Capítulo 3

 

I

 

              ─El maldito pabellón da grima.

              La frase de Clive resumía a la perfección el sentir de ambos. La manera en que trataban a los hombres recluidos o, mejor dicho, hacinados en las frías celdas les ponía la carne de gallina. Los rostros asomados entre los barrotes que los alejaban del mundo exterior lucían demacrados. Desnutridos. Y el personal que debiera cuidarles, les desatendía sin pudor alguno.

              Rayaba el maltrato, ¡por Dios!

              Esos ojos de variados colores fijos en ellos al dirigirse con rapidez hacia la celda del interno que mantenía haber hablado con la enfermera Gates hacía un par de días, justo antes de su desaparición, les erizaba la piel. Literalmente hablando.

              Merecían ser tratados con un mínimo de humanidad y cuidados. No abandonados a su suerte en ese lúgubre lugar.

              El costado de Clive casi rebotó contra el suyo al apartarse de un escuálido brazo que se había colado entre dos finos barrotes al tiempo que una cavernosa voz elogiaba su cabello.

              Color sangre repetía la voz en forma de letanía, perdido el control. Cabello sangre, ¿me lo dejas probar?

              Lo dejaron atrás a paso veloz, deteniéndose al fondo del pasillo. La llave se introdujo en la cerradura y giró con esfuerzo pero antes de abrirla el celador volvió la cabeza en su dirección con precisión.

              ─No se acerquen. No le miren directamente y bajo ningún concepto digan sus nombres u otros datos personales.

              Clive y él cruzaron miradas mientras el celador continuaba enumerando las inacabables advertencias.

 

              Repartan las preguntas para evitar que se centre en uno de ustedes.

 

              Si se acerca, retírense.

 

              Si ríe, salgan de inmediato de la celda.

 

              No le permitan controlar la conversación y a ser posible oculten sus rasgos.

 

              ¡Diablos!

              Con aprensión toqueteó la culata del arma que llevaba al cinto y de reojo observó el mismo gesto tranquilizador en Clive.

              ─¿No esperamos a que llegue el médico?

              ─¿Qué médico?

              ¿Acaso además de incompetente estaba atontado el hombre?

              ─Con el que habíamos concertado la cita.

              ─¿Quieren esperar?

              ─No he dicho eso.

              Un rictus desagradable desfiguró el rostro del celador antes de hacer un ademán con la mano invitándoles a entrar en la celda. Menudo idiota integral.

              ─¿Usted no nos acompaña?

              La estruendosa risa acompañó el final de la pregunta formulada por Clive.

              ─Ni aunque me pagaran una fortuna entro yo en la celda de ése. Me quedaré aquí fuera por si la arma.

              ─¿Armarla?

              ─Sí, ya saben.

              ─No. No lo sabemos.

              ─Por si intenta morderles un pedazo.

              ¡¿Qué?!

              La rasposa voz de Clive manó tras un leve carraspeo.

              ─¿Un pedazo de qué?

              ─De carne. Siente debilidad por los traseros y por los dedos. Por eso no tiene asignado compañero de celda.

              La madre de...

              Se prepararon para cualquier cosa.

              Lo que jamás imaginaron fue lo que les recibió en el interior de esa mugrienta celda.

 

 

 

II

 

              Permaneció parado un buen rato al otro lado de la calle contemplando la comisaria que se convertiría en su nuevo lugar de trabajo en el futuro inmediato. Había habido momentos en los que realmente creyó que rechazarían su petición de traslado pero un apellido aristocrático, un par de acertadas y oportunas reuniones a puerta cerrada unidas a una descomunal fortuna a sus espaldas ostentaban mucho poder. Incluso hoy en día en que las costumbres parecían estar dejando paso a lo funcional, el apellido Torchwell acallaba todo tipo de protestas.

              Notaba las miradas de los transeúntes sobre su persona y un par de agentes de uniforme salían cada pocos minutos al exterior del edificio de líneas clásicas ubicado al otro lado de la calle para vigilarle. Una irónica sonrisa se hizo hueco en su cara.

              No era de extrañar.

              A él también le hubiera llamado la atención un hombre de más de metro noventa, que llevara quieto con la mirada fija en un punto determinado durante un buen rato, sin mover un músculo de su cuerpo. Los viandantes cruzaban la carretera para evitarle y tampoco le extrañó. Desde joven había provocado esa misma reacción en la gente.

              Quizá fueran esos malditos ojos que le habían hecho destacar toda su vida y que odiaba.

              Quizá el aire de frialdad que desprendía.

              Le importaba poco.

              Rompió su quietud avanzando a grandes pasos hacia los escalones de entrada a la comisaría y desde los escasos metros de distancia que debía recorrer apreció la alarma que causó su repentino movimiento en el único agente que había quedado en el exterior, vigilante.

              Le ignoró cruzando con rapidez la puerta de entrada a la comisaria y casi pudo notar el malestar que causó al policía de mediana edad.

              Ahora no disponía de tiempo para recepciones pomposas o suaves palabras. Un día de retraso en tomar posesión de su nuevo cargo era más que suficiente como para perder el tiempo en idioteces.

              En dos pasos estaba en pie frente al mostrador de recepción y para variar el agente entrado en años se le quedó mirando fijamente, sin disimulo alguno y sin reaccionar.

              Otra vez.

              Carraspeó lleno de incomodidad. Toda una condenada vida y no terminaba de comprender la razón por la que su rostro dejaba a la gente atontada, con las miradas fijas en él.

              ─El superintendente Torchwell.

              Un leve parpadeo retornó al agente al mundo de los lúcidos.

              ─No ha llegado aún, señor.

              Pues empezaban bien.

              ─Yo soy el superintendente Ross Torchwell.

              Exhibió con rapidez la orden de traslado y amablemente pidió al buen hombre que le indicara el camino a su despacho. A su alrededor apreciaba el silencio que se había originado con su llegada y las miradas clavadas con curiosidad en su persona. Los suaves y persistentes cuchicheos. La intriga.

              No era bien recibido aunque tampoco le suponía una sorpresa. Todos creían que el traslado tenía su origen en una necesaria limpieza organizada por el propio ministerio y no erraban demasiado. Simplemente desconocían lo esencial.

              El escándalo generado con los robos en los hogares de las familias adineradas de la ciudad, el chantaje a sus mujeres y la corrupción desvelada en el mismo centro de la comisaría en la que iba a trabajar no era aceptable. Esa había sido la palabra empleada por un alto cargo del ministerio. Un lerdo sin más experiencia que la adquirida en su seguro despacho. El hecho de que el maldito caso de las peleas clandestinas no estuviera aún cerrado y la escapada de Saxton como uno de los máximos responsables de que numerosos policías se vendieran a cambio de pequeñas fortunas, era una espina clavada en el mismo centro de la supuesta honestidad de cuerpo de la policía metropolitana londinense.

              Sus superiores habían sido claros.

              Si debía cortar cabezas, que así fuera. Querían cerrar el caso de las peleas clandestinas, localizar el destino de las parejas secuestradas y el tiempo se les echaba encima. Los cuerpos no desaparecían como por arte de magia. Si los tiraban al Támesis, tarde o temprano salían a flote con la marea, como había ocurrido en algunos casos. Si los tiraban a la calle no tardaban en ser descubiertos.

              Las denuncias de las familias se iban acumulando y ellos seguían sin respuestas, salvo las pocas que habían llegado a descubrir al capturar a los hermanos Bray. La punta del iceberg. Sólo eso habían logrado arañar. Pero incluso encarcelado Roland Bray seguía sin soltar prenda y algo se les escapaba. Y a él le había tocado el premio gordo. Destapar lo que fuera que tantos pretendían ocultar por encima de todo. Eso y vigilar al pecoso con el que aún no había tenido ocasión de hablar como dos personas racionales y adultas. Y enfadadas.

              Diablos.

              Se estaba tensando tan sólo de pensarlo.

              Degradado de superintendente a inspector y todo por Robert Norris. El maldito Norris, por el que al parecer el pecoso sentía cierta debilidad. Una punzada demasiado familiar en medio del pecho le enfureció aún más.

              Tan distraído estaba con sus enredados pensamientos que apenas apreció que habían alcanzado la entrada a su nuevo despacho. De un suave empujón el veterano agente que le precedía abrió la puerta dándole acceso a una estancia espartana pero en cierto modo cómoda. Amplia e iluminada, le agradó. Una hermosa mesa de nogal y dos sillas colocadas al otro lado. Prácticas baldas ancladas a las paredes, un perchero de tres brazos y un armario de dos puertas completaban el mobiliario. No esperaba más.

              ─¿Necesita algo más, señor?

              Tocaba trabajar.

              ─¿Su nombre?

              ─Agente Strandler, señor.

              Le agradaba la limpia mirada de ese hombre entrado en años y con arrugas de experiencia alrededor de los ojos.

              ─Localicen al inspector Clive Stevens y reúna a los mandos intermedios. En diez minutos les quiero en la sala de reuniones de la planta baja.

              Eso llamó la atención del agente.

              ─¿Conoce usted nuestra comisaría, señor?

              ─Sí.

              La curiosidad asomó a los ojos castaños del agente pero no se atrevió a ahondar más. Antes de salir por la puerta se dirigió de nuevo a él.

              ─Señor, el inspector Stevens no está localizable en estos momentos.

              Se tensó sin poder evitarlo y su mirada comenzó a poner nervioso al agente.

              ─Verá señor, han acudido a investigar el nuevo caso que les ha sido asignado a él y a su nuevo compañero, el inspector Norris.

              ¡Maldita sea!

              ─¿Qué caso y cómo es que no he sido informado de inmediato?

              Strandler tragó saliva varias veces antes de responder.

              ─Acaba de serles asignado, señor. Creo que fue la última orden dada por el anterior superintendente antes de que…

              ─Antes de que lo cesarán.

              Esa oscura mirada no se apartó de la suya mostrando confianza y ausencia completa de vergüenza.

              ─Sí, señor. Encontrará los papeles encima de su mesa. En diez minutos tendré a los inspectores reunidos en la sala, salvo aquellos que no estén en dependencias policiales.

              ─Gracias, agente.

              ─De nada, señor y…

              Sorprendido alzó la mirada en dirección al agente que por primera vez pareció dudar a la hora de hablar.

              ─Bienvenido.

              El chasquido de la puerta al cerrarse dio fin a la conversación.

              Respiró lentamente.

              Quizá no todos estaban en su contra.

 

 

 

II

 

              Era… enorme.

              Un bulto gigantesco rellenando el reducido y húmedo espacio que parecía no respirar. No se escuchaba ni un ligero movimiento, ni un  rozar de ropa. Nada.

              Les sacaba a ambos como poco una cabeza de altura, sus brazos bien podían medir la circunferencia de los muslos de Clive y éste no era un hombre menudo. Su preocupación ascendió un par de peldaños al adentrarse un paso en la oscura y maloliente celda, seguido de su compañero.

              Y su cara, ¡Dios!, su cara mostraba unos rasgos infantiles, poco desarrollados para una persona de su envergadura.  Unos diminutos ojos en una cara ovalada los miraban fijamente como si sintieran su entrada en la celda una invasión de su territorio y en parte no le extrañaba. Dudaba que el hombre que no les quitaba el ojo de encima hubiera salido de ese maldito lugar en meses. Desprendía un olor punzante que dañaba las fosas nasales, agrio. A desatención y suciedad a partes igual. Y a profundo miedo.

              Era difícil de describir.

              Algo en esos rasgos redondeados y poco marcados le recordaban a los de Bobby MacLane. Nunca entendió ni compartió la contestación de su padre al porqué los padres de Bobby no le dejaban jugar como a los demás niños, porqué no le dejaban corretear y reír, ensuciarse, caer y llorar como al resto de críos del barrio.

              ¿Acaso no se daban cuenta de que quería salir a jugar en la nieve con ellos, que les solía observar durante horas, con ojos llorosos, desde el interior de su casa hasta que le apartaban de un empujón para que nadie se diera cuenta de que existía? A él no le importaba que fuera distinto.

              Nunca le importó, de crío.

              La respuesta se le quedó clavada en el alma.

 

              Porque le esconden, hijo.

 

              De los demás y de su propia vergüenza.

 

              Nunca alcanzó a entenderlo siendo niño, hasta que dejaron de hablar de él, de saludarle al pasar y dejaron de verle asomado con su viejo jersey lleno de remendones a la sucia ventana.

              Desaparecido en el olvido por la sencilla razón de no ser como los demás.

              Le recordaba tanto que algo se le retorció por dentro. Con dureza.

              A poca distancia la enorme figura se balanceaba posando su peso sobre un descalzo pie y después sobre el otro. Una, otra y otra vez hasta que paró un breve instante.

              ─¿Puedo irme ya? Llevo esperando mucho aquí yo solito y tengo mucho frío. Y está muy oscuro ─apenas se le entendía─.  ¿Puedo irme ya a mi casa?

              Dios santo. Se le encogió el endemoniado pecho al escuchar la desolada, asustada y diminuta voz surgir de un cuerpo tan inmenso. Temblaba entero, incluso esa fina voz suplicante.

              Parecía un niño aterrado por ser castigado de nuevo. Y esos ojos de color oscuro en ese rostro repleto de reseca suciedad no paraban de alejarse de ellos para centrarse en el celador ubicado a sus espaldas. Invadidos por el miedo. Un miedo que casi podía mascarse en medio de esa frialdad.

              Al dar otro paso hacia el interior el gigante reculó bruscamente quedando  arrinconado en la esquina más alejada de la puerta, con la cara en dirección a la pared y la inmensa espalda hacia ellos. Como si por el hecho de no verles fueran a desaparecer y con ellos, el terror que le invadía.

              Clive y él se miraron sin saber muy bien cómo reaccionar.

              Jamás hubieran esperado encontrar un niño en el cuerpo de un hombre y una mente infantil en un lugar como ese. Un lugar al que no pertenecía.

              Rabioso se volvió hacia el maldito celador.

              ─Este hombre no es una maldita amenaza.

              Una desagradable sonrisa curvó el rostro del celador.

              ─No dije que lo fuera.

              ─¿Por qué mintió?

              ─No lo hice.

              Rob se acercó dos pasos, con cara de pocos amigos.

              ─¿Por qué… nos… mintió?

              Silencio. Hijo de mala madre.

              ─Ese hombre de ahí dentro no le haría daño a una mosca.

              El hombre se encogió de hombros quitando importancia a lo ocurrido.

              ─Eso dígaselo al último enfermero al que arrancó medio dedo de un mordisco.

              Un angustioso sonido comenzó a llenar el pequeño espacio. Un llanto ahogado mezclado con un melódico tarareo. Una nana para bebés.

              Canturrear parecía reconfortarle apagando poco a poco el angustioso gemido.

              Clive recorrió los pasos en dirección al celador y completamente enfurecido le aferró de la pechera de la camisa, golpeando su espalda contra la pared del pasillo exterior a la celda.

              ─Traiga de inmediato al maldito doctor o por todos los infiernos que en media hora estarán en comisaría detenidos por maltrato, vejaciones y más cosas que se me ocurran por el camino y créame, amigo, tengo mucha imaginación.

              El balbuceo del celador apuntando que el paciente era pura escoria que nadie quería mantener le sacó de sus casillas. Por la manera en que Clive apretó los puños, le ocurrió igual. El ahogado sollozo que provenía del fondo de la celda al escuchar las palabras del celador le rompió algo por dentro.

              Entendía y… sufría.

              No podían dejarlo en ese pozo inmundo. No podían.

              ─No podemos abandonarlo en este lugar.

              ─Lo sé.

              La rotundidad en la voz de Clive le calmó ligeramente, decidiéndose a dar un paso en dirección a Titus Caan.

              Desconocía cómo había recalado en el maldito pabellón ese inofensivo gigante pero dudaba que la información que les habían facilitado en administración antes de adentrarse en esa maldita ala de hospital fuera veraz. Ese hombre estaba encerrado por alguna razón y no era por estar demente. No lo era.

              Sabía algo o había presenciado algo y le habían metido en ese infierno para morir y llevarse a la tumba aquello que fuera que le hacía tan peligroso.

              ─Clive, ve a por Peter Brandon y cuéntale lo ocurrido. Estoy convencido de que este hombre está encerrado por error o por haber presenciado algo. Necesitamos sacarlo de aquí pero habrá que mover unos cuantos hilos. Después ve a comisaría para poner sobre aviso a Torchwell. Convendría que se acercara por aquí.

              El estoy apañado de Clive casi le hizo sonreír si no hubiera sido por el suave e tembloroso tarareo que seguía llenando la oscura celda. Cantaba… hermoso.

              Y triste.

              Con tanta suavidad como pudo reunir, tras ver alejarse a Clive con premura  por el angosto pasillo, se acercó con lentitud a la figura que se había girado levemente y le observaba de reojo, como esperando un golpe en cualquier momento.

              ─Me llamo Rob Norris, amigo y voy a sacarte de aquí.

              El suave balanceo paró de golpe. La redonda y sucia cara se ladeó, tratando de asegurarse de que lo que acababa de escuchar no era algo que simplemente acabara de oír dentro de su mente.

              ─¿Quién te metió aquí, Titus?

              ─Ellos.

              ─¿Cuándo?

              Silencio.

              ─¿Conocías a la enfermera Gates?

              Por primera ocasión una cálida sonrisa bañó ese rostro lleno de tristeza.

              ─Ella era buena… y no le tenía miedo.

              Tenía que preguntar. Aunque no quisiera.

              ─¿Era? ¿Qué has visto, Titus?

              Ninguna contestación.

              ─¿Quiénes son ellos, Titus?

              El movimiento en vaivén retorno, rápido. Aislándose del mundo. El descomunal hombro y todo su cuerpo se encogió instintivamente cuando posó la palma de su mano sobre él. Estaba helado y pese a su volumen, los huesos resaltaban con claridad.

              No sobreviviría demasiado en semejantes condiciones.

              Sin dudar se despojó de su abrigo, de los guantes y su gruesa bufanda y se sentó con suavidad junto a Titus, en el suelo con la espalda contra la helada pared.               Sin asustarle. Cuidando que sus movimientos carecieran de brusquedad.

              ─Estás helado, amigo.

              Un suave estremecimiento fue la única reacción al hecho de colocarle el abrigo sobre los amplios hombros. Sus dedos estaban agarrotados. Tanto que tratar de estirarlos para colocar los guantes hubo de dolerle pero ningún sonido surgió de labios del gigante. Sólo esa mirada que no se apartaba, cautelosa, de su rostro. Colocarle la bufanda alrededor del cuello fue sencillo.

              Pasaron unos veinte minutos, quizá media hora, rodeados de silencio salvo los esporádicos golpes y gritos de las celdas contiguas.

              ─Gracias, Rob Norris. ¿Nos vamos ya?

              Un nudo inmenso le atenazó la garganta.

              ─En seguida, amigo. En cuanto vengan a buscarnos.

              ─Vale, Rob Norris.

              Desde el interior de la mugrienta celda ambos escucharon los firmes pasos de más de una persona acercándose con rapidez.

 

 

 

III

 

              El último toque en el costado había dolido pero agudizó sus sentidos.               Izquierda, flexión, movimiento circular y la mente en otra parte logrando con ello el suspiro de paciencia agotada de Guang. Y el consiguiente bufido de exasperación.

              ─No concentrado, Peter. Leñazo en la frente.

              El pequeño gran hombre tenía más razón que un santo. Eso y que el golpetazo ya se lo había llevado por delante. Pese a hablar a la perfección su idioma, Guang siempre se relajaba con él y tendía a comerse las palabras. Un hombres de pocas y selectas palabras. Sonrió con la mirada centrada en su amigo.

              Llevaba veinte minutos tratando de tranquilizar la mente y lo conseguía a ratos hasta el momento en que se colaban en su pensamiento unos redondos y empecinados ojos azulones. Un huesudo dedo índice le golpeó en el centro del pecho.

              ─Arreglar cosas con Robert y entonces poder practicar. Tu mente está en él y no aquí, en esta sala. Está lejos.

              ─Ya lo intento, Guang pero es tenaz.

              ─Tú más.

              ─Eso díselo a él.

              ─Muy bien. Yo decir, en cuanto ver al hombre.

              Eso mismo. Guang de mediador. Lo que le faltaba para ahuyentar del todo al canijo por el respeto, curiosidad e intriga que le generaba Guang.

              ─Tú corazón querer, entonces decir a Robert.

              Diablos.

              Le flaquearon las piernas al escuchar las tranquilas palabras de uno de los hombres más pacientes, complicados, inteligentes y espirituales que había conocido en su vida. Un hombre que había dejado su vida atrás para acompañarle por razones que sólo él parecía entender. Por la sencilla razón de haber evitado el desahucio de una familia de inmigrantes comprando el local que alquilaban a un condenado usurero.  Nunca hablaba de su tierra al otro lado del mundo. Un mundo todavía por descubrir y tan desconocido como inquietante.

              Si tan sólo consiguiera hacerle entender que escupir constantemente no era una costumbre para trasladar a la verde Inglaterra o que nada ocurriría si tocaba o rozaba a un desconocido, que no se iban a ofender.

 

              Peter, tu corazón joven. Mío, viejo y escupir es bueno. Echar malos espíritus de dentro.

 

              Por lo menos había conseguido que lo hiciera con disimulo.

─Sigamos, viejo.

              Dios, le encantaba la expresión en esos pícaros ojos rasgados cada vez que le llamaba viejillo. La primera vez que lo hizo Guang le frunció el ceño y le dejó inconsciente de una patada. La segunda a punto estuvo de lanzar otro golpe pero por alguna razón se contuvo. Sencillamente le dijo que no era viejo sino que había vivido una larga vida que iba llegando a su fin.

              Se negaba en rotundidad a decirle su edad y por ello, él seguiría llamándole viejo cascarrabias con cariño. Jamás olvidaría la casi imperceptible sonrisa en esos finos labios al escuchar lo del cariño.

              Era un hombre especial. Muy especial.

              ─Continuemos con el entrenamiento.

              El golpetazo de la fina vara que empuñaba Guang en el suelo  respondió a la petición.

              ─No, Peter. Tu cabeza, hueca y enfadado. Así no poder entrenar porque dejarte morado para tu Rob.

              Y otra vez.

              Últimamente el muy testarudo no hacía más que mencionar a Rob y con ello sólo lograba distraerle más de lo que ya lo estaba.

              ─No… es… mi Rob.

              ─En tu cabeza, serlo, amigo mío. En su cabeza también. En la realidad no hacer caso a vuestras cabezas. Ser mentecatos.

              Le agotaba las fuerzas e iba a responder con contundencia, bueno, con algo de contundencia a la vista de cómo aferraban esos alargados y finos dedos la vara de lucha cuando por la abierta puerta a la sala de entrenamiento asomó el rostro afilado de Mason.

              ─Jefe Peter, un hombre vino a buscarle y creo que lleva prisa.

              ─¿Quién es?

              ─Marsden se ha santiguado al menos ocho veces ya, jefe, y creo que la visita se está enfadando.

              Un pelirrojo.

              Por mucho que se le dijera a Marsden que los pelirrojos no llamaban a la mala suerte y que dejara de santiguarse cada vez que oteaba a alguno, la información sólo había obtenido resultado con Julia, la mujer de su hermano y eso porque le adoraba.

              Debía ser Clive Stevens.

              ─¿Viene acompañado por el inspector Norris?

              ─No, jefe. Viene solo y le pasa algo raro. Está sudoroso, pálido y resaltan a la legua sus pecas. Lleva rezongando desde que ha llegado y se pasea para adelante y para atrás sin control. Ya ha volcado una silla en la salita y…

              Su pecho pegó un maldito bote y sintió a su lado de inmediato a Guang.

              No prestó atención a si su viejo amigo le seguía aunque por la forma en que los redondos y grises ojos de su visita se agrandaron al llegar al lugar donde les esperaba, estaba claro que lo tenía tras él.

              ─¡Ya era hora, Brandon!

              Se tensó irremediablemente al escuchar el nerviosismo en la voz de Stevens.

              ─Tenemos un ligero problemilla en el hospital.

              ¡Si llevaban menos de una hora en el condenado lugar!

              Clive no tardó en continuar atragantándose con las palabras, como si llevara prisa o planeara hacer algo más después de hablar con él.

              ─Hemos descubierto a un hombre encerrad…, mejor dicho, encarcelado en ese infierno de piedra y no debiera estar ahí. Es grande e infantil y está…

              ─Clive.

              ─…malnutrido, asustado y golpeado…

              ─Stevens.

              ─Demonios, Brandon, si le vieras. Le han machacado y…

              ─¡Clive!, respira, hombre.

              Así lo hizo rellenando con el aire algo de color en su pálido rostro. Apenas perdió tiempo en farfullar con la misma urgencia.

              ─Rob se quedó atrás para evitar que le trasladen o hagan más daño y me dijo que viniera a buscarte. Alguien ha de sacarle de ese maldito pozo.

              La respiración se le cortó de golpe al escuchar la última frase.

              Le iba a estrangular.

              Quedarse sin apoyo en el mismo lugar en el que decían haber avistado a Saxton. A propósito. Voluntariamente.

              Rob no aprendía. El cerebro comenzó a planear de inmediato.

              ─Nombre.

              ─Clive Stevens.

              ─¡No, hombre! El del hombre que queréis liberar.

              ─Claro, perdona. Titus… Titus Caan. Encerrado en el Ala este. Celda 223. Es…

              El repentino silencio de Stevens le incomodó.

              ─Sigue.

              ─Es infantil, Peter, no un demente. Sólo la mente de un niño en el gigantesco cuerpo de un hombre y está tan asustado. Nos preguntó si habíamos ido para llevarle a casa, Brandon. A casa…

              Antes de que Stevens prosiguiera se volvió como una exhalación hacia Mason y Guang.

              ─Guang, ordena que preparen los caballos. Mason, quiero que lleves la carta que voy a darte a comisaría para ser entregada al Superintendente Ross Torchwell y...

              Clive cortó la frase a medias.

              ─No hace falta, Brandon. Yo me encargo. En cuanto salga voy en su busca para ponerle al día y acudir con agentes al hospital. Si me he adelantado es para evitar que Rob quede demasiado tiempo allí a solas.

              Sin perder un solo segundo y abrigándose por el camino salieron con Guang pegado a sus talones, entre el revuelo formado por la aparición de varios de los hombres de su hermano y Mason dirigiéndose presuroso a dar el parte a Doyle. No le extrañaría en absoluto que a la vuelta de lo que fuera que se iba a organizar en el hospital de San Bartolomé, el Club del Crimen al completo hubiera sido convocado por su hermano mayor.

              Comenzaba el jaleo.

 

IV

 

              Rob se posicionó entre el gentil gigante y la puerta de acceso. No permitiría este abuso. No hacia quien no podía defenderse a sí mismo.

              Con un gesto indicó al gigante que se quedara atrás, callado y así lo hizo, temblando al completo. Sus inmensas manos cubrían sus orejas tratando de distanciarse de lo que fuera a ocurrir a su alrededor.

              Él no podía.

              No si quería sacarlo de ahí.

              Se asomó al pasillo. A contraluz se perfilaron tres siluetas que se acercaban con rapidez. La conocida del celador, la de un hombre de mediana estatura, nada reseñable y la de una espigada y esbelta mujer que en poco se asemejaba a una enfermera. Se situó bajo el quicio de la puerta protegiendo lo que guardaba su interior. El segundo hombre se acercó a él tras echar una rápida mirada al interior de la celda.

              ─Soy el subdirector médico del hospital. ¿Qué ocurre aquí, inspector?

              Menuda desfachatez.

              ─Dígamelo usted, señor ─No le iban a amilanar─. ¿Qué diablos hace un hombre como Titus Caan en este lugar?

              La directa pregunta pilló desprevenido al hombre. Casi tartamudeó al contestar.

              ─Es… peligroso.

              ─¿Para quién, salvo para sí mismo?

              ─Su ficha claramente lo indica. Y así me lo ha hecho saber la enfermera Mayers, aquí presente.

              Su mano se adelantó exhibiendo un par de papeles arrugados.

              ─¿Es esa su ficha?

              ─Así es.

              ─¿Quién es su médico?

              ─¿Cómo dice?

              ─Digo que quiero conocer el nombre del doctor que atiende a este enfermo, si se le puede llamar así.

              El rostro del médico mostraba altivez, desconcierto y cierta intriga hasta exudar sorpresa tras leer unos segundos. Lentamente giró en sus manos las páginas que acarreaba.

              ─No puede ser.

              Lo que expresaban esos ojos era genuino asombro. Para sorpresa de Rob se dirigió hacia la silenciosa mujer ubicada unos pasos más atrás.

              ─Enfermera, ¿de dónde ha sacado este historial?

              Un ligero titubeo antes de contestar acompañó una mueca de desagrado en el rostro femenino.

              ─Del archivo, doctor.

              ─No está rubricado y es incompleto.

              La cascada voz femenina no se alteraba pese al matiz de acusación que desprendía la firme voz del médico.

              ─Se le olvidaría al Doctor Piaret.

              El silencio posterior llamó la atención de Rob.

              ─¿Me lo van a decir o esperamos a que llegue el superintendente con más agentes y el asunto termine, para su vergüenza, en comisaría?

              La mirada de veneno puro que le lanzó la mujer le impactó. Esa era una mujer inquietante y fría. ¿Qué demonios? El subdirector reaccionó de inmediato a la velada amenaza.

              ─¡No! Podremos arreglarlo. Hablaré con el director del hospital porque resulta evidente que algo no va bien.

              ─Muy bien. Dígale que estoy dispuesto a asumir el cuidado de este paciente desde este mismo momento. Arreglen los malditos papeles porque el hombre que está dentro de esa celda se viene conmigo.

              ─¡No puede hacer eso!

              La protesta femenina les sobresaltó a todos, provocando una suave ristra de sollozos emanar del interior de la celda y gritos de las colindantes.

              ─Vaya si puedo.

              ─Pero…

              ─Antes mencionó usted a un tal Doctor Piaret, si no me equivoco.

              La boca apretada de la enfermera permaneció cerrada, implacable por lo que le ignoró dirigiéndose al buen subdirector, quien apenas tardó en contestar.

              Malditos burócratas. Todo era permisible menos un escándalo.

              ─El Doctor Piaret está en una reunión en Aberdeen, inspector y su regreso está previsto dentro de diez días pero es imposible que...

              ─Siga.

              ─No lo entiende. El doctor es una eminencia dentro de este hospital y en el país e incluso a nivel mundial. Sus investigaciones acerca de las enfermedades primarias del hueso son impactantes e innovadoras.

              ─¿Los huesos?

              ─Sí. Sus avances e investigación en el conocimiento de la descomposición anormal del tejido óseo y la consiguiente formación ósea anormal, son únicos en nuestro tiempo ─el ceño del médico se arrugó─. No tiene sentido que asista a este paciente porque Piaret se dedica a la investigación. Hace años que dejó de asistir a pacientes vivos.

              ─¿Vivos?

              ─Se centra en cadáveres.

              Demonios. Comenzaban a revolvérsele las tripas.

              ─Ya tendremos tiempo de hablar con el buen Doctor Piaret.

              La mujer dio un firme paso adelante.

              ─No sabe usted con quién está tratando, inspector.

              No sería la primera vez. Se aproximó a esa mujer hasta quedar frente a ella.              Retadores. No iba a callar. No esta vez.

              ─Por el momento con unas personas a quienes les importa bien poco la vida de un hombre cuando debieran cuidar de él y no permitir semejante trato.

              La mujer casi temblaba de la rabia.

              Volviéndose se dirigió al subdirector del hospital.

              ─Le agradecería que pusiera en conocimiento del Director la precaria situación del señor Caan, descubierta por agentes de la ley. Transmítale que he mandado aviso urgente a la comisaría del distrito por lo que conviene arreglar el estropicio antes de que lleguen. ¿Me ha comprendido, señor?

              Sin abrir la boca el subdirector se encaminó hacia el fondo del pasillo seguido por la enfermera. Pero no sin que ésta le lanzara una de las miradas más ponzoñosas recibidas en su vida.

              Bruja.

              Sin importarle un ápice la presencia del celador se adentró en la oscura celda y se acercó a la encogida figura. Colocó una mano sobre la fría nuca del gigante y apretó suavemente.

              ─Ya falta poco para ir a casa, amigo. Salgamos de este agujero.

              Extendió la mano con la palma hacia arriba, en dirección a Titus.

              Por primera vez el brillo cubrió esos ojillos desamparados.

 

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Amor entre las sombras
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