Capítulo 6
A Amy le dio un vuelco el corazón. Se dio la vuelta y todos los paquetes se le cayeron al suelo. ¡Veloz! Dios bendito, había entrado en su casa. Escudriñó la oscuridad. Pudo oler las trazas de cuero y tabaco en el aire. Poniéndose una mano en la garganta, gimió.
—¿Dónde estás, Veloz?
—Aquí mismo.
Fue un susurro en su oreja. Amy solo pudo chillar de terror.
—¡Por todos los demonios! ¿Quieres que me dé un ataque al corazón? —Se volvió, tratando de ver—. ¿Por qué estás en mi casa?
—Nuestra casa. Estamos prometidos. Lo que es tuyo es mío —le recordó, con una voz que provenía de un lugar ligeramente distinto esta vez—. Eres mía, a todos los efectos.
Ella hizo un sonido de protesta pero no pudo articular lo que pensaba.
—Amy, amor, has olvidado todo lo que te enseñé. Con lo ciega que eres cuando se hace de noche, deberías tener más cuidado. Es una estupidez entrar y cerrar la puerta con cerrojo antes de comprobar si estás sola. Ni siquiera te paraste a escuchar primero. Alguien podría esconderse aquí una noche y esperar a que cerrases la puerta. Nunca podrías abrirla lo bastante rápido como para escapar de él.
No se le escapó la amenaza velada.
—La casa de Loretta y Cazador está lo bastante cerca como para que me oigan gritar.
—Si es que puedes gritar. Cuando un hombre trae malas intenciones, lo primero que hace es ponerte una mano sobre la boca.
Amy localizó la voz y se volvió hacia allí.
—Hasta que tú viniste, nunca tuve que preocuparme por ser acosada en mi propio salón.
—Y ese es tu problema, ¿verdad, Amy? Vives en tu pequeño mundo seguro, en un pequeño pueblo seguro, en una pequeña casa segura, y la vida es la misma, un día tras otro. —Un brazo fuerte le rodeó la cintura atrayéndola hacia un cuerpo fuerte y esbelto—. Ahora estoy aquí y ya no podrás sentirte segura ni un minuto sobre lo que pueda ocurrir después.
—He ido a casa de Loretta hoy —gritó ella.
—Cuando yo no estaba allí. Lo siento, Amy. Te di una oportunidad. Ahora lo intentaremos a mi manera.
Con esto, sus labios reclamaron los de ella. Por un instante de locura, el beso la deslumbró de tal manera que no pudo pensar, mucho menos sentir miedo. Se apoyó en sus hombros para apartarse. Terciopelo contra acero. Así era como se sentía en sus brazos. Luchó por mantener los labios cerrados y perdió la batalla. Él se inclinó y su boca encontró la manera de introducirle la lengua en lo más profundo. Fue demasiado tarde cuando ella quiso darse cuenta de que tenía la boca abierta.
Intentó decir su nombre, soltarse, pero él la sujetaba de tal modo que no tenía escapatoria. Y su boca. Veloz inclinó la cabeza y la besó hasta que todo le dio vueltas. Cuando él se apartó para tomar aliento, ella se agarró a él como sin vida, con las piernas temblando y la respiración entrecortada sobre la curva de su cuello.
Entonces el miedo le corrió por las venas. La puerta. Había echado los dos cerrojos. Estaba encerrada allí con él y se colgaba de sus brazos como un fardo inconsciente, invitándole a besarla de nuevo. Y posiblemente algo más. Algo más…
Poniéndole las manos en el pecho, le dio un golpe para apartarlo y se sorprendió al notar que él retrocedía. Sabía que tenía fuerza de sobra para inmovilizarla si quería hacerlo. Se alejó de él balanceándose. Al menos, eso esperaba, porque lo cierto era que no podía verlo.
—Por favor, Veloz, qui… quiero que te vayas. —Como si emergiesen de la oscuridad, notó unos nudillos que le rozaban la mejilla, asustándola de tal modo que dio un salto. Fue una caricia suave, tan increíblemente suave que le cortó la respiración—. Por favor, Veloz.
Le temblaba la voz. Él apartó la mano. Tragando saliva y cerrando los ojos, esperó a que él sacase el brazo de la oscuridad y la agarrase de nuevo. Pero lo que oyó fue el sonido de los cerrojos. La puerta se abrió de par en par, y ella pudo ver su alta silueta contra la luz de la luna que iluminaba el porche.
—No más juegos de escondite, Amy. Volveré. —Su voz le llegó como una ráfaga de aire frío, aunque en realidad no contuviese ninguna amenaza, sino solo una promesa cálida y vibrante—. Una y otra vez. Hasta que te olvides de rechazarme, hasta que te olvides de tener miedo, hasta que lo olvides todo salvo la certeza de que me amas.
Moviéndose como si fuese una sombra sin sustancia, salió y cerró la puerta, dejándola hundida en la oscuridad de su casa. Amy se tambaleó al chocar con los paquetes y correr hacia la puerta para echar el pestillo. Cuando los hubo cerrado, dejó caer la frente contra la madera, aliviada y débil, sintiendo la rapidez con la que le latía el pulso.
Por las grietas de la puerta, pudo oír su voz.
—¿Ahora te sientes más segura? —Creyó oír una risa del otro lado. La furia le hizo levantar la cabeza—. Una puerta cerrada no me detendrá, Amy. Sabes condenadamente bien que no lo hará. ¿Así que para qué te molestas?
Amy pegó el oído a la puerta. ¿Se habría ido? Le retumbaban las sienes. Se dio la vuelta y aguzó el oído por si podía captar cualquier sonido que proviniese de las ventanas. Sabía demasiado bien que si Veloz quería entrar, lo haría tan silenciosamente como un gato.
Los segundos fueron convirtiéndose en minutos. Amy apoyó la espalda contra la pared. ¡Demonios! Esta era su casa. Lo era todo para ella. Él no tenía derecho a entrar en ella de ese modo.
Temblorosa y desorientada, se dirigió hacia la mesa, encendió la lámpara y se arrastró hasta el dormitorio. La colcha de la cama estaba removida, como si él se hubiese tumbado allí, lo que para Amy era una última prueba de la invasión de su privacidad. Había un platillo de la cocina sobre la mesilla de noche y una colilla encima.
Lentamente, giró sobre sí misma para observar la habitación. Las cosas que tenía sobre el escritorio habían sido movidas: el cepillo del pelo, el espejo, el perfume. Fijó la atención en la ropa interior que había lavado la noche anterior y que había puesto a secar sobre los barrotes de la cama. Creyó recordar que había colgado los pololos con la cintura hacia la cama y las perneras hacia el suelo. Ahora estaban puestos al revés. Se sintió furiosa. E impotente.
Encendiendo la lámpara de la mesilla, se hundió en la cama con la vista puesta en el techo. Imaginó las manos de él tocando su ropa interior. ¿Qué otra cosa podía esperar de un hombre capaz de matar sin pestañear, de un hombre que había cabalgado con los comancheros? Los hombres como Veloz se guiaban por sus propias reglas, siempre a merced de su estado de ánimo.
Amy se abrazó en un intento por dejar de temblar. Conocía a Veloz demasiado bien. Le había declarado la guerra. ¿Por cuánto tiempo se contentaría solo con las burlas? No demasiado, si no estaba muy equivocada. Si lo demás no funcionaba, trataría de doblegar su voluntad de una manera o de otra. Ese pensamiento le aterraba como ninguna otra cosa en el mundo. Ser su mujer, su propiedad, forzada a obedecerle, a pasar su vida cumpliendo sus deseos, tratando de complacerlo para que no se enfadase, sin leyes a las que recurrir…
La rama del árbol que tocaba la ventana de la habitación golpeó el cristal haciéndole dar un brinco. Temblando, se tapó los ojos con la mano. ¿Cuánto tiempo podría resistir este estado de tensión continua? ¿Por Dios bendito, qué podía hacer? Veloz se había criado como comanche. Toda su vida había visto cómo los hombres poseían a las mujeres contra su voluntad, Cazador incluido. Hacerla desaparecer durante la noche sería para él como un juego de niños. ¿Y después? El recuerdo de los comancheros pasó por su mente. Este recuerdo y aquellos otros…
«Otra vez no, por favor, Dios, otra vez no.»
Unas gotas de sudor le cayeron por la frente. Un año antes, nunca hubiese pensado que Veloz fuera capaz de hacerle daño, pero ya no era la misma persona que había conocido. La vida lo había endurecido, lo había convertido en alguien seco e implacable. Ahora le tenía miedo, un miedo que le helaba los huesos, y detestaba que la hiciese sentir tan indefensa.
La luz grisácea de la mañana se coló por la ventana. Bostezando, Amy se acurrucó entre las mantas, disfrutando del placer de poder remolonear por las mañanas y despertar con el olor a panceta de cerdo y café. Loretta estaba ya levantada y preparando el desayuno.
Con los ojos abiertos, se quedó mirando la ventana, tratando de acostumbrarse a la realidad del nuevo día. Las cortinas de encaje blanco, el papel de flores, el barrote del cabezal de su cama. Se desperezó. Esta era su casa.
Ya completamente despierta, Amy se levantó de la cama, echó mano del chal y corrió hacia la puerta. Silencio. Se aventuró por el salón hasta la parte trasera de la casa, pisando sin hacer ruido el suelo con los pies descalzos y haciendo una mueca cuando las maderas crujían. Apoyada en el marco de la puerta, escudriñó la cocina. La habitación estaba a oscuras, salvo por la débil luz que entraba por el ventanuco superior.
—¿Quién anda ahí? —preguntó—. Índigo, ¿eres tú?
Nadie. Frunciendo el ceño, traspasó el umbral, con la vista puesta en la mesa. Había tres rosas rojas en uno de los jarrones. ¿Del jardín de Loretta? Los arbustos de detrás de la casa de los Lobo tenían aún unas cuantas flores. Con la piel de gallina, se dio la vuelta y vio que su sartén de hierro fundido descansaba sobre el hornillo, llena de patatas fritas, tiras de panceta y huevos. Tocó el lateral de la tetera. Estaba caliente.
Amy volvió corriendo al salón y miró hacia la puerta. Los cerrojos seguían echados.
—¿Hola? —Le dolía la garganta—. Veloz, tienes que ser tú. —No obtuvo ninguna respuesta.
Recorriendo la casa, Amy registró rápidamente todos los rincones, terminando en el dormitorio. Perpleja, hundió los pies en la alfombra y puso los brazos en jarras. ¿Cómo era posible que hubiese entrado, preparado el desayuno y salido por la puerta que aún permanecía cerrada?
Una mancha roja sobre la almohada llamó su atención. Era una rosa. Se acercó para verla mejor. No la había visto antes, al levantarse.
Veloz. Había entrado, de algún modo, y después se había ido. A pesar de la pureza perfecta de la rosa, Amy estaba segura de que no era un gesto romántico. Era más bien un mensaje para ella. «Cierra puerta y ventanas. Esto no me detendrá. Nada lo hará. Estuve aquí mientras dormías, y no te enteraste de que estaba aquí.»
Se oprimió el pecho con la palma de la mano, tratando de respirar. Tenía que hacer algo para detenerlo, y tenía que hacerlo pronto.
Veloz blandió el hacha, atravesando con la hoja el tronco que pretendía partir. El sudor le chorreaba por las sienes, pero seguía trabajando, tan frustrado que empezaba a dudar de que la remesa de leña que Cazador le había dado para cortar fuese suficiente para calmarle los nervios.
¡Menuda cobarde! Se había ido a la escuela como si nada hubiese pasado, sin dedicar siquiera una mirada a la casa de Cazador. ¿Cuánto tendría aún que presionarla antes de conseguir que reaccionara? Veloz apretó los dientes, blandiendo de nuevo el hacha con un gruñido de disgusto. Había esperado más de ella. Algún tipo de enfrentamiento, al menos. Incluso que al hacerlo temblase.
Le dolían los brazos y sentía que se quedaba sin pulmones, así que dejó el hacha clavada en vertical sobre el tocón y dirigió la vista hacia la escuela. «¿Qué es lo que te pasa, Amy?» ¡Se había escondido en su casa durante cuatro días! Era como si algo vital en su interior se hubiese quebrado. Podía entender que se sintiese intimidada por él, pero no hasta ese punto. ¿Qué había sido de su orgullo? ¿Y del increíble temperamento que había mostrado una vez? Ahora parecía que su respuesta para todo era ponerse pálida y temblar.
Una sonrisa triste le curvó la boca. «Admítelo, López. En tu interior, esperabas que le gustasen las rosas, que en vez de enfrentarse a ti, viniera para darte las gracias y firmar una tregua.»
—¿Señor López?
López se dio la vuelta hacia la voz que le hablaba, incómodo por haber dejado que alguien se le acercara sin que él se diera cuenta. Sería hombre muerto si dejaba que esto le ocurriese con frecuencia. Se centró en el hombre alto y corpulento que caminaba hacia él, sorteando las gallinas de Loretta que picoteaban el suelo en busca de semillas. La luz del sol iluminaba la placa que el hombre llevaba en la camisa. Veloz contuvo una maldición.
—Usted debe de ser el comisario Hilton.
El representante de la ley asintió y se detuvo a unos metros de Veloz, mirando con reticencia sus pistolas.
—Siento comparecer de esta manera. Pero se ha presentado una queja contra usted.
Veloz se limpió el sudor de la barbilla, con la vista puesta en la escuela.
—Me lo imaginé en cuanto vi su placa. Me amenazó con que iría a verlo. No pensé que hablase en serio.
—Pues se equivocó. —El comisario Hilton frunció el ceño—. Tengo entendido que entró anoche en casa de la señorita Amy sin su permiso… dos veces. ¿Lo niega?
Veloz agarró con más fuerza el mango del hacha.
—No.
—A mi parecer, un hombre podría encontrar mejores cosas que hacer que atormentar a una mujer indefensa.
¿El desayuno y las rosas se consideraban ahora un tormento? Veloz cambió el peso de su cuerpo de un pie a otro.
—¿Indefensa? Usted no conoce bien a la señorita Amy, comisario. Puede ser un verdadero torbellino cuando se enfada.
El comisario se frotó la barbilla.
—Voy a tener que insistir en que debe dejarla tranquila. ¿Tengo su palabra sobre esto?
Veloz se irguió de hombros.
—No, señor, no la tiene.
El comisario dirigió otra mirada nerviosa a las pistolas de Veloz.
—O me da su palabra, o tendré que meterlo entre rejas. Sé que Amy es una mujer muy bonita, pero existen formas más apropiadas de cortejar a una dama. Entrar en su casa no es una de ellas. —Mordiéndose el labio, el hombre lo miró a los ojos—. Conozco su reputación. —Su voz temblaba ligeramente al hablar—. Sé que puede matarme ahora mismo, porque yo no soy un tirador rápido. Pero tengo que hacer cumplir la ley. No puede molestar a una mujer indefensa en mi pueblo y andar por ahí como si nada.
Veloz respetó sus palabras.
—Nunca he disparado a un hombre que no me hubiese disparado primero —contestó, con los dientes apretados.
El comisario se relajó un poco.
—No soy estúpido.
Furioso, Veloz volvió a clavar la hoja del hacha en el tocón y estiró el brazo para coger su camisa.
—Cuando la señorita Amy le puso la denuncia, ¿le mencionó por un casual que ella y yo estamos prometidos?
Los ojos del comisario se llenaron de sorpresa.
—¿Prometidos?
Veloz se dirigió tranquilamente hacia él, poniéndose la camisa y abrochándose los botones.
—Desde hace quince años. Según la ley comanche, ella es mi mujer.
—No recuerdo que ella lo mencionara. Por supuesto, la ley comanche no es de mi incumbencia, por lo que significaría una gran diferencia. La ley de los blancos prohíbe a un hombre aterrorizar a una mujer.
—¿Aterrorizar? ¡Le preparé el desayuno y le llevé rosas rojas recién cortadas!
El comisario parecía confundido ahora. Trató de digerir esta información y suspiró.
—A veces es imposible entender a las mujeres.
Veloz llegó hasta él. Pretendiendo una indiferencia que estaba lejos de sentir, le dijo:
—Supongo que puede encerrarme. Pero ¿por cuánto tiempo? ¿Un día, quizá dos?
—Creo que un día será suficiente para bajarle los humos. Aunque sería mucho más fácil si accediese a dejarla en paz.
—No puedo hacer eso. —Solo el pensamiento de estar encerrado le hacía sentir un nudo en el estómago—. Y en cuanto a bajarme los humos, está equivocado. En cuanto vuelva a salir, voy a ir directamente a su casa y hostigarla hasta que le tiemblen los dientes. Ha llevado las cosas demasiado lejos al meterle en esto. ¡Por unas rosas! No me lo puedo creer.
El comisario se aclaró la garganta.
—Señor López, no la amenace delante de mí. Lo encerraré y tiraré la llave al río.
Veloz se puso a andar en dirección a la cárcel, metiéndose la camisa por debajo del pantalón.
—No es una amenaza, es una promesa. —Se dio la vuelta, arqueando una ceja en dirección al comisario—. Bueno, ¿viene o no?
Amy nunca había visto a Cazador tan enfadado. Corrió hacia donde él estaba tratando de hacerle entrar en razón.
—No puedo dejar de este modo la clase. A Veloz no le pasará nada porque espere a que termine la clase.
—Está esperando en una celda —protestó Cazador—. ¡Y tú sabes cómo la gente de nuestro pueblo se siente entre barrotes, Amy! Índigo y Chase pueden ocuparse de la clase hasta que vuelvas.
Amy estuvo a punto de tropezar con las enaguas.
—Nunca fue mi intención que terminara en la cárcel, Cazador. Tienes que creerme.
—Fuiste a ver al comisario.
—Sí, pero solo para pedirle que interviniera. Pensé que en cuanto hablase con él, Veloz me dejaría en paz. —Amy se levantó la falda satinada de rayas grisáceas para subir el escalón de la acera—. De todas formas, es un condenado pistolero cabezota —murmuró—, ¿por qué no ha podido prometer que no se acercaría más a mi casa? El comisario no lo habría encerrado si Veloz hubiese sido razonable.
—¿Razonable? —Cazador la fulminó con la mirada—. También es su casa. El comisario no entiende esto, pero tú sí.
—Según vuestras creencias —le recordó ella.
Cazador se detuvo. Sus ojos echaban chispas al mirarla.
—Hasta ahora, habías respetado nuestras costumbres. El día que dejes de hacerlo, dejarás de ser parte de nuestra familia. ¿Lo entiendes?
Amy no podía creer lo que estaba oyendo.
—Cazador —susurró—, no lo dices en serio.
—Lo digo muy en serio —contestó él—. Veloz es mi amigo. Vive en mi casa. Y, por tu culpa, ahora está en la cárcel.
—¿Qué otra cosa podía hacer? No puedo enfrentarme a él de otra manera, y tú lo sabes. Tú has hecho oídos sordos y te has negado a protegerme.
Cazador apretó la mandíbula.
—¿Te ha hecho daño? ¿Te ha sujetado acaso por el brazo y apretado hasta causarte dolor? —Hizo una pausa, esperando una respuesta—. Responde, ¿sí o no?
Las lágrimas nublaban la vista de Amy. Con la boca seca, consiguió decir débilmente:
—No.
—¡Más alto!
—¡No!
Cazador asintió.
—Y sin embargo, está en la cárcel. Arreglad vuestras diferencias entre vosotros. Pero nunca metas al comisario Hilton en esto. ¿Entendido?
Con esto, se puso a andar calle arriba, en dirección a la cárcel. Amy le siguió, sintiéndose más sola que nunca. Cazador abrió la puerta de la cárcel con tal fuerza que se estampó contra la pared. Entró y gritó:
—¡Comisario Hilton!
Cruzando el umbral, Amy escudriñó la penumbra del lugar. En la parte trasera de la pequeña cárcel, vio al comisario de pie junto a la única celda, con el hombro apoyado en los barrotes. Cazador no habló, lo que la llevó a pensar que esperaba que ella lo hiciese. Amy dejó caer la mirada en el hombre oscuro que estaba reclinado en el camastro de la celda. Cada poro de su cuerpo emanaba lo atrapado que se sentía.
Humedeciéndose los labios, dijo:
—Comisario, creo que ha malinterpretado mis intenciones cuando vine a verle esta mañana. Yo, esto…, nunca quise que el señor López fuera encarcelado. Solo quería disuadirlo de que siguiera molestándome.
—No es fácil de disuadir —contestó el comisario con voz divertida—. El hecho es que aún no ha accedido a mantenerse lejos de usted. Al contrario, sus amenazas son mayores.
A Amy se le pusieron los pelos de punta. Miró a Cazador pero él seguía expectante. Se le quedó la garganta seca. Con los ojos puestos en Veloz, se agarró las manos. Sus pupilas brillaban al mirarla, prometiéndole una represalia que era incapaz de imaginar.
—Amy… —La voz de Cazador era un gruñido bajo.
—Yo, esto… —Amy miró a Veloz a los ojos. El mensaje en ellos era evidente. Le temblaban las piernas—. A mi parecer, el señor López no puede culpar a nadie sino a sí mismo. Si él… él solo quisiera… —Dudó, consciente de que tenía a Cazador al lado—. Si prometiese que va a dejarme tranquila, podríamos dejarle en libertad.
—¡Ai-ee! —exclamó Cazador.
Amy esperó, implorando con los ojos a Veloz. Su única respuesta fue acomodarse la cabeza sobre los brazos, cerrando los ojos, como si estuviese preparado para permanecer allí hasta que el infierno se congelase.
—Supongo que… —Amy se calló, su mente trabajaba a toda velocidad para afrontar el momento inevitable en el que tendría que vérselas con él… a solas. Pero no tenía otra opción. Cazador se lo había dejado claro, y él y Loretta eran su única familia. Respirando profundamente, volvió a intentarlo—. Supongo que será mejor que lo deje libre, comisario Hilton. —Se volvió y dedicó a Cazador una mirada acusadora, después dio media vuelta y salió de la habitación.
Veloz abrió los ojos y vio cómo se marchaba, la mandíbula tensa. Esforzándose por no mostrar lo impaciente que se sentía por salir de su confinamiento, se levantó, cogió el sombrero de la percha y se encaminó a la puerta de la celda. El comisario le entregó el cuchillo y los revólveres.
Abrochándose el cinturón de las pistoleras, Veloz dijo:
—Un placer conocerle, Hilton. Espero no tener que volver a verle en mucho tiempo.
Después, Veloz se ajustó el sombrero y siguió a Amy hacia la puerta, con Cazador detrás.