Capítulo 14

 

I

 

              La frágil anciana esperó a que los hombres abandonaran el cuarto antes de pronunciar palabra alguna y mencionar al odiado hombre que con sus mentiras, zalamerías y adulación le había engañado con tanta facilidad. Siempre se había tenido por una mujer inteligente y con un cierto sexto sentido para apreciar el engaño pero esta vez…

              Su contrincante había resultado más astuto que ella y sus seres queridos corrían peligro por su causa. Todavía no sabía la razón y eso la descorazonaba.

              Su atención se centró de nuevo en el hombre al que habían conducido a la fuerza al mismo lugar en el que le retenían a ella.

              ─¿Qué está ocurriendo, Colin?

              El hombre que conocía de hacía años, que le había ayudado a soportar los dolores cada vez más agudos que sentía en las articulaciones, con el que había departido con humor en las visitas semanales que le realizaba pese a no asistir a pacientes, le miró con angustia.

              ─Hice algo imperdonable, señora. Y lo estoy pagando.

              La redonda cara del médico reflejaba temor, indecisión y culpa. Inmensa culpa.

              ─¿Qué hizo?

              ─Les permití utilizarme. A mí y al hospital. Me avergüenzo tanto ─el amplio cuerpo del médico se estremeció de forma incontrolada─ Y ahora ha muerto gente. No sabía que me utilizaban a mí o a mí investigación para hacerles desaparecer.

              No podía acercarse al hombre que parecía sufrir.

              ─Colin…

              ─Pero conseguí darles una pista para que nos encontraran y no creo que él se diera cuenta.

              ─¿A quién?

              ─A los policías que vinieron al hospital preguntando por la joven enfermera Gates.

              ─¡No entiendo lo que habla, Colin!

              ─Y dé gracias por ello, señora ─Por un momento la sorpresa llenó los ojos del médico, como si acabara de darse cuenta de algo importante─. ¿Qué diablos? ¿Por qué le retienen aquí?

              Por primera vez desde que les reunieron, las huesudas manos de la mujer se retorcieron con ansiedad.

              ─Creo que por mi nieto.

 

 

 

II

 

              Escuchó la puerta que separaba ambas estancias abrirse sin apenas hacer ruido. No apartó la mirada del espejo que reflejaba su imagen mientras se desanudaba el arrugado lazo del cuello.

              Se sentía ligeramente desanimado.

              No habían tardado en compartir las noticias de la desaparición del médico con los demás, optando por esperar la vuelta de Clive y Ross de su corto viaje para decidir cómo obrar. Habían aprovechado la tarde para retornar al hospital de San Bartolomé y recabar más información acerca de la identidad de las enfermeras que cubrían los turnos en el pabellón donde retenían a Titus. La ayudante del Doctor Piaret se había despedido intempestivamente por lo que poco pudieron sonsacar por ese lado. El relamido subdirector nada contestó a sus preguntas acerca de la mujer ni les facilitó un domicilio donde localizarle. Simplemente había desaparecido de la faz de la tierra. La irritada mirada del hombre en reflejo al  sarcasmo de Peter al incidir con acidez en lo oportuno del mutis por el foro de la mujer, fue su única reacción a la velada acusación de que ocultaba información a sabiendas de ello.

              Les dificultó la tarea hasta que amenazaron con acudir al Director del hospital.

              Con la información facilitada a buen recaudo, su descontento incrementó.

              La lista de enfermeras era lo suficientemente extensa como para perder un tiempo precioso del que no disponían en interrogar a celadores, médicos, vigilantes de seguridad y personal administrativo que casi seguro obstaculizarían su labor. Pese a ello lo intentaron. Una y otra vez, pero un  extraño juramento de silencio parecía adueñarse de todos las personas que rondaban esos lúgubres pasillos. Nadie controlaba quién entraba y quién salía, ni a aquellos que trabajaban codo con codo ni, por lo visto, se interesaban por los asuntos del prójimo.

              Desidia en estado puro.

              O miedo a hablar más de la cuenta.

              F. Dalton, M. Kennedy y C. Farrigan eran las iniciales y apellidos facilitados de las mujeres con más experiencia y tiempo de trabajo asignadas al bloque donde ejercía la enfermera Barbara Gates pero eso no significaba que cualquier de las otras mujeres que integraban el resto de la lista pudiera ser aquella que buscaban.

              La tarea se complicaba y no disponían de hombres suficientes para una exhaustiva búsqueda por lo que se habían visto abocados a reducir las candidatas a unos pocos nombres que encajaban con la enfermera que había orientado en sus primeros pasos a la joven desaparecida.

              Escuchó el definido sonido del papel al desdoblarse. No necesitó girarse para saber que Peter había agarrado la lista que, en un gesto de desgaste, él había lanzado encima de la cama en la que éste permanecía sentado, al borde. La familiaridad de su olor le relajaba instintivamente.

              Pero no en esta ocasión.

              Tenían la noche por delante. Y demasiadas posibilidades como para mantener la calma ante el espejo que reflejaba, a su espalda, la figura del hombre que en mangas de camisa centraba su atención en la hoja que sujetaba con dureza entre las manos.

              Estaba nervioso.

              Le conocía demasiado como para no adivinarlo. Lo veía en la postura erecta de esa espaciosa espalda, en la palidez de los nudillos de ambas manos y en la tensión de la mandíbula que se perfilaba de costado a través del espejo.

              Sus veloces latidos se ralentizaron y su respiración se acompasó, mientras mantenía la mirada fija en él. El grandullón estaba nervioso.

              Dios.

              ─No tiene por qué pasar algo esta noche, Peter.

              El brusco giro de esa cabeza provocó que sus miradas quedaran trabadas a través del espejo. Sí. Estaba tenso. Impaciente. Y excitado. Esa manera en que le miraba le caldeaba por dentro.

              ─O sí.

              El vuelco en el estómago al apreciar la punta de esa lengua relamer los llenos labios al escuchar esas dos sencillas palabras que sin darse cuenta habían brotado de su boca, le distrajo olvidando que iba a decir algo más. Algo sobre tranquilidad y no sabía qué otra cosa. Diablos, estaba chocheando y todo por la acalorada mirada del hombre que le tenía completamente  sorbido el seso.

              Peter plegó con sumo cuidado la hoja antes de posarla sobre la mesilla.

              Tenía unas manos hermosas. Duras. Propias de alguien que las manejaba a diario y que lo había hecho toda su vida pero bien formadas, con largos dedos y una ancha palma. Robustas. Por un segundo la imagen de esas manos acariciándole casi le mareó. La sangre se le agolpó a un tiempo en las sienes y en su bajo vientre, tensándolo.

              Escuchó el crujir del armazón de la cama al ser liberado del peso que sostenía.

              Se giró en redondo para enfrentarle. Debía  pensar pero era tan difícil con Peter acercándose con movimientos sinuosos. Predadores.

              ─Sí.

              Había dicho algo. Peter había dicho algo pero ni por todo el oro del mundo podía concentrase con esa boca a un palmo de la suya, con ese calor pegado al suyo y ese maldito olor que le envolvía completamente. Ese rostro cada vez más cercano.

              ─¿Qué… decías?

              ─Dije que sí, canijo.

              Sí.

              Sí, ¿a qué?

              Estaba torpe pero era comprensible. Inmóvil y tan, tan cerca que su mano obró por sí sola. Necesitaba deslizar la yema del dedo por ese duro rostro. Con tanta suavidad que apenas rozó la mejilla marcada por esa cicatriz. Sintió que otros dedos más fuertes envolvían los suyos y apretaban, retirándolos.

              ─Sí a todo, canijo.

              Calor. Inmenso calor fue lo que sintió en su interior. Cálido.

              Sólo sus labios se tocaban. Nada más y era más que suficiente para perder completamente el control. No era Peter quien había dado el primer paso esta vez. No podía pensar, ni tratar de decidir absolutamente nada con su voraz boca moviéndose contra la suya. Había separado sus labios y esa cálida lengua le estaba haciendo perder los nervios. Le recorría cada recoveco, le acariciaba la lengua, lentamente, más rápido para reducir de nuevo esa intensidad. No podía decir quién besaba a quién. Sus lenguas lamían, se familiarizaban, tanteaban.

              Sentía contra su cadera el abultado miembro de Peter, empujando contra su pelvis, hasta dar en un par de pasos contra la maldita pared ubicada junto al espejo. Sus gruesos muslos hundiéndose entre los suyos, presionando, apretando contra su igualmente duro miembro. El roce.

              Esa maldita fricción.

              Dolía de necesidad.

              No podía respirar contra esos labios que se habían separado para deslizarse hacia un lado, hacia su cuello, rozándole hasta alcanzar ese punto bajo su lóbulo que latía enloquecido. Se tensó brevemente al sentir una de sus manos introducirse por dentro de la cinturilla del pantalón. De un tirón le había abierto la bragueta y sintió esos largos y endurecidos dedos envolviéndole y apretando. Dolía de lo rígido que estaba.

              Apoyados contra la pared. Incapaces de controlarse.

              Le costaba respirar.

              De otro tirón Peter había conseguido bajarle la cintura del pantalón hasta media cadera arrastrando consigo el fino calzón y su otra mano se había colado por su espalda mientras esa endiablada boca no le dejaba descansar un solo segundo, mordisqueando en ese exacto punto que le provocaba escalofríos por todo el cuerpo. Con un brusco movimiento Peter apoyó la palma de la mano contra la pared haciendo algo de presión para separar sus cuerpos de ella y de seguido la deslizó por la espalda aún cubierta por la tela, hacia abajo, casi marcando el camino, hasta dejarla posada sobre una de sus nalgas y empujó contra él, no permitiendo que el aire circulara entre los dos.

              La otra mano…

              Tanteaba acariciando. Demasiado suave. Tan suave que casi dolía de necesidad. Le resultó imposible detener el maldito movimiento. Ni aunque le hubieran amenazado que si se dejaba llevar terminaría encarcelado hubiera podido evitar ese ondulante movimiento de sus caderas acercándolas a esa caliente mano.

              A esa condenada y dura mano que se deslizaba por su bajo vientre, su cadera y su miembro con una cadencia casi dulce.

              ─Más rápido.

              Se escuchó suplicar y le dio igual. Las sensaciones eran abrumadoras. Notaba los músculos de sus muslos tensarse. Y el muy condenado ralentizó aún más las caricias.

              Le iba a matar.

              Fue a protestar o quizá a morder, un poco. Un poco de nada. Esos jugosos labios. Lo suficiente para ver la reacción del grandullón a su provocación pero no pudo. Ya no sentía la fría pared a  su espalda sino únicamente espacio libre hasta que de nuevo apareció. Comenzó a deslizarse hacia abajo, contra la pulida superficie hasta quedar sentado en el suelo. Lentamente, mientras se besaban. Como si sus cuerpos fueran incapaces de sostenerse. No sabía bien cómo pero Peter se había ubicado entre sus muslos desplegados, arrodillado, y se apretaba contra él en un movimiento que le hacía perder la cabeza. La cara interna de sus muslos se rozaban contra los de Peter. Ardían.

              Dios, sólo sentía calor en el frente de su cuerpo y de seguido la  inmensa presión del peso de Peter, apretándole sin miramientos, sin retener nada dentro. Como si las inhibiciones hubieran quedado en el pasado. Una completa locura.

              ─Esto es una locura, Peter.

              Le mordió el labio inferior arrancando un gemido de esa boca que no le daba descanso. Que no parecía poder darle un respiro.

              Era erótico. Sus torsos cubiertos y las manos acariciando desesperadas bajo esa ropa que no parecían tener tiempo para desprenderla del todo de sus cuerpos. Cubriéndole a Peter entero. A él, algo menos.

              ─Levanta.

              ¿Qué?

              ─Joder, levanta, Rob. Necesito…

              Le costaba entender lo que decía con esa mano apretando su cadera  de manera casi dolorosa, como si Peter tratara de resistir el impulso de hacer algo. Tan cerca de su inflamada entrepierna.

              ─El lecho.

              El brusco movimiento casi le mareó. La pared raspó su espalda contra la fina tela de la camisa y a trompicones cayeron sobre el colchón. Casi no había dado los pasos por su propio pie. Peter le había arrastrado.

              Su garganta se convulsionó intentando tragar saliva. No sabía cómo habían ido a parar encima del colchón con tanta rapidez. Su espalda lo sentía hundirse con el peso de ambos. Dioses, Peter iba en serio. Trataba de posicionarse entre sus muslos y aunque él no quería facilitárselo, no era contrincante para semejante envergadura ni para esa ruda insistencia. Con repetitivos empujones logró desplazar la posición de sus abiertos muslos hacia los lados con sus rodillas hasta quedar plenamente satisfecho y él indefenso. No estaba acostumbrado a esto. No lo estaba y asustaba un poco. Se notaba… vulnerable. El corazón le latía con tanta fuerza que le costaba respirar. Apretó ambas manos contra esos hombros que parecían tapar todo su arco de visión, pidiendo una pausa. Una pequeña pausa. Lo suficiente para que esa pequeña sensación en la boca del estómago no fuera a más, paralizándole.

              Iba rápido. Muy rápido.

              Demasiado.

              Presionó las caras internas de sus muslos contra esas caderas cubiertas de tela al sentir un suave mordisco bajo la mandíbula, al sentir un lametón para suavizar el jodido mordisco y al notar la inmensa palma cubrir su nalga izquierda. Carne desnuda contra su trasero. Las yemas de los dedos de Peter se hundían con fuerza en la redonda nalga. Apretó sus desnudas manos contra los costados de Peter aún cubiertos por los faldones de la blanca camisa. Sentía contra su desnudo vientre la helada hebilla del cinturón de Peter y el duro y grueso bulto contra su propio miembro. Sus caderas golpearon las suyas, carentes de suavidad. Hacía rato que  habían dejado de jugar dejando lugar a la necesidad y a la fiereza al chocar sus cuerpos.

              Y a él le estaba entrando un ligero ataque de soberano pánico.

 

 

 

 

III

 

              Lo sintió pese a haber perdido casi el sentido de la orientación. Las sensaciones, el calor, la excitación lo tapaban todo.

              Casi todo.

              La mano izquierda de Rob empujaba contra su cadera derecha, clavándole los dedos en la carne y la otra presionaba contra su vientre. La había introducido entre sus cuerpos, forzando algo de espacio. No con fuerza pero sí con insistencia. Empujaba y la respiración de Rob era rápida mientras le besaba bajo la mandíbula. Demasiado veloz. Entrecortada.

              Alejó la parte superior del torso para detener su mirada en ese rostro completamente enrojecido y lleno de aprensión.

              El tiempo se detuvo.

              No era el maldito de momento de seguir.

              No lo era.

              Parar le iba a matar pero ignorar lo que sentía el canijo era sencillamente impensable.

              Se mordió el labio con fuerza. Necesitaba centrar sus sentidos en algo que le hiciera recobrar la cordura. Por favor, Rob olía tan bien y se sentía…en casa, entre esos largos y definidos muslos. Inhaló con fuerza una, otra y otra vez tratando de mantener controlado todo lo que le bullía dentro. Sujetó la mano que Rob presionaba contra su vientre y la deslizó junto con la suya hasta que quedaron a un lado de sus cuerpos. Sintió una pizca de resistencia pero Rob se dejó hacer. Su pecho se constriñó al darse cuenta que si decidía seguir, el canijo también lo haría a pesar del intenso temor que le invadía.

              Apretó su mejilla contra el lateral de ese rostro que tenía grabado a fuego en su mente. Estiró sus piernas y sus muslos, dejándose caer contra el tenso cuerpo de Rob, de golpe. El jadeo de Rob fue un eco del suyo. Su rostro permaneció a un lado de su mejilla. Sus cuerpos pegados uno al otro, las respiraciones ásperas, sus pechos se movían siguiendo el movimiento de éstas.

              Maldita sea, casi temblaba.

              ─¿Peter?

              No podía hablar. Necesitaba unos segundos más para aferrar bien las riendas o se debocaría y su necesidad de amar, de tener, de poseer, de compartir, provocaría al final el rechazo del hombre que amaba.

              ─Peter.

              ─Dame unos segundos, canijo. Unos… segundos.

              El firme cuerpo bajo su torso se revolvió ligeramente y los muslos se cerraron hasta topar de nuevo con los suyos que le impedían el paso.

              ─Y no… te… muevas. Por Dios.

              Escuchó un suave vale seguido de un ahogado carraspeo. Si su control no pendiera de un hilo, se hubiera reído de su condenada mala suerte. De nuevo.

              Con las manos posicionadas a ambos lados del cuerpo de Rob se impulsó alejando su cuerpo del más menudo hasta quedar tendido de espaldas sobre el lecho junto a Rob. Le costaba respirar.

              ─Lo siento.

              No pudo impedir dirigir la mirada hacia esos azulones ojos que se negaban a apartar la mirada.

              Pese a la tensión que todavía llenaba su cuerpo se posicionó de costado, orientado hacia él. Intentaba respirar acompasadamente pero costaba. Mucho. Ralentizar la respiración parecía imposible.

              ─No digas eso, Rob.

              ─No debí empezar algo que no sabía si podría terminar. No sé… lo siento, Peter. Me acobardé. Un poco. Y me quedé paralizado. Diablos, lo siento mucho. Es ridículo. Soy un hombre adulto y sé lo que…─Rob farfullaba. Casi se tropezaba con las palabras, atropellando unas con las otras─. Quiero decir, sé lo que va ocurrir entre los dos. No ocurrirá de nuevo, Peter. Te lo juro ─Por un instantes los azules ojos reflejaron pánico─. ¡No me refiero a amarnos, sino a lo de parar! Eso mismo. Parezco idiota, ¿verdad? Es más…

              Su mano reaccionó por si sola aferrando la mandíbula de Rob y presionó con suavidad la yema del pulgar sobre sus labios, para acallar el torrente desbordado de palabras. Rob contuvo la respiración.

              ─No haremos algo mientras no estemos seguros de ello, canijo. Nunca. Jamás te forzaría a algo que no desees.

              ─Lo sé.

              Por la expresión de su rostro supo que iba a hablar de lo que le preocupaba.

              ─¿Y si nunca lo estoy? Listo, quiero decir.

              Estaba dicho. Demonios.

              ─Hablas de sexo.

              Esta vez no hubo palabras sino un diminuto gesto de asentimiento.

              ─Sexo por detrás.

              El ceño fruncido del canijo denotaba un principio de enfado. Especificó otro poco más.

              ─Yo a ti… por detrás.

              ─¡O yo a ti, no te fastidia!

              En ese punto se encontraban frente a frente y Rob estaba sonrojado. Casi grana. Enfurruñándose por momentos y guapo a rabiar mientras hablaba a trompicones. En su propio código personal para hacerse entender.

              ─No asumamos lo que no tenemos que asumir, so lerdo. Puede que sea yo quien deba ser quien te haga eso de lo que hablamos la primera vez, ¿no? O sea, lo que hablamos ahora. Soy más pequeño, bueno, una pizca más menudo ahí abajo. Apenas apreciable, claro ─los claros ojos se entrecerraron sin separar la vista de su rostro─. Como te rías, Peter, me levanto y me voy a dormir con padre ─Pasaron dos segundos de tregua hasta que Rob retomó la palabra─. Está bien. Si yo fuera el activo en la pareja, ejem o como buenamente se diga, dolería menos porque sé que duele y ya sabes que el dolor no es mi amigo, Peter.

              ─Ni mío.

              ─Tú eres más resistente.

              ─Y tú más flexible.

              Las cejas rubias se alzaron, incontroladas.

              ─Ah, ¿eso… influye?

              ─Digo yo que sí, para relajar ciertas zonas de entrada por las que nunca ha entrado nada hasta que nos decidamos, claro, a meterla hasta el fondo.

              Los azulones ojos comenzaban a parecer desorbitados.

              ─Eres un bestia.

              ─Seguimos hablando de sexo, ¿no?, ya sabes.

              ─¿Supongo?

              ─ De la clase penetrante, quiero decir.

              ─Diablos, Peter. Me pones frenético a veces. Y ésta , sin duda , es una de esas..

              ─Y caliente, aturullado y refunfuñón.

              ─De eso nada. Soy un santo varón por aguantarte.

              La comisura del labio de Peter se alzó un poco.

              ─No con ese aspecto, canijo. Más bien otra cosa muy diferente.

              Y por lo visto le atraía como la llama a la luz ya que de alguna forma habían terminado con los muslos entrelazados y una de las manos de Rob acariciaba la palma de la suya, inconscientemente, como si se moviera por inercia,  provocándole calores por todo el cuerpo.

              Sopló con fuerza sobresaltando al canijo.

              ─¿Qué diablos te pasa ahora, Peter?

              Muy bien. Allá iba con todas las de la ley.

              ─¿Quieres o no que nos amemos esta noche? ─La expresión del canijo fue casi cómica─. Vale, pues entonces, amigo mío, las manos, lejos.

              Rob las alejó como si se las hubieran escaldado.

              Durante unos veinte segundos se limitaron a mirarse hasta que terminaron sonriendo. Como dos atontados.

              ─No tenemos prisa, canijo.

              ─Vale.

              ─Ni presiones.

              ─Ajá.

              ─Podemos dormir juntos sin que pase nada.

              La azulona mirada comenzaba a tornarse dubitativa por lo que decidió picarle un poco.

              ─Salvo que te emociones en sueños y además de hablar como una cotorra sobre lo mucho que me amas y deseas probar posturas innombrables en mi perfecto cuerpo, te lances a hacer otras cosas, llevando a la práctica tus gloriosas proposiciones amorosas, claro está.

              Una hermosa risa brotó de los labios de Rob.

              ─Yo no te hago proposiciones en sueños.

              ─Oh, sí. Muchas y variadas. Si te oyeras entenderías mi estado agónico y falto de caricias.

              ─Puedo acariciarte cuando quieras.

              ─De eso nada que se me va la cabeza.

              ─Y otras  cosas, Peter.

              ─¿Te extraña, canijo? ¿Con esas calenturientas propuestas que prodigas en sueño? Mi aguante es legendario.

              ─Eres un mal amigo, ¿lo sabías?

              ─Pero un buen y generoso amante.

              ─Eso ya lo veremos, listillo.

              ─Cuando quieras, canijo. Cuando quieras, pero yo… por detrás.

              La carcajada de Rob brotó relajada.

              No se resistió al impulso.

              Con rapidez golpeó con sus labios los abiertos de Rob y le pegó un buen lametón arrancando de esa boca otro eres un cabronazo.

              El ambiente se había distendido y se sentían extremadamente a gusto. De una curiosa e innata manera parecía como si llevaran juntos una eternidad. Se desnudaron sin sentir un mínimo de vergüenza mientras hablaban de los malditos casos de la joven enfermera y los agentes desaparecidos, de cómo les estaría yendo a Clive y Torchwell, incluso del maldito hijo de puta que les acechaba. Instintivamente cada uno ocupó un lado del amplio lecho, como si lo hubieran hecho durante años. Sus cabezas reposaban sobre la misma almohada a un escaso palmo de distancia, la una frente a la otra.

              ─Será hermoso.

              Las palabras de Rob le sorprendieron lo suficiente como para no saber qué decir. La sonrisa que cubría esos labios era tranquila.

              ─Cuando nos amemos, será hermoso, Peter.

              No dijo más.

              Sencillamente Rob se volvió colocándose de costado, dándole la espalda y abandonándose al sueño. Nunca dejaría de sorprenderle. Esa honesta y abierta manera de compartirlo todo. De hablar con la mirada. Con los gestos. Con una hermosa sonrisa.

              El silencio se adueñó de la habitación y con él, el cansancio y el relajo posterior. El mismo en el que él poco a poco se adentraba, hasta que pasado un rato, una risilla llamó su atención. Casi juguetona.

              ─Siempre podríamos sortearlo.

              ¿De qué diantre estaría hablando ahora el canijo?

              ─¿Hum?

              La rubia cabeza se ladeó en su dirección.

              ─O mejor no, que con mi suerte seguro que saco el palo corto.

              ─¿De qué hablas?

              ─Del tema tabú.

              ─¿Eh?

              ─El de antes, ya sabes. Y el de ahora, vaya.

              ─¿Cuál?

              ─¡Peter! Espabila, que es importante.

              Se incorporó sobre su codo para… no sabía muy bien para qué.

              ─Olvidas nuestras conversaciones, Peter. Lo que no te interesa.

              ─De eso nada.

              ─Muy bien. ¿Cuál es el tema tabú?

              ─¿Saxton?

              El resoplido resonó en toda la habitación.

              ─No tienes remedio, grandullón.

              Con otro suave bufido Rob se arrebujó en el mullido colchón, con la espalda hacia él y se acomodó para dormir pero no antes de aferrar su antebrazo y cruzarlo sobre su cintura. Lentamente amoldó su cuerpo al más pequeño, hundiendo la cara en el claro cabello. Su olor le calmaba. Su calor le envolvía.

 

              A pesar de todo, te quiero.

 

              Su corazón pareció cerrarse en un maldito puño al alcanzar a escuchar el suave susurro y dolió. Por el amor que sentía hacia el hombre que no tenía miedo de hablar de lo que sentía, que lo daba todo y que confiaba plenamente en él. El mismo que era su maldita alma gemela. La de un hombre roto por dentro que poco a poco se recuperaba y salía del infierno en el que había vivido demasiados años de su vida. Y todo gracias a la persona que con un suspiro de contento se pegó a él hasta buscar acomodo.

              Alzó sábanas, mantas y las dejó caer sobre ellos, protegiéndoles de la fría noche.

              Pegó su cuerpo al de Rob, amoldando su dureza a las líneas de esa espalda, arrancando un complaciente gemido de éste. Pecho contra espalda, vientre contra trasero y los muslos entrelazados. Uno de sus brazos rodeó de nuevo la cintura más menuda, desplegando la palma y los dedos, apoyándolos contra el cálido vientre. Aspiró profundamente antes de cerrar los ojos con el rostro casi enterrado en esa rubia cabellera, dejándose llevar, una vez más, por la somnolencia.

              Sintiéndose en el hogar por primera vez en su puñetera vida.

 

 

 

IV

 

              Alrededor de Clive se apelotonaban no menos de seis personas dando indicaciones sobre la mejor manera de colocar la humedecida compresa sobre la enrojecida sien del hombre y tras ellos, con cara de pocos amigos, sobresalía la cabeza de Ross. La turbia expresión en ese rostro provocaba zozobra y ello generaba que al buen doctor Brewer le temblaran las manos más de lo habitual en un hombre de edad más que avanzada. Desde que accedió a la profesión de la medicina se ocupaba de la familia Evers y por asociación de aquellos que éstos decidían incluir en su círculo íntimo de amistades. Pero poco impresionaba tanto como el ceño fruncido del Superintendente Ross Torchwell.

              No importaba el hecho de que hacía años que se había retirado del ejercicio activo para dar paso a su hijo o que cuando las heridas se excedían de un pequeño corte acudieran en auxilio de éste. Confiaban en él y era un buen hombre. Sosegado, paciente, calmado y un hombre cuyo pulso jamás había temblado tanto hasta el punto que Clive tenía toda la cara y cabellos empapados además del ojo derecho enrojecido por un leve accidente con el borde del paño.

              En esos momentos podría decirse que Ross miraba las arrugadas manos del doctor como si de una potencial arma se trataran y no sin algo de motivo. Estaba dejando a Clive hecho un verdadero cromo.

              Y todo por el simple hecho de tener al superintendente sobre su hombro derecho observando sus manejos e impidiendo al hombre concentrarse en la tarea que tenía entre manos.

              Desesperado por alejarse de esa mirada, el doctor había optado por atar la maltrecha compresa a la frente de Clive con un lazo rosa de la chaquetita de la pequeña Rose que le había agenciado Julia, a modo de banda. Colgando los deshilachados hilos sobre los grises ojos, la estrambótica imagen ocasionó un par de femeninos suspiros y otro par de risas masculinas ante el estropicio causado. Eso aunado a que Clive se retiraba los hilachos de la frente constantemente como si peleara a muerte con un flequillo mal avenido, iba a ser el tema de conversación o de chanza favorita de la semana.

              ─Me estoy armando un jaleo mental de caballo.

              ─Es por el golpetazo en la sien. No debieras pensar en tu estado, Clive..

              ─Me encuentro bien, Ross.

              ─Estás mareado.

              ─De eso nada. Estoy lúcido.

              ─En tu imaginación. Deja de pensar.

              ─¿Ahora me llamas ameba?

              ─No he dicho eso, Clive.

              ─Pues ya me dirás, Ross.

              ─Digo que… que…

              ─¿No ves? Has perdido el Norte. Como en el ataque de hoy por la mañana. Sin apoyo, tú solo contra cuatro hombres. Da que pensar, ¿no crees?

              ─No pecoso, no lo creo.

              ─Yo me lo haría mirar, aprovechando que el Doctor está presente.

              La horrorizada expresión del galeno sólo pasó desapercibida a los contendientes.

              ─Estoy como un roble.

              ─No hablo del cuerpo, Ross sino de la mente. Es un misterio, sobre todo la tuya.

              ─No por mucho hablar me vas a convencer, Clive.

              ─Mens insana, in corpore chuchurriau.

              ─Pero, ¿qué dices?

              ─Pues eso, ni más ni menos. A mi estilo, claro. Una mente insana provoca acidez de estómago. En otras palabras. Se te fue la cabeza.

              ─Como vuelvas a decir eso, me vas a enfadar..

              ─¡Si ya lo estás!

              Madre del todopoderoso.

              Doyle parecía estar observando antes sus propios ojos a Peter y Rob en plena riña. Su mirada se cruzó con la de su pelirroja y sonrieron sin necesidad de cruzar palabras.

              Mientras esos dos seguían cruzando pullas, despidió al pobre doctor tras agradecerle su rápida asistencia y retornó en cuanto pudo por si era necesario separar a los dos policías. La imagen que lo recibió le detuvo sobre sus pasos. Clive daba palmadas sin resultado a las manazas de Torchwell mientras éste, insistente, trataba de recolocar la compresa que se había escurrido hasta tapar al completo uno de los ojos grises de Clive. Los quejidos del pelirrojo de que dejara de meterle los dedazos en sus hasta el momentos sanos globos oculares y las órdenes del otro para que se quedara quieto de una vez si no quería que lo hiciera él en su lugar, estaba provocando la hilaridad de los demás, incluso de la pareja que se asemejaba demasiado a ellos.

              Peter había guardado la lista de los nombres que les habían facilitado en el hospital en el bolsillo de su chaleco y sentado junto a Rob, permanecía  a la espera de que Clive, Ross o los dos a la vez, a la vista de cómo lo hacían todo, les relataran el resultado de la búsqueda en las afueras de Londres.

              En una de las habitaciones para invitados habían acomodado a la mujer que habían traído consigo y estaban todos expectantes, pendientes de escuchar de una vez el relato.

              Por un segundo estuvo a punto de acercarse  para arreglar el entuerto que había organizado Ross Torchwell al lograr tapar con una torpeza incomprensible en un adulto capaz ambos ojos grises pero se le adelantó su Julia y sus ágiles dedos.

En un segundo el jaleo estaba deshecho y la tela en su lugar. Clive alzó el dedo y con cara de pocos amigos advirtió al superintendente que se quedara al otro lado de la habitación ya que estaba constatado que era un peligro para su salud, logrando un bufido en respuesta y una ausencia total de caso por parte de éste.

              Doyle suspiró.

              Había llegado la hora de la verdad.

              ─¿Quién es la mujer que hemos alojado?

              Con un provocador gesto acompañado de un siseo, al tiempo que se sujetaba con una mano la compresa humedecida, Clive señaló a Torchwell.

              ─Fue idea suya.

              Si las miradas mataran, Clive habría caído fulminado.

              ─¡No podíamos dejarla allí abandonada!

              ─¡Intentó morderme, Ross!

              ─Porque le gritaste.

              ─Iba armada hasta los dientes, genio. Y además, sólo le grité un poco.

              ─ No seas crío. Si era un trabuco oxidado.

              ─¡Que me apuntaba a mí!

              Finalmente Doyle se ubicó entre los dos para descentrar la atención que posaban obsesivamente el uno en el otro.

              Repitió en un tono calmo la pregunta sobre la mujer que dormía agotada en el piso superior, tras saborear un sabroso caldo de carne y lograr entrar en calor.

              ─Es la hermana mayor de nuestro hombre.

              ─¿Del carnicero cuyo caso investigaban los agentes desaparecidos?

              ─La misma.

              ─¿Y su hermano?

              ─Ella comentó que se lo llevaron. Les localizaron antes que nosotros.

              ─¿Qué más?

              ─Nada. Consiguió ocultarse en un desvencijado armario y ha permanecido escondida y aterrada desde entonces. Hablamos de tres días, Doyle. Tres malditos días esperando que alguien llegara para rematarle.

              ─¿Qué os ha dicho?

              ─Que su hermano descubrió algo ilegal e intentó pararlo.

              ─¿El qué?

              ─Lo desconoce ya que él se negaba a contárselo. Ella cree que para protegerle. También balbuceaba algo, una y otra vez. Repitiéndolo como si le obsesionara.

              Interrogó con la mirada al superintendente pero quien le contestó en esta ocasión fue Clive.

              ─Insistía en que todo era culpa de ella. Que debieron callar.

              Increíble pero cierto.

              Las rarezas parecían ir unidas a su maldito club del Crimen y a los casos con los que se veían relacionados. Doyle se dio cuenta entonces de que desconocía el nombre de la mujer que cobijaban. Fijó la mirada en Ross Torchwell.

              ─¿Cómo se llama la mujer?

              ─Kennedy.

              Durante unos segundos Doyle quedó quieto, frunciendo el ceño. Parecía intentar reconducir la conversación como si ésta se hubiera desviado repentinamente de su recto camino. La siguiente frase la pronunció con intencionada claridad.

              ─No hablo de la enfermera que buscamos en el hospital, Torchwell, sino de la mujer que acabáis de traer.

              El ceño fruncido del superintendente Torchwell expresaba cierta intriga.

              ─Yo tampoco, Doyle. Me refiero a la hermana del carnicero. La mujer que hemos ayudado. Así se llama. Maura Kennedy.

              ─No puede ser. El carnicero se apellida Burgi.

              ─Ya, pero la mujer es viuda y su marido se apellidaba Kennedy. Eso es lo que nos dijo y dudo que mintiera, Doyle.

              Varias miradas se cruzaron, completamente desconcertadas. Los transparentes ojos del mayor de los Brandon se clavaron en los negros del menor y parecieron hablar mentalmente al tiempo que las extrañadas miradas del resto se centraban en ellos.

              Con un movimiento ágil Peter sacó del chaleco la lista y la desdobló. Releyó algo con urgencia  y alzó los ojos en dirección a Doyle.

              ─Está entre ellos. El segundo apellido que nos facilitaron y la inicial del nombre de pila, también encaja. Una eme.

              ─No puede ser. Míralo de nuevo, Peter. Demasiada coincidencia, hermano.

              Peter centró su atención en el cada vez más arrugado papel. Una suave sonrisa perfiló sus labios.

              ─Puede o también puede que al fin la esquiva fortuna se incline un poco de nuestra parte. Aquí lo pone, Doyle. En segundo lugar, la enfermera  M. Kennedy.

              Varios ¿se puede saber de qué demonios habláis? en entonaciones, sonidos y maneras dispares cortaron la misteriosa conversación entre los hermanos Brandon. La inquietud en el ambiente escalaba por momentos. Algo ocurría. Algo importante que únicamente Peter y Doyle parecían captar.

              El primero se enderezó  bruscamente y dio un par de pasos hasta quedar de espaldas a la ventana. Clive y Ross aún  desconocían los nombres que engrosaban la lista de enfermeras que les habían facilitado en el hospital de San Bartolomé por lo que era imposible que asociaran ideas.

              El resto comenzaba a intuir por dónde se encaminaban. Finalmente Rob contestó a los interrogantes que reflejaban los ojos de los dos hombres que había llegado hacía no más de hora y media, desconocedores del tesoro que traían entre manos, en forma de mujer desamparada y agotada.

              ─Puede que hayamos dado con ella.

              ─¿Con quién?

              La incertidumbre llenaba la pregunta formulada por Clive.

              ─Con M. Kennedy o lo que es lo mismo, con la esquiva mujer que el doctor Piaret aconsejó que encontráramos ya que podía saber algo sobre la desaparición de la joven enfermera Barbara Gates. Su compañera en el hospital.

              Las sorprendidas miradas de Clive y Ross no se desviaban un ápice de él.

              ─En San Bartolomé nos facilitaron varios nombres de enfermeras que nosotros redujimos a tres y entre ellos figura el de una mujer llamada M. Kennedy. Maura Kennedy. Demasiada coincidencia como para que no sea ella.

              El revuelo generado por la brusca frase envolvió a los presentes.

              Y con esa información, demasiados interrogantes a los que dar respuesta.

 

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Amor entre las sombras
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