EPÍLOGO

 

              ─¡Me pica!

              ─Te aguantas. Tú elegiste este disfraz, así que ya sabes lo que hay.

              ─El otro era horrible.

              ─Puede pero de mujer luces muy guapo, canijo.

              ─Ja, ja, ja. Muy gracioso, Peter.

              Le encantaba el cuidado con el que el grandullón le aplicaba el ungüento pegadizo sobre el que después colocaría con extrema parsimonia el bigote y la barba postiza. Ya se había convertido en un ritual entre los dos. Se tomaba su tiempo en afeitarle. Despacio y en ocasiones la crema terminaba por cubrirles a los dos debido a los besos que le robaba Peter entre pasada y pasada de la afilada cuchilla.

              Como el que acababa de darle bajo el lóbulo de la oreja.

              Miró la figura del hombre que pululaba a su alrededor mientras él permanecía sentado en una silla frente al espejo de cuerpo entero ubicado en el dormitorio de Peter.

              ─Te dejaste un trozo.

              Un lametón le pilló por sorpresa.

              ─¡Peter!

              ─¡¿Qué?!

              ─¡Ya sabes qué! Un día te vas a envenenar por la ingesta masiva de la condenada crema.

              ─Es comestible.

              ─¿Eh?

              ─Le pregunté al buen Dr. Brewer.

              Dios, le encantaba esa risilla traviesa cada vez más habitual de escuchar por los pasillos de la mansión.

              ─Prefiero no preguntar.

              Suspiró con tranquilidad e inclinó la cabeza hacia atrás hasta sentir la palma de la mano de Peter sobre su desprotegida garganta.

              Ya habían recuperado las fuerzas tras unos días sin apenas conciliar el sueño.

              No le gustaba recordar el pánico que sintió cuando no localizaron los restos de Saxton al principio. Hasta que su destrozado cuerpo no apareció con otros restos en el fango que bordeaba la isla de los perros no se permitió respirar.

              Ese animal se merecía ese destino. El mismo que él había dado a innumerables hombres, mujeres y niños por el sencillo hecho de creerse con derecho a hacerlo. Morir sabiendo que él y Peter permanecerían juntos. Sus gritos de rabia y de impotencia antes de caer al Támesis y ser aplastado contra las afiladas piedras que sobresalían del muro del muelle todavía resonaban en su mente. En sueños e incluso a veces retumbaban en sus oídos estando despierto. Esos gritos de rabia y después de ira e impotencia  por haber sido vencido por primera vez en su vida.

              No le importaba morir. A ese malnacido le importaba morir sabiendo que no había logrado separarles para siempre.

              Una muerte horrible pero que Martin Saxton merecía.

              Dos dedos le acariciaron la clavícula antes de que Peter se alejara unos pasos para aferrar la toalla humedecida que ya tenía preparada.

              Le tocaba disfrazarse una vez más para poder salir a la calle. Todavía sobrevolaba la última amenaza de Saxton. La condena de muerte sobre su bendito progenitor.

              Lo primero que habían organizado tras volver a casa fue un largo viaje a las tierras altas para su padre y la abuela Allison, alejándoles del peligro. Al menos hasta que dieran con los tres asesinos que Saxton había contratado para matarle.

              A él le tocaba disfrazarse para que todo el mundo creyera que había desaparecido de la faz de la tierra. Les había costado convencer a la policía para que mantuvieran en silencio la muerte de Martin Saxton. Mucho, pero la ayuda de Strandler y el inmenso poder de la familia Torchwell habían inclinado la balanza a su favor.

              Disponían de un mes para cazar a esos hombres e iban por buen camino.

              Sintió la presencia de Peter a su espalda, limpiándose las manos con la toalla antes de preguntar.

              ─¿Cuándo se reincorpora Clive?

              ─En un par de días.

              Suspiró con algo de pesar.

              ─¿Ya se hablan?

              ─A trancas y barrancas. Son tercos. Se miran, se rozan, pasan el uno junto al otro y se evitan como si estuvieran incubando la peste.

              ─Pues les va a costar evistarse si han de trabajar como pareja policial.

              ─Sí y más con el enfado descomunal de Clive al enterarse que la decisión fue de Torchwell. Va a arder Troya en comisaria. ¡No te rías, Peter!

              ─Es que el pelirrojo se pone todo colorado en cuanto Torchwell se le acerca.

              ─Del enfado.

              ─¿Seguro?

              No pudo evitar la sonrisa pero es que el grandullón llevaba razón. No sabía qué diablos había ocurrido entre esos dos pero era divertido y truculento. También la mar de curioso.

              Pese a las reticencias del grupo Clive se había instalado en su casa y a pesar de sus inumerables protestas, Ross había colocado vigilancia las veiticuatro horas del día.

              Ya era conocida en el cuerpo de policía la trampa urdida por Martin Saxton para acorralar a Robert Norris y la desaparición de éste así como las amenazas vertidas sobre su compañero. Como consecuencia y excepcionalmente daba la falta de personal policial en su distrito, con ocasión de las numerosas detenciones de agentes sobornados, el superintendente Torchwell había decidido emparejarse temporalmente con Clive Stevens.

              Eso no había sentado bien en comisaría. Los rumores comenzaban a correr descontrolados y Clive lo iba a sentir en sus carnes. Desde comentarios enfilados hacia que Torchwell le quería tener bien vigilado ya que podia haber trabajado para Saxton hasta la evidente torpeza mostrada por Clive Stevens como policía al haber sido incapaz de descubrir que su prometida era socia de Martin Saxton.

              Rob no sabía muy bien qué era lo que enfadaba más a Clive. Si los rumores en sí, que los compañeros los creyeran aunque fuera una mínima parte o el hecho de tener que trabajar codo con codo con Ross Torchwell.

              Algo semejante ocurría con los dos tórtolos.

              Jared Evers le había prohibido a su prometida volver a vestir pelucas estrafalarias y algo sobre dejar de emplear un arma que según Jules era potente y contundente con la cual dejaba groguis a sus enemigos. Un misterio incomprensible para él ya que, que supiera, esa mujer no sabía manejar armas.

              Se volvió ligeramente hacia Peter.

              ─¿Cuál crees que es…?

              ─Su cabeza.

              Increíble. Ahora Peter le leía la mente.

              ─¡No hagas eso!

              ─¡Pues no hables con tu rostro!

              ─No lo hago.

              ─Lo haces.

              Suspiró resignado antes de contestar a Peter.

              ─Otros no me leen.

              ─Es que no te entienden, canijo. No como yo.

              Muy cierto.

              Sonrió al recordar a los dos enamorados despistados y sus recientes acalorados debates. Hacian una pareja curiosa. No pegaban en absoluto pero era imposible no imaginarles juntos. Se peleaban y se arreglaban para terminar todo ofuscados y gruñendo diez minutos más tarde.

              Tras la tremenda pelea en el interior del almacén Jules Sullivan había ordenado a su prometido que le diera unas lecciones intensivas del manejo de armas. De toda clase de armas, hachas inclusive. El rostro de Jared había reflejado supremo terror al escuchar a su prometida jurarle solemnemente que ella protegería su hermosa y espesa cabellera. Que podía estar tranquilo, que desde el hueco de la ventana del almacén no había dejado de apuntar en momento alguno al energúmeno contra el que él luchaba y que Julia y Mere, en cuanto les relatara todo lo acontecido, se sentirían la mar de orgullosas de ella. Que incluso había recordado lo de cerrar unos de los ojos para apuntar correctamente y en línea recta. Que apenas le temblaron los brazos y las manos, para su inmensa sorpresa. Mientras parloteaba sin cesar la peluca y el sombrero se le iba escurriendo a un lado hasta que su prometido se los encajó de nuevo en la cabeza.

              Daban miedo. Y los meses que se avecinaban iban a ser… entretenidos.

              ─Son peculiares, ¿verdad?

              Increíble. Ahí estaba de nuevo, leyéndole la mente.

              Dios, es que ese condenado hombre le derretía. Al completo. Y más si le sonreía con esa mirada soñadora que ahora cubría ese hermoso rostro.

              ─Me alegra haberte pillado, Peter.

              La carcajada retumbó entre las cuatro paredes.

              ─Y yo que lo hicieras pero es al revés, canijo. Te cacé yo. Al vuelo. Con mi hermosa personalidad.

              No pudo evitarlo. Le besó en plenos morros. Una y otra y otra vez hasta que Peter dejó abandonada la cuchilla de afeitar, la toalla empapada y los postizos.

              ─¿Y si nos quedamos un poquito más aquí arriba?

              Por todos los…

              ─No me tientes, grandullón.

              ─Unos minutitos.

              ─Ya. Como la última vez, ¿no?

              No tenía remedio. No lo tenía y a él le volvía loco. Con desgana se levantó de la silla y terminó de vestirse bajo la cálida mirada de Peter.

              Sorenson estaría a punto de llegar en cualquier momento. La situación que vivía el hombre era compleja, por definirla de algún modo. Difícil y dolorosa. Un hombre que nunca amó en el pasado, que desconocía lo que era amar a otra persona más que a sí mismo y que ahora amaba con desesperación a una mujer a la que no se le permitía querer. Una mujer casada. Un maldito vuelco del destino que estaba destrozando a ese hombre. Un hombre que merecía ser feliz. Junto a la mujer y a los críos que amaba.

              Un hombre que, al parecer, estaba convencido que Elora Robbins amaba a otro hombre y parecía dispuesto a sacrificarse por ella. Un jaleo de mil pares de demonios que el hombre estaba enredando aún más. Ojalá pudieran hacer algo más que apoyar a ese hombre en todo lo que pudieran.

              ─¿Han llegado noticias de Elora?

              Un velo de tristeza había cubierto los negros ojos de Peter. De la paliza recibida Elora había tenido que guardar cama y hacer reposo. Se le habían quebrado un par de costillas y por el aspecto mostrado por el buen Doctor Brewer, tan atenderla, el daño había sido considerable. Tenía el cuerpo cubierto de moratones y el precioso rostro tardaría en dejar de mostrar los restos de los golpes.

              La manera en que Sorenson había cargado con ella al salir del almacén… ¡Dios! Creyeron que estaba muerta. Estaba tan pálida y tan quieta que temieron lo peor pero era una mujer dura.

              Al igual que su hermana Claire.

              Ninguno se dio cuenta pero todos vieron a esa mujer en uno u otro momento durante aquella noche.

              La tenue luz que Jules vio aparecer tras ellos en los pasillos del hospital de san Bartolomé era Claire Robbins. Manteniendo las distancias pero asegurándose de no perder su pista.

              Una mujer impresionante.

              Sin que se dieran cuenta la hermana de Elora se coló en la parte trasera del carruaje con el que Jules y Jared persiguieron a Martin Saxton y Elora por las calles de Londres hasta llegar a las isla de los perros. Allí esperó hasta localizar al hombre que estaba dispuesta a matar por encima de todo. Y nadie se dio cuenta. Nadie sospechó que tenían semejante aliado de su parte.

              Una mujer de armas tomar.

              Una mujer que caminaba con la mirada perdida por la casa de Marcus Sorenson esquivando a todos aquellos que se cruzaban en su camino, salvo a su gemela.

              Durante meses, quizá años, esa mujer había permanecido oculta entre los pasillos y estancias del hospital de San Bartolomé. A la espera. También había descubierto la entrada a los túneles por el despacho de Piaret pero no le buscaba a él. No quería al médico sino al hombre que le había arrancado a su pequeña de entre los brazos poco después de nacer. Por el simple hecho de haber nacido con una deformidad. Quería a Martin Saxton. Acabar con él y al fin, lo había conseguido. Sin dudar ni un segundo al disparar el arma que había acabado con su vida.

              Por el camino, les había salvado a ellos y simplemente por eso, le estarían eternamente agradecidos. A las dos hermanas.

              Era una mujer callada y a la que apenas se veía. Se escondía entre las sombras, casi como si echara en falta la oscuridad de una vida pasada. Una mujer llena de inmensa tristeza. Cuidaba de Elora y se negaba a separarse de ella, salvo para dejarle a solas con Marcus. Por algún motivo confiaba en él.. Y no le extrañaba que quisiera permanecer junto a su gemela. No después de tantos años de dolor, silencio y miedo a ser encontrada o descubierta.

              Pese a ello el mayor punto de conflicto en semejante jaleo era ese hombre. Neil Dawson. A ninguno les gustaba y Sorenson le odiaba a muerte. Se había acomodado en casa de Elora como si fuera el dueño de todo aquello que pertenecía a esa maravillosa mujer.

              En cualquier momento iba a estallar una guerra encarnizada entre esos dos y Elora iba a estar justo en medio. Una situación verdaderamente complicada para sus protagonistas y para aquellos que les querían.

              Ya estaba de nuevo su grandullón.

              Le encantaba ya que nunca fallaba. Antes de atarse el lazo frente al espejo Peter siempre se acercaba a él por la espalda y le retiraba las manos. Con suavidad. Terminaba de atarle los botones superiores de la camisa, le alzaba el cuello de la camisa y le colocaba el lazo a su alrededor.  Pegaba su cuerpo a su espalda y sentía ese calor que siempre que no estaba cerca echaba de menos.

              La mayoría de las veces terminaban con las extremidades enredadas besándose desesperados donde cayeran. Habían pasado mucho y sufrido demasiado. Y en ocasiones sentían la sombra de ese monstruo cerniéndose sobre ellos. Todavía soñaban en ocasiones con él. Con que uno de ellos o los dos hubieran terminado allí abajo. Con él. Aplastados. Un escalofrío le recorrió la columna vertebral.

              ─Ya está, canijo. Está muerto.

              ─Lo sé. Lo sé.

              Una mano se posó sobre su antebrazo para girarle. Recorrió el rostro de Peter con la mirada y se alzó sobre las puntas de los pies para besarle en la cicatriz. Enlazó sus dedos con los más largos de Peter y le arrastró hacia la puerta para bajar a la reunión. Se resistió.

              ─¿Peter?

              Parecía clavado en el piso. Ni hablaba ni se movía. Le miró fijamente porque algo pasaba por su mente. Se acercó un paso para preguntar.

              ─¿Pet…?

              ─Vive aquí conmigo.

              Peter se trabó con las dos palabras. Con la lengua. Y parecía no respirar. Dos sencillas palabras dichas a tal velocidad que apenas las entendió. Pero lo hizo. Lo hizo… y su corazón se paró, de repente.

              ─A tu padre le gustaría aunque creo que no tardará en casarse con la abuela Allison. Lo huelo. Esos dos preparan una buena sorpresa. Doyle y Julia te quieren. La pequeña Rosie te adora y le enamoran tus cuentos.

              ─Peter…

              ─Y yo te quiero, más que a mi vida. Vuestra casa os supone mucho gasto y es fría.

              ─Peter.

              ─Podéis enfermar y tu viejo es mayor. Bueno, no demasiado pero ha pasado por mucho y…

              Dios, Peter estaba farfullando, todo colorado.

              Se acercó un paso hasta que sus cuerpos se rozaron y respondió, sin vacilar.

              ─Sí.

              ─…yo podría dejar de lado mi trabajo durante un tiempo hasta que todo se tranquilice y…

              Le calló con sus labios porque le iba a dar algo. Le besó profundo, intentando que entendiera en un sencillo beso su respuesta. La que ya debía saber que respondería sin pensarlo dos veces. Todo lo que sentía por él.

              Lentamente se separó para mirarle fijamente y contestar de nuevo. Labio contra labio. Le acarició la marcada mejilla.

              ─Sí.

              Se separó un poco. Lo suficiente para perderse en esos profundos ojos negros y sonreír mientras Peter le respondía con otra sonrisa, al escuchar su suave respuesta.

              Eran hermosos y brillaban.

              Brillaban como nunca.

 

FIN

 

Amor entre las sombras
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