Capítulo 16
I
El jamás rezongaba.
Se lo habían inculcado desde su más tierna infancia a base de varetazos en las puntas de los dedos pero el alelado semi inconsciente que roncaba y sonreía al mismo tiempo, lo ponía todo patas arriba.
Se preciaba del dominio sobre sus sentimientos, reacciones y habilidades pero en esos momentos se encontraba farfullando entre dientes tras descender del carruaje en el que, con la ayuda de Rob Norris y Brandon, habían introducido a un ligeramente bebido inspector Stevens.
Observó la distancia que discurría hasta la puerta de entrada a la casa de Clive. Tendría que cargarlo. Por unos segundos se quedó completamente inmóvil observando al hombre que apoyaba su mejilla izquierda contra el cristal de la ventanilla lateral del coche, adormilado.
Había resultado una velada endemoniada. No había dado fruto alguno, salvo reorganizar fuerzas y lograr una resaca de caballo para el día siguiente. Sobre todo para quien la última media hora antes de dar por concluida la reunión, no hacía hecho más que repetir y canturrear como un loro una especie de Dios salve al redondo moño de mi graciosa reina, gangoso y ahogado.
Lo curioso era que cantaba hermoso, el condenado.
Le había bastado con avisar al pecoso que si bebía la tercera jarra de cerveza iba a empezar a desbarrar, a hacer el ridículo más soberano y que él no iba a cargar con su persona a cuestas cuando no pudiera moverse por sí mismo, para que el muy insensato ordenara dos pintas más. Por lo menos solamente había ingerido una ya que Rob Norris había ocultado con maestría la segunda y como la neblina había embotado en seguida el cerebro del pecoso, se le había olvidado que quedaba intacta la última.
Diablos. Clive no estaba hecho para beber. Nunca lo estuvo.
Introdujo la parte superior de su cuerpo en el interior del carruaje y afianzó con fuerza las solapas del abrigo que vestía su mejor amigo. Demasiado fino para la ola de mal tiempo que sufría la ciudad últimamente.
Con dos escuetas maniobras se lo cargó al hombro tras dar orden al cochero que volviera a la mansión y dejara a Ogro atado a la verja que rodeaba la casa de Clive.
Apretó con fuerza la mandíbula.
Seguía furioso. Por su mente cruzaba una y otra vez la imagen del engendro de la taberna y sus proposiciones indecentes. La patada lanzada al idiota le había sentado a gloria pero para empeorar y redondear una noche para olvidar, el pecoso ¡se había enfadado con él!
¡Ni que la oferta amatoria la hubiera lanzado él! Retiró la mano que acababa de posar en el límite entre la parte trasera del muslo de Clive y la parte baja del glúteo izquierdo. Diablos, ahí las carnes parecían estar bien aposentadas.
La historia de su vida. Cuidar del desastre, de sí mismo y de sus variados acechadores.
Acomodó con un suave movimiento del hombro el cuerpo de Clive. Costaba cargarle menos de lo que aparentaba. Incluso juraría que había perdido algo de peso. Seguramente para ser el adecuado receptor del cariño de esa mujer a la que pretendía. Tendría que hablar seriamente con él. Si una dama no le aceptaba tal y como era, no valía la pena. No lo valía.
Si la adusta y estirada Señorita Melody Maple no se daba cuenta que tenía un gran hombre delante de sus narices es que era boba de solemnidad.
Demonios.
Hacía meses que no se sentía tan descontrolado. En todos los aspectos.
De un golpe que casi encabritó al tiro de caballos, cerró la puerta del coche que acababan de abandonar. No tardaron en alcanzar la entrada dejando la huella de su paso en el embarrado acceso a la casa. Antes de alcanzar el primer escalón la suela del zapato resbaló ligeramente.
Diablos. Por segunda vez retiró la palma de la mano de las redondeces a su alcance.
No, si al final caerían al suelo, los vecinos asomarían el morro, llamarían a la policía, se armaría el escándalo padre y surgirían millones de preguntas inconvenientes en el estado actual en que se encontraba la investigación. Entre ellas, qué demonios hacía el superintendente Ross Torchwell acarreando e intentando meter en su casa, a escondidas, a un beodo inspector con el que aparentemente no hacía demasiadas migas.
¡Mal…dición!
Se sintió liberado con el juramento lanzado al aire. Fue a lanzar otro pero un suave murmullo le silenció.
¿Acababa de pedirle que le dejara en el suelo, que se estaba mareando y que por qué le mantenía sujeto boca abajo?
No, si al final ¡tendría él la culpa de todo! Incluso de su mareo.
Con cuidado apoyó el peso muerto del pecoso contra la puerta de entrada y le dio una inapreciable palmada en la mejilla. Dos más. Se inclinó ligeramente hasta que su rostro quedó a la altura de Clive y un maldito puño le atenazó el corazón.
Le acababa de sonreír. Como si…
Esa maldita sonrisa transformaba esos rasgos clásicos y ligeramente juveniles. Apretó los labios, con fuerza. Tragó saliva y palpó con cuidado los bolsillos del abrigo. Nada.
La situación era una condenada pesadilla en toda regla. Ni más, ni menos. Tanteó otro poco más.
—¿Las llaves?
No pensaba palpar todos sus bolsillos y mucho menos, meter mano. Maldita sea. No, meter mano. No quería decir o pensar eso, sino buscar. Eso mismo. Rebuscar las condenadas llaves de acceso a la casa. En algún lugar de los ropajes del pecoso. ¿Cuantos bolsillos tenía el alelado?
—Clive, ¡las llaves!
Unos enrojecidos ojos se posaron en los suyos y se entrecerraron.
—¿Qué haces aquí, Moss?
—Soy Ross.
—Claaaro. Moss —Dioses, el pecoso estaba fatal. Una risilla insulsa acompañó la siguiente balbuceante frase—. Mi Mosso preferido. Mo…zo. Eso. Tan guapo— Una fría mano le aferró la barbilla— No está bien ser eso. Nop. Para nada —Las rojizas cejas se fruncieron sobre los grises ojos—. ¿Lo hubieras hecho?
—¿¡El qué!?
—Eso.
Apenas vocalizaba.
—¿Qué es eso?
Las siguientes palabras las susurró dificultando su comprensión.
—Ya sabes. El… —las cejas de su mejor amigo bailotearon antes de terminar la pregunta— …acople.
Qué diablos trataba de decir. De nuevo Clive le aferró de la barbilla, con fuerza.
—¿Me enseñarás?
—¡A qué!
—Puf, a acoplarme bien. No me sale y… —El aniñado rostro se acercó al suyo. Demasiado cerca— …se ríen de mí y eso no está nada bien. Las damas. Bueno, sólo dos. Empiezo a preocuparme. A ver, Moss.
─¡Ross!
La figura que sujetaba se tambaleó un par de pasos hasta que le enderezó de nuevo.
─Vale.
Clive carraspeó. Algo le decía que no iba a estar preparado para lo que llegaba a continuación.
—Tienes que besarme. Ahora. Tú sabes. Pero, no mucho. O sea, sabes mucho de lo horizontal, ¿verdad?, pero tienes que besarme porque creo que lo hago mal. No oigo música menstrual, me pongo nervioso y me trabo con mi propia lengua. Un estroncio. No, espera… un estropicio.
—Será celestial.
—¿Eh?
—¡La música, Clive!
Ahora le miraba todo ofendido.
—Eso he dicho. No atiendes, Ross.
No se lo podía creer. Comenzaban a sudarle las palmas de las manos. Debía parar esto. Antes de que se le escapara la situación del escaso control que mantenía en esos momentos.
¿Le acababa de proponer un beso? ¡¿Porque lo hacía mal?! Fijó la mirada en su propia mano, apoyada contra la solapa de la chaqueta de Clive. Tensa. Demasiado.
—Tú no quieres eso. Créeme, pecoso.
—Oh, sí, sí que quiero. Para cazarle.
—¡A quién!
—A mi pichoncillo.
—¿Yo?
La suave carcajada le desconcertó.
—Tú eres el halcón, no una pamola. Digo, paloma. Venga, empieza ya. Se hace tarde.
—¿¡Para qué!?
¿Le acababa de lanzar un beso el pecoso? Centró la mirada en ese clásico rostro que mantenía los labios fruncidos y preparados para recibir un beso, los ojos cerrados con fuerza y dioses, a punto estuvo de darle el susto de su vida al insensato que reclamaba besos a diestro y siniestro. Casi.
El corazón le latía a tal velocidad que le daba la impresión de estar a puntar de estallarle el pecho.
Se acercó un poco, en el mismo momento en que esos párpados se alzaron dejando a la vista unas pupilas llenas de intriga y curiosidad a partes iguales.
—Estoy esperando, amigo. ¿No querrás que te pague? —Clive abrió los ojos como platos—. Oh, esas mujeres te iban a pagar. Puf, ¿eres muy caro?
Increíble. A toda velocidad palpó abrigo y chaqueta dejando para el final los malditos pantalones mientras el pecoso seguía rumiando algo sobre que su estado financiero no daba para mucho pero que podría ofrecerle un buen trato si le enseñaba eso, a besar bien. Un poco. Lo suficiente para no hacer el ridículo porque estaba a tiempo. Todavía no había besado a su preciosa y quería tener posibilidades. Que le daba un poco apuro pedírselo a Rob y además, tenía demasiado pelo rubio y no estaba muy seguro de cómo reaccionaría Brandon a la idea. Igual cortándole la cabeza de cuajo y le gustaba tal y donde estaba ubicada. Arriba del todo.
Ross estaba por subirse por las paredes.
¿Acababa de confesarle Clive que casi le había pedido un beso al condenado Robert Norris? Con un giro de muñeca terminó de abrir la puerta y de un empellón le metió en la helada entrada al hogar del atontado.
—Antes muerto.
Clive apretó los labios.
—Oh —La neblina que cubría los ojos pareció disiparse por un segundo—. Soy feo ¿Es por mi piel lechosa, verdad? Negarlo no sirve de naaada.
—No es eso.
—Ahhhh.
Le iba a dar algo. En cualquier momento ya que la conversación carecía de pies o cabeza.
—No permitirás que Norris te bese.
—¿Me quiere besarrr?
—¡No, tú a él!
—¿Estás borracho, Ross?
Suficiente.
Sin previo aviso se inclinó, aferró al hombre que cada día le desesperaba más por los muslos, le cargo de nuevo a la espalda y ascendió la escalera que daba al primer piso. Sin más contemplaciones a las cada vez más elevadas protestas de Clive se colocó junto al lecho y le dejo caer. El quejido al rebotar contra el duro colchón lo ignoró porque casi veía rojo de la ira.
¡Besar a Norris! ¡Joder!
Sin consideración alguna casi le arrancó las botas y tras lanzarlas a una esquina, le incorporó con dificultad para librarle del abrigo. Pecho contra pecho, sentía el suave aliento en el lateral del cuello. La cálida frente del pecoso se apoyó contra su hombro. Ahora, ¿qué demonios farfullaba entre dientes? Casi se le paró el maldito corazón.
—Hueles mejor que… ella.
Le soltó de golpe y se levantó como un rayo, quedando de espaldas al lecho, a unos pasos de distancia. Apretó los puños y respiró hondo. Tan profundo como pudo hasta que un suave ronquido sonó a su espalda. Estaba a punto de hacer una locura y lo peor de todo era temer que si lo hacía, Clive lo recordara pero evitara hablar de ello, que lo olvidara creyéndolo un borroso sueño o sencillamente, se distanciara de él para no afrontarlo.
Podría con todo.
Con cualquier cosa, menos con esa.
El sonido del movimiento de un cuerpo le volvió a la realidad. A la maldita y dura realidad, alejada de un mundo de temidas posibilidades que jamás podrían llegar a ser.
A su mundo.
Se enderezó antes de girarse. Recorrió con la mirada el cuerpo tendido que temblaba ligeramente, recorriendo sus rasgos, la postura que había asumido, como protegiéndose a sí mismo. La amplia espalda que terminaba en una estrecha cintura y unos muslos bien definidos. La cara de rasgos suaves y agradables, con unas largas pestañas pelirrojas y espesas que ocultaban a la noche esos impactantes iris.
Un maldito sueño con un final desgraciado.
Lentamente se acercó hasta rozar la parte delantera de su cuerpo el lecho.
No podía desnudarle. No podía.
Si lo intentaba perdería el poco dominio que le quedaba esa condenada noche. Extendió una mano para apartar un mechón de la frente, acariciando con extrema suavidad los restos del golpe recibido, aún apreciables a simple vista.
Casi le había perdido. De nuevo.
En completo silencio alcanzó la gruesa manta ubicada a los pies de la cama y la extendió sobre la figura tendida, arropándole. Preparándose para pasar la noche con el hombre que respiraba acompasadamente a unos palmos de distancia. Con una corta distancia física separándolos pero un abismo entre ellos que cada vez dolía más.
Se acercó otro poco más pero no se atrevió a rozarle.
Tan sólo habló, muy quedo, casi para él.
Duerme tranquilo, pecoso
Yo cuido de ti.
II
─Creo que debemos intentar salir de aquí. Y mejor pronto que tarde, Colin.
Mientras esperaba que el hombre que se frotaba las manos para entrar en calor contestara, recorrió una vez más el lugar que les cobijaba. Había perdido la cuenta de las ocasiones en que sus ojos habían recorrido las desgastadas paredes y el desangelado espacio.
Lo único de lo que estaba segura era de que estaban de vuelta en la cuidad de Londres. En una zona que jamás había visitado y que desconocía por completo. La puerta estaba atrancada por el exterior y paneles estrechos de maderas cubrían los dos ventanales que daban a la fachada del edificio. No estaba segura de si ocupaban un primer piso o era la planta baja. Dios santo, era un vieja boba acomodada que nunca creyó que fuera a ser secuestrada por un hombre al que había abierto las puertas de su hogar. Y lo peor era que en casa no se preocuparían hasta pasados un par de días. Nunca debió decir que iba a pasar una semana en Bath en compañía de unas amigas. Sobre todo, cuando el único que sabía de su aversión a los balnearios era su nieto y éste no tenía previsto dejar la ciudad en un par de semanas. Era una vieja tonta que se las daba de astuta y en el fondo, no era tal.
Desechó de golpe esos pensamientos y enderezó su dolorida espalda.
─¿Sabe dónde estamos, Colin?
─En un mal lugar, señora.
Viva lo obvio.
Para la poca ayuda que prestaba el hombre salvo farfullar de tanto en tanto que estaba helado y escuchar a su estómago retumbar con fuerza, bien podía haber sido un inerme felpudo a sus pies. Observó con creciente mal humor la oronda figura acurrucada en un rincón. Sería estupendo aliviando dolores óseos propios de la avanzada edad, estudiando a sus miles de pacientes y siendo adorado por medio mundo pero a ella se le asemejaba cada vez más a un pelele lloriqueante y quejoso.
─Está bien. No podemos quedarnos parados mirando las telarañas. Me niego a servir de cebo para lo que sea que planea ese hombre horrible.
El doctor se incorporó ligeramente, centrando su atención en ella. Al fin parecía reaccionar a algo. Desde que le habían introducido a rastras en la habitación únicamente se lamentaba. Como un loro repetía hasta la saciedad que de nada había servido la pista.
Hablaba, murmuraba y nada hacía. Únicamente le faltaba lloriquear al muy blandengue merengue.
─¿Me ha escuchado, Colin?
─¡No podemos enfrentarnos a ellos!
─Pues por San Jorge que no pienso quedarme quieta aguardando a que me maten, porque lo van a hacer, Colin y tengo demasiado fuego en este viejo cuerpo como para permitírselo. Lucharemos porque lo llevamos en las venas. ¿Está conmigo?
Por sus antepasados que era estupenda en la oratoria. Siempre lo había sido.
─No.
Vaya. Su labia estaba más atrofiada de lo que creía.
Daba igual. Le chantajearía por el bien de la humanidad. De los enclenques huesos de la humanidad.
Se levantó con algo de dificultad, acortó la distancia que le separaba del hombre que permanecía sentado en un sillón desvencijado y se inclinó hasta estar segura de que le prestaba toda su atención. Incluso chasqueó los dedos bajo su nariz.
─O me ayuda a planear algo o cuando nos liberen, Doctor Piaret, les diré a todos que se comió veinte peludos roedores para subsistir. Que los devoró, degustó y si me apura, re chupeteó. Eso, sin duda, hundiría su buen nombre, señor.
Vaya. Pobrecito. Se le habían puesto los ojos como huevos cocidos. Claro que decir eso de un doctor era como acusar a un ingeniero que soldaba con saliva. Se había sobrepasado. Tampoco le quería desmayado, sólo un poco más activo.
─De acuerdo. Puede que no lo haga pero tiene que reaccionar, Colin, así que ¡mueva ese redondo cuerpo! Y créame, no desea enfadarme y me falta poco. No lo desea.
─Nos matarán.
─¡Lo harán de todos modos, Colin!
─No estamos seguros, señora.
─¡Están cavando dos fosas en el jardín trasero, zote! Realmente no creo que sean ¡para un estanque de pececillos!
─No hace falta gritar, señora.
Un memo.
Le habían encerrado con un memo que sabría mucho de huesos y dolencias pero era un inútil en la vida real. Respiró con calma.
Y ya no digamos en materia de huidas.
Estaba tan irritada que se le iban a saltar los dientes que le quedaban sanos. Una mujer de casi setenta años no debiera tener que arengar a su compañero de secuestro para que escaparan o para que, como mínimo, mostrara intención de hacerlo sino que debieran rescatarle a ella.
─No sirvió de nada.
─¡Ya lo ha dicho cien veces, Colin! Y todavía no sé a qué se refiere.
Los hombros masculinos de hundieron tras suspirar como una mujer.
─Anteayer vinieron al hospital dos hombres haciendo preguntas pero ella estaba delante. Apenas pude hablar pero les dije que se pasaran más tarde por casa ─Con cada palabra el hombre parecía encorvarse más y más─ No llegaron a tiempo pero dejé un par de pistas para que nos localizaran.
─¡Eso es bueno!
─No nos encontrarán, marquesa. Metí la pata.
Dios santo. Parecía tan convencido que una parte de la esperanza creada desapareció de un plumazo.
─Sabía que ese hombre, Saxton, le había secuestrado por lo que intenté indicarles el camino pero erré al hablar del maldito campo, ¿no lo entiende? No nos localizarán porque nos trajeron de vuelta a la ciudad.
─Les diría algo más.
─Heráldica.
─¿Cómo dice?
─No importa ya, señora. No lo entenderán. Esos hombres no hilarán lo que dije con usted, salvo que le conozcan.
─¿Quiénes eran?
─¿Los agentes?
No necesitó responder para que el médico hablara.
─Eran dos. Uno muy alto y moreno. Con un porte impresionante pero un aspecto…
─Siga.
─Despiadado. El otro era de cabello claro, algo más bajo y con ojos de un peculiar tono azul.
─Dios mío.
─¿¡Qué!?
─¡Sé quiénes son, Colin! Les conozco. Son Robert Norris y el otro se apellida Brandon. Mi nieto me habló de ellos y por supuesto Clive.
─¿Quién es Clive, marquesa? Su nieto, ¿no se llamaba…?
─No. Me refiero al mejor amigo de mi nieto, Colin. Un joven al que tengo mucho cariño y no quisiera por nada del mundo poner en riesgo. Clive Stevens. Él y mi nieto son inseparables. Darían la vida el uno por el otro y si esos dos hombres de los que me ha hablado mencionan alguna de las pistas que dejó usted atrás, mi nieto lo sabrá y créame, Colin, nos encontraran. Mi nieto nos encontrará.
─Pero le utilizarán a usted, marquesa. Y a mí. Como moneda de cambio. No podemos permitirlo. No podemos.
─No les servirá de nada. Ross nunca se dejaría coaccionar salvo…
─¿Salvo?
Su mente iba a tal velocidad que los pensamientos se solapaban, entremezclaban y enredaban. Y se encaminaba por una senda inquietante.
No.
No había sido buena idea dejar detrás esas pistas. Si esos indicios les atraían al cubil en el que les mantenían encerrados y capturaban también a Clive, tendrían a Ross en sus manos. No quería pensar de lo que sería capaz su nieto si les tenían cautivos a ella y al muchacho. Su nieto era duro pero ellos eran su talón de Aquiles. Una sensación de ahogo comenzó a llenarle el pecho.
─Debemos salir de aquí, Colin. Cuanto antes ─ella misma notaba la urgencia que desprendía su tono de voz─ El rastro que usted dejó les atraerá a los dos a la casa de campo y con la pista que yo dejé descubrirán que fui secuestrada. Comenzará la búsqueda y les atraerá al peligro. Si nos capturan a ambos, entonces tendrán a mi nieto en sus manos.
─Habla sin sentido, marquesa.
─No. No lo hago. No pueden capturarnos al muchacho y a mí. Ross haría lo que fuera para salvarnos. No lo entiende.
─¿¡Qué no entiendo!?
En la lejanía se escuchó el retumbar de una puerta. La misma que sonaba cada vez que ese hombre aparecía ante ellos para burlarse, reír y regodearse. El hombre que ella odiaba con toda su alma. Por su avaricia, su dureza pero sobre todo por la pura maldad que destilaba por cada uno de los poros de su piel.
El mismo en el que había confiado sin dudar.
El Doctor Piaret se alzó con gesto tembloroso y se acercó a la puerta.
─Podría tratar de impedir que entraran.
─Son demasiados, Colin y eso únicamente les enfurecería. Le golpearían.
Los pasos se acercaban. Lentamente.
─Entonces sólo queda rezar para que su nieto nos encuentre.
─¡No! Si Ross acude en nuestra ayuda, Clive le acompañará.
─Pero eso es bueno, ¿no?
─¡No!
Se les había acabado el tiempo. No sabía si para escapar, para negarse a hablar si eso era lo que sus captores deseaban o para vivir.
Las manos le temblaban pero no mostraría miedo. Nunca se había encogido antes la adversidad. Ni cuando la guerra se llevó de su lado a su marido, ni durante la larga enfermedad de su hijo. Cuadró los hombros tras volver la cabeza en dirección al doctor para sonreírle con resignación y serenidad.
La vida le arrancó a dos de las personas que más había amado en la vida. Quizá había llegado la hora de reunirse con ellos y poder tocarles, abrazarles o simplemente estar cerca de ellos. Que ya no fueran un atesorado recuerdo. Eso era el cielo, ¿verdad? Volver a reunirte con los seres amados, aquellos que tanto echas en falta a tu lado que duele. Su contacto, sus caricias, su amor. Inmensamente. O al menos, eso era lo que deseaba creer.
Su único dolor, dejar tras de sí a un hombre maravilloso al que adoraba y que sabía que removería tierra y cielo para salvarle. Su nieto. La pena es que seguramente llegara un poco tarde para decirle que le amaba mucho. Muchísimo. Para decirle que no temiera vivir, aunque fuera en contra de lo que dictaba la sociedad. Que valía la pena y que ella, lo entendía. Que ella le quería demasiado. Tanto que no hacerlo no era una opción para una anciana que había vivido una larga vida y sólo hubiera deseado abrazarle una vez más. Sólo una.
La cerradura al abrirse retumbó en la estancia.
Como en otras ocasiones el hijo del duque de Saxton no llegó solo. Le acompañaban cuatro hombres de cierta corpulencia y esa mujer. La misma que hacía unas horas le había abofeteado en un arranque de ira y sin motivo aparente. La misma que miraba con adoración, rozando la obsesión, al hombre que se había colocado a su lado pese al terror que desprendía toda su figura. Casi sonrió. El pobre doctor Piaret no era un hombre creado para luchar, sino para estudiar e investigar.
Le dio un suave apretón en el antebrazo que colgaba a su alcance y su mirada se volvió hacia la entrada, hacia esos claros ojos azules exentos de todo sentimiento, salvo obsesión. Martin Saxton era un hombre apuesto y vacío por dentro.
Desconocía la razón de su secuestro pero intuía que no tardaría en descubrirlo.
Esa dura mirada le recorrió para posarse poco después en el pálido rostro del médico. La sonrisa en esa boca le erizó la piel de todo el cuerpo. Esa mueca provocaba miedo. Puro y simple pánico. Y la necesidad de alejarse de semejante fuente de depravación era tan fuerte que casi podía palparse.
Otra sonrisa en la boca de la mujer le confundió. Parecía… orgullosa.
─¿Lo tienes?
No entendía.
¿Por qué le preguntaba Martin Saxton eso a ella? Ella no sabía nada ni tenía absolutamente.
─Sí.
Su corazón se paró. En un segundo. Y su cuerpo se negó a reaccionar. Sencillamente no podía volverse hacía el hombre que, aún ubicado a su costado, había contestado con una calma y una seguridad que no era normal. Sin un atisbo de temor en la voz.
─¿Colin?
Apenas reconoció su propia voz. Su compañero de celda se alejó unos pasos de ella, sin responder y se acercó lentamente hacia la mujer que se llamaba Mayers. Una de sus manos enlazó su cintura y antes sus desorbitados ojos, le besó en los labios. Con fuerza, para lanzar una victoriosa carcajada a continuación.
No podía ser. Parpadeó pero la figura que creía un amigo se había ubicado al otro lado. En el lugar que ocupaban sus enemigos.
Hundida. La sensación de hundirse lentamente y no poder hablar del asombro, de la rabia y de la incomprensión le paralizó.
─Lo tengo. Hay un modo de controlar al superintendente. Los dos hombres que quieres con tanta desesperación, al parecer, confían plenamente en él y no sospecharán pero… ─Saxton entrecerró los ojos─ …antes tendrás que apoderarte de aquello que es valioso para el nieto. Para controlarle ─Piaret hizo un leve gesto hacia ella─. Aparte de lo que ya tenemos delante.
─¿Y… es?
Presenció un cruce de miradas y de férreas voluntades entre un asesino y un hombre que creyó honorable hasta hacía unos pocos segundos.
─Dame lo que quiero, lo que es mío y te lo diré. Dame a los tres, madre e hijos y hablaremos, Martin.
Saxton se acercó con movimientos felinos hacia Piaret. Ese hombre generaba tensión en el aire. Era despiadado y odioso. Si pudiera… Sin apenas espacio entre ellos el hijo del viejo duque se inclinó amenazador.
─No te aconsejo jugar conmigo, Piaret. Los que lo intentan, sabes dónde terminan.
─Lo sé y te aseguro que yo no seré uno de ellos pero tampoco facilitaré más información hasta que me entregues el eslabón que necesito para mi obra maestra. Los tres. Y les quiero, vivos.
Saxton dio un paso atrás.
─Les tendrás. Falta atar unos pocos cabos sueltos y va a ser entretenido. En unos días obtendrás una mitad del paquete.
─¡Les necesito a todos, Saxton! Les necesito para ser el primero, para lograr lo que nadie ha hecho, para darle a ella lo que le prometí.
La voz de Piaret desprendía enfermiza obsesión y agitación hasta que la palma de la mano de la mujer ubicada a su lado se posó en su espalda. La ira y la excitación desaparecieron en un instante.
─Les tendrás, doctor. Ya está organizado. Ahora, dime lo que necesito saber.
Era difícil de creer pero esos hombres estaban sellando un acuerdo ante sus propios ojos y nada podía hacer. Ni siquiera conseguía hablar. Y estaba completamente perdida. No entendía a qué se referían. Tan sólo que ella era el cebo para atrapar algo e intuía que ese algo era su nieto Ross. Las ganas de llorar casi pudieron con ella.
Colin Piaret dirigió la mirada hacia ella antes de contestar a Saxton sin un mínimo de arrepentimiento.
─Llevabas razón. Captura a un hombre llamado Clive Stevens y el otro carecerá de salida. Será un cebo perfecto para obtener lo que quieres. A los otros dos.
Una macabra sonrisa se adueñó del rostro de Saxton. Una sonrisa que hablaba de victoria.
Se estremeció, sin poder evitarlo.
Dios santo. Por su culpa iba a ocurrir algo terrible y nada podía hacer para avisarles.
III
Descorrió los cortinajes para atisbar el exterior de la mansión. Se había convertido en una manía imposible de erradicar, acrecentada con el paso de los meses. En ocasiones, despertaba sobresaltado y con rapidez se levantaba del lecho para abrir el ventanal y dejar que una fresca corriente de aire circulara por la habitación. Llegó un momento en que llegó a dormir con los ventanales abiertos, pese al frío o la humedad. Pese a los ruidos de la ciudad que nunca paraba. La simple necesidad de saber que nadie le retenía ni le impediría ir allí donde quisiera. Libertad. Una palabra que llenaba la boca de muchos si llegar jamás a conocer, de primera mano, lo que significaba carecer de ella.
La ciudad seguía en tinieblas en los minutos previos al amanecer. El momento del día en que sentía algo de paz y tranquilidad. Cuando la gente comenzaba a despertar para un duro día de trabajo o permanecía en sus hogares disfrutando de un frugal desayuno. Los que tenían suerte un pedazo de reseco pan dosificado a trozos para aguantar durante la semana reblandecido con un poco de leche templada. Tantos años desayunando eso mismo le impedía olvidar que no todos habían tenido tanta suerte como él. Pese a su propio calvario.
El sonido de las sábanas rozando un cuerpo, le hizo sonreír en completo silencio.
Tan afortunado.
Cuando dormía de lado el canijo apenas emitía sonidos. Boca abajo se abrazaba a la almohada como un poseso. Al contra, roncaba suavemente generando un ruido que a él, de un modo extraño, le calmaba y adormilaba. Pero, ante todo, le encantaba cuando se volvía en su dirección. Como si intuyera su presencia incluso en sueños, se acercaba poco a poco, quizá deseando compartir su calor corporal, quizá para sentirse más seguro, quizá porque no soportaba estar lejos.
Resultaba increíble cómo un cuerpo más menudo que el suyo terminaba por ocupar gran parte del colchón. Daba igual que trasnocharan o decidieran meterse en el lecho como las gallinas, en cuanto el sol se ocultaba en el horizonte. Siempre terminaba amoldado al lateral de su cuerpo, ocupando el centro de la cama y a él, le gustaba que lo hiciera.
También era un dormilón empedernido que siempre pedía un ratito más para remolonear. A veces le sobornaba ofreciéndole una caricia, otras un beso, las más frecuentes, todos los besos que quisiera y últimamente Rob le dejaba escoger el premio por no despertarle a esas horas intempestivas.
Se le escapó una risilla.
No debió prometerle eso la noche pasada cuando al canijo se le entrecerraban los ojos del agotamiento y él estaba decidido a intimar un poco más.
Sin apartar la mirada un segundo se acercó a Rob.
Pese a la temperatura de la habitación solamente llevaba puesto el pantalón del pijama, a diferencia del canijo. Nunca se había definido por ser un seguidor de las modas impuestas en sociedad pero le agradaba la comodidad de la prenda aunque tendía a no vestir la parte superior. Ya no le causaba vergüenza o duda dejar a la vista su torso, lleno de cicatrices y latigazos. La sensación de ser libre de poder mostrarlo le fortalecía en ese diminuto espacio de intimidad que compartía con el hombre que, de tanto en tanto, soltaba alguna palabra inesperada medio adormilado.
Con dos dedos y mucha suavidad.
Diablos. Le encantaría adentrarse en esa mente única y sorprendente.
Ya le preguntaría más tarde lo que soñaba.
Sin despertarle, se sentó al borde del colchón y estirándose un poco, agarró el borde de las sábanas que el canijo había arrebujado bajo su barbilla. Tiró con suavidad pero el muy comodón se escurrió ligeramente hacia los pies del lecho para mantener el calor.
En esos momentos estaba sobre el lado izquierdo, con la camisa del pijama enrollada a media espalda y el pantalón algo caído, mostrando el inicio de ese sonrosado trasero.
Los hoyuelos estaban a la vista.
Los mismos que le traían por la calle de la perdición. Cómo era posible que dos sencillas marcas de nacimiento le desquiciaran completamente, era otro de los muchos misterios que rodeaban a sus reacciones frente al canijo.
Al alcance de su mano.
Una tentación imposible de resistir.
Morderlo igual era un tanto excesivo. Pillaría al canijo desprevenido y puede que recibiera una patada a destiempo. No sería la primera vez.
Introdujo las puntas de los dedos índice y medio en la cinturilla del pantalón, deslizándolo hacia abajo para dejar expuestas las únicas curvas en ese cuerpo bien definido.
El grito del canijo en reacción al suave pellizco recibido en medio del glúteo casi le dejó sordo y llenó cada rincón del cuarto.
A trompicones Rob se volvió con los ojos medio hinchados y completamente abiertos. Apartó varios mechones que le tapaban la visión, abrió la boca para hablar y ahí se quedó. Ni un diminuto sonido manó.
—¿Te comió la lengua el gato?
La boca se abrió por segunda vez.
—¿Te he dejado sin palabras, verdad? Quién me iba a decir a mí, que tras demasiados años como para contar te iba a dejar mudo un casi inexistente pellizco en el trasero. Interesante información a tener en cuenta.
—¡Me has pellizcado!
—Obvio. No hay nadie más por aquí.
—¿Por qué me has pellizcado?
—Me lo pediste tú.
—Tú deliras. Además, lo has hecho con ganas. Has agarrado un buen pellizco.
—Es que hay donde agarrar y no es por nada, pero me lo acabas de pedir en sueños y sonreías mientras lo murmurabas.
Le encantaba cuando Rob hacía mohines con los labios.
—Lo has imaginado, Peter. Yo jamás pediría eso.
—Lo que tú digas —se inclinó ligeramente en su dirección—. Podría besarte para curar el daño.
Dios, que se carcajeaba sin remedio con la expresión de horror del canijo.
—¡De eso nada!
Rob se levantó de la cama de un salto y en dos zancadas había alcanzado el batín más grueso y poco favorecedor del universo para envolverse en él a toda velocidad.
─Como te ates otro nudo al cinturón, vas a tener que ir a trabajar en paños menores.
─Es que ¡me has pellizcado el trasero!
─Si quieres, te pellizco otra cosa.
─Tú muy capaz.
─Me conoces demasiado bien. Ya, apenas te sorprendo.
─¡Ja!
Una ingenua sonrisa comenzaba a cubrir el rostro aún sin afeitar. Se levantó de la cama y sintió esa cálida mirada resbalar por su torso. Nunca fallaba. Le recorría lentamente pese a que ya debía tenerlo memorizado. No es que a él le importara pero en quince minutos tenía una reunión con Doyle y un par de clientes.
─Deja de mirarme así si quieres salir de este cuarto, canijo─ Diablos. Era un provocador nato ya que sabía lo que esa juguetona carcajada le provocaba en las entrañas─. Tengo una reunión de trabajo en unos minutos.
─Ay, pobrecito. Qué vida más sacrificada.
─Podría aplazarla. Mi cita de negocios y seguir con nuestra sabrosa conversación sobre nudos.
─De eso nada. Tengo planes.
─¿Planes?
─Eso mismo.
Evasivas. Ya estábamos con su manía de guardarse cosas y él con su obsesión por descubrirlas.
─¿Cuáles?
─Investigar.
─¿Me estás esquivando, canijo?
─No. Jamás haría eso.
─Ya ¿Qué planes?
─Con Clive.
─Dudo que Stevens se tenga en pie hoy.
─Muy cierto. De acuerdo, voy a ir en busca del tal Osborne.
Horror.
─¿A dónde?
─¿Cómo que a dónde? ─Le miraba como si no le entendiera del todo─. A la calle. Por la calle. A indagar e investigar y revolver la ciudad hasta dar con él.
Casi gimió de pura desesperación.
─Y, ¿no puedes esperar a que te acompañe?
─¿Quién? ¿Clive?
─¡Yo!
Las claras cejas se iban frunciendo poco a poco, denotando un principio de enfado.
─No eres mi niñera, Peter.
Pues debiera serlo.
─¿Qué has murmurado?
─Nada.
─Te prometo que tendré cuidado, como siempre.
Eso es lo que me da pavor.
─¡Peter!
─¡Qué!
─¡Me desesperas!
─¡Yo?
─No, tu tía la de las Américas, no te digo.
Optó por alzar las manos, tratando de aplacar el naciente mal genio del canijo a esas tempranas horas de la mañana.
─Está bien, no digo nada pero como te secuestren o te metas en líos, tendremos problemas. Tú y yo.
La rubia cabeza se ladeó.
─¿Como cuáles?
─Ya lo pensaré. Detenidamente. En la reunión.
Dioses, mientras terminaba de vestirse hubiera jurado que esos ojos azules brillaban disfrutando de la situación El ¿me lo prometes? de esa voz ronca, se lo confirmó.
Salió del maldito cuarto como una condenada flecha ajustándose los pantalones, tras depositar un suave beso en los labios que se abrieron bajo los suyos.
Ya llegaría el momento.
IV
Había llegado el instante de emplear sus numerosas habilidades. Unidas en la adversidad. Todas contra una y una contra todas. Por siempre jamás. En la salud y en la adversidad. En… No. Así no era el lema de la novela que acababa de dejarle enamorada tras devorarla con fruición. Esos habían sido parte de los votos matrimoniales de Julia y Doyle, ¿no?
Jules se giró rauda hacia Julia y le dio un leve codazo.
─¿Cómo era el lema ese?
─¿Cuál?
─El de Dumas.
─¿Uno para todos y todos para uno?
─Ese mismo. He decidido adoptarlo para nuestro club.
El ceño fruncido de Julia se incrementaba por momentos.
─Jules, ¿qué planeas?
¿Ella?
Nada. Prefería dejarse arrastrar en las desastrosas aventuras en las que le embarcaban sus mejores amigas. Por un segundo su mirada se centró en la figura encogida de la mujer a la que rodeaba un aire de inmensa congoja. Al fin y al cabo, podía decirse que Elora Robbins se había convertido en un miembro añadido del club del Crimen. Era casi un hecho desde que con su inestimable ayuda habían logrado salvar a Julia de ese engendro de delincuente. El muy odioso Roland Bray.
Comenzaba a preocuparle la tendencia de los miembros del club de atraer sin desearlo la atención de dementes y otros elementos desquiciados. Quizá desprendían un olor peculiar. Como las ranas. No. No eran las ranas. Eran las mofetas. Se estaba liando. Como una exhalación se volvió de nuevo hacia Julia.
─¿Olemos a mofeta?
La expresión y el aleteo incontrolado de las pelirrojas pestañas de Julia, provocaron que se girara de nuevo hacia el frente. Decidió ignorar el jocoso espero que no de su amiga.
Con plena naturalidad Elora se había incorporado a sus reuniones y encajado con asombrosa facilidad, siempre que su jefe no le reclamara con insustancialidades. No pudo evitar una leve sonrisa. Marcus Sorenson era unos de los hombres más apuestos e intrigantes con los que se había cruzado en su vida. En un par de días tenía previsto acudir a un lujoso restaurante cercano en la zona de Covent Garden para dar cumplida respuesta a la cena que habían acordado en pago por acceder a las peleas pugilísticas.
¿Y por qué cada vez que pensaba en el hombre se lo imaginaba con una larga melena rojiza que en absoluto pegaba con su amenazador aspecto?
La culpa la tenía el otro. El engreído. El presumido. El ¡qué había osado llamarle flaca! ¡A ella!
─Jules, por todos los santos ¡reacciona y deja de pensar en ese hombre!
─¡No lo hago!
Las miradas repletas de sorna, provocaron la parrafada subsiguiente.
─¡Me dijo que mis brazos eran raquíticos!
Tras incorporarse una leve pizca con dificultad Mere acercó su rostro.
─¿Cuándo?
─Ayer, cuando interrumpió nuestra reunión y acabó con nuestra merienda.
─¡Si Sorenson no pasó por casa!
Oh.
Nunca mejor dicho. Había metido la pata por descoordinar mente y lengua. Sintió la palma de la mano de Julia sobre la espalda.
─No pasa nada, querida. A mí también me daba rabia que mi Doyle me dejara sin comida. Es el primer paso a un enamoram…
─¡Ni se te ocurra terminar la frase!
─Sólo iba a recalcar que…
─¡Que nada!
Alzando las manos en son de paz Julia optó por sentarse junto a Mere, ayudándole a acomodarse de nuevo. Jules respiró al notar que las rojas mejillas de Mere adoptaban un color más normalizado. Estaba enorme y en previsión a un inesperado adelantamiento de la palabra prohibida, ellas se habían agenciado un libraco pesado y espeso acerca del mundo de las embarazadas. Sobre sus fases, estados anímicos, misterios de la vida y cosas de esas. Julia lo estaba engullendo pero a ella le habían mareado las ilustraciones. Hasta el punto de perder el sentido y caer rodando por la pequeña colina trasera del jardín del hogar de Mere, un día de paseo en que a Julia le dio por leer en voz alta, ofreciendo más datos de los estrictamente necesarios. Todavía le daban escalofríos recordar quién, entre toda la población activa de la ciudad, había detenido su rodar con el pie y levantado de un tirón tras sacudirla como si un buen meneo resucitara hasta los muertos. Y el hombre le había exigido ¡un agradecimiento por sus servicios!
Jared Evers le enervaba.
─Marcus es un buen hombre aunque no lo parezca. También es algo poco delicado. Asusta y gruñe, claro, pero en general es… ─Elora pausó su hablar al observar las intrigadas miradas que recibía─ …generoso. También presenta un asombroso desconocimiento del mundo femenino para un hombre de su edad. Cree que cortejar a una señora es olerla e informarle que expide el sutil aroma de la rafflesia.
La exclamación de Julia debió preverla.
─¡No puede ser!
─Lo he presenciado. Con mis propios ojos. Claro que parte de la culpa quizá sea mía. Le dije que me intrigaba el aspecto de la flor. Que era precioso. Su colorido. Olvidé decirle que, por su olor, bien podría ser prima hermana de la flor cadáver.
─¿Olvidaste?
─Sí. Momentáneamente. Decidí guardar parte de la información. Sobre todo la referente al olor a pescado en no muy buenas condiciones que despide.
─¿Hasta cuándo?
─Hasta que dé con una buena mujer.
─¿No piensas sacarle de su error?
─No ─el pícaro rostro de Elora daba miedo─. Que se aguante. Todavía le saca de quicio desconocer la razón del último bofetón recibido por una de sus mujeres.
Jules escuchaba con atención hasta que decidió intervenir.
─¿Mujeres?
─Le acosan y él se deja querer. Lo cual me asombra dado su endemoniado carácter.
─Es que es guapo. Asombrosamente guapo. Además, no hay que ser tan quisquillosa. Todo hombre presenta sus defectillos y además el pescado, en todas sus facetas culinarias, es sabroso por lo que se puede sobrentender que define a la dama como ¿suculenta? ─Las miradas alucinadas de las jóvenes se posaron en la de mayor edad─. Bueno, es un decir.
La que faltaba. La abuela Allison y su extraña predilección por ese hombre. Desde el primer instante le había cobijado bajo su ala pese a la inmensa resistencia opuesta por el hombretón.
Jules suspiró. Algo en ese hombre le enternecía. Cierta tristeza muy honda que apenas dejaba traslucir salvo en aquellos pocos y descuidados instantes en que se relajaba. Al conocerle le había enrabietado su descaro pero con el trato y el transcurrir de los días esa sensación se había transformado en curiosidad.
Esos impactantes ojos verde azulados tenía una manera de mirar a la pequeña Rose, tan dulce e ingenua en un hombre tan increíblemente duro que provocaba ternura. Pobrecillo. El club le había adoptado sin su permiso. Tendría que aguantarse. Más teniendo en cuenta que su segunda al mando ya era miembro activo del mismo.
─Estamos divagando de nuevo ─Mere y su vena práctica─. Tenemos que infiltrarnos en el hospital de San Bartolomé. Cuanto antes. Algo feo se cuece ahí y los hombres no se enteran de nada. Nos toca mover ficha.
¡Ay, Dios mío! Ya empezaban los líos. Y por la expresión en el redondeado rostro de Elora parecía comenzar a comprender el lunático ambiente al que se había incorporado. Aunque, la menuda mujer sonreía. Lo cual carecía de sentido, si no fuera porque disfrutaba del caos como el resto de las alocadas que le circundaban.
Menos mal que estaba ella y su lógica inquebrantable. También sus miedos y pequeñas manías. Amén de otras cosas que no era necesario enumerar, claro. Si pudiera controlar su mente y divagaciones.
Debía imponerse la sensatez.
─Mere, no estás para moverte. El niño…
─O niña.
─…o niña podría emerger.
─Jules, hija, eso suena fatal ─apuntó la abuela Allison.
─Vale, pues asomar el hocico.
La suave carcajada de Mere distendió el ambiente que se tensaba en cuanto alguna de ellas mentaba el futuro parto. Una suave corriente de aire circuló por la habitación.
─Tengo una conocida que trabaja en el hospital. En la sección de administración ─lanzó Elora, con una mueca de suprema satisfacción en el suave rostro─. Podría hablar con ella. Me debe un gran favor.
─¿Cómo de grande?
─Enorme.
─¿Tanto como para que nos dé acceso al interior?
─Creo que sí. Es una buena mujer. Podría caer enferma unos días y presentarnos para cubrir su puesto. Los suficientes para indagar y reconocer el lugar. Le vendría bien algo de dinero para sostener a la familia y también un descanso. Quedó viuda hace unos meses y le está costando salir del atolladero.
Jules intervino, sin dudar un instante.
─ Lo haremos Elora y yo. Ambas. De ese modo tendremos algo de protección sin que…
La suave corriente se convirtió en un huracán humano y enfurecido.
─¡Será una condenada broma!
Diantre.
El presumido en persona.
¿Les estaba espiando el muy cotilla?
No se lo podía creer ¡Había estado escuchando lo que hablaban, tras la entornada puerta! Inconcebible. Y le miraba a ella como si fuera la culpable de todas las desgracias del universo.
─¡Lo sabía! ¡Intuía que la mosquita muerta era un peligroso abejorro! Algo me decía que eras la cabecilla del corro de insensatas, camuflada en ese aspecto de no haber roto un plato en tu acomodada vida. Tan puesta, tan frágil, tan preciosa, tan…─un carraspeo detuvo la frase de Jared para continuar sin más tropiezos─. O sea, no quería decir eso. Más bien, lo contrario. Bueno, tampoco eso ─Jules fue a interrumpir la histérica perorata pero el hombre, ¡se atrevió a chistarle!─. Eres lo contrario de lo que pareces, Jules Sullivan pero yo te vigilo. Como un halcón. De cerca y además…
─Gracias.
El hombretón se quedó paralizado. Al completo. Hasta que apretó los blancos dientes, entrecerró los ojos y se acercó dos pasos a la estilizada figura que le observaba con los ojos llameantes.
─¿Por qué?
─Por admitirlo.
─¡El qué!
─Que soy preciosa.
El gruñido rebotó contra las cuatro paredes de la habitación. Casi hizo eco.
─¡Te prohíbo planear, Jules Sullivan!
Eso sí que era nuevo.
─¡Ja! No eres quién para darme órdenes, fondón.
Casi soltó la risa. El pobre iba a explotar de la impotencia. Seguro que nunca antes una mujer le había puesto en su sitio, haciéndole ver sus múltiples errores. Y ya no digamos lo de llamarle fondón. ¿Se le estaba encrespando la poblada melena?
─Puede que no, niña, pero buscaré la manera.
─¿De qué? ¿De molestarme hasta la extenuación?
─¿Me llamas molesto?
─Entre otras cosas.
El gesto de incredulidad de Jared en dirección a su hermana indagando cómo era posible semejante conducta en una amistad de la familia, le enfureció. El hombre era un osado descarado.
─En presencia de mi hermana y abuela, deberás contener tus necios planes, muchacha.
─¿Me llamas necia?
Debió intuir la respuesta del idiota al ver su expresión.
─Entre otras cosas, querida Jules.
Se irguió, enfurecida. Ese varón era idiota, irreverente, descarado, mandón y otras muchas cosas más. Sentía un calor horroroso y era por culpa del engendro ese. Ella jamás se acaloraba. Y, ¿por qué le estaba mirando el escote? Por un instante dudó si se habría equivocado de vestido. Con un dedo toqueteó la textura de la falda. No, era el de siempre. El que la tapaba hasta la barbilla.
Habló, vocalizando a la perfección. Como una dama llena de compostura. Lo que era, salvo en puntuales momentos. Como éste.
─Haré lo que me venga en gana, fondón.
─Como repitas de nuevo ese epíteto, ¡no respondo, Jules Sullivan!
─No es de extrañar.
─¿¡Por qué!?
─Es evidente, ¿no? Careces del más mínimo gobierno sobre tus impulsos. Lo cual es algo… lamentable. A tu avanzada edad, me refiero.
La figura masculina se tensó al completo, volviéndose hacia la abuela Allison.
─Abuela, que le agarro y…
La frase y el estado anímico del hombre al fin dio sus frutos. Allison trató de mediar, colocándose en pie, cortando la línea de visión entre ambos. Bueno, lo intentó porque el hombre dio un paso lateral para no perderle de vista. Ni que fuera una criminal necesitada de control. A ella nadie la callaba ni le prohibía planear. Necesitaba planear en su vida. De continuo. Para evitar agobiarse.
─Acabo de decidir algo para tu información, Jared Evers.
─¡Ja! Al fin algo de sensatez.
─Te prohíbo que me hables ─Oh, oh. Igual se había excedido al plantear su futura relación con ese hombre. Optó por explayarse algo más─. Por el bien común.
─¡Y un cuerno! ¡Eres peligrosa! Alguien ha de vigilarte.
Casi soltó la carcajada. ¿Ella? ¿Peligrosa? Pobre hombre. Desvariaba.
─¡Soy una dama!
─Una dama no planea introducirse en un hospital, metiéndose de cabeza en… en…
─¿El peligro?
─¡Eso mismo!
─Reitero lo dicho. Quedas dispensado de hablarme. Te hago un favor, fondón.
El berrido les sobresaltó a todas. La carga del búfalo no demasiado, salvo a la abuela que con un chillido y las manos en alto, hizo de tope al energúmeno. Madre mía, estaba morado de la ira.
Uf, ¡qué poca contención en un hombre de su edad!
─¡Hablaré seriamente con tus padres, niña!
Dolor. Profundo. El mismo del que huía desde niña.
Jules sintió sobre su rostro la mirada llena de congoja y pensar de Mere pero no era culpa suya, sino del energúmeno de su hermano que hablaba sin pensar y… sin saber.
Lentamente, llena de dignidad y acallando un punto de dolor que persistía en el fondo de su corazón cada vez que les mencionaban, se preparó. No necesitó dar más de dos pasos para acercarse a él. A Jared Evers. Al hombre que de alguna manera conseguía convertirle con una sola frase en alguien que no era, en alguien que escondía en un recóndito lugar de su vida.
La voz le surgió temblorosa. Quebradiza.
─Yo no tengo padres.
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