz vio que Chantal llevaba a una chica colocada en la silla como si fuera un fardo. Una mata de pelo dorado le cubría la cara y formaba una especie de cortina espesa que llegaba hasta la panza del caballo.

A Veloz se le encogió el estómago. Desde que se enteró tres años atrás de la muerte de Amy, rara vez se permitía pensar en ella, pero cada cierto tiempo, como ahora, los recuerdos entraban en su cabeza sin llamar, amargos, y entonces le invadía una sensación de pérdida insoportable. El cabello de esta chica era de color rubio amarillo, y aunque el de Amy era dorado como la miel, el parecido le golpeó como si le hubiesen dado una patada bien dirigida. Años atrás Amy también había sido víctima de una banda de comancheros.

Chink saltó del caballo, sonriente y sin afeitar. Se puso a sobarse la entrepierna con una mano.

—Sacaremos un buen precio por ella en la frontera, pero antes, no creo que pierda mucho valor si la probamos un poco.

Charlie cabalgó hasta él y dejó caer a la chica del caballo. La muchacha gritó al sentir el golpe del hombro contra la hierba. A duras penas, trató de ponerse en pie. Llevaba una ropa que Veloz no había visto nunca antes, una falda pantalón y una blusa hecha a medida que se ajustaba a sus pechos como una segunda piel. Imaginó que el atuendo había sido diseñado para montar a caballo, pero fuera cual fuera su propósito, un modelo tan revelador del cuerpo femenino no servía sino para azuzar los apetitos masculinos… veinte, en concreto.

La chica echó a correr. Tres hombres espolearon sus caballos para perseguirla, riéndose de sus intentos de fuga. Veloz apretó la mandíbula. No estaba de acuerdo con las violaciones, pero no podía ayudar mucho a la chica con veinte pistolas apuntándole al gaznate. Para empezar, esa maldita chica no debería haber estado cabalgando sola.

Chink dejó colgando las riendas del caballo y corrió a coger a la rubia, riéndose al ver que se resistía. Le dio una patada y la llevó de vuelta al sitio en el que había sombra. Los otros hombres descendieron de sus caballos y le siguieron como polluelos a la gallina. Veloz se mantuvo en silencio. Chink tiró a la chica al suelo y la agarró por la blusa. Los botones salieron volando. La tela se rasgó. Dando un gran chillido, la chica forcejeó con todas sus fuerzas para librarse de él.

—Maldito seas, Toro, no vas a tener ni que limpiarle las tetas —gritó alguien.

—Que alguien me ayude a quitarle los pantalones —ordenó Chink.

Veloz se dio la vuelta y se alejó caminando. Solo un idiota se dejaría matar por una mujer que no conocía. Con esa ropa estaba pidiendo a gritos que la abriesen de piernas. Terminó de apretar la cincha de la silla, haciendo oídos sordos a los gritos de la chica. ¿Acaso pensaba que alguien iba a oírla? En todo caso nadie a quien le importase su bienestar.

Chink gruñó como si le hubiesen dado una patada. Al momento siguiente, Veloz oyó el enfermizo estampido que hace un puño al tocar la carne. La chica volvió a gritar.

—Haced que la putita se quede quieta —berreó Chink—. Vosotros dos, cogedla por los tobillos. No tan fuerte. Me gusta que luchen un poco. Porque vas a enfrentarte a mí, ¿verdad, preciosidad? Te vas a animar y darme un viaje de los que pueda luego recordar, ¿a que sí?

Algunos de los hombres rieron y vitorearon para animarlo. Veloz sabía sin mirar que Chink se estaba colocando. Centró la atención en las alforjas de la silla y se puso a apretar las correas. La risa de los hombres casi ensordecía los gritos desesperados de la chica. Aun así, los oídos de Veloz empezaron a sentir el llanto como propio. Empezó a sudarle la cara. Con un tirón de rabia, volvió a apretar una de las correas. Dado que era poco lo que podía hacer, le parecía absurdo permanecer allí y escucharlo todo.

Agarrándose al cuerno de la silla, puso una bota en el estribo. La chica gritó:

—¡Dios mío, no! ¡Por favor! —Veloz se quedó helado. Recuerdos de Amy corrieron por su cabeza. Esta chica no tenía ningún tipo de relación con ella, por supuesto, si no era el hecho de ser rubia y mujer. Cerró los ojos, diciéndose a sí mismo que sería un completo imbécil si se metía.

Entonces, antes de poder convencerse de nada, sacó el pie del estribo y se quitó el sombrero, sujetándolo por los cordones al cuerno de la silla de montar. Era domingo. Aunque Veloz no siguiese la religión tosi, no podía pensar en nadie que mereciese ser violado durante el Sabbath. Dio una palmada en el lomo de Diablo, para que pudiera correr hacia un lugar seguro, y le alivió ver que el caballo de Chink lo seguía. No tenía sentido que los animales saliesen heridos.

Veloz se dio la vuelta lentamente, cada vez más convencido de lo que iba a hacer después de ver el culo desnudo de Chink iluminado por el sol. Un hombre no podía ir muy lejos con los pantalones bajados.

—¡Chink!

De repente, se hizo un gran silencio. Incluso la chica se calló. Todos los ojos se volvieron hacia Veloz, quien permanecía de pie con sus largas y negras piernas abiertas, los codos doblados y un poco hacia atrás y las manos puestas sobre las cartucheras. Los ojos azules de Chink se entornaron.

—¿No estarás pensando en disparar a veinte hombres? —dijo—. Ni siquiera un descerebrado como tú haría una locura así.

Veloz no necesitaba que Chink le dijese que lo que estaba a punto de hacer era una estupidez. Acabaría muerto, y a la chica la violarían de todas formas. Era sobre todo una cuestión de cuán bajo podía caer un hombre, y él ya había caído demasiado bajo como para poder largarse de allí y seguir viviendo en paz consigo mismo.

—Tú caerás conmigo —le dijo a Chink suavemente.

La chica contuvo un sollozo y aprovechó el momento de distracción para mover las caderas fuera del hombre que casi la había penetrado. Veloz lo registró todo con su agudeza sensorial, consciente de la brisa que agitaba su pelo corto, del cuello de la camisa abrasándole la garganta, del peso de las pistolas en sus caderas. Por un instante pudo ver el rostro de Amy y se sintió reconfortado al saber que ella lo esperaba en el más allá, y que con lo que iba a hacer podría por fin reunirse con ella con la cabeza bien alta.

Los ojos de Chink se entornaron aún más.

—Te veré en el infierno, maldito cabrón —dijo mientras cogía su pistola.

Con la rapidez que había hecho de su nombre una leyenda, Veloz desenfundó, levantó el percutor de la pistola con el dedo pulgar y agitó la mano derecha a la altura del estómago para mover la espuela del percutor. Algunos de los que rodeaban a Chink reaccionaron y desenfundaron sus pistolas. Para Veloz se habían convertido en rostros borrosos, objetivos capaces de matarlo si él no los mataba primero. Seis disparos salieron de su arma en una sucesión tan rápida que sonaron como una explosión. Chink cayó de espaldas sobre la chica. Otros cinco hombres se desplomaron, muertos antes de abrir fuego. La chica empezó a gritar, tratando de sacar la pierna de debajo del cuerpo de Chink. Los caballos, acostumbrados a los tiroteos, se movieron y dieron un relincho.

Veloz se tiró a tierra y empezó a rodar. Una ligera elevación del terreno le proporcionaba cierto resguardo. La tierra empezó a formar nubes de polvo alrededor de él mientras los catorce hombres que quedaban recuperaron el sentido y empezaron a disparar. Veloz cargó su otro revólver y, en un segundo barrido, hizo otros tres disparos. Tres hombres cayeron al suelo.

En una tregua de disparos, Veloz se elevó sobre un codo, la adrenalina bloqueando el miedo y la palma de la mano preparada sobre el empeine del percutor.

—¿Quién de vosotros, malditos cabrones, quiere ser el siguiente?

Entre todos, los once hombres que quedaban tenían al menos cien cartuchos listos para disparar. Cuando ninguno de ellos se aventuró a disparar, Veloz dijo:

—Soy hombre muerto, y lo sabéis. Pero si yo caigo, me llevaré a tres más de vosotros conmigo. —Consciente de que José era lo más parecido a un líder entre los hombres que quedaban vivos, Veloz puso los ojos en él—. Rodríguez, tú serás el primero.

Un temblor de miedo contrajo la cara morena del mexicano. Con las pupilas dilatadas, miró fijamente al cañón del 45 que empuñaba Veloz. Después de un momento, soltó el revólver y levantó las manos.

—No hay mujer sobre la tierra que merezca que uno arriesgue el pescuezo por ella.

Veloz vio que varios de los hombres miraban desconcertados a Chink. Sin un jefe al que obedecer, Veloz supuso que no debían de estar muy seguros de lo que hacer. Tomando el ejemplo de Rodríguez, los hombres dieron todos un paso atrás y soltaron las armas.

—Si tanto la quieres, quédatela —dijo uno.

—No quiero tener problemas contigo, López.

Toro escupió y miró a Veloz con ojos asesinos.

—Supe que nos traerías problemas desde la primera vez que te vi. Pero las cosas no van a quedar así. Te lo prometo.

—Cállate, Toro, y súbete al maldito caballo —le ordenó Rodríguez.

Veloz siguió tendido boca abajo hasta que los once hombres se hubieron marchado. Después se volvió para mirar a la chica, que se había quedado extrañamente en silencio. Estaba sentada con la espalda arqueada, como un ciervo asustado, sus ojos azules fijos en la parte baja del torso desnudo de Chink. Veloz supuso que era la primera vez que veía a un hombre desnudo. Era algo que no podía evitarle. Que viera esa imagen era infinitamente mejor que lo que había estado a punto de ocurrirle.

Se levantó y enfundó las armas. Las manos le temblaban con el incontrolable miedo que seguía siempre a un tiroteo. Pasó la mirada por los cuerpos desperdigados y se le encogió el estómago. Cerró los ojos y dobló los dedos, sintiendo el sudor frío sobre el cuerpo. Asesinar. Estaba cansado de hacerlo, terriblemente cansado. Y sin embargo, daba igual lo que hiciera, parecía que nunca podía evitar hacerlo.

Silbó para llamar a su caballo y, cuando el animal trotó hasta él, abrió las alforjas en busca de más cartuchos. No iba a arriesgarse a que Rodríguez y los otros volviesen. Solo después de haber recargado sus Colts, se ajustó el sombrero de ala ancha sobre la cabeza y caminó hacia donde yacía Chink. Arrastró al comanchero lejos de la pierna de la chica y después le subió los pantalones.

—¿Estás bien? —preguntó, con más brusquedad de lo que hubiera querido.

Ella miró primero el cuerpo de Chink y luego el de los otros ocho hombres que yacían a su alrededor. Veloz suspiró y se pasó la mano por el pelo, sin saber muy bien qué hacer. Si la llevaba así al rancho que se veía a lo lejos, el único agradecimiento que recibiría sería sin duda una cuerda al cuello.

Reunió la ropa de la muchacha, que eran más jirones que algo posible de llevar. Arrodillándose junto a ella, empezó la difícil tarea de vestirla, para descubrir muy pronto que era una misión imposible. Le tocó el hueso de la mandíbula con un dedo.

—Te dio un buen golpe, ¿eh?

Ella parpadeó mirándole a los ojos, aún conmocionada.

Veloz caminó hacia su caballo y cogió una de las camisas que guardaba en el hatillo de ropa. La muchacha no opuso ninguna resistencia cuando le pasó las mangas de la camisa negra por sus inertes brazos. Ni se inmutó cuando le rozó los pechos con los nudillos al abotonarle la camisa. Veloz supuso que seguía insensible, paralizada por el miedo.

—Siento no haberle disparado antes —empezó a decir—, pero pensé que no podía tener ninguna oportunidad. Supongo que tal vez ese dios vuestro oyó a usted rezar y decidió que debía ayudarla.

No parecía oír lo que le decía. Veloz suspiró y fijó la vista en el rancho, preguntándose si viviría allí. Lo hiciera o no, era la casa más cercana, y el tiempo corría en su contra. Tenía que marcharse de allí. Aunque no los hubiera conocido nunca, sabía que Chink tenía dos hermanos que no dejarían que las cosas quedasen así. En cuanto Rodríguez recapacitara un poco, volvería. Si no vengaba la muerte de Chink, los hermanos Gabriel lo harían.

Veloz llevó en brazos a la muchacha, que seguía temblando, hasta su caballo. Pareció reaccionar un poco cuando él la colocó en la silla. Se montó detrás de ella, y cuidando de no acercar la mano a sus pechos, le rodeó el cuerpo con el brazo.

—Gracias —susurró ella con voz temblorosa—. Gra… gracias…

—No tiene por qué darlas. Me moría por un poco de acción.

Cabalgaron en silencio un par de kilómetros hasta que la muchacha por fin pareció recobrar la compostura. Después de unos cuantos minutos, emitió un suspiro largo y entrecortado.

—Me ha salvado. Podía haberse marchado, pero no lo hizo. ¿Por qué?

Veloz se quedó callado y fijó la mirada en la casa que tenían ante ellos. Quería decir «¿Por qué no?», pero no lo hizo. Una muchacha de su edad nunca entendería lo banal que la vida podía ser para un hombre que vagabundeaba de un pueblo a otro, con toda su gente muerta, sus seres queridos muertos, sus sueños muertos.

—Nunca he visto a nadie disparar tan rápido.

Veloz puso su caballo negro al trote, sin contestar.

—Solo un hombre puede disparar de esa forma. —Dobló el cuello para mirarle, los ojos muy abiertos con una mezcla de asombro y miedo en ellos—. Mi padre me había hablado de usted. Es Veloz López. Él tiene una cicatriz en la mejilla, como usted. Ahora que lo pienso, ¡incluso se parece a él!

Veloz trató de mantener el tono lo más neutro posible.

—Solo soy un vagabundo que ha tenido suerte, eso es todo.

—Pero yo oí a uno de esos hombres llamarle López.

Veloz se resistió negándolo con vehemencia.

—Gómez, no López.

—Es Veloz López. —Se volvió para estudiarle—. Vi una fotografía suya una vez. Se viste todo de negro y es guapo, como en la foto. ¿Es verdad que ha matado a más de un centenar de hombres?

Sintiéndose atrapado, Veloz apartó la mirada. Mañana a esa hora, cualquiera a cincuenta kilómetros a la redonda habría oído lo del tiroteo y el número de muertos a sus espaldas se multiplicaría con el boca a boca. Y en algún lugar ahí fuera, un novato con ganas de hacerse famoso escucharía la historia y pondría a punto sus pistolas. Antes o después Veloz se encontraría de pie en alguna sucia calle, enfrentándose a ese chico y teniendo que decidir si iba a dispararle o dejarse matar. Y como siempre le había pasado hasta entonces, en ese segundo de duda, sus reflejos se harían con el control de su mano y desenfundaría sin pensarlo.

El escenario siempre era el mismo, y siempre sería así. Veloz maldijo el día en que había tocado un revólver por primera vez.

Con la mirada puesta en el oeste, contempló el horizonte. Oregón. Estos últimos meses había pensado muy a menudo en su amigo de toda la vida, Cazador. Veloz ya no estaba seguro de creer en la antigua profecía comanche que había conducido a Cazador al oeste. No parecía posible que los comanches y los blancos pudiesen vivir en armonía en ningún sitio, al menos no en esta vida. Probablemente Cazador se habría establecido en Oregón y no habría encontrado nada más que odio. Pero eso en realidad no importaba. Para Veloz, la idea de estar entre amigos de nuevo, incluso aunque fueran solo unos pocos, constituía una salida muy atractiva.

La mujer tosi de Cazador, Loretta, había enviado varios años atrás una carta a la reserva india invitando a cualquiera de la tribu a que se uniera a ellos en las tierras del oeste. Veloz no había estado presente para oír la lectura en voz alta hecha por la mujer del pastor, pero había oído a los otros hablar de ella, susurrando el nombre de Oh-rhee-gon y mirando con deseo hacia el horizonte. En ese momento, Veloz había dejado ya de soñar en mejores lugares, pero ahora… Se le hizo un nudo en la garganta. Con la pesadilla de vida que llevaba, un sueño, incluso si este no tenía más consistencia que una nube de humo, bien valía la pena ser perseguido.

Veloz no tenía idea de qué tipo de lugar sería Oregón, pero había tres cosas que lo hacían recomendable: estaba muy lejos de Texas, de los hermanos Gabriel y de la leyenda de Veloz López. En el momento en el que dejase a la muchacha en la casa del rancho, partiría hacia el oeste.