Capítulo 8

Veloz observó cómo el sol de la mañana se adentraba en el aula de la escuela por el tejado. Caminó arrastrando las botas, sin mostrar demasiada ilusión por llegar al final de las escaleras del porche. En aquel momento, se sentía como la primera vez que se acostó con una mujer. Como entonces, se sentía inseguro de sí mismo, con miedo a fracasar. Con el paso del tiempo, hacer el amor se había convertido en una de sus mejores habilidades, pero dudaba de que en el mundo académico pudiera triunfar de la misma manera.

¿Y si era estúpido? ¿Qué pasaría si, por mucho que lo intentase, no pudiera ni siquiera entender las letras? Amy lo vería y se daría cuenta. Jamás podría volver a mostrarse orgulloso frente a ella. Hace años, la había impresionado con sus incontables habilidades, pero ahora ya no significaban nada para ella. ¿No sería más sensato no intentarlo, en lugar de dejar entrever su incapacidad para aprender? A lo mejor, si se esforzaba verdaderamente en hacer bien todo lo demás, ella no le prestaría atención a ese detalle sin importancia.

Las carcajadas de los niños retumbaban en todo el edificio. Veloz pensó que él era el motivo y juntó las manos. Podría enfrentarse en un tiroteo ante cualquier hombre que se le apareciera en la calle, pero esto era diferente. Por primera vez en su vida, quiso salir corriendo, pero su orgullo no se lo permitió. ¿Qué pensaría Cazador si se enterase? Veloz podría reconocer cualquier cosa, pero nunca el haber sido un cobarde.

Subió despacio las escaleras. Amy estaba de pie, delante de toda la clase, con su esbelta figura dibujando una línea recta perfecta. Mantenía la cabeza erguida y, con esa voz suya característica, instruía a sus alumnos en el ámbito de los problemas aritméticos. Sus ojos sorprendidos advirtieron la llegada de Veloz, quien se sentía como un pez fuera de la pecera.

—Buenos días, señor López. —Miró a los niños y repitió la frase en sintonía con ellos—. Buenos días, señor López.

Que los niños le hubieran dejado de tener cierto recelo le sirvió de consuelo. Veloz se balanceaba de un lado al otro, y mientras agarraba el sombrero, dijo:

—Buenas.

—¿Qué le trae por aquí? —preguntó Amy, al mismo tiempo que recorría con la mirada la figura de Veloz, desde la pistolera hasta el sombrero.

Veloz se lo quitó, tragó saliva y miró a los jóvenes que lo observaban.

—Yo…

Carraspeó y continuó diciendo:

—He venido porque… —Ella lo observaba con determinación—. ¿Hay sitio para un alumno más?

—Por supuesto. ¿Para quién?

—Para mí —dijo Veloz entre dientes.

—¿Para quién?

Volvió a tragar saliva y repitió en un tono de voz más alto:

—Para mí.

—¿Para ti? —Ella lo observaba confusa.

—Quiero aprender a leer y a escribir —dijo Veloz con más convencimiento. Uno de los niños se rio por lo bajo.

Amy no mostró demasiada euforia al escucharlo y así se lo hizo ver, pero ya estaba allí y se condenaría a sí mismo si tuviera que dar marcha atrás.

—Es usted ya un poco mayorcito para ir a la escuela, ¿no cree, señor López?

—Soy de los que lo dejan todo para el último momento —dijo mientras se dirigía al perchero. Colgó su sombrero y a continuación se quitó el cinturón, consciente en todo momento de que todos los que estaban en el aula lo observaban. Dejó sus pistolas también colgadas de uno de los ganchos y se dio la vuelta. Con una sonrisa burlona, se atrevió a decir—: Quizá aprenderé más rápido por ser mayor.

No había ningún pupitre vacío al lado de Chase o de Índigo. Peter, el pequeño pelirrojo, le devolvió la sonrisa a Veloz. Como había uno sin ocupar detrás de aquel muchacho, Veloz se encaminó hacia él. Aunque consiguió sentarse finalmente, tenía dudas sobre si podría salir de allí más tarde. El recuerdo de Amy atrapada en la ventana le vino a la mente y no pudo evitar una nueva sonrisa. De inmediato, ella se fijó en su nariz, todavía hinchada. Como estaba casi seguro de que Amy no podía leer sus pensamientos, pensó que a lo mejor reírse iba en contra de las reglas. Se mordió el labio y trató de mostrarse serio.

El silencio empezaba a ser incómodo. Veloz se preguntaba si Amy recobraría la compostura o si se quedaría embelesada mirándolo todo el día. Se puso cómodo recostándose en el banco y se fue relajando poco a poco. Puede que no fuese a aprender nada, pero las vistas desde allí eran impresionantes. No podía imaginar una mejor manera de ver pasar los días. Una vez más, la examinó de arriba abajo, sin quitarle los ojos de encima.

Transcurridos unos instantes, Amy llamó la atención de sus alumnos con un par de palmadas, y no dudó en situar sus manos justo donde terminaban los botones de su corpiño, como si hubiera adivinado dónde tenía él puesta la atención. Se sonrojó ligeramente, lo que creó un bonito contraste con la sobriedad de su vestido gris.

—Bueno, pues…

Amy parecía desconcertada, como si hubiese olvidado lo que estaba diciendo. Sus ojos se enfurecieron y adquirieron un tono azul de tormenta, y él sabía lo que aquello significaba. Cuando se enfadaba, sus ojos siempre se volvían más oscuros y rebeldes.

—Lo último que haría en este mundo sería mandar a un nuevo alumno de vuelta a su casa, así que, señor López, si en verdad desea aprender, este es el mejor lugar para hacerlo.

No había duda de que incluso ella desconfiaba de la sinceridad de sus palabras. Veloz se olvidó de que reírse podría ir en contra de las reglas. La verdad es que, a medida que pasaba el tiempo, se lo pasaba cada vez mejor. Pasar horas y horas coqueteando con Amy Masters y hacer que se sonrojase era mucho más de lo que un comanche podía soñar.

Amy hizo ademán de recuperar la normalidad y volvió a su mesa. Buscó con energía sus apuntes, que probablemente se habían quedado debajo de aquel sinfín de hojas de deberes que sus alumnos le acababan de entregar. Sí, aritmética. Pero ella ni siquiera podía recordar la lección de hoy. ¿Veloz López en su clase? Notó que volvía a aterrorizarse sin razón alguna. Él se sentaría allí, delante de ella, mirándola todo el día… Estaba segura de ello. Quería aprender a leer y a escribir con el mismo entusiasmo con el que los cerdos desean volar.

Finalmente, Amy logró encontrar sus notas. Las sujetó bien con una mano y se aventuró a dirigirse de nuevo a la clase. Veloz la recorría despacio con los ojos desde el pecho hasta la cintura, para continuar descendiendo con total naturalidad. Volvió a sentirse furiosa. Lo único que buscaba era atormentarla. Muy bien, pues entonces cortaría de raíz aquella situación sin sentido. Le pondría tantos ejercicios para hacer en casa que se tendría que quedar despierto hasta altas horas de la madrugada para terminarlos. En poco tiempo, comprendería que aquel era su territorio y que, a diferencia de su casa, aquel lugar era sagrado, a no ser que de verdad quisiera sacrificar su vida por aprender.

Todavía sin saber cómo, Amy consiguió recobrar el ritmo de la clase de aritmética y se alegró al ver que cada grupo había comprendido las instrucciones y que estaban concentrados en resolver los problemas. Después, se acercó al señor López con el libro de aritmética en la mano. Su decisión de perturbarlo y cansarlo se vino al traste cuando se dio cuenta de que apenas podía reconocer ni un número, excepto los que aparecían en las cartas de póquer. Decidida a no bajar la guardia, cogió una silla y se sentó a su lado.

—Lo mejor será que empecemos por el principio —afirmó con severidad, convencida de que no dejaría que su mirada guerrera se cruzase con la suya.

Veloz dejó de observarla y miró hacia las páginas del libro. Cuando vio a lo que se tendría que enfrentar, no pudo evitar soltar por lo bajo un «¡Diablos!».

Ella le lanzó una mirada reprobatoria, por lo que él se dio la vuelta hacia los otros alumnos y pidió disculpas por aquel desliz.

—Está usted en la escuela —le recordó—. Nunca lo olvide.

—Sí, señorita. —Veloz vio que aquella mirada podía matarle y sonrió—. Pues empiece con la primera lección, señorita Amy.

Amy no sabía cómo lo había conseguido, pero Veloz hizo que aquellas palabras sonasen en su cabeza con un cierto tono sensual. De inmediato, comenzó con el primer tema, sin apenas mostrar compasión por él, obligándole a hacer ejercicios durante y después de las horas de clase. Uno de ellos, por ejemplo, consistió en escribir cien veces los números del uno al veinte. Como Veloz jamás había cogido un lápiz, pensó que solo aquel ejercicio le llevaría unos cuantos días, probablemente hasta la semana siguiente. Por primera vez, se sintió superior ante él y dejó esbozar una vengativa sonrisa en su rostro.

—¿Qué pretende? ¿Que leas el Nuevo Testamento en una semana? —le preguntó Loretta aquella tarde al ver cómo Veloz trataba laboriosamente de escribir todos aquellos números—. ¿Cien veces el primer día? No podrás pegar ojo en toda la noche.

Veloz estiró los dedos después de haberlos tenido tanto tiempo apretados, mientras observaba la horrible «J» que acababa de terminar.

—He pasado noches en vela muchas veces. Es bueno que me mande tanto trabajo; aprenderé rápido.

Loretta hizo un gesto de desaprobación.

—Yo creo que lo que intenta es desanimarte, eso es exactamente lo que busca. Lo que está haciendo no es propio de ella. Normalmente es una profesora muy entregada a su trabajo. —Loretta aprovechó aquel momento para darle una palmadita en el hombro—. No te preocupes. Hablaré con ella.

—No. Esto es entre ella y yo, Loretta.

—Pero…

—No —repitió educadamente—. No sería justo. ¿A quién acudiría ella para pedir ayuda? A ti, a Cazador, al comisario. Loretta, es nuestra pequeña batalla personal. Déjanos luchar en nuestro terreno.

—Pero esto es diferente. Tienes el mismo derecho a aprender que los demás, y está convirtiéndolo en algo imposible deliberadamente.

—Sobreviviré —le garantizó Veloz—. Y no pienso rendirme. Déjame hacer esto a mi manera. Cuando Amy se dé cuenta de que quiero aprender, me enseñará como es debido, pero tiene que verlo con sus propios ojos.

Amy caminó lentamente hacia su cama y se detuvo en la ventana. Frotó una esquina del cristal empañado y miró detenidamente a la casa de los Lobo a través de la oscuridad. Todavía se podía vislumbrar un rayo de luz que provenía del salón. Sonrió y se fue a la cama, contenta al saber que Veloz jamás podría terminar todos aquellos ejercicios para el día siguiente, no en una noche. Más aún, jamás admitiría su derrota frente a toda la clase. Sabiéndose casi libre, al menos en su mente, de tener a Veloz López en su clase, Amy se acomodó cuidadosamente y cerró los ojos. El sueño se apoderó de ella casi de inmediato.

A través de una tumultuosa neblina, Amy volvió atrás en el tiempo. Y no solo a su pasado. Con las muñecas atadas a los radios de la rueda de un vagón, se vio a sí misma observando a su clase, y no al horizonte que dibujaba la pradera. Desesperada, y sabiendo que los comancheros llegarían pronto, luchaba tratando de desatar el cuero que la mantenía apresada.

—¡Ayúdame, Jeremiah! —gritaba—. ¡Chase, Índigo, que alguien me ayude!

Unas manos la agarraron de forma cruel por los muslos, apretándolos fuertemente con los dedos. Echó la cabeza hacia atrás. Veloz sonreía desde arriba, mientras sus ojos desprendían un destello malicioso.

—¡Veloz, no! ¡Tú no!

—Eres mía —dijo él, riéndose de ella ante sus inútiles esfuerzos de escapar de sus manos—. Te lo advertí, ¿no? Me prometiste que lo intentarías. No me volverás a dar tantos ejercicios, ¿verdad, Amy?

Le dolía el cuerpo. Movía la cabeza de un lado al otro y gritaba con fuerza; era su única forma de defenderse contra aquella agonía que la corroía…

Amy se despertó agitada; apenas podía respirar, y sus manos estaban enredadas en el edredón. Durante unos instantes, realidad y ficción parecieron fundirse. Al mirar a su alrededor, la magia del sueño se rompió. Se sentó, incorporando el cuerpo y, llevándose las manos a la cara, se asustó todavía más.

—Oh, Dios.

Amy se encogió una vez más y supo que aquella pesadilla era fruto de sus remordimientos. Obligar a Veloz a hacer tantos ejercicios no había estado bien. Tenía la obligación de enseñar a cualquiera que viniera a ella para pedírselo y lo único que estaba consiguiendo era desanimar a Veloz. Si dejaba que su vida personal se inmiscuyese en su trabajo, dejaría de ser una buena maestra. Y enseñar era su vida.

Veloz se daba golpecitos en la cabeza, mientras escuchaba un sonido que se repetía una y otra vez. Observó a Cazador al otro lado de la mesa, que estaba reduciendo el fuego, y le preguntó:

—¿Tenéis felinos grandes en estas tierras?

—Pumas —respondió Cazador, sin dejar de atender lo que estaba haciendo.

—Creo que he oído uno. —Veloz examinó a Cazador, preguntándose cómo él se había dado cuenta y su amigo no—. ¿Lo has oído? Se asemejaba a una mujer gritando. Lo suficiente como para ponerte los pelos de punta, si no supiera que se trata de un animal.

—No era un puma.

—¿Entonces qué demonios era?

Cazador dejó el hacha anclada en un trozo de madera.

—Son sonidos que escuchamos a veces, pero no es nada de lo que tengas que preocuparte, Veloz.

—¿De qué tipo de animal se trata?

Loretta dejó de balancearse en la mecedora y paró de observar su ovillo de lana para lanzar una mirada inquieta a su marido.

—No es un animal —afirmó Cazador con tono solemne.

Veloz dejó caer el lápiz, como si un cosquilleo extraño le recorriese el cuerpo. Observó las caras de preocupación de ambos y, al instante, se levantó sobresaltado de la silla.

—No —le dijo Cazador, sin levantar la mirada de su hacha—. Ahora está despierta, y pronto se le pasará. Es más fácil para ella si hacemos ver que esas pesadillas no existen. No puede evitar gritar y le avergüenza que los demás la oigan.

—¿Más fácil? —respondió Veloz mientras cerraba los puños—. Jamás he oído a nadie chillar así. ¿No debería estar alguien con ella?

Finalmente, Cazador levantó la cabeza, si bien no para dirigirse a Veloz, sino para mirar el chisporroteo de las llamas.

—Tú tampoco sabes el motivo por el que grita de esa manera. Si pudieras estar con ella, en sus sueños, quizá podrías ayudarla, pero no es así. Y ahora la pesadilla se ha terminado.

A la mañana siguiente, Amy pudo saber en qué momento entró Veloz en la escuela. Se respiraba un aire distinto; era como ese extraño sentimiento que llega justo antes de la tormenta, cuando el aire resulta demasiado denso como para respirar normalmente, cuando todos los animales se quedan en silencio, esperando. Incluso los niños permanecían callados, algo demasiado extraordinario. Amy no levantó la mirada de su mesa hasta que vio una mano de piel oscura que pasaba por delante de su cara.

—Mis deberes —dijo con cariño.

Casi temblando, Amy aceptó aquellos folios. Les echó un vistazo rápidamente para comprobar si los ejercicios estaban hechos. Todo estaba terminado. Con miedo de mirarle, pero incapaz de no hacerlo, alzó la mirada y observó su rostro cansado.

Su nariz parecía estar mejor hoy, pero esa era la única mejoría. Aunque no hubiese reflejado su cara la larga noche sin dormir que había pasado, hubiera sabido de igual modo que no había pegado ojo simplemente porque los había entregado. Incluso el menor esfuerzo, teniendo en cuenta su experiencia, le habría llevado horas. Al mismo tiempo, Amy se dio cuenta de que había venido sin sombrero ni pistolas.

—Creo que los he hecho bien —afirmó.

Sin poder apenas pronunciar palabra, Amy asintió con la cabeza. Veloz esperó unos instantes, como si aguardase algún comentario, pero pronto se dio la vuelta y volvió al pupitre donde se había sentado el día anterior. A Amy le llevó un rato corregir su trabajo. Dos mil seiscientas letras perfectamente dibujadas. Las lágrimas empezaron a descender por sus mejillas. A continuación revisó los números. Sabía, sin ni siquiera contarlos, que había escrito los dos mil. Veloz, ¿el guerrero comanche, el cazador, el bandolero? Se había humillado a sí mismo yendo hasta allí el día anterior, situándose al mismo nivel que los niños… pero jamás pensó que llegaría tan lejos.

Al ver que no tenía otra alternativa, Amy lo buscó entre la clase con la mirada y dijo:

—Lo ha hecho todo perfecto, señor López. Es más, yo diría que se merece una matrícula de honor en cada uno de los ejercicios.

—¿Y eso es bueno?

Algunos de los niños soltaron una pequeña carcajada, pero Amy los miró recriminando su comportamiento.

—Es la mayor nota que puede conseguir un estudiante. Significa que el trabajo que ha hecho es más que excelente.

Veloz buscó una posición más cómoda en su banqueta. Los ojos le brillaron de orgullo al escuchar las palabras de Amy. Ella le respondió con una leve sonrisa. Escribir letras y números podía parecerle un juego de niños, pero para Veloz suponía toda una proeza.

Emocionada, se levantó de la mesa. Al margen de todo aquello, ella era, por encima de todas las cosas, una maestra. Y Veloz quería aprender. Ningún hombre se habría comportado como un esclavo por capricho. Podría rechazarlo sin ningún remordimiento cuando él se acercase a ella como un pretendiente, pero no podía hacerlo ahora que había venido sin sombrero ni pistolas a pedirle que hiciera lo único para lo que Dios la había dotado en este mundo. Parecía que a partir de ahora, habría un alumno más en la clase.

Amy le asignó a Veloz muchos menos deberes aquel día. Cuando se terminó la clase, él esperó a que los niños se fueran para acercarse hasta su mesa. Ella, por su parte, permaneció inmóvil, sin ni siquiera poder mirarlo, deseando que se hubiera marchado con los demás y le hubiera ahorrado la necesidad de hacer lo que sabía que debía hacer.

—Veloz, yo, esto… —Amy levantó la cabeza—. Te debo una disculpa. Ayer te puse tantos ejercicios porque pensé que, de ese modo, no volverías a la escuela. —Esperó unos instantes por si él tenía algo que decir, pero no abrió la boca—. Lo siento en el alma, de verdad. A partir de ahora, te trataré como a los demás.

—Te lo agradezco. —La miró con ternura, mostrando un brillo distinto al de la burla del día anterior—. Es verdaderamente importante para mí aprender a leer y a escribir.

—Yo… Yo nunca pensé que…

—Bueno, pues ahora ya lo sabes. —La examinó por un momento—. Cuando me dijiste que yo ya no vivía en Texas…, tenías razón. Si quiero cuidar de ti, tengo que buscar un hueco en estas tierras.

—Es un maravilloso esfuerzo por tu parte, teniendo en cuenta que no sabes si tendrás alguna recompensa.

Al instante, le devolvió una sonrisa.

—Eso es lo que tú piensas, pero yo sí que tengo alguna garantía. Dos, de hecho.

—¿Dos?

—Por un lado, me prometiste que te casarías conmigo y, por otro, la otra noche me prometiste que pondrías de tu parte y lo intentarías si yo también lo hacía. Cuando subí las escaleras de esta escuela, yo puse ya de mi parte.

—¿Qué esperas de mí en realidad, Veloz?

—Es a ti a quien corresponde responder a esa pregunta. El cuándo también depende de ti. No te voy a forzar más, al menos no como lo he hecho hasta ahora. Jamás he querido hacerte sentir atrapada en un callejón sin salida.

Se detuvo y carraspeó para aclarar la voz.

—Me diste tu palabra de que lo intentarías, y confío en que eso harás.

A lo largo de los siguientes días, Amy pudo darse cuenta de cuánto maldecía el día en que tomó la decisión de dejar que Veloz entrase a formar parte de su grupo de alumnos, y empezó a detestar su trabajo como jamás lo hubiera imaginado al aceptar el desafío. Veloz se esforzó por aprender con la misma tenacidad con la que una vez se había implicado en la guerra comanche. Aunque ni por un instante pensó en dudar de su sinceridad, Veloz no era un hombre de ideas fijas. El principal motivo por el que quería aprender era ganarse su aprecio; de hecho, ese seguía siendo su único objetivo, por encima de todo, al igual que al principio.

Como estaban todo el tiempo rodeados de niños, las tácticas de Veloz eran más sutiles, pero tenían el mismo efecto devastador en Amy. Mientras daba su clase, él observaba cada uno de sus movimientos y nunca desperdiciaba cualquier oportunidad que se le presentase para tocarla. En una ocasión, se inclinó hacia él para ayudarle con sus ejercicios, y Veloz giró la cara para que una de sus mejillas rozase con su pecho. A veces, Amy se preguntaba si necesitaba realmente ayuda a la hora de escribir, o si simplemente quería sentir cómo sus dedos apretaban los suyos.

Si bien la maestra que había en su interior no podía evitar admirar la determinación de Veloz de aprender y, aunque se sentía orgullosa de ser testigo de sus avances, Amy también lamentaba la capacidad que aquel hombre tenía para cambiar su vida por completo. Jeremiah, quien había demostrado ser un alumno ejemplar, ahora se dedicaba a molestar durante las clases, fruto de sus celos de Veloz. El pequeño Peter Crenton, cuyo padre lo maltrataba, llegó al colegio lleno de moratones una mañana y no acudió a ella para buscar refugio, tal y como solía hacer habitualmente. Las jovencitas incluso habían empezado a decir cosas sin sentido delante de Veloz, a fin de ganarse la atención del chico más atractivo de la clase.

Y por si todo aquello fuera poco, un día después de clase, un grupo de madres visitó a Amy haciéndole saber su preocupación por el carácter más que cuestionable de Veloz y la influencia que estaba ejerciendo en sus niños. Además de garantizarles que el comportamiento de Veloz en las clases era ejemplar, Amy se dio cuenta de que incluso estaba defendiendo su derecho a gozar de una educación como los demás, lo que contribuyó a confundir sus sentimientos todavía más. ¿Estaba poniendo en riesgo su puesto como maestra en la escuela por dejar que Veloz asistiese a las clases?

Amy se pasó un buen rato reflexionando acerca de por qué se había rebelado contra aquel grupo de madres. ¿Podía ser que estuviera empezando a sentirse nuevamente atraída por Veloz? Se estremeció tan solo de pensarlo. No le molestaba que quisiera tener una educación, pero no podía evitar desear que fuese a la escuela en Jacksonville, lejos de ella.

El miércoles, justo una semana después de que Veloz empezara a ir a las clases, era el día del juego de las letras, que se celebraba cada mes en el colegio. Como Veloz no tenía ni la experiencia ni el nivel necesario para ser rival en el concurso, Amy quiso justificarlo delante de todos para que no participara en el juego antes de que los niños escogieran los dos capitanes y comenzasen a dividirse en grupos. Sin embargo, cuando anunció que él no participaría, los niños empezaron a refunfuñar y quejarse diciendo «¡Eso no es justo!». La regla de oro siempre había sido que todos los alumnos de la clase debían participar en el juego de las letras, y los niños no querían que esta vez se hiciese una excepción.

—No se preocupe, señorita Amy —interrumpió Veloz cuando ella trataba de explicar la situación—. Las reglas son las reglas.

Amy sabía que Veloz no tenía ni la más remota idea de dónde se estaba metiendo y estuvo a punto de volver a insistir en que, por esta vez, no participase. No obstante, se le ocurrió que quizá este era el momento que tanto estaba esperando. Había intentado convencer a Veloz de que no lo hiciera, pero había sido él quien había insistido…

—Está bien, chicos —anunció finalmente—. Escojamos a los capitanes.

No hizo falta esperar demasiado tiempo para ver en qué dirección se decantarían las cosas. Veloz fue el último en ser elegido, y Jeremiah no tuvo más remedio que aceptarlo en su equipo por ser el único que quedaba. Veloz se colocó del lado de la clase capitaneado por Jeremiah, donde su alta silueta se dibujaba en contraste con la fila de niñas con trenzas que estaban a su lado. Parecía dispuesto a cualquier cosa, aunque su cuerpo seguía en tensión. Lo cierto es que, en verdad, no tenía ni el menor presentimiento de lo que iba a suceder durante el juego. Él siempre había logrado ser el vencedor en duelos y batallas por medio de la fuerza, la agilidad, la velocidad y el ingenio, pero, desafortunadamente, la agudeza de Veloz no estaba acostumbrada a lidiar con este tipo de justas.

—Las preguntas deberían ser fáciles para el señor López —sugirió Jeremiah—. De lo contrario, no sería justo.

El rostro de Veloz cambió drásticamente. Amy sabía que, hasta el momento, nadie había hecho tales concesiones acerca de su persona, y ahora era un niño el que estaba hiriendo su orgullo. Amy se odiaba por haber permitido que las cosas llegasen tan lejos. Veloz se sentiría arrollado incluso por la palabra más simple, y ella había permitido que se encontrase en aquella situación, como un cordero al que están a punto de degollar.

El juego de las letras comenzó. La expresión de Veloz se alteró cuando Amy pronunció la primera palabra. El primer turno fue para el equipo de Índigo, la mejor alumna en ortografía. Sin problemas, deletreó la palabra «hurón». A continuación, Amy se dirigió al equipo de Jeremiah, con la vista puesta en Veloz. Él la correspondió con un gesto solemne que, con todo, dejaba adivinar su nerviosismo. La expresión que se ocultaba tras su mirada solo se podría describir como dolida. Incluso quizá acusadora. Parecía que empezaba a comprenderlo todo.

Muy a mérito suyo, Veloz mantuvo su entereza habitual y se enfrentó a aquella humillación que seguro que caería sobre él como el guerrero que era y que siempre había sido. Cuando por fin llegó su turno y Amy tuvo que pedirle que deletreara una palabra, se sintió como ese enemigo que está a punto de destruir a su mayor rival. Él levantó la cabeza, con mirada orgullosa, y la miró. Mientras buscaba una palabra, cualquier palabra de la que al menos conociera su ortografía, a Amy se le ocurrió decir su nombre, ya que él mismo lo había escrito muchas veces en cada uno de los ejercicios que ella le mandaba para practicar en casa.

—«Veloz» —dijo Amy, casi temblando.

Uno de los niños se rio. Amy se sonrojó y sus mejillas se volvieron de un rojo ardiente.

—Es una palabra totalmente válida. Significa rápido y de pies ligeros.

Veloz tragó saliva y mantuvo la compostura, sin despegar la vista de Amy.

—B-E-L-O-Z —deletreó rápidamente.

Amy sintió que se le caía el alma al suelo cuando algunos niños comenzaron a reírse a carcajadas.

—Ni siquiera es capaz de deletrear bien su nombre —gritó uno de ellos.

—¡Beeeeeeeloz! —añadió otro burlándose de él mientras imitaba el balido de una oveja.

Una de las niñas salió en su defensa.

—Casi lo dice perfecto. Tan solo confundió la «v» con la «b».

—Esto no es justo —dijo Jeremiah con rabia—. Nuestro equipo va a perder porque uno de los nuestros es estúpido. ¿Qué está haciendo aquí, en la escuela, además? Si quería aprender de verdad, tendría que haberlo hecho hace mucho tiempo.

Antes de que Amy pudiera reaccionar, Veloz se hizo a un lado y se apartó de la pared. Durante un instante, sus miradas se cruzaron y permanecieron inmóviles el uno frente al otro. Fue entonces cuando supo que Veloz estaba más dolido por su traición que por haber hecho el ridículo. Se quedó en la misma posición unos instantes y, después, sin mediar palabra, se fue de la clase y cerró la puerta con cuidado, como si no hubiera pasado nada. Amy se quedó paralizada, sujetando con fuerza su libro y repitiéndose mil y una veces lo mismo: esta vez había ganado, pero ¿a cambio de qué?

Las carcajadas de los niños se multiplicaron en su cabeza. Por un lado, Amy comprendía lo gracioso que les podía haber resultado Veloz: un tipo alto, grande y peligroso, atrapado en un pupitre demasiado pequeño para él y luchando por agarrar adecuadamente el lápiz con sus enormes manos. Sin embargo, aquella actitud burlona no tenía perdón.

—¡Basta! —gritó.

Toda la clase se quedó en silencio. Índigo también se separó de la pared, con sus grandes ojos azules bien abiertos. Se acercó a su pupitre y cogió sus libros de la escuela. Después, volvió a mirar a Amy y dijo:

—Esto es lo más rastrero que he visto en mi vida. Lo más rastrero. —Y tras esas palabras, salió corriendo de la escuela, cerrando la puerta con tal fuerza que el portazo resonó en toda la clase.

Sin saber verdaderamente qué hacer, Amy decidió dar el juego por terminado y acabar las clases antes, lo que una vez más, dio pie a que Jeremiah soltase otro de sus comentarios.

—Mi papá dice que salimos antes de la escuela desde que el señor López está aquí, así que a lo mejor ya no vendremos más. Y dijo también que la junta de la escuela va a contratar a una nueva maestra si esto sigue así.

Una vez más, Amy se quedó paralizada al ver cómo sus alumnos salían uno a uno por la puerta. Quizá Tierra de Lobos debiese contratar a una nueva maestra, a alguien que supiera separar su vida personal de su vida profesional.

—¿Tía Amy?

La voz ronca de Chase devolvió a Amy a la realidad. Se dio la vuelta, aunque se sentía extraña al estar de nuevo en el mundo real, y se fijó en las bellas facciones de Chase. Por fin, sus miradas se encontraron.

—Índigo no quiso decir eso —le advirtió.

Amy dio un paso inseguro hacia su mesa.

—Me temo que sí, pero no la puedo culpar. Fue muy cruel por mi parte dejar que la situación llegase tan lejos.

—Él también ha sido cruel contigo.

Desconcertada, observó a Chase como nunca lo había hecho. Hasta aquel momento, siempre lo había visto como un niño, pero ahora, mirándolo a los ojos, se dio cuenta de que aquel pequeño al que había entretenido con historias infantiles durante tanto tiempo se había convertido en todo un jovencito.

Chase se ruborizó y se encogió de hombros.

—En el fondo, yo sé que él no quiere actuar de esa manera, solo que para él es… —Apartó la mirada—. Índigo es demasiado pequeña para entender estas cosas, así que ni siquiera ha entendido lo que está pasando. Sé que el tío Veloz te ha estado haciendo pasar malos momentos.

Las lágrimas casi le impedían ver con claridad.

—Gracias por tu apoyo, Chase —dijo tratando de controlar sus emociones.

Él se volvió a encoger de hombros, incómodo por el nuevo papel de chico adulto que estaba desempeñando, incluso aunque fuera durante un par de minutos.

—Mamá nunca nos ha dicho exactamente qué es lo que te ha pasado, pero los he oído murmurando cuando ella y mi padre creían que ya estaba durmiendo. —Se humedeció los labios y prosiguió—. Sé que sientes que hemos dejado de cuidar de ti, pero yo… —pestañeó y se acercó a ella— yo te quiero, tía Amy.

Segundos después, Amy se vio abrazada por Chase, un abrazo poderoso que casi la levantó del suelo. Pasándole el brazo por el cuello, le devolvió el abrazo, con lágrimas en los ojos, pero también con una bonita sonrisa. La idea de desahogarse con él era tentadora, pero Amy no se lo podía permitir. Cazador había dejado bien claro que estaba del lado de Veloz. No podía enfrentar a padre e hijo.

—Yo también te quiero, Chase —le dijo apenas susurrando—. Agradezco tu comprensión, pero merecido o no, le acabo de hacer una cosa muy fea a tu tío Veloz. Y tengo que arreglarlo de alguna manera.

—Lo sé —dijo mientras la rodeaba con sus brazos una vez más—. A veces, la forma de actuar de mi padre hace las cosas todavía más difíciles. Me alegro de que seas mi tía, porque llevamos la misma sangre. Lo que no parece justo es que Veloz diga ser mi tío cuando no lo es. Al menos no cuando nos hace elegir entre tú y él. Solo quería que supieras que yo no estoy enfadado contigo y que Índigo es demasiado pequeña para entenderlo. Iré a buscarla y hablaré con ella. Creo que cuando el tío Veloz reflexione sobre lo que ha pasado, también dejará de estar enfadado contigo.

Amy cerró los ojos apretándolos bien fuerte. Sabía que Veloz no estaba enfadado, sino dolido.

—Hablaré con él.

—¿Quieres que vaya contigo?

Amy se alejó, secándose las lágrimas y limpiándose la nariz.

—No, gracias. Esto es algo que tengo que hacer yo sola.

—¿Estás segura? Sé que le tienes un poco de miedo.

La mirada preocupada de Chase hizo que Amy no sonriese. ¿De verdad pensaba que se sentiría más segura con él a su lado delante de un hombre de la talla de Veloz? Sería como lanzar un pedazo de carne a la jaula de los leones.

—En realidad, Chase, tu tío Veloz y yo somos viejos amigos.

No era ninguna mentira. Ella y Veloz habían sido amigos una vez. Grandes amigos, como solo los niños pueden serlo. Ahora él se había convertido en un hombre, ella en una mujer, y sus vidas, tan diferentes, conformaban el muro que los separaba. Aunque, con muro o sin él, entre ellos todavía existía el recuerdo. Amy sabía que Veloz había confiado en ella cuando lo dejó participar en el juego. Ella lo había traicionado, no por lo que había dicho o hecho, sino por lo que había dejado de hacer o de decir.