Capítulo 11
Amy se sentía como un lomo embuchado en el vestido de seda azul. Loretta había insistido en que llevase corsé, lo que había distribuido sus curvas por lugares que nunca pensó que tuviese. El sonido de los violines se le clavaba en las sienes, y un retumbo de pies producía vibraciones por el suelo del salón comunitario. Amy deseaba estar en casa, en la tranquilidad de su hogar y con la certeza de saber lo que ocurriría después.
—Él vendrá —aseguró Loretta inclinándose sobre ella para que pudiera oírla—. Él y Cazador deben de haber trabajado hasta tarde. Seguro que ya están en casa, lavándose.
Amy se mordió el labio.
—Creo que me voy a casa. No es tan divertido como pensaba.
Loretta la cogió por la muñeca.
—De eso nada.
Índigo pasó ante ellas dando vueltas, un poquito demasiado abrazada a su pareja de baile, con unos zapatos negros de tacón que relucían debajo de su vestido rosa. Loretta siguió a su hija con la mirada.
Con un suspiro, soltó a Amy del brazo y dijo:
—Qué desperdicio que lleve ese vestido para tipos como ese.
Amy estudió a Brandon Marshall, el compañero de Índigo. Era un rubio alto de ojos azules y vivarachos, el sueño perfecto de cualquier chica. Guapo, bien vestido y sofisticado. Podía entender por qué Índigo lo miraba con ojos soñadores y por qué Loretta estaba tan preocupada. Brandon Marshall parecía tener unos veinte años, demasiado mayor para cortejar a Índigo.
—No pude hablar con ella esa noche, cuando fui a buscarla —admitió Amy—. Y luego, he estado tan liada con mis propios…
Loretta perdió a su hija en el bullicio de los bailarines.
—No pasa nada —le dedicó una sonrisa—. Algunas veces me olvido de que aquellos a los que quiero deben también vivir sus propias experiencias. No puedo prohibirle nada. Sería un error. —La mirada de Loretta pasó de los bailarines a Amy—. Ya lo hice contigo también, ¿sabes?
A Amy se le encogió el corazón al ver la cara de tristeza de Loretta.
—No seas boba, Loretta Jones. Fuiste maravillosa conmigo.
—¿Lo fui? Mírate, aterrorizada por un estúpido acto social.
Amy entornó los ojos.
—Creo que el término «aterrorizada» es un poco exagerado. No todo el mundo se divierte con estas tonterías.
—Veamos cómo te sientes cuando llegue Veloz.
—Quizá ha pensado que todo el mundo iba a observarlo.
—Amy, se compró una camisa nueva para esta noche. Desde luego que vendrá. Relájate, ¿quieres?
—¿Por eso se compró una camisa nueva? ¿Para esta noche?
Loretta sonrió.
—¿Por qué si no iba a comprarse una camisa nueva?
El viudo señor Black se acercó. Amy se sintió como un insecto clavado con un alfiler a un panel al ver cómo la miraba. Deseó ponerse el chal y desvió la mirada hacia el perchero que había junto a la puerta, tentada de ir a cogerlo.
—Señorita Amy, no suele usted honrarnos con su presencia en este tipo de eventos. ¿Me concede este baile?
—Yo no bailo —contestó Amy suavemente, tratando de no ofenderle. Además de ser el juez, el señor Black era carpintero y formaba parte del comité del colegio—. Me gusta mirar, simplemente.
Su rostro demacrado forzó una sonrisa.
—He visto que trae usted una cesta. Desde luego, pujaré por ella. —Su mirada descendió hasta el pecho de Amy.
—Creo que no ha leído bien la etiqueta. No es una cesta para la puja.
Loretta se acercó a un grupo de mujeres. Amy la siguió con la mirada. Su prima sabía lo mucho que le desagradaba el señor Black. Tenía unos ojos de sapo que la hacían sentir como una mosca a punto de ser comida.
—He oído que tiene un nuevo alumno, el señor López, el pistolero. Me lo han dicho algunas madres preocupadas en la última reunión. Y me alegra saber que ha empezado a darle clases después del colegio. Es raro que un pistolero asista a clase. Por supuesto, con una maestra tan bonita como usted, hasta yo iría a que me refrescara el alfabeto también.
Amy tragó saliva, empezaba a perder la paciencia.
Loretta volvió y tomó parte en la conversación.
—El señor López es un amigo de la familia, en realidad es casi como un hermano. Ahora trabaja en la mina, por lo que Amy le está dando clases todos los días.
—En privado, entiendo. —El señor Black levantó una ceja, como si de algún modo le pareciera inadecuado.
Amy se movió nerviosa. ¿Les habría visto alguien caminar por el bosque durante la noche? Le dolía el estómago. Su trabajo era su independencia.
—Darle clases en privado es la única forma, señor Black. Estoy segura de que no querrá negarle al hombre una educación.
—Desde luego que no quiere. —Loretta sonrió, como si Black acabase de anunciar que la Segunda Venida era inminente—. El señor Black pertenece al comité de la escuela. La educación para todos es su misión. ¿Me equivoco, caballero? Apuesto a que le complace ver tu dedicación, Amy.
Black resopló lleno de orgullo.
—Desde luego que sí. —Colocó su mano fría en el hombro desnudo de Amy—. Soy ciertamente un admirador de esta jovencita. Es una excelente maestra.
Amy hubiese deseado apartarse. Él le pasó los dedos por la piel, unos dedos fríos y húmedos. Mirándolo de reojo, se preguntó cómo reaccionaría si le diese un manotazo para apartarle la mano.
Los violines dejaron de sonar, y toda la atención fue a parar a la parte delantera del salón. El señor Black se tomó aún más libertades con el dedo. ¿Estaba animándolo ella para que se quedara? Y lo cierto es que, aparentemente, la mano en su hombro era de lo más inocente.
Randall Hamstead, que era el dueño de la tienda de textiles, se subió al escenario con una cesta de comida en alto.
Loretta se acercó a Amy.
—Te apuesto la paga en huevos de la próxima semana a que a él no le han dado el té de boñiga de oveja de su madre.
Amy empezó a reír y después se quedó helada, la vista fija en la cesta de mimbre azul que Hamstead tenía en la mano. Miró horrorizada a Loretta y después miró al perchero. Su cesta no estaba donde ella la había dejado.
Al descubrir donde tenía Amy puesta su atención, Loretta hizo un pequeño sonido de exasperación.
—Deberían de estar ya aquí.
—Loretta Jane… —Amy se olvidó por completo de los dedos del señor Black y se agitó nerviosamente bajo su mano—. ¿Dónde diablos has ido y qué es lo que has hecho?
Al verse descubierta, sus ojos se desviaron hacia los platos puestos para la cena.
—No era mi intención molestarte, Amy. Todo esto lo hago para que nos divirtamos. Veloz dijo que vendría.
A Amy le dieron ganas de dar un buen azote a su prima.
—Loretta Jane, ¿cómo has podido? ¡Es un truco de lo más sucio y ruin!
Loretta echó un vistazo a la puerta.
—¿Dónde se han metido estos hombres?
—Atención, señores —exclamó Hamstead—, empezamos con un premio. Jamón, ensalada de patatas, pan y pastel de manzana.
—¡Al grano! —gritó un hombre. Algunos hombres que había a su lado se rieron y le palmearon en la espalda.
El señor Hamstead rio.
—Esta cesta pertenece a… —leyó la etiqueta y parpadeó—. La señorita Amy, nuestra maestra.
Como Amy no había asistido nunca a un acto social, y mucho menos participado en una puja de cestas, varios de los solteros ulularon entusiasmados y se acercaron al escenario.
—Siete dólares —gritó alguien.
A Amy se le encogió el estómago. ¿Siete dólares? Era vergonzoso.
—Ocho —dijo otra voz.
—Diez. Un hombre no puede escatimar en una mujer que puede enseñarle el alfabeto.
Amy dirigió otra mirada de terror a Loretta. Los ojos de su prima se hicieron aún más redondos.
—No es culpa mía. Deberían haber llegado ya.
—¿Que no es culpa tuya? —gritó Amy—. Me robaste la cesta y la pusiste en la puja, ¿y dices que no es culpa tuya?
—Once dólares —gritó alguien.
El señor Black rugió.
—Quince dólares. Veamos si puedes superar eso.
Amy miró al señor Black de refilón, resignada a su sino. El señor Hamstead gritó.
—Quince dólares. Quince. ¿Quién da más? Quince a la una, quince a las dos…
—Cien dólares —dijo una voz profunda.
Se oyó un murmullo de admiración entre la audiencia. Amy sintió que iba a desmayarse. ¿Cien dólares? Al mirar hacia la puerta vio a Veloz en el vestíbulo, con Cazador y Chase detrás. Llevaba una camisa azul claro que pronunciaba sus anchos hombros y sus musculosos brazos, un color que contrastaba con la oscuridad de su piel. A Amy se le aceleró el pulso con solo mirarlo. Él avanzó por la sala, alto y seguro de sí mismo, quitándose el sombrero con una floritura que solo Veloz podía hacer de manera airosa. Colgando el sombrero en una percha contigua a donde ella tenía el chal, se detuvo para observar a los que lo rodeaban, hasta que fijó la mirada justo en ella. Un mechón rebelde de pelo negro le caía por la frente.
—¿Perdóneme, señor? ¿Ha dicho cien dólares?
—Así es, cien. —Veloz se abrió paso entre la gente y puso una talega de piezas de oro en la mesa. Después se dio la vuelta y miró a Amy, como hicieron todos los demás que había en la sala. Cien dólares era una barbaridad de dinero para que un hombre se lo gastase en una cesta, era una locura, casi embarazoso. Las malas lenguas lo comentarían durante años. Si la May Belle de la taberna hubiese sacado su negocio a la calle, no habría conseguido más murmuraciones.
El señor Hamstead parecía tan impresionado que se apresuró a decir:
—Cien a la una, cien a las dos, adjudicada.
Un hombre podía asistir a todos los eventos sociales y comprar cestas durante cinco años con cien dólares. Hamstead le dio la cesta a Veloz, ganador indiscutible.
Loretta empujó a Amy hacia delante.
—Vamos, boba. ¿Cuánto tiempo crees que va a estar ahí de pie esperándote?
Amy no sentía los pies. Caminó hacia Veloz, con el vestido de seda haciendo frufrú a cada paso y las mejillas coloradas al sentir su mirada. A diferencia del señor Black, Veloz no le miraba al escote. Nunca dejó de mirarle a los ojos.
Cuando llegó por fin hasta Veloz, él le ofreció el brazo, con una chispa de posesividad en los ojos difícil de obviar. Amy sabía que todos los que estaban en el salón tenían la mirada puesta en ellos. La señorita Amy y ese hombre. Casi podía oírlos.
Se agarró a su brazo. Pensarían que estaba tonteando con él. Perdería su salario, su independencia. ¿Adónde la conduciría esto? A buscar a un hombre que pudiera cuidar de ella, como todas las demás estúpidas del pueblo, allí es a donde la conduciría todo esto.
El brazo de Veloz era duro como una roca, tenía la tela de la manga ligeramente húmeda y caliente. Sabía que se había lavado y se había puesto rápidamente la camisa, cuando aún estaba mojado, para llegar allí. Mientras se abría paso entre la gente, Amy bajó la cabeza, ruborizada.
—¿Cien dólares, Veloz? ¿Por qué has hecho algo tan extravagante? Vas a arruinar mi reputación.
—¿Arruinar tu reputación? —Se puso tenso—. ¿Arruinar tu reputación, dices? Es un honor para ti que haya ofrecido cien dólares. Cazador dice que nunca nadie había pagado tanto dinero.
Entonces Amy lo entendió. Los comanches mostraban consideración por sus esposas según el precio nupcial que pagasen. Cuantos más caballos dejasen frente a la tienda de su futuro suegro, mayor sería el honor. Veloz había visto la puja como una manera de expresar la alta consideración que le tenía. Y lo había hecho. De forma irrevocable.
—Ay, Veloz, tú no lo entiendes. La gente pensará que hay algo entre nosotros. Se preguntarán qué es lo que vas a obtener de mí después de pagar cien dólares, ¿no lo ves?
Él se detuvo en el perchero para coger el chal y después se lo colocó sobre los hombros. Sus ojos oscuros chisporroteaban al mirarla.
—¿Qué es lo que voy a conseguir? ¿Una reprimenda? Eres la mujer más hermosa del pueblo. Si no sonríes, iré allí y pondré otros cien sobre la mesa.
—¿Dónde has conseguido tanto dinero? —gimió ella—. No lo habrás robado, ¿verdad?
—Yo no robo dinero a la gente. —Se ajustó el sombrero, la cogió del brazo y la llevó hasta la puerta—. Lo conseguí honradamente.
—¿Cómo?
—Vendiendo caballos y vacas. Cuando dejé la reserva, planeaba empezar con una finca. Trabajé y ahorré dinero. —Bajó la mirada—. El plan se vino abajo. Nunca gasté ese dinero.
Al adentrarse en la noche, un aire frío envolvió a Amy. Respiró hondo, contenta de estar lejos de todas esas miradas suspicaces.
—Gracias a Dios. Odiaría pensar que compraste mi cesta con dinero fraudulento. —Le dirigió una mirada de soslayo, tratando de ver algo con ayuda de la luz que provenía del edificio—. ¿Dónde conseguiste todos esos caballos y vacas?
—Mira por dónde pisas.
Amy no veía nada, pero estaba acostumbrada a que fuera así en la oscuridad. Entonces tropezó.
—¿Me vas a contestar o no?
—Cuidado, Amy. —La atrajo hacia él.
—¡Por todos los diablos! ¿Los robaste, verdad?
—No digas palabrotas. ¿Quieres que te lave la boca con jabón? —Ladeó la cabeza, con el rostro ensombrecido por el ala del sombrero—. ¿Dónde quieres comer?
Amy entornó los ojos.
—¿Cuánto dinero tienes, Veloz?
—Amy, si vas a colgarme por robar ganado, tendrás que colgar a todos los hombres de Texas. Esas vacas que vendí han pasado Río tantas veces que no necesitan ni que las guíen.
—¿Cómo es eso?
—Los tejanos roban a los mexicanos y viceversa. Las vacas aprenden el camino muy rápido. —La condujo junto a un gran roble—. No te enfades. Antes de que yo las robase, esos caballos y esas vacas ya habían sido robados. Hoy es una noche especial. Incluso me he comprado una camisa nueva.
—¿Cuánto dinero fraudulento te queda todavía, Veloz?
Él puso la cesta en el suelo. A la luz de la luna, Amy vio una hoja que caía lentamente y se posaba con suavidad en los hombros de Veloz. Él se la quitó con la mano.
—El suficiente como para surtirte de pololos de encaje durante una buena temporada.
Amy sintió un cosquilleo en el cuello.
—Yo no uso calzones de encaje.
—Pues deberías. Aquel día que pusiste a secar tu ropa interior en la ventana, lo único en lo que podía pensar era en que le faltaban los encajes. —Se echó el sombrero hacia atrás y sonrió, con la luz de la luna reflejándose en sus dientes—. ¿Podrías dejar de reñirme?
—¿Qué voy a hacer si pierdo mi trabajo?
—Puedes casarte conmigo y tener hijos.
—No quiero. Quiero mi trabajo de maestra y tener mi propia vida, sin un hombre que me diga lo que tengo que hacer y cuándo.
Veloz se cruzó de brazos.
—Yo no voy a decirte lo que tienes que hacer ni cuándo tienes que hacerlo. Siéntate, Amy, para que podamos comer. —Al ver que no le obedecía, se inclinó hacia ella—. No robaré más caballos y vacas. Te lo prometo.
—Veloz, no me importa si robas. No es de mi incumbencia.
—Entonces, ¿por qué te enfadas?
—Porque gastaste ese dinero en mi cesta. Por no mencionar que gastaste demasiado. Si no pierdo mi trabajo, será de milagro.
—Te preocupas demasiado por ese trabajo.
—Ese trabajo me paga el pan y la mantequilla.
—Si lo dejas, yo te conseguiré más pan y más mantequilla de lo que puedas comer. Te pondrás gorda si te lo comes todo. Y te prometo que no te diré lo que tienes que hacer ni cuándo hacerlo. Ahora, siéntate. No he comprado la cesta para que discutamos. ¿Te gusta mi camisa?
Ella lo observó durante un momento, desilusionada al darse cuenta de que, a pesar de haber prometido que no iba a darle órdenes, lo primero que había hecho era decirle que se sentara.
—Sí, me gusta. Te queda muy bien.
Él volvió a sonreír.
—Estás tan bonita con ese vestido que casi olvidé pujar cuando oí que decían tu nombre. ¿Quién era ese hombre que estaba de pie junto a ti?
—Gracias por el cumplido. Se llama Black y está en el comité de la escuela.
—Vaya, pues entonces ya puedo olvidarme de que vayas a quedarte sin trabajo o de que algún día tengas que venir a mí para que cuide de ti. Ese hombre está loco por ti.
Algunas otras parejas salieron del salón y fueron a sentarse bajo los árboles para comer, siguiendo su ejemplo. Amy se sentó en la hierba, con cuidado de no ensuciar el vestido de Loretta. Veloz se sentó a su lado. Ella se mordió el labio.
—Ay, Veloz, siento ser tan seca. Sé que no lo hiciste con malicia cuando pagaste tanto por la cesta.
—Pues claro que no. ¿Tengo yo la culpa de que la gente tenga ideas tan locas? —Extendió el brazo y levantó el paño que cubría la cesta—. Mmm, Amy, esto parece delicioso.
Ella se inclinó, con los ojos entrecerrados para ver mejor. El sonido de una risa flotó en la oscuridad de la noche. La risa de una mujer. A Amy se le encogió la garganta. Estaba segura de que ningún hombre había pagado cien dólares por su cesta como había sido su caso. El pobre Veloz había pagado esa fortuna y a cambio solo se llevaba una reprimenda.
—He hecho pastel de manzana. ¿Te gusta?
—Me encanta el pastel de manzana. —La miró—. Sobre todo el tuyo.
—Pero si nunca has probado el mío.
—No lo necesito.
Sintiéndose torpe y del todo fuera de lugar, Amy empezó a sacar la comida, consciente de que Veloz observaba todos sus movimientos. Comieron en silencio. Para Amy, fue uno de esos silencios incómodos, sobre todo al oír que las otras mujeres no paraban de reír y hablar. La ensalada de patatas se convirtió en una bola de enormes dimensiones en su boca.
Oyó a Elmira Johnson decir:
—¡Ah, Samuel! ¡Quita de aquí!
Veloz levantó los ojos del plato.
—Amy, ¿quieres tranquilizarte?
Ella se tragó de un golpe la ensalada, preguntándose si a él le habría sabido tan seca como a ella.
—Nunca había venido a un baile antes. Tendrías que haber comprado la cesta de Elmira para divertirte un poco.
—Suena como un pato.
Sin pensarlo, Amy se echó a reír.
—Y lo que es peor, también parece un pato. ¿Alguna vez te has dado cuenta de cómo se le infla la falda en el trasero cuando camina?
—Eso es un polisón, Veloz, y es la última moda. He oído que todas lo llevaremos dentro de un año o así. Elmira tiene una tía que viaja al extranjero.
Él arqueó una ceja.
—Ni se te ocurra ponerte uno. Cuando camina por la calle, su trasero se levanta tanto que hasta se podría poner un plato encima. —Le dirigió una sonrisa traviesa—. ¿Y quién ha dicho que tú no eres divertida? Hasta puede llegar a gustarme que me regañen si lo hace la mujer adecuada.
Se sirvió un gran trozo de pastel de manzana haciendo un ruido de apreciación.
—Amy, tienes que casarte conmigo y hacerme pastel de manzana todas las semanas. ¿Dónde aprendiste a hacer así la base?
—Mi madre. —Se le entristeció el rostro. Trató de apartar esos recuerdos—. Tenía muy buena mano con la cocina y la repostería.
Veloz limpió el plato en un tiempo récord y después se estiró sobre la hierba. Una a una, las otras parejas empezaron a regresar al salón de baile. Amy terminó de comer y volvió a poner en la cesta la comida que había sobrado, con los platos sucios encima para lavarlos más tarde. Deseó que alguna pareja se hubiese quedado fuera. En cualquier momento, sabía que Veloz podría sugerir que también ellos volviesen dentro. Y, después, querría que bailase con él.
Veloz observó a Amy con el rabillo del ojo. Los rayos de la media luna iluminaban su pequeña cara, convirtiendo sus ojos en esferas brillantes y su boca en un luminoso rubí. La diadema que llevaba en la cabeza refulgía como la plata, y los rizos que le caían por las orejas y la nuca eran una tentación. Ella tenía la mano colocada sobre su falda, y sus dedos delgados se movían al compás de la música. Era tan hermosa que Veloz deseó acercarse a ella, sentir su calidez, oler su dulce perfume.
—¿Te parece bien que entremos y bailemos? —preguntó él, haciendo un gesto hacia la luz que salía del salón. Una línea de bailarines pasó ante la puerta, golpeando el suelo con las botas y las faldas arremolinándose—. Parece que se lo están pasando bien.
—Ah, no, no sé. —Incluso con la escasa luz, él pudo ver el sonrojo en sus mejillas—. Me basta con escuchar. —Dirigió la mirada hacia un carruaje cercano y el grupo de caballos que lo conducía—. Mira ese viejo caballo. Apuesto a que está siguiendo el ritmo de la música con las pezuñas delanteras.
Veloz se tumbó de costado, sujetándose la cabeza con la mano. Tenía la sensación de que Amy se había pasado la vida limitándose a escuchar. Por la forma en que se movía, sospechó que le habría gustado hacer mucho más. Imaginó que a su edad, debía de ser muy embarazoso estrenar su primer baile frente a medio pueblo.
—¿Sabes? Siempre quise que una dama me enseñase a bailar. —No era mentira. Las únicas mujeres con las que Veloz había bailado no eran damas—. ¿Podrías hacerlo, Amy?
—Sé un poco, pero no lo suficiente como para enseñarte.
—¿Puedes enseñarme ese poco que sabes?
Ella fijó la vista en dirección al salón.
—Todo el mundo nos mirará.
—Allí no. —Se puso en pie—. Vamos. Será divertido.
Sin estar del todo segura, tomó su mano y dejó que la ayudase a levantarse, lejos de las sombras del árbol y justo bajo la luz de la luna. Él le quitó el chal de los hombros y lo puso junto a la cesta.
Con el ceño fruncido, le miró los pies, concentrada.
—Espero no enseñarte mal. O lo que es aún peor, espero no meter un pie en un agujero y caerme. —Se movió hacia un lado, mordiéndose el labio—. ¿Puedes al menos verme?
—Te veo perfectamente. ¿Y tú a mí?
—Digamos que no lo suficiente como para leer los titulares si fueras un periódico.
Veloz contuvo una carcajada. Había bailado prácticamente en todos los salones de Texas y, fuera cual fuera el paso que Amy estuviese tratando de dar, nunca lo había visto de esa manera. Ella suspiró.
—Me temo que no soy muy buena enseñando a nadie. —Se desplazó con gracia hacia su izquierda. Veloz la siguió y ella se rio—. Creo que esa es la parte de la dama.
La música se detuvo. Ella se quedó de pie ante él, con los brazos separados del cuerpo, a la espera. Después se oyó el son cadencioso de un vals. Veloz dio un paso hacia delante y colocó la palma de la mano en la cintura de ella, buscándole la mano. Ella se tensó al sentir la manera tan próxima como la cogía.
—Relájate, Amy, y sígueme.
Cuando él la hizo girar, ella miró preocupada por encima de su hombro para tratar de ver el suelo oscuro.
—Yo veo bien. Ponme la mano en el hombro.
Ella lo hizo y echó atrás la cabeza para verle la cara.
—¡Veloz, bailas muy bien! ¿Dónde aprendiste?
—Tú eres como el aire en mis brazos —susurró, atrayéndola hacia él—. Cierra los ojos, Amy. Deja que la música te lleve.
Ella cerró los ojos, juntando las pestañas, y una expresión extasiada inundó su rostro. Veloz la imaginó debajo de él con una expresión similar y perdió el paso. Amy, inexperta como era, no notó nada. A Veloz se le encogió el corazón. En muchas cosas, ella era aún una niña. Hubiese querido poder tenerla entre sus brazos para siempre.
El vals terminó, pero Veloz siguió bailando. Amy era la única música que necesitaba. Entonces empezó otro vals.
—Me siento como si volara —susurró ella, con los ojos aún cerrados—. ¡Ay, Veloz, es maravilloso!
Quería besarla. Lo quería tanto que le dolía. Quería llevarla entre las sombras y bajarle el vestido de seda por los brazos, sentir la calidez de su piel, oírle decir lo maravilloso que él la hacía sentir. Quería convertir sus pesadillas en sueños, hacer que su ayer fuera un recuerdo enterrado, construirle una vida llena de amor y de risas. Quería sentir cómo su vientre crecía con un hijo suyo, ver cómo la cabeza morena de ese niño se dormía en su pecho, ver el amor que sabía que ella sentía reflejado en sus ojos. Lo quería más que nada en el mundo. Hasta el momento, parecía que nadie lo había seguido hasta Oregón. Había hecho lo que parecía imposible y había escapado de su pasado. Ahora tenía que ayudar a Amy a escapar del suyo, para que pudieran construir un futuro entre los dos.
Pero en este momento, la noche era de Amy. Para que bailase, ya que nunca antes lo había hecho. Para que riese, ya que lo hacía con tan poca frecuencia. Este era su regalo, ya que para todo lo demás aún no estaba lista. Y si no llegase a estar lista nunca para lo otro, Veloz sabía que cogería lo que ella pudiera darle, aunque solo fuese una sonrisa, porque un pedacito de Amy valía más que mil mujeres dándole todo lo demás.
La amaba. Había amado a la niña delgaducha que fue hace quince años, amaba a la hermosa mujer que era hoy y amaría a la anciana con arrugas que sería. Sencillamente, porque la esencia de Amy iba más allá de su físico. Amy era su sol. La única alegría perfecta que había tenido en la vida y a la que había perdido durante tanto tiempo. Ahora que la había vuelto a encontrar, no podía imaginar la vida sin ella.