Capítulo 9
Amy encontró a Veloz en las afueras del pueblo, sentado a la sombra de un madroño, con la espalda apoyada en su tronco rojizo, una pierna extendida y sus brazos musculosos alrededor de la otra rodilla, que tenía flexionada. Al verlo rodeado de naturaleza, con su oscura melena al viento y con la mirada fija en el horizonte, volvió atrás en el tiempo. Durante unos instantes, aunque breves, pudo ver a aquel joven al que una vez había amado con locura: su rostro majestuoso, aquella sabiduría que llenaba sus ojos, el gesto pensativo y solemne de su expresión. Antílope Veloz era ahora un orgulloso empedernido, a veces intolerablemente arrogante, educado para ser un guerrero, un cazador, un jinete sin igual. Y ella había permitido que un grupo de niños lo humillase.
Para él, haberse rebajado a que le tratasen como a un estudiante más, a sentarse durante horas delante de una profesora que apenas le enseñaba nada, había supuesto un gran esfuerzo. Al pensar en ello, Amy incluso dudaba de si, en verdad, había podido enseñarle algo. Ella podía haberlo evitado todo. Tenía tiempo suficiente después de las clases como para darle clases particulares y, en lugar de eso, lo había obligado a admitir públicamente su ignorancia, algo que ni siquiera un hombre blanco hubiese estado dispuesto a aceptar jamás. El hecho de que Veloz lo hubiese hecho, y que, además, lo hubiese hecho principalmente por ella, le hizo sentirse avergonzada: terrible y profundamente avergonzada.
Se acercó a él despacio, observando una vulnerabilidad en su amigo de la infancia que jamás había visto hasta aquel momento. No podía marcharse a vivir a Jacksonville con blancos desconocidos y acudir a la escuela. Hacer algo así le sería tan fácil como a ella empezar a frecuentar la taberna y ganarse la vida como lo hacía May Belle.
Al caminar, pisó unas cuantas ramas y hojas secas propias del otoño, sabiendo el ruido que estaba haciendo para acercarse a él. Y sabiendo también que él se había dado cuenta de que estaba allí, aunque no hiciese nada por demostrárselo.
—¿Veloz?
Él no cambió de posición y mantuvo su mirada fija en el horizonte. Tragándose su propio orgullo y con una gran desazón, se sentó a su lado. El viento hizo volar las hojas a su alrededor, formando una espiral de tonos anaranjados y amarillentos, maravilloso y triste al mismo tiempo, pues para ella el otoño suponía el fin de la primavera, y en su vida suponía el fin de la niñez y la belleza.
Durante un buen rato, permanecieron sentados en silencio. Amy no estaba segura de lo que iba a decir y cuando por fin encontró el valor para hablar, sus palabras le parecieron penosamente inadecuadas.
—Lo siento, Veloz.
Finalmente, él reaccionó, pero ni siquiera se molestó en mirarla.
—Lo sé.
A Amy le dolió esta actitud. Se esperaba cualquier cosa menos eso. Le respondió que su intención no había sido hacerle daño, pero no era del todo cierto y, si había algo que tenían en común los dos, era su amor por la honestidad.
—Era tan incómodo para mí tenerte en clase. Quería deshacerme de ti.
—Y lo has conseguido. No pienso volver.
Amy se mordió los labios hasta que sus ojos se llenaron de lágrimas, pero, esta vez, el dolor no pudo con ella.
—Veloz, te podría dar clases particulares, después de la escuela.
—No servirá de nada, Amy —suspiró, mostrando un gesto de derrota que hirió todavía más a Amy—. Jeremiah tiene razón. Soy demasiado estúpido para aprender. No tienes ni idea de lo mucho que me he esforzado para hacer los ejercicios correctamente. Nunca me los aprenderé de memoria, de manera que pueda deletrear cualquier palabra. Me he dado cuenta hoy mismo. Tengo suerte de haber aprendido a hablar inglés tan bien, pero tampoco eso fue fácil para mí. Tuve que practicar todo el tiempo mientras cabalgaba de un lado a otro de la frontera.
—¡Tú no eres estúpido! —le gritó—. Y no pensarías que lo eres si te hubiera dado una oportunidad.
Él seguía sin querer mirarla. Mientras lo observaba, Amy se dio cuenta de que ella no era la única que se había sentido avergonzada. ¿Qué le había hecho? Desde su llegada a Tierra de Lobos, únicamente se había preocupado de sus propios problemas y sentimientos, olvidándose de los de Veloz. Cuando quizá tenía la misma capacidad para hacerle daño que la que él había tenido con ella.
—Suvate, se acabó —dijo suavemente. Sus ojos oscuros miraron hacia el campo abierto donde antes habían estado las hojas secas y que ahora el viento había barrido. Después de unos instantes, tragó saliva y añadió—: Antes que yo, otros muchos hombres de gran peso han tenido la sabiduría suficiente como para decir estas palabras. Incluso Quanah las acabó pronunciando.
—¿Quanah?
—Él luchó durante la gran batalla en defensa de nuestro pueblo y aceptó la derrota cuando Mackenzie mató a nuestros caballos. Lo apoyé durante la batalla de Adobe Walls y sé que preferiría haber muerto antes que rendirse, pero a veces la muerte no llega cuando la deseas. El invierno, por el contrario, siempre llega. Los recién nacidos empezaban a llorar de hambre, y Quanah se rindió para darles la oportunidad de llevarse quizá algo a la boca. —Al hablar se le dibujó una sonrisa en la cara—. No lo vencieron en el campo de batalla, sino dejándole sin comida para su gente. Fue uno de los grandes guerreros de todos los tiempos, y fue el llanto de los niños lo que le hizo abandonar las armas. Es curioso, ¿no crees? —Se llevó los dedos de la mano a la oreja, como si estuviera escuchando algo, saboreando el aire—. Y yo he sido derrotado por unas líneas escritas en un papel. No sé por qué vine aquí, Amy. El mundo al que yo pertenezco ya no existe.
—No —susurró con un tono un tanto brusco.
Él sonrió, pero sin que hubiera en sus ojos rastro de la calidez de otras veces. De hecho, Amy nunca había visto una mirada tan vacía. Él la examinó por un momento, como si estuviera viendo tan solo un recuerdo y, a continuación, volvió a desviar la mirada hacia el horizonte.
A Amy se le hizo un nudo en el estómago.
—Veloz, al menos tienes que intentarlo. No puedes rendirte así como así.
—Lo intenté, pero he fracasado.
Aquel barco estaba a punto de naufragar. Amy adivinó que iba a persistir en la idea de abandonar con la misma tozudez que había mostrado para otras cosas: no había forma de hacerle cambiar de parecer. Ella sabía lo que tenía que hacer… si quería que se quedase. La pregunta era: ¿de verdad lo quería?
Durante unos instantes, el miedo paralizó por completo a Amy. Hasta aquel día, siempre había deseado que se marchara, rezaba para que así fuese. Las razones que tenía para hacerlo seguían siendo las mismas. Aquel hombre tenía la capacidad de desestabilizar la seguridad de su mundo y construir otro bajo su poder despótico, imponiendo reglas a su antojo. Si se quedaba, eso es justo lo que haría. Era tan inevitable como que lloviese durante la más fuerte de las tempestades. Lo que nadie sabía era que, ocho años atrás, ella había sido víctima de una auténtica pesadilla y se había jurado a sí misma que jamás permitiría que nadie la dominase. ¿Iba a dejar que ese vacío que sentía en los ojos de Veloz le hiciese olvidar su promesa?
La desesperanza pudo con Amy, ya que sabía que todas esas preguntas tenían una respuesta desde hacía mucho tiempo, toda una vida, cuando un apuesto joven había acogido a aquella niña llorona de doce años entre sus brazos.
Cerrando sus manos en un puño, se inclinó hacia él.
—No seas estúpido, Veloz. Has empezado algo y ahora debes terminarlo. Eres la última persona a la que pensé que podría ver sintiendo pena por sí mismo.
Al instante, él la miró, y ella se dio cuenta de inmediato de que había escogido la táctica correcta, la única táctica posible. Evitó pensar en el lío en el que se estaba metiendo. Lo importante ahora era que había cometido una gran injusticia con él, y deseaba desesperadamente tener una segunda oportunidad para remediarlo.
—Nunca pensé que fueras de los que se rinden a la primera de cambio.
A Veloz empezaron a brillarle los ojos.
Ella se rio a medias.
—No puedo creer que me hayas tenido tan atemorizada. No trates de sentirte mejor comparando tu situación con la de Quanah. Él tenía niños que lloraban, pero en este caso, el único que llora eres tú. Mírate, absolutamente abatido después de una mísera semana, rindiéndote porque no has conseguido aprender en cinco días lo que a otros les lleva años.
Tenía los ojos en llamas.
—No soy un perdedor, y lo sabes.
—¿En serio? Mírate una vez más, lloriqueando por las esquinas porque unos cuantos niños se rieron de ti. ¿No perteneces a este mundo? ¡Gallina! ¿Qué vas a hacer entonces, Veloz? ¿Volver a Texas y morirte de hambre en una reserva, soñando cada día con los tiempos pasados? ¿O quizá volver junto a los comancheros? Supuestamente, has venido aquí para empezar de cero. Hoy las cosas no han ido bien, y lo lamento. Te he ofrecido incluso clases particulares, y ni siquiera lo has aceptado. En mis libros, eso se llama ser un perdedor.
—Ten cuidado con tus palabras, Amy.
Se levantó de un salto.
—Ah, claro, cómo no: intimídame y demuestra lo macho y valiente que eres. Librar una batalla física conmigo es lo más fácil que hay en el mundo pero, claro, aprender no lo es. Se necesita valor para ponerse delante de un libro cada día. Tu problema no lo tienes entre las orejas, sino entre el pecho y la espalda.
Finalmente, él también se levantó poco a poco.
—Amy, te lo advierto, no estoy de humor para esto. Me puedes acusar de muchas cosas, y lo entiendo, pero no me llames cobarde.
—Cobarde, perdedor, fracasado… todo es lo mismo. —Sus miradas se cruzaron de nuevo—. Estaré en mi casa mañana a las tres en punto, con los libros sobre la mesa. Si es verdad que no eres un cobarde, no me falles.
A la tarde del día siguiente, Amy caminó de un lado a otro del salón, mirando repetidas veces al reloj. Pasaban cinco minutos de las tres. Veloz no vendría. Suspiró y se hundió en el sofá de terciopelo azul oscuro. «El mundo al que pertenezco ya no existe.» Si no había conseguido convencer a Veloz de dar a los libros una segunda oportunidad, se llevaría aquellas palabras a la tumba.
Se habría sentido mal por desanimar a cualquier persona que hubiera acudido a ella para aprender, pero se sentía doblemente mal por haberle fallado a Veloz. Por mucho que le costara admitirlo, él había sido su salvación en una ocasión, la única persona que se había preocupado por ella lo suficiente como para pasar horas y horas en su compañía, dándole esperanzas cuando pensaba que ya no las había, orgulloso de haberla sacado de allí y de ayudarla a recobrar su autoestima. Y él le había obsequiado con todo aquello con una caballerosidad inigualable y con una actitud increíblemente comprensiva y adulta, impropia de un chico de su edad.
A cambio, cuando él huyó de su vida en Texas y vino a Tierra de Lobos en busca de sus viejos amigos, ella lo había despreciado, rechazado y, por encima de todo, lo había humillado con desdeño. Poco importaba ya en lo que se hubiese convertido en los últimos años ni lo que hubiese hecho; no se merecía nada de eso, y menos de ella.
Amy se levantó del sofá, cogió un chal y se cubrió los hombros. Quizá si hablase con él una vez más, reconsideraría las cosas. Se acercó hasta la puerta y miró fijamente los cerrojos, con el corazón en un puño y consciente de las posibles consecuencias de lo que estaba a punto de hacer. Si dejaba las cosas como estaban, lo más probable era que Veloz dejase Tierra de Lobos y volviera a Texas. Sería una estupidez hacer algo para evitar que eso sucediese. Pero ¿cómo iba a dejar de hacerlo?
Decidida, abrió los cerrojos y, cubriéndose con el mantón para protegerse de la brisa fresca de otoño, salió hasta el porche. En cuanto lo hizo, observó que algo se movía a su lado. Al girarse, se encontró frente a frente con Veloz, que acababa de posar una de sus botas negras en el último escalón del porche. Sus miradas se encontraron, intercambiando mensajes que ninguno de los dos podía pronunciar; la de él mostraba su enfado y la de ella, una profunda sensación de alivio.
—Has venido —dijo finalmente.
Sin ofrecer respuesta alguna, continuó subiendo el último escalón que le faltaba, pasó por delante de ella y entró en la casa. Amy lo observó con la boca casi seca. Se había acostumbrado a controlar sus nervios cuando la trataba bien. Lo siguió hasta dentro y cerró la puerta sin echar el cerrojo, por si acaso.
Él se dirigió a la cocina. Cogió una silla, la giró y se sentó en ella apoyando los brazos sobre el respaldo. Amy caminó tambaleándose hacia él, pretendiendo sin éxito no parecer afectada por aquel comportamiento huracanado. Le lanzó una mirada penetrante y volvió la cabeza hacia la otra silla. Con el corazón a punto de estallar y habiendo entendido el mensaje, la cogió y se sentó. Se colocó bien su falda azul marino y abrió el libro por la primera lección. Tenerlo aquí era lo que ella quería, ¿no? Esta era su segunda oportunidad para enseñarle algo, y no iba a permitirse un fracaso. No podría estar enfadado de por vida, de todas formas.
Con gran determinación, Amy comenzó con la clase utilizando tarjetas de letras escritas por ambas caras que ella misma había preparado para este ejercicio. Levantó la que contenía la letra A, le explicó lo que tenía que hacer y después esperó mientras él la observaba en profundo silencio.
—Veloz, sé que puedes reconocer esta letra —le reprendió—. ¿Te vas a poner manos a la obra de una vez o no?
—¿Cuál de los dos es más cobarde, Amy? —Se inclinó ligeramente hacia ella—. Tú me llamas cobarde por querer abandonar esto de aprender, y aquí estoy, deseando que me enseñes. Pero ahora soy yo el que te llama cobarde, por haber renunciado a la vida. ¿Tienes el valor suficiente como para que sea yo el que te enseñe un par de cosas?
Amy lo miraba sin pestañear, todavía con la tarjeta en la mano.
La alcanzó y se la arrancó de las manos.
—Es una A, como la de Amy.
Tratando de recobrar la compostura, vio cómo Veloz posaba la carta sobre la mesa.
—También puede llevar una H delante y tener el mismo sonido, como en habitación. O ir al final de palabra, como en cintura.
De repente, Veloz fijó su mirada en ella.
—Creo que podría rodearla tan solo con mi manos, si algún día me dejas acercarme a ti.
Amy trató de actuar con normalidad y cogió otra carta al azar. Él la examinó con cierta indiferencia y dijo:
—Esa es una T, como en trasero o tetas. —Clavó los ojos en su corpiño y arqueó una ceja—. Interesante, muy interesante.
—¡También es una T como en tarugo! —Amy se levantó bruscamente de la silla, absolutamente decepcionada, avergonzada y llena de odio—. Ya veo que no has venido aquí para aprender. Si piensas que me voy a quedar aquí una hora aguantando este abuso verbal, estás muy equivocado.
—¿He dicho algo mal? T es la letra que conforma el sonido inicial de tetas. Creo que lo he dicho bien.
Amy dejó las tarjetas encima de la mesa con tal enfado que tiró algunas al suelo. Veloz se agachó para recogerlas.
—Y esta es la M de miel, seguro que así sabe tu piel. —Se rio de esa manera que exasperaba a Amy—. Sí, toda como la miel, hasta el último centímetro.
—Creo que ya es suficiente.
—No, cariño; así es la vida.
—A lo mejor en tus libros. Pero yo soy feliz sin esa parte de la vida, gracias.
—Porque vives acobardada día y noche, por eso. La Amy que yo conocía era una luchadora nata. Te escapaste y te enfrentaste a un grupo de comanches cuando tenías doce años, cargando un rifle más grande que tú. ¿Te acuerdas?
—La vida de Loretta estaba en peligro. No me quedaba otra.
—Y ahora es tu vida la que corre peligro, Amy, y la mía también. Y en esta ocasión, tampoco te queda otra porque no pienso dártela, ¡maldita sea! La Amy que yo conocí no tenía miedo de su propia sombra ni renunciaba a lo que quería. ¿Vas a permitir que lo que te hizo Santos arruine tu vida? Ya han pasado quince años, y sigue torturándote cada día y cada noche. Lucha, Amy. Entiérralo para siempre.
Amy respiraba a trompicones, con fuerza. Dio un paso atrás.
—¿Cómo te atreves a decir que sabes lo que quiero? Todo lo que deseo, ya lo tengo, Veloz. —Señaló la casa con la mano, temblorosa—. Una casa, un trabajo que me gusta, amigos. ¿Y quieres que lo tire todo por la borda? ¿Para qué? ¿Para que puedas decirme qué decir y cuándo? ¿Qué hacer y cómo hacerlo? A lo mejor mi vida no es como tú piensas que debería ser, pero yo soy feliz así.
—¿De veras? ¿Sabes siquiera lo que te estás perdiendo ahí afuera? Déjame mostrarte tan solo un pedazo de lo que podrías tener. ¿Nunca has visto a Cazador y a Loretta, y has deseado tener eso? ¿Una casa, fuego en la chimenea, niños y sonrisas?
Dejó las tarjetas que había recogido sobre la mesa.
—Y esta es la Q, como la que hay en Te quiero. Y yo te quiero más de lo que jamás podré expresar con palabras. Quiero demostrártelo de otra manera, Amy. De la forma en que te beso. De la forma en que te acaricio. De la forma en que te abrazo. ¿Me dejarás decírtelo a mí manera, aunque sea solo una vez?
Amy observó la tarjeta que estaba boca arriba.
—Esa no es una Q; es una O.
Él sonrió.
—A veces no te entiendo.
—Pues ya somos dos. Deberían lavarte la boca con jabón.
—Mírame, Amy.
Ella sabía que no debía hacerlo, que su actitud era peligrosa, y se sentía especialmente vulnerable, pero aquel tono de súplica pudo con ella. En el momento en que sus miradas se encontraron de nuevo, un sinfín de extrañas sensaciones la invadieron por completo.
—Te prometí que lo iba a intentar porque ahora vivo en el mundo de los blancos y porque quiero… —Hizo una breve pausa y la miró fijamente a los ojos—. Porque quiero tener una vida, Amy. Una vida de verdad. Y tú eres mi última oportunidad. Tierra de Lobos es mi última oportunidad. ¿Lo entiendes? Si no puedo conseguirlo aquí, entre amigos, ¿dónde diablos puedo hacerlo?
—Oh, Veloz, no…
—¿No qué? ¿Que no te diga la verdad? ¿Que no te haga sentir lástima por mí? Por Dios, Amy, podría ganarme tu simpatía en cuanto quisiera.
Amy cerró los ojos apretándolos bien fuerte.
—No, por favor.
—¿Crees que he cabalgado más de tres mil kilómetros por capricho? He venido en busca de mi vida, ¡maldita sea! ¡De mi vida!
Se levantó a medias de la silla, con las manos apoyadas todavía en el respaldo. El sonido que hizo al moverse la sobresaltó.
—Y cuando llegué aquí, te encontré, viva y tan hermosa como en mis sueños. No puedo cerrar los ojos y actuar como si nada. ¡No puedo! Y no porque sea un maldito cabezota y testarudo, sino porque no existe nada más para mí. Nada. ¿Lo entiendes?
Lo peor de todo era que sí lo entendía.
Veloz se señaló a sí mismo.
—Nada de cintas nacaradas, nada de pistolas, nada de espuelas y nada de poncho. Me he afeitado. Loretta me cortó el pelo anoche. Y estoy aquí para intentar, una vez más, aprender a leer y a escribir. ¿Y tú? ¿Qué has hecho para cumplir tu parte del trato? Me prometiste que lo harías. Dime, ¿qué has puesto de tu parte?
—Nada —admitió ella. Y rápidamente añadió—: No sé cómo cumplir mi promesa. Cada vez que lo pienso, me siento…
—¿Te sientes cómo?
—Atrapada —dijo con un suspiro.
—Prometiste que lo intentarías —le recordó—. Y he esperado paciente, algo impropio de mi naturaleza. Quiero que tengamos el mismo tiempo para cumplir nuestras promesas, Amy.
—¿Qué?
—El mismo tiempo. Aprenderé a leer y a escribir, pero a cambio, tienes que hacer un esfuerzo para volver a confiar en mí.
Lo primero que se le pasó a Amy por la cabeza fue decir que no, pero, de pronto, se dio cuenta de que, en realidad, estaba hecha un mar de dudas. Estas dos últimas semanas, Veloz había hecho verdaderamente un esfuerzo por cambiar, tratando de hacer todo lo que estaba en sus manos por hacer las cosas bien por ella. Pero lo más importante era lo que no había hecho: no la había puesto encima de su caballo y se la había llevado con él, como ella había temido en un principio. Por no haberlo hecho, su actitud hacia él iba cambiando poco a poco, algo que la atormentaba y la hacía dudar. ¿El Veloz que un día había conocido seguía vivo bajo aquel peligroso y duro Veloz López? Si así era, Amy ansiaba encontrarlo. Aunque indecisa, y pese a que le costaba admitirlo, nunca había dejado de amarle.
—El mismo tiempo —se aventuró a decir con tono dubitativo—. ¿A qué te refieres con eso exactamente?
—El mismo tiempo, tal y como suena. Por cada hora que pase delante de un libro aprendiendo, quiero que tú pases una hora conmigo.
Ella se mordisqueó el labio mientras lo observaba, tratando de leer sus facciones, pero no pudo adivinar nada.
—¿Me prometes que no vas a…?
—¿Que no voy a hacer qué? —le preguntó cariñosamente. Ella se armó de valor y se lanzó a decírselo.
—A no tocarme mientras estemos juntos.
Sus ojos se clavaron en los suyos.
—No más promesas, Amy. La gracia de todo esto es que confíes en mí.
—Creí que la idea era volver a empezar desde cero.
Él sonrió.
—Exactamente. Y no quiero que miles de reglas entorpezcan el camino.
Amy cometió el error de volver a mirarlo directamente a los ojos y sintió como si el aire absorbiese todas las chispas que surgían entre ellos en aquel momento, haciendo que se le pusieran los pelos de punta.
—Di que sí —le pidió—. Confía en mí, Amy; solo una vez más. Lo hiciste una vez, hace mucho tiempo, ¿te acuerdas? Y nunca he perdido la fe. ¿Puedes apostar por mí una vez más?
Su corazón comenzó a palpitar con fuerza.
—Ya te he prometido que nunca te haré daño —le recordó—. Si te detienes un instante a pensarlo, ¿no crees que eso es suficiente como para perder el miedo que tienes a que te pase algo?
Desde el punto de vista de Amy, aquella promesa era, en verdad, suficiente. Lo único que la aterraba era que Veloz y ella pudiesen tener ideas diferentes de lo que significaba hacer daño.
—Sí.
—¿Pues entonces?
Se humedeció los labios, sintiendo que estaba a punto de cometer una imprudencia, como si hubiera algo maravilloso esperándola al otro lado y tan solo tuviera que dar un paso hacia delante.
—Si digo que sí, ¿me darás la posibilidad de tomarme mi tiempo si no me siento totalmente cómoda?
Veloz dudó por un momento, como si estuviera meditándolo, y luego sonrió.
—Me parece justo, siempre y cuando no tires la toalla cuando todavía me debas tiempo. ¿De acuerdo?
—De acuerdo.
Durante un buen rato, él la observó con detenimiento y, a continuación, le susurró de tal forma que apenas pudo escucharle:
—No te arrepentirás de esto, Amy. Te lo prometo.
Con las piernas todavía temblando, Amy se sentó con cierta rigidez en la silla y reunió de nuevo todas las fichas. Veloz la observaba con aires de suficiencia, sintiéndose a gusto consigo mismo, y ella deseó que no se tratase de una mala señal.
Amy había preparado una clase de una hora, pero de un modo o de otro, Veloz consiguió alargar la hora hasta que fueron dos. Ella sospechaba que lo había hecho a propósito, sospechas que se confirmaron cuando acabaron de hacer el trabajo. Al momento, él le pidió las dos horas que le correspondían.
—¿Ahora? —dijo Amy mientras observaba la pequeña ventana que había por encima de ellos—. Pero si ya se ha hecho de noche. Loretta estará esperándote para cenar. Además, ¿qué vamos a hacer durante dos horas?
—Podemos ir a dar un paseo… y hablar. Le dije a Loretta que llegaría tarde.
A Amy le gustó mucho menos el momento de indecisión de Veloz antes de pronunciar la palabra «hablar» que el guiño pícaro y ruin que le había lanzado.
—No puedo ir a dar un paseo después de que anochezca. Ni pensarlo. Si la gente nos ve, ya sabes lo que van a pensar. Tengo que pensar en mi puesto como maestra.
—¿Quién nos va a ver a estas horas? ¿Crees que todo el mundo observa lo que haces y vigila lo que sucede alrededor de tu porche a través de sus ventanas?
—Pero seguro que nos verán caminando. La gente sí que camina por el pueblo después de que anochezca.
—No tengo ninguna intención de pasear por el pueblo.
Sus ojos se abrieron como platos.
—¿Entonces por dónde pretendes que caminemos?
—Por el bosque.
—¿Qué?
—Confía en mí, Amy. —La rodeó con su chal y la encaminó hacia la puerta—. De eso se trata, ¿recuerdas? Confianza. ¿De verdad crees que no pienso en tu bienestar?
—Simplemente tengo miedo de que tengamos ideas diferentes de lo que es bueno y lo que no para mí —admitió.
Él se rio y cerró la puerta tras de sí. Amy caminaba a tientas en la oscuridad, odiándolo cada vez más.
—Veloz, pronto será noche cerrada, y ya sabes lo ciega que me vuelvo cuando está todo escuro.
—Yo puedo ver perfectamente. —Apoyó la mano en su hombro—. No voy a dejar que te caigas, Amy. Relájate. Acuérdate de cuando éramos niños, corriendo libres por la orilla del río al oscurecer. Te agarrabas a mi cinturón para poder seguir el camino cuando no veías.
—También recuerdo que tropezaste y nos caímos al río.
La guio a través de los árboles. La escuela, a aproximadamente doscientos metros de allí, brillaba como un fantasma entre las tinieblas.
—Te hice tropezar a propósito.
—Eso es mentira.
—Es verdad. —Él le mostró su mirada más cálida—. Te robé un abrazó junto a la orilla, ¿te acuerdas?
Amy entrecerró varias veces los ojos para tratar de ver lo que había delante de ellos.
—Veloz, el bosque está tan oscuro. ¿Por qué no paseamos cerca del camino?
—No, no. Quiero que caminemos solos, lejos de donde nos puedan escuchar.
A Amy le empezaron a temblar los labios.
—¿Por qué?
La acercó a él cuando vio que se aproximaban a un árbol. Aprovechando el momento, le levantó el brazo y coló el suyo alrededor de su codo. Su mano, grande y cálida, se deslizó por debajo de su chal hasta parar al otro lado de la cintura, con los dedos pidiendo a gritos alcanzar su pecho derecho. Amy se puso más rígida y le agarró instintivamente la muñeca.
—Confía en mí, Amy —le recordó—. Esa mano no se va a mover de su sitio.
Al instante, observó el pueblo mirando por encima del hombro, al mismo tiempo que se le encogía el corazón al comprobar que estaban ya demasiado lejos como para que alguien la oyera si gritaba. Sintió tensión en la garganta. En contra de su voluntad, dejó de agarrar la muñeca de Veloz.
Dos largas horas se le avecinaban y prometían ser las más angustiosas de toda su vida. Al momento, deseó no haber ido en busca de Veloz el día anterior, ni haber desafiado su orgullo para conseguir que se quedara. Pero, tonta de ella, allí estaba, pateándose el bosque con él, tan pequeña como era a su lado, ciega como estaba, e indudablemente estúpida por haberle permitido cometer esta locura.
Veloz la guio hasta el riachuelo Shallows, aunque eso de «guiar» era simplemente en teoría, ya que era tal la oscuridad que ya no podía se veía nada. Un búho ululó a su paso y descendió con un aleteo hasta donde ellos estaban, poniéndole casi los pelos de punta. Por instinto, se pegó todavía más a Veloz y, cuando la tuvo agarrada más fuerte, se negó a volver a soltarla de nuevo. Sus caderas iban rozando los muslos de él a medida que caminaban.
Amy pudo reconocer pronto el sonido del agua. Llegaron a un claro, bañado por la luz de la luna de aquella noche, un resplandor que hacía que los árboles parecieran torres de plata y sus sombras se proyectasen temerosamente en la oscuridad. Veloz la guio hasta un gran tronco caído y, sujetándola por la cintura, la elevó para que se sentara. Ella extendió bien las manos a cada lado, mirándolo nerviosa allí abajo, inquieta al ver que los pies le colgaban en la nada sin saber lo que había debajo de ellos.
Como una sombra más en ese bosque amenazador de sombras, Veloz dio un salto y se sentó a su lado, abrazándose las rodillas. Los rayos de la luna se reflejaron en su rostro. Le brillaba el cabello del color del ébano, justo por donde le cubría la frente. Al verlo, solo podía pensar en lo inconsciente que había sido por haber accedido a semejante locura.
Después de mirar el agua durante un buen rato, él se volvió y la miró con atención, con aquellos ojos negros que se fundían con el tono de su rostro.
—Bueno, señorita Amy, ha llegado el momento que tanto temías, ¿no es así? Estás completamente a solas conmigo. No hay nadie a quien puedas acudir. ¿Qué se supone que tiene que pasar ahora? Desde luego, detestaría decepcionar a una dama.
Ella tragó saliva y jugó nerviosa con los bordes del chal.
—Yo, eh… —Lo miró de nuevo—. Creo que eso es cosa tuya. Esa era la idea, ¿no?
Su blanca dentadura brilló a la luz de la luna al sonreír. Una sonrisa pequeña y engreída que le hizo estremecer.
—Pensaba en hacer algo que nunca esperarías, algo que te cogiese absolutamente por sorpresa ahora que te tengo a mi merced.
—¿Co… como qué? —le preguntó con voz trémula.
—Como hablar. —Su sonrisa se hizo más expresiva—. Eso es lo último que esperarías de mí, ¿no?
El alivio que la invadió la hizo sentirse aturdida.
—Sí —admitió ella con una risa un tanto forzada—. ¿De qué quieres que hablemos?
—No sé. ¿Qué te gustaría saber de mí?
Su sonrisa desapareció.
—De acuerdo. ¿Qué te movió a empezar a llevar siempre contigo una pistola? Nunca has sido de los que matan por matar, o que luchan sin motivo. ¿Qué pasó para que matar formase parte de tu vida diaria?
—No era mi pan de cada día exactamente, Amy. A veces pasaban semanas, incluso meses, sin que tuviera que utilizar mi arma. —Suspiró y cambió de posición con cuidado—. Y en cuanto a llevar la pistola conmigo, creo que principalmente fue cosa del destino. Sabes la relación que hay entre las armas y yo. Rowlins, mi jefe, me enseñó a disparar con un revólver. —Se encogió de hombros y continuó—: Es algo que hay que saber cuando eres un vaquero. Y una vez que me enseñó lo básico, practiqué día tras día, hasta que sentí que ya sabía hacerlo bien.
Ella recordó la habilidad que Veloz tenía para las demás armas y lo importante que estas habían sido para él como guerrero.
—Y, cómo no, te convertiste en un as.
—Eso es.
—Veloz, leí el reportaje en el periódico. Dicen que eres el pistolero más rápido y ágil de Texas, quizá del mundo entero.
Él frunció el ceño en medio de la oscuridad.
—Después del primer tiroteo, tuve que aprender a ser rápido. Cuando matas a un pistolero, ya no hay vuelta atrás. Tu reputación te sigue allá adonde vas, y siempre hay alguien que quiere probar sus habilidades ante ti. O muestras las tuyas, o mueres. En mi primera batalla, tuve la mala suerte de matar a un hombre de renombre en la zona. Una noche de sábado, fui al pueblo con unos amigos; él me vio, no le gustó mi aspecto y me retó. Desde aquella noche, mi vida se convirtió en una auténtica pesadilla.
—¿Y si alguien te sigue hasta aquí?
Suspiró.
—Espero que nadie lo haga.
—Pero ¿y si alguien lo hace?
Se volvió para mirarla, y en su rostro ya no había rastro de sonrisa.
—El cobarde que hay en mí le dispararía. ¿Te acuerdas de lo que te dije sobre lo de desear morir con todas tus fuerzas y no poder? Sé lo que es eso. He intentado no buscar mi pistola en la cartuchera al menos una docena de veces, prometiéndome que no lo haría. Pero cuando el humo se disipaba, yo seguía vivo. —Volvió a examinarla—. ¿Sabes? No eres la única que siente miedo a veces. Todos lo sentimos en alguna ocasión. Lamentablemente para aquel que me reta, cuanto más asustado estoy, más rápido desenfundo mi pistola.
—Estoy segura de que eso no es lo que quisieras. —Ella trató de leer su expresión, pero no pudo a causa de la oscuridad—. Esos hombres te hubiesen matado si no lo hubieras hecho. ¿Por qué ibas a permitírselo?
—No siempre eran hombres, Amy. —Veloz dirigió su mirada hacia los árboles, con el cuerpo totalmente paralizado; por un momento, parecía incluso que había dejado de respirar—. Ya viste los ojos de Chase la primera noche, cuando me preguntaba acerca de los tiroteos en los que había participado. Algunos de mis rivales eran simplemente niños, Amy, tan solo algo mayores que Chase. Quizá, legalmente, se podría decir que eran hombres… dieciocho, veinte, algunos de más edad. Pero eso no te sirve de consuelo cuando los miras a la cara.
Agitó las manos como si no pudiera encontrar las palabras adecuadas para expresar lo que había sentido.
—Había muchachos que se pasaban el día aprendiendo a desenfundar a tiempo sus armas, hasta que pensaban que estaban listos para derrotarme. Pero estaban equivocados. —Tragó saliva y, cuando prosiguió con la historia, su voz pareció apagada y vacía—. Yo o ellos, en eso consistía el juego, y a veces… créeme que, a veces, hubiese deseado ser yo.
Amy clavó las uñas en la corteza de aquel tronco. Apartando la cara, le dijo:
—Lo siento, Veloz. No te debería haber hecho preguntas sobre algo tan doloroso para ti. —Ella se moría de ganas por saber por qué se había convertido en un comanchero, cómo la había podido traicionar de aquella manera, pero ahora, después de haber sentido el dolor en su voz, no se veía capaz.
Su voz se hizo todavía más grave.
—No te preocupes. Creo que es algo que tenías que saber. Nunca quise ser un pistolero, simplemente sucedió. —Veloz se perdió en sus pensamientos por un momento—. ¿Y qué más quieres saber?
Sentía tanta pena por él… Finalmente, suspiró y le miró a la cara.
—¿Quién te hizo eso?
La expresión de su boca cambió.
—Yo mismo.
Ella lo miró sorprendida.
—¿Tú? Pero ¿por qué?
—Es una cicatriz de luto —dijo con voz ronca.
Amy sabía que los comanches solo se cortaban la cara, dejando una cicatriz para siempre, cuando sus familiares o sus mujeres fallecían.
—Entonces, ¿has perdido a un ser querido?
—He perdido a todos mis seres queridos —le respondió—. Esta cicatriz es por la mujer a la que amé. A causa de la guerra, tuvimos que separarnos. Cuando me enteré de que estaba muerta, me hice esta marca en la cara.
Amy cerró los ojos. De algún modo, siempre había sabido que, en el fondo, Veloz había sido capaz de encontrar a otra persona. Quince años eran mucho tiempo. Respiró profundamente, tomó aire y abrió de nuevo los ojos.
—Lo siento mucho, Veloz. No lo sabía… ¿teníais niños?
Se tocó la sien, observándola con detenimiento.
—Todavía no los hemos tenido.
Estuvo a punto de asentir con la cabeza, hasta que se dio cuenta de lo que Veloz acababa de decir.
—Pero yo pensé que ella estaba… —Amy abrió los ojos todavía más y fijó su mirada en aquella cicatriz. Todo el cuerpo le empezó a temblar de una forma horrible—. Oh, Dios mío. Veloz, no.
—Sí —afirmó con voz solemne—. Estás loca si piensas que he querido a alguien más en esta vida. Ha habido más mujeres, no te lo voy a negar. Muchas a lo largo de todos estos años, pero jamás sentí nada más por ellas que cariño. Todo el mundo tiene solo un gran amor, y ese fuiste tú.
Los ojos de Amy se llenaron de lágrimas.
—Jamás pensé que… ¿Por qué no me lo dijiste la primera noche? ¿Por qué has esperado hasta ahora?
—No quería que te pareciese que lo estaba utilizando en tu contra. Te habrías sentido fatal. ¡Maldita sea! Así es como te sientes ahora. Simplemente pensé que contártelo no era justo.
—No me siento mal —dijo con la voz en tensión—. Me siento absolutamente conmocionada. Eras tan… tan guapo.
La miró de lado, como sorprendido.
—¿Guapo? Tú sí que eres guapa, Amy.
—Y tú también lo eras. —Se mordió los labios—. Quiero decir, y sigues siéndolo, pero de un modo diferente. Esa cicatriz te confiere un aire especial; «carácter» es la palabra.
—Eso es porque tu nombre está escrito en ella.
Las lágrimas caían ahora por sus mejillas.
—Oh, Veloz… me querías de verdad, ¿no es así? Tanto como yo te quería a ti.
—Y te sigo queriendo, Amy. Si te murieses ante mí, me cortaría la otra mejilla. Sería tan horrible que ninguna otra mujer me amaría. Y tampoco me importaría. Tú eres la única a la que he querido, la única mujer que querría. —Rebuscó en su bolsillo y sacó su petaca de Bull Durham—. ¿Y sabes qué? —le preguntó mientras se liaba un cigarrillo—. Tú me sigues queriendo tanto como me has querido siempre. Pero estás tan condenadamente asustada que no puedes admitirlo.
Ella se secó las lágrimas.
—Amo tu recuerdo —dijo susurrando—. Nunca he dejado de amarlo. Incluso cuando supe que te habías convertido en un comanchero, no pude quemar tu dibujo porque seguía queriendo a aquel muchacho que un día fuiste.
Veloz encendió su cigarrillo frotando una cerilla. La lanzó hacia el río y, tras darle una calada, soltó lentamente un hilo de humo.
—Ojalá pudiéramos volver atrás. —Se volvió hacia ella, con una mirada de angustia—. Ojalá pudiera deshacer todo lo que hice, Amy. Pero no puedo. No soy el chico que conociste una vez. Nunca podré volver a serlo. Solo puedo ser quien soy ahora.
—Ambos hemos cambiado.
Veloz asintió.
—Sé que me negué a aceptar eso cuando llegué, pero es la verdad, y solo un idiota niega lo evidente. He cambiado, y tú también. Tanto que, a veces, dudo de que alguna vez haya existido aquella niña que eras antes. En un primer momento, traté de obligarte a ser aquella jovencita que vivía en mis recuerdos. Pero esa ya no eres tú. Al final me golpeaste la nariz, pero solo porque no te dejé otra opción.
Amy sintió un escalofrío y se cubrió mejor con el chal.
—Por aquel entonces, era una niña alocada, con más temperamento que cerebro algunas veces.
Él soltó una risita inocente.
—¡Eras gloriosa! Si existía alguien con un corazón comanche, esa eras tú, con tu cabello dorado y tus ojos azules, todo. Incluso en los peores momentos, cuando más miedo me tenías, podía distinguir la valentía en tus ojos. ¿Qué han hecho contigo, Amy? ¿Alguna vez te lo has llegado a preguntar?
Ella inclinó la cabeza hacia atrás, sonriendo al vislumbrar aquellos recuerdos, sin por ello dejar de tener aquella tristeza que no podía evitar.
—La vida es así —dijo suavemente—. La niña ha crecido y descubrió por las malas cómo incluso toda la valentía del mundo no sirvió de nada para enfrentarse a un hombre.
Veloz la observó con atención, dándose cuenta de la expresión amarga que habían adquirido sus facciones, viendo que sonreía porque la única otra posibilidad era llorar, algo que jamás haría.
—¿Santos? Dímelo, Amy. Pensé que, bueno, después de lo de Santos… pensé que lo habías superado, que estabas bien.
Amy se estremeció de nuevo y respondió hablando lentamente.
—Una persona nunca se recupera completamente después de algo como aquello. He sobrevivido y he sabido mantener la cabeza lúcida. ¿Acaso no es suficiente?
Sus ojos, todavía húmedos por las lágrimas, se encontraron con los suyos una vez más, atravesándole el corazón y también el alma.
—Siento ser una fracasada para ti. Pero, al igual que tú, yo no puedo dar marcha atrás en el tiempo. Soy lo que soy.
—Cariño, no me pareces una fracasada. No quiero que se te pase eso por la cabeza.
—Sí que lo soy —dijo, tensa—. A veces incluso yo pienso que lo soy. Pero, así es la vida, ¿verdad? Se acabó la función. Soy como soy y no hay más que hablar.
—Yo simplemente quiero conocerte tal y como eres, Amy —le dijo con ternura—. La otra noche, cuando me golpeaste, cuando me describiste cómo te hacía sentir, me di cuenta de que estaba haciéndolo todo al revés. Y lo lamento. Pero con o sin defectos, te quiero, Amy. La niña que fuiste y la mujer que eres ahora.
Ella negó con la cabeza.
—No. No sabes quién soy en realidad, Veloz. Tú querías a una jovencita gloriosa. Tú mismo lo has dicho. Ya no hay nada de glorioso en mí. Solo soy una maestra rutinaria que vive en un pueblo pequeño y seguro, en una casita pequeña y segura, con una vida pequeña y segura. —Caminó lentamente en la oscuridad, dirigiéndose hacia él—. Deberías buscar a una mujer gloriosa. ¡Eso es lo que deberías hacer! Una mujer a la que admirar, luchadora, como Índigo será un día. A una mujer como yo solo le queda luchar contra sí misma, nada más.
—Pues, entonces, déjame ayudarte en esa batalla, Amy —le dijo con voz ronca.
La luminosidad de sus ojos se fundió con la de la luna, convirtiéndolos en dos luceros cautivadores.
—Hasta que llegaste tú, no había batallas que librar. Y me gustaba así.
Él lo reconoció haciendo un gesto con la cabeza. Observó el extremo anaranjado de su cigarrillo y dijo:
—Te he dejado que me hicieras preguntas. Ahora es mi turno, ¿de acuerdo?
Ella dudó, pero finalmente aceptó a regañadientes.
—Mi vida ha sido bastante aburrida, pero supongo que es lo justo.
Veloz levantó la cabeza, dio una última calada a su cigarrillo y se bajó del tronco. Colocándose delante de ella, acercó su pecho hasta las rodillas de Amy y abrazó su cintura, cubriéndola con los brazos. Después de dirigir su mirada hacia arriba, ensimismado por su belleza durante un buen rato, le preguntó:
—¿Con qué sueñas, Amy?
Ella sonrió.
—¿Con qué sueña todo el mundo? Pues con un montón de cosas.
Veloz la observó de nuevo, sintiendo que la tensión se apoderaba de su cuerpo.
—Esto no es justo, Amy. He respondido a tus preguntas con sinceridad. Yo solo te he hecho una y quiero la verdad, una respuesta de verdad.
Aún en la oscuridad, pudo ver cómo palidecía.
—Tengo malos sueños con Santos y sus hombres. Y, en ocasiones, también con… —le tembló la comisura de los labios— a veces, con mi padrastro, Henry Masters.
Veloz supo por el dolor que vio en su rostro que le había dicho la verdad.
—¿Y qué pasa en tus pesadillas?
—¿Cómo sabes que las tengo? ¿Te lo dijo Cazador?
—Sí —mintió. No quería avergonzarla diciéndole que había oído sus gritos—. ¿Qué pasa en ellas, Amy?
Parecía inquieta entre sus brazos y trataba de evitar su mirada.
—Sabes perfectamente con lo que sueño. Una y otra vez, siempre sucede lo mismo.
—¿Y en los sueños en los que aparece tu padrastro?
Ella volvió a dudar, sintiéndose cada vez más incómoda con cada pregunta que le hacía.
—Ya sabes cuán estúpidos pueden llegar a ser los sueños. A veces, ni tienen sentido.
Veloz empezó a sentirse inquieto también. Trató de formular la siguiente pregunta con total naturalidad, sin forzarla a desvelar información que no quisiese contar, pero con ganas de saber más.
—¿Cuántos años tenías cuando tu madre murió, Amy?
—Dieciséis. —Ella se apartó el pelo de los ojos y el temblor de sus manos delataba que estaba ocultando algo—. El cólera se la llevó. Le dio muy fuerte y, en dos días, estaba cavando su tumba.
Veloz recordó el grabado de la cruz, cómo había acariciado aquellas letras con sus dedos.
—¿Y cuántos años tenías cuando viniste aquí?
Lo miró intranquila y respiró profundamente, aunque sin dejar de temblar.
—Esto… Creo que tenía diecinueve. —Su sonrisa era poco convincente—. Es increíble, qué rápido pasa el tiempo, ¿verdad? Parece imposible que hayan pasado ocho años.
El aire había dejado de llegarle a la garganta, y le costó formular la siguiente pregunta:
—¿Por qué no me esperaste en Texas, Amy, como habíamos acordado?
Ella no quería que sus miradas se cruzasen de nuevo.
—Pues… —Arrugó la nariz—. Texas nunca me gustó demasiado. Al menos no el lugar donde vivíamos. Y a Henry le empezó a gustar el alcohol más de lo debido, así que, una noche, mientras seguía bebiendo, me harté y me fui.
Veloz sintió, una vez más, el encanto de aquella mirada sin malicia, el orgullo frágil que se escondía bajo aquella barbilla, y el sentimiento de culpa que lo invadió fue tal que casi le hizo perder la razón. Seguía sin saber con certeza qué le había pasado a Amy. De lo único que estaba seguro era de que le había prometido que volvería a buscarla, y la guerra se lo había impedido. Mientras él luchaba con valentía por su pueblo, Amy libraba sola sus propias batallas.