Capítulo 7
I
Por un segundo casi se apiadó de Rob. Un minúsculo segundo en que dudó. Hasta que esa hermosa voz le retó a seguir adelante. Mentalmente se frotó las manos. El canijo no debió echarse un farol ya que él se inclinaba por igualar el envite y superarlo.
Lo que no estaba dispuesto era a perder la partida.
No tenía prisa.
La noche era joven.
Llegaron al final de la escalinata al tiempo que la puerta del dormitorio de su hermano y cuñada se cerraba, guardando en su interior la cantarina risa de Julia y la susurrada contestación de su hermano seguido de esa hermosa y varonil carcajada que cada vez se escuchaba con más frecuencia en los diferentes rincones de la casa.
Dios, esa mujer era intuitiva y única. Y el guiño en su dirección que se había perdido el canijo antes de bostezar una vez más, había valido su peso en oro.
Había vivido mucho y le importaban poco las apariencias pero una parte de su corazón se hubiera roto si Julia le hubiera rechazado al conocer lo que sentía por otro hombre. Sonrió enternecido. Debió intuir que no sería así. Sus palabras, por otro lado, le llenaron de calidez y asombro. Era una mujer perspicaz.
El amor no se busca, cuñado. Ni el paquete en el que viene envuelto. Sencillamente se le da la bienvenida porque siempre vale la pena.
Siempre.
Agárralo y no lo dejes escapar.
Lo cual sería mucho más sencillo si el dichoso paquete no fuera tan esquivo y resbaladizo.
La distribución de las habitaciones en el primer piso era sencilla, con cuatro dormitorios a ambos lados de un amplio pasillo y otro al final que apenas se utilizaba, tras retirar el mobiliario que otrora lo ocupó. El mismo en el que murió una de las hermanastras de Julia meses atrás. El mismo que su cuñada evitaba a toda costa.
Doyle planeaba trasladar su hogar para alejar esos malditos recuerdos pero hasta que todo estuviera cerrado y firmado no tenía más opción que conformarse con respetar los sentimientos de su esposa y hacer lo imposible por facilitarlos. Porque el fondo de ese pasillo no transformara su precioso rostro en otro que no reflejaba el alma de esa mujer.
Era tierna la forma velada en que todos cuidaban de que Julia jamás subiera sola al piso, en que parloteaban sin descanso para distraerle o la manera en que trataban de interponerse en su línea de visión al encaminarse hacia su propio dormitorio.
Le adoraban.
Y sólo por eso harían lo indecible por evitarle cualquier dolor.
Él incluido.
Habían decidido acomodar al viejo Norris en la habitación que daba al cuarto de la pequeña Rose. El anciano lo pidió. La risa de una criatura es hermosa y despertar con ese sonido lo es aún más para un oído anciano, hijo. El viejo a veces lograba que el pecho se te encogiera con sus palabras.
Condenado y dulce anciano.
Asió el pomo de la puerta y la abrió con decisión para que el viejo Norris entrara.
─Duerme tranquilo, viejo amigo. Mañana hablamos.
Y sus tiernos gestos te comprimían el corazón en un puño.
Sintió las yemas de sus marchitos dedos sobre su mejilla en una suave caricia, provocando que su respiración se parara. Si hubiera conocido a un padre, habría dado lo que fuera porque se asemejara al anciano que le observaba con ojos insondables. Tan sólo un poco le parecía más que suficiente.
Norris mantuvo la mano sobre su marcada cicatriz otro poco más hasta que la retiró con cuidado y la encorvada figura se encaminó hacia el interior del cuarto bostezando, mientras hablaba bajito. Muy bajito.
─Felices sueños, hijos.
Había llegado la hora.
Con extrema suavidad cerró la puerta y aguantó unos minutos hasta que se dejaron de escuchar ruidos del interior. Separó la palma de la mano que por alguna razón había quedado contra la puerta, sintiendo las vibraciones que había dejado de recibir del cuarto ahora silencioso y se giró con suavidad hacía Rob, quien permanecía sin moverse a un paso de distancia.
Se lo jugaba todo a una maldita carta con sus palabras.
─Tú decides.
II
El aire salió de su cuerpo de golpe.
Como un fuelle.
En medio del pasillo, rozando la puerta por la que acababa de desaparecer su adormilado padre, Peter le había espetado lo que acababa de escuchar. El acabose.
Y, ¿¡por qué diablos su mente no hacía más que repetir como un loro la palabra acabar!?
El engañoso subconsciente que le tenía atontado, asfixiado y alelado, angustiado y… ansioso.
Anhelando acabar de una maldita vez con esa presión en medio de su pecho que aumentaba cada vez que se encontraba a menos de un paso de distancia de Peter. Su aroma se pegaba a su piel, a su alrededor, a la ropa que vestía… A sus labios.
¿Le temblaba el párpado del pánico?
Era el susto. No, no lo era. Era el desconcertante e incontrolable nerviosismo que le subía por el cuerpo en cuanto Peter se le aproximaba más de lo deseable. Era el… Lo que fuera.
Ni que se fuera a terminar el mundo porque respondiera que no. Que con claridad anunciara que no podían hacer lo que los dos temían y ansiaban al mismo tiempo, lo que los dos esperaban, lo que los dos desconocían, lo que ambos intuían que llegaría antes o después. Que debía ser sensato, paciente y no dar un paso del que no estaba seguro de dar hasta que Saxton estuviera tras unas rejas imposibles de romper. Que su vida era demasiado compleja como para enredarla más, que… Diablos, que…
Que estaba asustado.
Que estaba aterrado.
Que no tenía la más remota idea de cómo obrar.
Que porqué le tocaba decidir a él. Que lo hiciera Peter. Que no estaba ni por asomo listo para dar ese paso que lo cambiaría todo, sin posibilidad alguna de vuelta atrás.
Que qué diablos estaba haciendo al acercarse lentamente a ese hermoso rostro hasta quedar a centímetros y susurrar que sí, que estaba cansado de luchar, de pelear contra lo que quería. Que no resistía más. Que al demonio con su plan de esperar.
Se iba a desmayar.
En cuanto su abotargada mente se diera cuenta de lo que estaba iniciando su incontrolable cuerpo, iba a caer redondo. Como una roca. Pero no ahora.
Respiró hondo porque lo necesitaba para continuar. El ahora estaba escrito desde el momento en que su cuerpo decidió por sí mismo.
Se acercó otro poco y rozó esos labios inmóviles pero cálidos, sin presionar. Un incitante roce. Suave. Sabía lo que pasaba por la mente del hombre que se había tornado rígido, en cuanto sus labios tocaron los suyos, más carnosos.
Esta vez ninguno de los dos se echaría atrás. Si Peter respondía a su actuar, ya no habría marcha atrás.
Su cuerpo se relajó y su mente se sintió en paz, por primera vez en tanto tiempo.
Sonrió. Al carajo lo de desmayarse.
─Cumplida.
La cara de Peter se alejó lo suficiente como para que pudiera observar su rostro alumbrado por los candelabros. Esa mirada preguntaba en silencio. Temeroso de la respuesta y dispuesto a aceptarla. Fuera lo que fuera.
─La deuda, Peter. Está cumplida.
Dios santo.
Contemplar esa transformación era un regalo para los sentidos. Los resguardados y defensivos ojos negros se abrieron completamente a él, sin ocultar nada. La incertidumbre se evaporó y los tensos rasgos se relajaron regalándole una de las sonrisas más hermosas e impactantes de su vida. A un suspiro de sus labios, sintió el aliento de Peter al hablar bajito y despacio. Pronunciando cada palabra como si ni él mismo terminara de creer lo que estaba ocurriendo.
─Un beso era la mitad de la apuesta, canijo. Queda el masaje.
Dios, era hermoso y contra el corazón se podía luchar pero hasta determinado punto. Más allá te arriesgabas a perderlo todo y eso, entre ellos, no era posible. Lo supo. Siempre lo supo.
─Se acabaron los juegos, canijo.
─Nunca fue un juego, Peter. Sólo…
─Lo sé.
─Si algo te pasara…
─Lo sé.
Sus labios chocaron hasta el punto de doler. No eran los besos cuidadosos que habían compartido hasta ese momento. Dios… Eran…
Le quitaban la respiración. Se devoraban. Sin tocarse.
Sólo sus bocas. Recordándose, conociéndose, familiarizándose.
Amándose.
III
Casi cayeron al suelo en tres ocasiones enredados con sus torpes pasos y sus flojas piernas chocando entrelazadas, al negarse a separar los labios. No podían. Era tan sencillo como que la necesidad de asegurarse que no era un maldito sueño, superaba con creces la posibilidad de que cualquiera se presentara en ese pasillo y le diera un maldito desmayo de la impresión al verles. Le importaba poco.
Rob.
El canijo le había mirado con esos ojos y no le había rechazado. No se había alejado.
Al principio no creyó lo que se leía en esos iris. Un error. Eso imaginó ver con enfermiza incertidumbre en lugar de lo que deseaba con desespero interpretar en ellos. Quizá una broma cruel. El miedo al repudio le impedía lanzarse. Le costó un triunfo separarse del roce de esos labios moldeados a la perfección para los suyos. Eran suaves. Húmedos.
Su mente le pedía distanciarse un poco, lo suficiente para asegurarse. Para tener la certeza… de que no vivía un sueño.
Le iba a dar un condenado ataque al corazón de la velocidad con que éste latía. Con agarrotadas manos aferraba desesperado la camisa de Rob, arrancada fuera del pantalón pero aún oculta bajo la oscura chaqueta.
Temía que si le soltaba, le diera la espalda una vez más.
Necesitaba respirar.
Por alguna extraña razón le desquiciaba saber que podía tocar, besar, mordisquear y que era el causante de los gemidos que partían de esa boca que estaba devorando. Tenía que marcarlo a fuego en su memoria. Estaba hambriento de ese sabor.
Desorientado dudó.
¿Cómo se puede perder la cabeza hasta el punto de descarriar incluso la orientación?
Habían recorrido una considerable distancia, sin separarse salvo para respirar, cuando se dio cuenta que iban en sentido contrario a su dormitorio.
Al cuerno.
De golpe separó los labios, giró bruscamente con un juramento y arrastró de un brutal tirón tras de sí a un hombre completamente desconcertado que abría y cerraba la boca sin saber qué decir.
Gracias a los dioses se atontaban mutuamente.
Sentía que todo rastro de civismo comenzaba a evaporarse. Las imágenes se agolpaban una tras otra. En su mente. La mayoría claras. Las más explícitas algo borrosas. Todas las posibilidades. ¡Dios santo!
Todo aquello en lo que se había recreado en la oscuridad había dejado de ser un sueño para convertirse en una posibilidad y eso le estaba mareando.
El tacto. El olfato. El sabor.
Saturados.
─¿Qué… hacemos?
La respuesta al susurro de Rob era fácil. Perder la razón.
Apretó la camisa que sujetaba con desesperación en un puño al escuchar la frase en forma de caliente runruneo y el cálido aliento chocar contra sus labios. Hasta su voz parecía clavarse directamente en su miembro. Estaba tan excitado que iba a perderse en las sensaciones en cualquier momento. La necesidad de apretar su dureza contra Rob, contra su muslo, contra su cadera le superó. Sencillamente su cuerpo empotró el más menudo contra la pared, separando ligeramente las piernas para quedar a la misma altura pero no era suficiente. Necesitaba sentir toda la extensión de su cuerpo contra el suyo. El impacto arrancó un quejido de entre los labios de Rob, siguiendo a éste un gemido al introducir con fuerza su muslo entre los suyos. Tenía que separarlos. Tenía que apretar su carne contra el bulto que notaba bajo en pantalón. Tenía que…
Le quería desnudo bajo él.
Sabía lo que haría si una pequeña parte de su cerebro no detuviera ese impulso que crecía con cada paso que daban pegados el uno al otro, con cada caliente beso. Recorrer su cuerpo con sus manos, conocer cada marca, cada curva, la textura de la piel salpicada de rubio vello. Suave. Era… suave. Cubriendo un cuerpo firme. Lamerle entero y descubrir que le hacía perder la noción de lo que le rodeaba. Memorizar esas zonas que sólo con rozar lo excitaran.
O simplemente saber si el roce de sus yemas le provocaría cosquilleos.
Tantas cosas que si el canijo pudiera leer su mente se desmayaría de la impresión.
Debía aflojar pero le resultaba imposible.
Iba a desgarrar la ropa si mantenía el agarre pero sus dedos no le respondían salvo para aferrar al hombre que quería. Su imaginación corría desbocada.
Separó sus labios presionando el cuerpo de Rob contra la pared con sus manos, de manera casi salvaje. El canijo estaba completamente desmelenado, con la camisa abierta por el cuello, la ropa completamente arrugada y desordenada, los labios enrojecidos e irritados y los ojos completamente velados. Por su culpa.
Un sudor frío le cubrió el cuerpo al completo y gran parte de la sangre que lo recorría se concentró de golpe en su entrepierna. Una vez más, provocando que su gemido se perdiera en el interior de esa boca que a ratos se dejaba besar y otros parecía decir aquí estoy, esperándote. Provocando. Retando. Peleando por la posición superior.
¡Maldita se! Le enardecía.
Le sudaban las malditas manos como un alelado adolescente en su primera vez.
Si no conseguía encerrarse con él en los próximos segundos en un lugar cerrado y fuera del alcance de indiscretas miradas, le iba a agarrar, girar y empotrar de nuevo contra la maldita pared del pasillo, sólo que en esta ocasión de cara a ella y al infierno con todo lo demás.
Tanteó desesperado la fresca pared hasta que su palma rodeó un frío pomo. Estaba helado. O era él quien ardía.
Le costaba pensar con un mínimo de claridad.
En su fuero interno rezó para que fuera su dormitorio y no el de Doyle o cualquier otro pero estaba fuera de control. Totalmente.
Abrió la puerta sin soltar su sujeción del canijo y a empellones consiguió entrar en la oscura habitación. Ni chillidos de sorpresa ni de pasmo. Alzó la vista al techo y se lo agradeció a quien fuera que había tenido piedad de él.
Había acertado con la estancia correcta.
IV
No podía pensar, no podía regir ni detener la locura que lo arrastraba. Sólo escuchaba en sus tímpanos el retumbar de su sangre recorriendo sus venas.
Si la situación fuera diferente o la pareja que se besaba descontrolada en la penumbra fuera otra ya se habría carcajeado con sus continuos tropiezos, pensando que estaban realmente necesitados de cariño y de otras cosas más apremiantes.
Pero no eran otros.
Sino ellos.
Peter era una fuerza difícil o imposible de controlar llegados a ese punto y él tampoco quería hacerlo. Había perdido la cabeza pero se sentía libre. Por primera vez en meses dejó de pensar para comenzar a sentir. Con el corazón, con la piel y con su mente.
Quemaban.
Esas enormes manos abrasaban sobre su torso. Ardían tanto como su carne. No recordaba haber recorrido la distancia hasta quedar completamente a oscuras en el interior del dormitorio de Peter. Lo reconocería donde fuera. Olía a él.
Al olor que eran tan suyo como del hombre que lentamente comenzaba a desabotonarle la camisa. Con una confianza imparable. Sus propias manos volaron a la prenda que cubría el torso de Peter pero se detuvo de improviso, apoyando las palmas sobre ese duro pecho.
Intuía que Peter había dejado de reprimirse por la manera en que le miraba, besaba. Tocaba.
Pero a él aún le costaba dejarse llevar totalmente. Temía hacer algo que recordara a Peter el pasado. Una caricia brusca, un movimiento inesperado. Temor a que Peter se cerrara de nuevo y retrocedieran lo avanzado con lentitud. Fijó la mirada en sus manos, en contraste con la blanca tela. Completamente quieto.
─Mírame.
La voz de Peter surgió tan bronca que no parecía la suya. ¿Y, si veía dolor?
─Rob, mírame.
Lo hizo. Ya no había a dónde ir salvo al lugar al que ambos pertenecían.
─No ocurrirá de nuevo.
─Eso no lo sabes.
Todavía se le encogía un poco el alma al recordar la tensión y la frialdad que se adueñó de Peter la última ocasión en que quedaron solos y se dejaron arrastrar por lo que sentían. Un desastre abrumador fue con lo que se toparon.
Los labios de Peter rozaron los suyos, antes de hablar.
─Sí lo sé.
Su camisa quedó completamente abierta tras unos segundos y el calor de la yema de un dedo, a veces de dos, le recorrió su esternón y después el firme vientre. Una lenta caricia que le encogió por dentro.
─Has adelgazado, canijo.
─Los disgustos que me das.
Ese maldito dedo dejaba un reguero de fuego.
No vio pero sí que sintió la risilla de Peter bajo sus manos, retumbando en ese inmenso pecho. No iba a poder hablar si Peter seguía por ese camino. Si el curioso dedo índice de Peter seguía el camino trazado, enredándose con el suave vello que desaparecía bajo la oscura tela, deslizándose hasta topar con la cinturilla del pantalón, curvándose sin una mínima vacilación y deslizando la punta por dentro. Con una sola mano esos dedos soltaron el botón que lo cerraba.
Con un sencillo giro.
La habitación era un horno. No asfixiante. Sólo cálida. Tremendamente cálida aunque eso no tuviera sentido al permanecer apagada la chimenea.
No.
El horno era Peter. El calor emanaba de él.
Su torso no tardó en quedar desnudo. Dioses.
Un impulso le llevó a sujetar la mano que seguía desabrochando con lentitud los botones de su pantalón. Le estaba desnudando.
Era evidente que Peter le estaba desnudando y él se estaba acobardando como una plumosa gallina.
Nunca le había visto totalmente desnudo. Bueno, sí, pero era diferente. Condenadamente diferente.
─Iremos despacio.
El muy condenado le leía la mente.
─No es que tenga miedo, Peter.
Otro roce en el labio inferior.
─Ajá.
¿Le acababa de olisquear el gruñón?
─Ni vergüenza.
─Hum.
Otro condenado beso que fundía su cerebro y le impedía filtrar la información.
─Vale, tengo de todo un poco aunque sólo una pizca de todo eso que has dicho.
Era extraño y familiar sentir contra su carne esa profunda risa.
Sin aviso la otra manaza de Peter apareció de la nada, posándose sobre el lateral de su cuello y el pulgar comenzó a dibujar un relajante movimiento bajo el lóbulo de su oreja. Su pecho casi reventó al notar que le lamía el labio inferior, incitándole, diablos… Excitándole. Seguía con el pantalón a medio abrir pero esos labios lo estaban volviendo todo del revés. Mordisqueando hasta llegar a su oído y runruneando con esa voz que le llegaba a la entrañas, enardeciéndole por dentro.
─Despacio, canijo.
Eso le gustaba. Sí. Tranquilos.
Lento. Sin prisa.
El aliento se le trabó contra esa enloquecedora boca.
Una de esas inmensas y ásperas manos se estaba introduciendo bajo los ceñidos calzones tras romper del todo la barrera del cierre del pantalón. Dios… santo.
Su vientre se tensó al percibir el frescor de la desnudez al ser retirado hacia abajo el borde de la ropa interior. Por todos los…
Peter le lamía los labios pero parte de su cerebro seguía la sensación del roce de esos endiablados dedos cada vez más cerca de su entrepierna, barriendo con su calor el camino que recorrían. Cada vez más abajo.
Cerró los puños contra ese pecho inmenso arrugando con desesperación la tela que lo cubría al notar la dureza de esa mano envolviendo su miembro y apretar ligeramente. No conseguía formar palabras. No lograba hilar frases coherentes en su mente. No podia respirar. Sólo emitía sonidos y no pasaban más allá de esa lengua que recorría el interior de su boca, lamiendo. Peleando con su propia lengua, tanteando para retirarse y comenzar de nuevo.
Tensó los muslos porque le iba a dar algo. Algo se iba a romper de la presión que notaba. La palma de esa mano resbalaba por toda la extensión de su erecto miembro como si supiera o intuyera a la perfección lo que debía hacer para volverle completamente loco. Al sentir la leve tensión en sus músculos, Peter empujó la ropa hasta que el pantalón quedó trabado en sus caderas. Maldita sea.
Peter le soltó sin previo aviso para mover esa mano en dirección a la cadera, acariciando la parte superior del muslo en su recorrido. El mismo se dio cuenta del movimiento de la mitad inferior de su cuerpo siguiendo esa condenada mano. Sin parar, salvo un breve segundo en la parte baja de la cintura, esos dedos se fueron deslizando hasta cubrir la parte superior de su nalga, descubierta y accesible.
Y quedaron quietos cubriéndola al completo.
Sentía las puntas de los dedos de Peter flexionar como si resistieran con esfuerzo la necesidad de avanzar. Clavándose en la nalga. Como si el ahínco en permanecer sobre la curva que formaba la carne necesitara de ayuda.
Con un brusco movimiento se descalzó, separándose lo suficiente de Peter y de esa mano que permanecía quieta. Le daba igual ese miedo del pasado a dejar volar su imaginación, fantaseando sobre qué harían y qué sentirían al llegar al mismo momento que estaban viviendo aquí y ahora. Ese temor se había esfumado con la sensación de estar donde la vida y lo que sentían les había llevado. Porque no les quedaba otra opción. Porque se amaban.
Paró un segundo, no más, al darse cuenta.
Peter se había tornado completamente rígido, con los brazos tensos a ambos lados de cuerpo.
¿Qué…?
Alzó la mirada al mismo tiempo en que quedaba únicamente vestido con los pudorosos calzones que se negaba a retirar por mucho que su padre le repitiera que eran horribles y estaban pasados de moda y se quedó parado con los ojos clavados en los del hombre que no apartaba la mirada de él. Recorriéndole con ella. Lentamente. Maldita… sea. Como si fuera un regalo para los ojos. Devorándole mientras se relamía los labios. Un regalo. El. Los malditos colores comenzaron a pasearse por todo su cuerpo al compás de esa mirada que le hacía temblar en todos los sentidos. Siempre bromeó sobre la gente que enrojecía entera para descubrir en ese mismo instante que pasaba a formar parte del selecto grupo. La sonrisa más erótica del universo apareció en esos mojados labios y con ella la presión en su bajo vientre creció como si hubiera recibido un topetazo. En su mismo centro.
─Entero.
Ni idea de lo que susurraba Peter pero su cerebro seguía sin poder filtrar correctamente.
─Enrojeces entero, canijo.
Dios, otra sonrisa que ardía sobre su piel y de nuevo esa ronca voz que le erizaba de pies a cabeza.
─Maldita sea… Me enloqueces.
Tragó como pudo saliva o aire al escuchar contra sus labios las roncas palabras. No sabía muy bien cuál de los dos necesitaba más y se movió. Con un impulso se deshizo del calzado, alejó el pantalón que había quedado tirado a sus pies y dirigió ambas manos hacia la cinturilla del calzón.
No tuvo ocasión de ir más lejos al sentir las manos de Peter sobre las suyas, retirándolas y deslizando por sus caderas, muslos y piernas la prenda. Sus manos seguían tan calientes y ásperas sobre su piel.
Desnudo.
Totalmente.
Y Peter completamente vestido.
Y para su sorpresa le importaba un carajo. A él que siempre había sido don vergüenzas.
Aspiró con fuerza al sentirse empujado hacia el centro de la habitación al ritmo de las zancadas de Peter. Con brusquedad. Sus cuerpos sólo permanecían unidos por las manos de Peter en su cadera, guiando hacia el lecho situado en medio de la amplia habitación. El mullido colchón en el que terminó sentado al borde, como Dios lo trajo al mundo, con los muslos abiertos para ubicar entre ellos el enorme cuerpo de Peter que parecía receloso de realizar cualquier movimiento que lo pudiera asustar, se hundió bajo su peso.
A punto estuvo de lanzar una risa descontrolada. A estas alturas y en su posición el apuro había quedado aparcado el último de la maldita fila.
Notaba las tensas manos de Peter en sus hombros. Suaves pese a su dureza. Temblaban.
Fue extraño y repentino.
La sensación de saberse en el lugar en el que deseaba estar. En el que pertenecía y con quien pertenecía.
Con tranquilidad apartó las manos de Peter hasta que quedaron colgando a ambos lados de su rígido cuerpo. Esta vez fueron sus dedos los que aferraron la cintura del pantalón de Peter y el aliento de éste el que se trabó en su propia boca. La tirantez que presionaba desde el interior de la tela anunciaba que estaba excitado, completamente excitado. Los dos los estaban y cada vez le costaba más mantener la calma. Dios, le temblaban las manos. Tanto o más que a Peter.
Le costó tres intentonas soltar el ajustado pantalón y el blanco calzón. Su corazón se tranquilizó tras botar alocado por un tonto momento al pensar que Peter no vestía ropa interior. Qué estupidez, pero su mente le estaba jugando malas pasadas y su cuerpo, también. Peter emitía suaves gemidos, suspiros y quejidos cada vez que sus nudillos rozaban la carne y se estremecía. Demonios… temblaba con su contacto.
Era… proporcionado. Completamente proporcionado con el resto del cuerpo. Por un segundo rememoró la primera vez que su mano entró en contacto con el miembro de Peter. En un carruaje a oscuras tras un bache que le lanzó contra él. Sintió una oleada de calor ascender y descender descontrolada por su cuerpo. Su maldita imaginación se quedó corta. Muy corta y estrecha. Era grande. Y aún estaba semi erecto.
Dios.
Apartó hacia abajo el calzón liberando el miembro de Peter. No se le ocurrió otra cosa que deslizar la yema del dedo por esa larga extensión hasta alcanzar la húmeda punta. La brusca exhalación hablaba de anhelo. Puro y simple anhelo.
Los dos parecían a punto de estallar y apenas se habían tocado, besado o acariciado.
El rudo juramento fue el único aviso antes de terminar tumbados en medio de la cama, devorándose porque no se le podía llamar de otra forma. La capa de civismo desaparecida y con ella, toda inhibición. Se besaban casi con furia. Sus labios chocaban contra sus dientes, labio contra labio. Se mordían y lamían. Casi haciéndose sangre. Casi… El cuerpo de Peter lo mantenía contra el colchón, sus desnudas y duras caderas contra su vientre y le iba a dar algo como no parara con sus bruscos movimientos para deshacerse del maldito pantalón y calzón que se le habían quedado trabados en los tobillos.
Se apretaba contra él. Esos duros y largos muslos zigzagueando para soltarse golpeaban la cara interna de los suyos, desplazándolos con cada movimiento un poco más hacía los lados, abriéndole en cuña con ese demoledor cuerpo apostado en medio. Y no cejaba con esos enloquecedores besos. Debía parar antes de…
Debía pedirle que parara.
Sí.
Que se dejara de mover. Llegaba al punto de doler. Sus caderas golpeaban las suyas. Su ansia por deshacerse de la ropa le estaba matando. A los dos.
Un poco.
Que parara un instante. Sólo lo suficiente para recobrar la cordura. Eso.
Lo suficiente para…
¡Diablos! La fricción que estaba causando con su bajo vientre le estaba desquiciando. ¡Dios santo! Como tratara una vez más de deshacerse de la maldita ropa, frotándose contra él, aprisionando su dolorido miembro contra el suyo y contra ese duro abdomen, todo se iba a acabar en un condenado segundo.
Separó los labios con dificultad pero era eso o estallar de puro placer en cualquier momento. Sus manos no conseguían parar los bruscos movimientos como si Peter no las sintiera sobre sus caderas, como si la necesidad de desnudarse obviara todo lo demás.
─Peter.
Diablos. De nuevo esa lengua en su boca, recorriéndola.
Pesaba sobre él, aplastándole contra el colchón pero nada importaba.
─Peter.
Su propia voz sonaba ahogada, rozando los labios de Peter. El muslo de éste chocó con fuerza contra la parte interna del suyo.
─¡¿Te quieres estar jodidamente quieto, canijo?!
¿Él? ¡¿Quieto… él?!
Gimió desesperado. Otro suave golpe y de nuevo esa dolorosa fricción.
─¡Peter!
─¿¡Qué!?
─Que te estés… ¡quieto!
─¡Yo!
¡Dioses!
─¡No hagas eso, por Dios!
Respiró fuerte y a bocanadas. Apretando la espalda contra el colchón. Tratando de abrir hueco entre sus cuerpos pero era imposible. Clavando sus dedos en esas robustas caderas para detenerlas. El muy bestia le iba a matar.
Juró en su mente.
No sabía qué era peor, si que siguiera con esos movimientos para zafarse del pantalón o que repentinamente se alzara sobre él tras separar sus labios de golpe, con los antebrazos a ambos lados de su cuerpo, aplastando la parte inferior de éste para separar sus torsos y mirarle a los ojos. Los músculos bajo la camisa completamente tensos. Sus miembros palpitaban el uno contra el otro al igual que lo hacían sus malditos corazones separados por unos pocos centímetros de distancia. Gimió cuando Peter presionó otro poco más, para mirarle de frente. No aguantaba más. Trató de cerrar los muslos pero toparon contra esas caderas.
Entonces lo sintió.
La suave ondulación intencionada de esa endemoniada cadera, en círculo, y la hermosa risa llenando esos increíbles ojos. Dios, tan hermosa y no pudo sino copiarla, completamente perdido en esa negra mirada.
─Eres… un… maldito cabronazo.
Por todos los diablos.
Esa risa parecía ascender por esos muslos que no le daban tregua. El peso del torso de Peter cayó sobre el suyo de golpe y su rostro se ahuecó contra su cuello y lo escuchó resollar, entre risas.
─No tenemos remedio. Nuestra primera vez y yo no consigo deshacerme del pantalón del infierno.
─Y yo voy a durar ni un diminuto suspiro con tus condenados movimientos del demonio.
Las risas rebotaron descontroladas en sus pechos y contra el pecho del otro. Incontrolables. No se había dado cuenta pero a Peter aún le cubría su abierta camisa. Las carcajadas se fueron calmando al unísono hasta que se besaron. Como si en ese mágico momento compartieran su primer beso.
Y esta vez fueron suficientes dos armoniosos movimientos de esos poderosos muslos para desprender la pieza de ropa que no olvidarían en su vida.
La blanca camisa desapareció con una rapidez pasmosa y el peso sobre su cuerpo desapareció con la misma rapidez con que había caído sobre él.
Tragó saliva pero no sintió vergüenza. A pesar de su posición. A pesar de encontrarse tendido sobre el lecho completamente erecto y los muslos abiertos de par en par, con la inmóvil figura de Peter arrodillada entre ellos, las rodillas casi rozando su unión.
Era impactante. Sencillamente impactante.
Las profundas cicatrices no restaban un ápice de masculinidad sino que añadían dureza a ese perfecto cuerpo. Para variar la imaginación una vez más se le había quedado escasa. El torso estaba perfectamente esculpido. Ancho y marcado por músculos delineando ese plano vientre. Las caderas daban paso a unos muslos largos y fuertes pero era ese rostro el que mareaba con su belleza. Una belleza dura, de rasgos acentuados y perfilados por esa maldita e hipnotizante cicatriz que los surcaba hasta deslizarse por el cuello, clavícula y pectoral. Un maldito recordatorio de su sufrimiento pero también de su fortaleza.
─Dios, eres hermoso.
No. Por favor.
Por un segundo creyó haber cometido la mayor estupidez del universo. Peter apretó los labios por lo que instintivamente fue a incorporarse y decir… lo que fuera. Que era idiota por hablar. Que no quiso decir eso, que no había pensado lo que decía, que le perdonara pero la mano de Peter no se lo permitió, al posarse con fuerza sobre su bajo vientre. Se movió de nuevo, apoyando su peso sobre sus codos y antebrazos, haciendo algo de fuerza contra la presión pero se sintió empujado de nuevo contra el colchón por Peter, con firmeza pero algo más de suavidad al tiempo que hablaba con lentitud.
Se miraron a los ojos. Directamente. Sin ocultar nada hasta que la suavidad comenzó a relajar ese rostro increíblemente duro.
─De verdad lo piensas.
El tono de voz empleado por Peter indicaba que era importante para él. Que su respuesta era, por alguna razón, valiosa para el hombre que le miraba con una mezcla de ternura y exasperación.
─No lo diría en caso contrario, memo.
Una suave curva apareció en esos labios. Incitando. Sin pensar las palabras brotaron de su boca.
─Pero no creas que te voy a regalar el oído a diario, grandullón. Tendrás que ganártelo, con esfuerzo
Di… a… blos.
Esa dura palma comenzaba a formar círculos contra su vientre. Sin rozar su miembro. Desviándose de su camino para volverle loco del todo. Instintivamente alzó las caderas para sentir cómo las empujaba Peter hacia abajo.
─Está bien.
¿Está bien?
¿Cómo que está bien?
No… estaba… nada bien.
¡Acababa de rodearle de nuevo, casi sofocándole de maldito deseo porque hiciera algo! Lo que fuera.
─Cierra los ojos, canijo.
¿¡Qué!?
Los abrió como redondas ciruelas por inercia. Aún más al sentir la otra mano de Peter separar otro poco más sus muslos al tiempo que se acercaba un poco más a él y le alzaba el derecho para posarlo sobre el suyo. Si extendiera los brazos podría apoyarlos en ese torso. Por todos los…
Se sentía expuesto y algo nervioso.
El aleteo de una caricia rozó la entrada a su cuerpo. Apenas perceptible si no fuera porque tenía los nervios tan despiertos que cada roce, cada toque, parecía multiplicarse por mil.
─Relájate.
Bufó desesperado y entreabrió el ojo derecho en el mismo momento en que Peter se inclinaba en su dirección y golpeaba sus labios con los suyos. Sintió contra su boca la sonrisa que marcaba esos labios y que le deshacía por completo.
─¿Confías en mí?
Asintió con la cabeza porque hablar era imposible. No con el suave masaje que esa endiablada mano le estaba dando.
─Entonces, cierra ese ojo curioso y déjame hacer.
Le tomaba el pelo.
¿No podía haber dicho otra cosa?
Déjame… hacer.
Otro leve empujón separó su muslo derecho hacia el lateral.
Se estaba abrasando con los toques de esas manos, ascendiendo por sus piernas. Las acariciaba lentamente como si grabara su forma, su tacto en su mente. Las rodillas. La cara interna de la parte inferior de los muslos. Movimientos circulares. Relajantes, en cualquier otro momento.
─Relá… ja… te, canijo.
Se sofocaba y le costaba hablar.
─Eso es… fácil… de decir. Me gustaría verte a ti en mi posición.
Quietud total.
Movió la pierna izquierda para que continuara, hasta que sus palabras se repitieron en su emborronada mente y sus fantasías rompieron todos los muros de contención. Abrió los ojos de golpe y su clara mirada se reflejó en la de Peter. Maldita sea.
Parecía no respirar. Sus manos apretaban la carne que sujetaban y esperaba. Inmóvil. Como una hermosa estatua.
No lo pensó dos veces.
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